Capítulo 17. Reflejos en la Profundidad
Lo primero que aconteció fue la terrible sensación de tener el cuerpo encalambrado, entumecido. No se sentía los dedos, ni las manos, ni los pies o las piernas; y dolía. Era como si miles de hormigas hechas de fuego le picotearan la piel y cada parte de su ser. Mordisqueaban con fiereza y dejaban tras de sí un escozor insoportable. Lenguas de fuego le paralizaban el cuerpo cada vez que intentaba moverse. Intentó esto último una y otra vez, pero fracasó estrepitosamente.
Lo segundo que notó, fue la forma en la que le pitaban los tímpanos, que le impedía escuchar nada en absoluto. Un profundo silbido parecía expandirse a lo ancho y largo de sus oídos, como si un pequeño ratón no dejara de emitir un lamento constante, agudo y estridente.
Después intentó abrir los ojos, y fue lo único que consiguió, pero sin mucho éxito; todo estaba completamente oscuro. La más infinita de las oscuridades se cernía a su alrededor y le impedía ver algo en absoluto.
Una sensación extraña la invadió. ¿Incertidumbre? ¿Nervios? No lo sabía, quizá era una mezcla de ambas, porque, al fin y al cabo, ¿dónde estaba? ¿Qué era aquel lugar? ¿Qué había sucedido tras su colapso en el campo de batalla? Lo último que recordaba era ver a su padre con lágrimas en sus dorados ojos, a Peter sosteniéndola como si su vida hubiera dependido de ello, rogándole que no se fuera. Aunque un tanto difusos, sus recuerdos seguían intactos.
Su profecía se había cumplido y el Síndrome de Morfeo se había llevado su alma. ¿Significaba aquello que estaba muerta? ¿Qué se encontraba en el país de los difuntos? Un nudo se instaló en su garganta, oprimiéndole la tráquea. Estaba asumiendo conjeturas que su mente confundida producía. No podía simplemente creerlas, ¿no?
Dejó escapar un suspiro tembloroso.
Poco a poco, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad que la rodeaba. Se encontraba en una superficie suave pero fresca. Con esfuerzo, sus manos viajaron hasta ella y la palparon, sintiendo la humedad de las hebras. Era hierba. Se sintió más despierta tras el descubrimiento y miró a su alrededor como pudo, moviendo lentamente el cuello. Sus ojos distinguieron diversas figuras oscuras a sus lados y hasta donde pudo alcanzar a mirar, pero no supo determinar qué eran. Quizá se trataban de túmulos de tierra aglomerada y compacta por la erosión del suelo.
Forzando las piernas, se levantó y empezó a caminar esquivando aquellas figuras. El pitido de sus oídos se disipó por completo, dando paso a diversos sonidos: ronquidos, resoplidos, farfullos...
Aquel lugar desconocido estaba lleno de todos ellos.
Forzó sus ojos un poco más y pudo divisar las formas. Contuvo un grito ahogado. Lo que había creído que podían tratarse de acumulaciones de tierra, eran en realidad animales muertos. No, muertos no.
Dormidos.
La mayoría recordaban a dragones o murciélagos, pero no pudo decir qué eran ninguno de ellos. Se percató entonces de que el sonido rebotaba con fuerza dondequiera que estuviera y supuso que debía tratarse de una cueva, bastante profunda a su parecer. No soplaba ni una gota de viento, ni el canto de un pájaro o el murmullo del agua, únicamente los sonidos que producían las criaturas durmientes.
Anduvo por lo que parecieron horas. Recorrió kilómetros y kilómetros sin descanso, hasta que sus manos, delante de su cuerpo y extendidas, chocaron con una superficie rugosa; una pared de piedra. Las yemas de sus dedos siguieron el contorno hasta dar con un pequeño arco que se elevaba unos centímetros por encima de su cabeza. Se agachó levemente para poder pasar antes de continuar su camino, encontrándose en el interior de una nueva cueva.
Sin embargo, no resultó ser tan inquietante como la de los animales dormidos, aunque no por eso mejor. Allí, ocupando casi toda la longitud de la pequeña caverna, yacía un hombre inmenso que dormía profundamente.
Era mucho más grande que cualquier gigante que hubiese visto jamás y su rostro, mirándolo detalladamente, no parecía el de un gigante; era más noble y hermoso. El pecho ascendía y descendía acompasadamente bajo una barba nívea que lo cubría hasta la cintura. La única luz que entraba en la caverna y que ella había visto en mucho tiempo, era una luz plateada que caía únicamente sobre él, pero de origen totalmente desconocido.
Con paso tembloroso, pasó a otra caverna, dejando al gran hombre atrás. A continuación pasó a otra, y a otra, y otra más, hasta que perdió la cuenta por completo. Pero una cosa era segura: cada vez, el desnivel se hacía más evidente, lo que la condujo hasta la conclusión de que no hacía más que bajar.
