Capítulo 20. Esperanza Desvanecida
Darya consiguió moverse levemente. Los cortes en su lomo seguían supurando sangre de vez en cuando cada vez que hacía un movimiento brusco, y aunque rayos de dolor la atravesaban sin piedad cuando eso sucedía, era soportable. Habían pasado dos días desde que fuera capturada y convertida en animal de feria para los telmarinos y su Señor. La experiencia que había recogido en aquellos días le había mostrado que era mejor permanecer con un perfil bajo a intentar dirigir las atenciones de todos hacia ella.
En su segundo día, había intentado por todos los medios llamar la atención lo más posible. Rugió en pequeños lamentos, como si llamara a otro león para que la socorriera, pero solo consiguió que un soldado se precipitara hasta la jaula para golpear los barrotes con el látigo. Ante la amenaza, reculó y calló. El soldado se retiró, y Darya no volvió a rugir, pero sí resoplar.
La misma tarde, había repetido el proceso, no para comprobar si obtendría el mismo resultado, sino para averiguar con qué frecuencia había un cambio de guardias. Efectivamente, ante sus llamadas fallidas, un guardia distinto había entrado para silenciarla. Este, a diferencia del primero, había utilizado el látigo para propinarle un golpe que provocó que sangre caliente se deslizara por el lado derecho de su felino rostro.
Por la noche, Lord Miraz entró para hacerla hablar. Negándose en rotundo, Darya había recibido más latigazos en las heridas de sangre ya coagulada. Volvió a debilitarse por la pérdida de sangre, pero no mostró signos de especial inteligencia. El Lord Protector abandonó las caballerizas con el rostro crispado por la ira y la escasez de paciencia. Mientras tanto, Darya sentía su propia ira cociéndose a un fuego tortuosamente lento, bajando hacia su intestino y burbujeando en su interior sin piedad. Seguía sin descubrir qué había sucedido en Narnia, y ni Lord Miraz o sus soldados telmarinos parecían querer comentar el tema mientras ella estuviera presente, o hablar de ello en absoluto.
La leona se cuestionó si Miraz había sido capaz de compartir sus conjeturas sobre su verdadera naturaleza. Sin embargo, descartó la idea, pues los soldados solo la miraban como un vulgar animal de procedencia narniana, que ni hablaba o poseía raciocinio alguno.
En su tercer día, desistió ante la idea de captar la atención de los soldados o la esperanza de que dejaran escapar algo en cuanto al panorama en su hogar. Darya no era una ingenua, pero no podía evitar desear que alguien fuera hasta ella y le contara lo que necesitaba para responder a sus preguntas.
El día aconteció como una nueva normalidad: le trajeron el desayuno —un cuenco de carne y otro de agua—, y la dejaron sola por el resto del día, tal y como habían hecho los dos anteriores. Darya se paseó por la jaula, lamió sus heridas hasta donde alcanzó y permaneció dormitando. En la esquina derecha de su recinto, aquella que quedaba más cerca de la puerta, se vio obligada a hacer sus necesidades, que tapó y tapó con la paja que había en el suelo en un intento por mitigar el olor. Se sentía avergonzada y como un animal sin pensamientos, pero no tenía más opción que aquello.
No había escapatoria.
Ya entrada la tarde, percibió el sonido de pasos y se levantó de golpe ignorando el doloroso relámpago de escozor que la recorrió, alerta. Si era el Lord Protector de nuevo..., Darya no se vería con las fuerzas suficientes como para soportar la furia del látigo por mucho más tiempo. Sus heridas ya eran lo suficientemente profundas y sentía que la carne a su alrededor empezaba a infectarse. No pasaría demasiado tiempo antes de que la gangrena empezara a cubrirlo todo y se extendiera por su lomo.
Pero a Miraz no le importaba perderla. Se había resignado a que no sacaría ninguna información útil de ella, y su perdida simplemente le alegraría. Si no tenía éxito con ella, Miraz buscaría a más narnianos que pudieran proporcionarle información acerca de sus paraderos, de sus escondrijos y recovecos secretos.
Si ella caía, otros caerían después de ella.
El ya reconocible repiqueteo constante de pasos aproximándose hizo que se agazapara un poco más. Su pelaje se erizó presa del nerviosismo y la defensiva. Un anciano apareció, portando un grueso libro de tapa oscura con muchas páginas amarillentas y roídas por el paso del tiempo. Darya abandonó su postura y parpadeó confundida.
El hombre, al sentirse observado, levantó la vista del suelo y la posó en los ojos verdes de la leona tras los barrotes de hierro. Ambos se miraron en silencio y Darya se sorprendió cuando el anciano caminó hasta la jaula. Con mucho esfuerzo, se acuclilló delante de los barrotes, a una distancia prudencial, y aferró el libro mientras sus rodillas se flexionaban hasta estar apoyadas en el suelo. Evaluándola por unos segundos, el hombre abrió el ajado libro y pasó las páginas.
—Vaya, qué curioso —murmuró para sí mismo.
Darya lo observó torciendo ligeramente la cabeza en signo de confusión. Sus orejas se deslizaron hacia el frente, atentas a los sonidos del pergamino al ser pasado sucesivamente, en parte atentas, en parte curiosas. Cuando hubo encontrado la página que buscaba, se la enseñó a ella. Allí, dentro de un marco de tinta dorada, el dibujo de una leona en pigmento blanco puro le devolvía la mirada al espectador que contemplara la página. El trazo era preciso, fino y elegante. El hombre volcó más el libro para mostrarle el dibujo. Por unos instantes, Darya se preguntó si aquel anciano poseía pleno control de sus facultades; ¿era consciente de que le enseñaba a una leona un libro?
—¿Ves esto? Era la Reina Protectora de Narnia, se dice que podía cambiar su forma de humana a leona a voluntad propia. La leyenda dice que liberó a Narnia del dominio de una cruel Bruja, y que junto a ella, los Hijos de Adán y Eva se convirtieron en Reyes que reinaron con sabiduría y amabilidad durante su época.
Darya parpadeó lentamente, sin poder creérselo. ¿Podía ser verdad? ¿Otro telmarino la había reconocido? No, era imposible. Pero había algo en aquel anciano, algo en la forma en la se expresaba, en la que había hablado sobre ella y los Pevensie. Algo que le decía que podía confiar en él.
—Creo que empiezo a delirar, ahora hablo con los animales —rió el hombre. Darya suspiró internamente. Había sacado conclusiones demasiado deprisa. El hombre acarició el dibujo de la leona con aire anhelante, expresión que quedó grabada en la mente de Darya a fuego—. Hubiera querido vivir en la Edad de Oro, cuando el Sumo Monarca Peter y sus hermanos gobernaban y aún se podía visitar la habitación donde mantenían a la Reina Protectora, aunque admito que ver al Guardián de Morfeo habría provocado un sinfín de nervios en mí.
Un escalofrío recorrió a Darya y le erizó el pelaje a su paso. Su corazón se contrajo dolorosamente. Ella también hubiera deseado poder disfrutar de aquella época, que se escuchaba tan maravillosa en las palabras de aquel anciano, de haber estado despierta.
—Tal vez podáis vivir en esos tiempos de nuevo algún día.
El anciano, espantado, se giró para mirar la entrada de los establos y las escaleras que llevaban hasta los pasillos del interior del castillo. Al no ver a nadie, el hombre volvió a girarse hacia el libro. Darya rió para sus adentros. Ojalá no se estuviera equivocando al confiar de aquella manera en un telmarino.
—Creo que buscáis mi voz, Mi Señor.
La cabeza del hombre se disparó hacia arriba para mirarla, estupefacto. Su sorpresa fue tal que acabó perdiendo el equilibrio, cayendo al suelo cuando le fallaron las piernas y el estupor le paralizó el cuerpo. Fue tanta su impresión que incluso el libro se cayó de sus manos y chocó contra el suelo con estrépito, cerrándose.
—Válgame el cielo —murmuró aturdido. Después, como si recuperara su compostura, se inclinó haciendo una reverencia que incluso Darya consideró innecesaria, aunque no lo dijo. Una parte de sí misma no pudo evitar sentirse halagada—. Su Majestad, es un placer conocerla en persona.
—Deberíais levantaros, alguien podría pensar que os habéis vuelto loco haciendo cortesías ante una leona narniana —le aconsejó ella, esbozando una sonrisa felina. Si la vista de sus colmillos perturbó al anciano, este no lo mostró.
—Mis disculpas, Mi Señora, pero eso no es lo que me preocupa en estos instantes; ¿cómo habéis acabado aquí? ¿Y por qué estáis herida? —esbozó, reparando entonces en las manchas carmesíes que tintaban tan curiosamente el lomo de la leona.
—Primero, debo saber si no me he equivocado al confiaros mi secreto, sabio anciano —dijo ella lentamente, midiendo sus palabras—. ¿Cómo sé que no sois como el hombre del que me han hecho prisionera y el cual me ha sometido a la furia del látigo?
—¿Habláis de Lord Miraz? —preguntó él. Darya asintió—. Mató a mi Rey para que él pudiera tomar el control. Mi lealtad ahora está con el hijo del difunto, Su Alteza el Príncipe Caspian. Miraz no es más que un tirano que espera su primer vástago, Mi Señora. Y si os fijáis, para más ahínco, podréis comprobar que mi ascendencia es parte narniana también.
Darya asintió, sopesando sus palabras.
—¿Y cómo es este Príncipe Caspian? —preguntó, cautelosa.
—Os juro por la gloria de Aslan que no es como su tío —expresó el anciano—. El Príncipe permanece cautivo en el castillo la mayor parte del tiempo y no se le permite apenas salir de sus terrenos. Ama la cultura narniana tanto como yo; yo mismo le instruí al respecto, pero no posee conocimiento alguno sobre los planes de su tío.
—¿Qué planes? ¿Os referís a la destrucción de los narnianos?
El hombre asintió con pesadumbre.
—Además de eso, también desea matar al Príncipe, me temo. Una vez su esposa de a luz y el infante sea varón, nada detendrá a Miraz de matar a Su Alteza.
—Desea el trono para sí y su estirpe, y el Príncipe es el último peón en su camino —comprendió la Protectora—. Ahora que sé que puedo contar con vos, pero entendedme cuando os digo que necesitaría juzgar a vuestro Príncipe yo misma, Mi Señor —El anciano asintió en comprensión. Darya sintió su cuerpo relajarse—. Ahora necesito desesperadamente saber qué ha ocurrido. Contadme qué le ha pasado a mis tierras y mi gente, por favor.
Y el anciano, que poco después supo que se llamaba Cornelius, le explicó todo lo que había sucedido desde el principio:
—Fue el antepasado del Príncipe, Caspian I, quien conquistó Narnia y la convirtió en su reino. Fue él quien llevó a toda la nación telmarina al país. No son narnianos nativos, ¡en absoluto! Son telmarinos, es decir, que vienen de la Tierra de Telmar, como os podéis imaginar, situada mucho más allá de las Montañas Occidentales. Por eso Caspian I recibe el nombre de Caspian el Conquistador. Muchas fueron las veces que el príncipe me preguntó sobre la Vieja Narnia, pero Miraz lo prohibió rotundamente. Todo el mundo menos el príncipe, sabe que Miraz es un usurpador. Cuando empezó a gobernar ni siquiera pretendió ser el rey: se denominaba a sí mismo Lord Protector. Pero entonces la madre del Príncipe Caspian murió, y tras la buena reina, el único telmarino que ha sido amable conmigo jamás. Y luego, uno a uno, todos los grandes Lores que habían conocido al Rey Caspian IX murieron o desaparecieron. No por accidente, además. Miraz los fue suprimiendo. Belisar y Uvilas murieron de un disparo de flecha durante una cacería: por casualidad, según se quiso hacer creer.
—» A toda la gran casa de los Passarid la envió a combatir contra los gigantes en la frontera septentrional hasta que uno por uno fue cayendo. A Arlian y Erimon y una docena más los hizo ejecutar por traición basándose en una acusación falsa. A los dos hermanos del Dique de los Castores los encerró diciendo que estaban locos. Y finalmente persuadió a los siete nobles lores, que eran los únicos de entre todos los telmarinos que no temían al mar, para que zarparan en busca de nuevas tierras más allá del Océano Oriental y, como era su intención, jamás regresaron. Y cuando no quedó nadie que pudiera hablar a favor del príncipe, entonces sus aduladores, así como él les había indicado que hicieran, le suplicaron que se convirtiera en Rey. Y desde luego, eso hizo, o al menos hace creer que lo es.
Darya escuchó atentamente, sintiendo los estallidos de rabia que detonaban en su pecho certeramente. ¿Dónde había estado ella cuando Narnia la había necesitado? ¡Dormida por una maldita enfermedad! Se culpó a sí misma sin poder hacer nada para evitarlo. Se culpó de las muertes narnianas, de la pérdida de su tierra, de cada narniano que se había enfrentado a los telmarinos y que había conocido un desenlace fatal. Se culpó de que invadieran Narnia en un primer lugar, de que su hogar y su gente hubiera sido subyugada una vez más por un enemigo al que no había podido hacer frente a tiempo.
Poco después, Darya le hizo prometer a Cornelius que no le diría nada a nadie sobre su condición y él así lo hizo. Sin embargo, también le hizo prometer que, con las primeras luces del amanecer, trajera al Príncipe Caspian ante ella. Si el muchacho probaba ser como Cornelius le había dicho, entonces apoyaría su ascenso al trono telmarino, siempre y cuando respetara las vidas de los narnianos y prometiera dejarlos libres a todos, sin excepción.
Darya no podía determinar del todo si era sabio confiar en un telmarino, después de haberse mostrado ante ella como humanos casi carentes de sentimientos benévolos. El «casi» correspondían a Cornelius y, quizá, también al Príncipe. El anciano había sido tan amable y considerado como para prometerle que, además de llevar al Príncipe ante ella, también la asistiría con ungüentos curativos para sus heridas.
Quizá la esperanza no estuviera del todo perdida.
O quizá ella estaba siendo demasiado ingenua.
Se despidieron, prometiendo volver a verse a la mañana siguiente, antes de que el desayuno le fuera llevado a Darya. Una vez se hubo marchado Cornelius, la leona durmió aquella noche torturándose inevitablemente, soñando con gritos, muerte y destrucción.
Darya apenas pudo descansar, pero no le importó. Cualquier cosa era mejor que volver a sus pesadillas, incluido el estar despierta a altas horas de la madrugada. Al alba, tal y como había prometido, Cornelius descendió las escaleras que conducían a los establos, pero solo. Darya azotó su cola tras ella, insatisfecha.
—Pensé que traeríais al Príncipe, Maese Cornelius —expresó una vez el hombre estuvo delante de la jaula. Él se inclinó en una reverencia de disculpa.
—Me temo mucho que no se le está permitido al Príncipe salir de sus aposentos, Majestad. —Parecía nervioso, más inquieto y alerta. Darya podía percibir sus emociones irradiando de él y se sintió confundida por ellas—. Veréis, Majestad, está previsto que en las próximas horas Lady Prunaprísmia, la esposa de Lord Miraz, de a luz. La seguridad se ha visto reforzada inevitablemente. Pocos poseen permisos para entrar o salir del castillo, a no ser que sea totalmente estricto. Os he traído los ungüentos, no obstante, aunque necesitaré que me disculpéis y os aproximéis a los barrotes lo más posible. Me temo que mis manos no alcanzarían vuestra posición fácilmente.
Las esperanzas de Darya por ver al Príncipe y saber si contaría con un aliado más en aquel lugar, se esfumaron.
Cornelius posicionó el fardo que había llevado consigo en el suelo de piedra. Extrajo varios botes y viales, que Darya supuso serían los ungüentos que le había prometido para tratar sus heridas.
—Comprendo, Maese Cornelius. Disculpad. ¿Cuál será el proceder a continuación?
Cornelius le dedicó una larga mirada que no auguró nada bueno.
Con las manos posadas en jarra sobre sus caderas, Prísyla observó los objetos que había depositado y organizado sobre su gran camastro. Había un conjunto de ropa limpia que consistía en un chaleco, un jubón, una camisa de lino y unos pantalones gruesos forrados de piel —que le había quitado a su hermano—, junto a unas de sus botas y una capa de piel. También había conseguido un fardo de viaje y un cuchillo robado de las cocinas. Lo último en su lista, eran las provisiones. Tendría que volver a las cocinas después del desayuno con su hermano y recoger lo que necesitaba para sobrevivir, al menos, durante cuatro días.
Cuatro días.
El pensamiento la abrumó por unos segundos. Sería el periodo de tiempo más largo que hubiera pasado fuera del castillo y sus terrenos. Según sus idílicos cálculos, serían dos días para llegar al castillo de hielo y otros dos para llegar al castillo de Cair Paravel.
Escuchando los pasos de su hermano resonar fuera, en la sala de estar que actuaba como comedor de igual forma, Prísyla se apresuró a ocultar su atuendo de viaje y los utensilios que había recolectado. Los empujó debajo de su lecho y colocó las sábanas de tal forma que no se pudiera percibir qué había debajo. Con un suspiro tembloroso, alisó las faldas de su vestido y tomó una respiración profunda antes de caminar hasta la puerta de su alcoba.
—¿Pry? —preguntó la voz de su hermano.
—¡Enseguida voy!
Giró una vez más para observar su habitación, asegurándose de que no hubiera nada sospechoso. Una vez convencida de ello, se apresuró a salir fuera. La sala de estar era espaciosa y los suficientemente amplia como para que al menos siete personas pudieran estar sin problemas. A la derecha, un amplio ventanal daba vistas al bosque que se extendía más allá de los terrenos, hacia el Norte, donde, atravesando el vasto follaje, se adivinaba la silueta de montañas azules. Un diván se posicionaba en un rincón de la sala, delante de la chimenea de piedra encendida, junto a un par de sillones y una alfombra. Había vitrinas con cubertería y copas de cristal, así como estanterías repletas de objetos que habían pertenecido a su familia y una amplia colección de libros.
La parte del comedor estaba junto al ventanal, justo delante de la puerta de la alcoba de Prísyla. Al lado de esta había otra puerta que daba al dormitorio de su hermano, y a la izquierda de este, un baño conjunto con una bañera de metal, una pileta de agua para lavarse el rostro y las manos, y una letrina separada por un biombo de lino grueso.
Prísyla sabía la suerte que ella y su hermano tenían de vivir en el castillo telmarino. Como miembros importantes de la Corte, disponían de ciertos privilegios en comparación a otros nobles, aunque aquello no los convertía en los únicos que compartieran hogar con Lord Miraz, su esposa y el Príncipe.
Sin embargo, Prísyla se sentía a menudo culpable por estos hechos, pues había otros que no podían gozar de todos los privilegios que ella poseía por su estatus social dentro del reino. Pasear por las calles del pueblo resultaba un verdadero calvario, no porque a Prísyla no le gustara, sino porque observar los rostros de los pobres, campesinos, jornaleros y demás, suponían para ella un recordatorio de lo poco que tenían, y de lo poco que podía hacer ella para cambiarlo.
Prísyla volvió en sí, tomando asiento a la derecha de su hermano. Deverell ya se encontraba sentado, sirviéndose una copa de vino caliente y reconfortante. Le ofreció echarle a ella en su copa, más Prísyla negó; optó por el jugo de frutos del bosque, en cambio. Dos sirvientes vinieron a ellos portando dos bandejas de plata con el desayuno: rebanadas de pan tostado, mantequilla, huevos duros, frutas varias y avena con confitura de arándanos y miel.
Empezaron a degustar su desayuno en silencio, hasta que Deverell, tras tomar un trago de su copa, la observó.
—Fui a ver a Nerian hace dos días —comentó, tomando una de las rebanadas y untándola de mantequilla—. Me comentó que no fuiste a verle y me resultó extraño, ¿están las cosas bien entre vosotros?
La pregunta tomó a Prísyla desprevenida. Por unos instantes, recordó la forma en la que Nerian había rechazado acompañarla hasta los castillos, y el fuego de su enfado volvió a quemar. Tranquilizándose, esbozó una suave sonrisa.
—Sí, todo está perfectamente. ¿Cómo progresa tu nueva espada?
Si Deverell percibió el cambio de conversación, no dijo nada al respecto. En su rostro, por otra parte, se extendió la más brillante de las sonrisas. Prísyla reconoció el gesto de cuando eran pequeños. Deverell solo se permitía sonreír de aquel modo cuando estaba emocionado u orgulloso por algo o de alguien.
—¡Es magnífica, querida hermana! —confesó, sin caber en su propio gozo—. Nerian está demostrando ser mejor herrero que el viejo Viareden. Tiene un talento nato para la forja, de eso no hay duda, y supo captar a la perfección la fortaleza que nos caracteriza. Ya casi está lista.
—Me alegro mucho por ti, Dev —respondió ella. Sus manos se hicieron con un cuenco y procedió a servirse una buena porción de avena—. ¿Y qué me dices sobre el puente? ¿Marcha todo bien?
La sonrisa de Deverell creció.
—Sí. Dentro de unos minutos deberé partir para seguir supervisando a los soldados. Cabe la posibilidad de que a finales de esta semana el puente esté listo. Y además... —Deverell calló.
Prísyla levantó la vista de su cuenco, confundida porque su hermano hubiera dejado de hablar. El semblante le había cambiado por completo. La emoción y el orgullo habían sido sustituidos por un ceño fruncido y los labios fuertemente sellados. Sus manos juguetearon nerviosas con la cuchara de plata que sostenía. Prísyla se alarmó, reconociendo los sentimientos de su hermano.
Nerviosismo, inquietud, duda.
Miedo.
—¿Qué más, Deverell? —le preguntó en voz baja, su mano buscando la suya a través de la mesa. Cuando la encontró, la apretó intentando transmitirle calma—. ¿Qué más sucede? Dímelo, Dev.
—El Lord Protector... —Los ojos grises de su hermano se clavaron en los turquesa de ella. Deverell tragó—. El Lord Protector me pidió que reuniera al Consejo para mañana.
—¿Es eso malo? —cuestionó Prísyla, frunciendo el ceño. Su hermano acarició sus nudillos en un gesto que, lejos de ser cariñoso, fue nervioso.
—Quiere exterminar a los narnianos, Pry. No sé cómo pretende hacerlo pero..., tengo un mal presentimiento. Cuando me lo dijo, vi locura en sus ojos. Su ambición tornó en locura tan rápido que pensé que corría peligro en su presencia.
El nerviosismo que Deverell sentía fue transmitido rápidamente a su hermana.
—Pero, ¿acaso no es esa una decisión que le correspondería a un Rey? Y el Príncipe todavía no es mayor de edad para reclamar el trono.
Los ojos del hombre se abrieron con pasmo y reconocimiento. Soltó la mano de Prísyla y se las pasó por el corto cabello castaño. La preocupación de su hermana se vio aumentada ante el repentino gesto.
—Eso es... —susurró, horrorizado.
—¿Qué? ¿Qué es? —Prísyla se movió hasta el borde de su silla, aproximándose a su hermano ansiosa.
—Oh, Pry... —lamentó—. Lady Prunaprísmia entró al alba en su última etapa de gestación. Se especula que podría dar a luz hoy en cualquier momento.
Prísyla sintió que su pulso se aceleraba, que su corazón se desquiciaba dentro de su pecho.
—Pero eso...
—Eso —cortó Deverell—, implicaría que Lord Miraz tendría un posible heredero varón, y que si elimina al siguiente en la línea sucesoria...
—Él sería el nuevo Rey —comprendió la joven, horrorizada.
La mirada de Deverell se tornó oscura y distante.
—Planea asesinar al Príncipe Caspian.
¡Hola!
¡Este ha sido un capítulo lleno de revelaciones! Por una parte, Darya ha depositado su confianza sobre Cornelius que, por si no lo recordáis, es el profesor del Príncipe. Deverell y Prísyla han descubierto lo que Miraz planea hacer: matar al Príncipe Caspian. ¿Cómo afectará eso al viaje que Prísyla deseaba hacer a los castillos de Narnia? ¿Qué hará Deverell a continuación?
Sé que en el anterior capítulo dejé caer que aparecería el cuarto personaje nuevo, pero hasta el siguiente, me temo que no veremos nada. Cuando Darya conozca al Príncipe por fin, ¿cuál será su reacción? ¿Qué hará Prísyla cuando se descubra en un dilema vital?
¡Gracias por leer, espero que os haya gustado!
¡Votad y comentad!
¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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