Una última cueva apareció, esta vez mucho más grandes que las anteriores, aunque igualmente oscura. A sus pies sintió un tacto distinto al de la hierba o las piedras. Algo terroso y lleno de grumos, pero suave. Arena. Mirando más allá, distinguió un pálido brillo, unas aguas oscuras y quietas. Junto a un pequeño espigón, distinguió la silueta de un barco sin mástil ni vela, pero con muchos remos. Se subió encima y con decisión, cogió dos de los remos y empezó a ponerse en movimiento, surcando las oscuras aguas lentamente.
Los brazos se le resintieron al principio, pues sus músculos estaban engarrotados por la falta de movimiento. Aquello llevó a Darya a cuestionarse cuánto tiempo había estado dormida, o siquiera, si había despertado en absoluto. ¿Podía aquello ser el sueño de la muerte? ¿Estaba en la otra vida y jamás había despertado del Síndrome de Morfeo en realidad?
Remó por lo que le parecieron siglos, y en cierto punto tuvo que parar para hacer un descanso. Tenía los brazos entumecidos y sentía sus músculos arder, pero al cabo de unos segundos, prosiguió remando. Una nueva determinación había inundado su ser.
Pasado un tiempo —aunque no supo cuánto—, tuvo la sensación de que había vivido siempre allí, en ese barco que parecía no tocar tierra nunca, en aquella oscuridad y a preguntarse si el sol, el cielo azul, el viento y los pájaros, no habían sido producto de un sueño muy lejano que alguna vez había imaginado.
Entonces, entre toda aquella profunda oscuridad, aparecieron las primeras luces: luces mortecinas, como las de un farol a punto de apagarse. Luego, con bastante sorpresa, observó cómo a su lado había otro barco con una pequeña luz brillando en la proa, y pronto, se dio cuenta de que habían muchos otros barcos surcando las mismas aguas en quietud que ella.
Fijando la mirada en la negrura delante de ella hasta que le dolieron los ojos, vio que algunas de las luces situadas al frente brillaban sobre lo que parecían muelles, muros, torres y muchedumbres en movimiento. Sin embargo, seguía sin oírse apenas un ruido.
Era una ciudad silenciosa.
Las luces eran escasas y estaban separadas las unas de las otras; no obstante, los pequeños retazos del lugar que se podían ver mediante las luces, eran como los atisbos de un gran puerto marítimo sumido en una calma intranquila.
En un lugar se podía distinguir toda una multitud de barcos que cargaban o descargaban; en un tercero, paredes y columnas que sugerían grandes palacios y templos; y siempre, allí donde caía la luz, multitudes interminables: cientos de criaturas de todos los tamaños, algunos con un solo pie, otros con colas largas, barbas o rostros muy redondos y lampiños, grandes como calabazas. Eran terriblemente pálidos y todos ellos iban portando tridentes; eran gnomos, los reconoció, a pesar de no haber visto uno vivo nunca, pues recordaba los libros que había ojeado en el Dique de los Castores junto a Caleen y Canthos.
Su pecho se contrajo dolorosamente ante el recuerdo, pero lo apartó. Necesitaba concentrarse.
De repente, todos los gnomos se reunieron en la orilla, mirándola muy atentos y muy quietos, e incluso los que estaban en los barcos se quedaron estáticos. La miraron largo y tendido, provocando que en cierto punto, se sintiera incómoda. Poco tiempo después, cuando se hubo bajado del barco, los gnomos la rodearon por completo y procedieron a omitir chillidos y gritos que hubieran hecho que incluso el más ruidoso se tapara los oídos. Sus chillidos asemejaban aquellos de los cuervos, las urracas y los buitres todos juntos. Darya se tapó los oídos, lamentándose porque el pitido se hubiera desvanecido y no le impidiera escuchar a los gnomos. Siguieron gritando, aún quietos, hasta que una voz humana se alzó por encima de ellos.
—¿Qué significa tanto ruido? —preguntó una voz femenina.
Darya pasó saliva. Sus ojos escanearon la multitud de gnomos a su alrededor, observando cómo estos se apartaban dejando todo un pasillo libre entre sus uniformes cuerpecillos.
Y allí, caminando con porte elegante, como si flotara o se deslizara por el suelo, apareció una mujer alta, esbelta y sumamente bella. Había sido ella quién había hablado con una voz que, aunque aterciopelada por naturaleza, en aquellos momentos denotaba disgusto. Sin duda, el culpable de ello había sido el griterío de los gnomos.
Su cuerpo curvilíneo estaba cubierto por un vestido largo con mangas finas, una saya de un profundo verde brillante que le recordó a praderas en primavera. Su pelo, suelto y largo hasta la cadera, era completamente negro; pero no de un negro opaco como el del carbón, sino más bien un negro ónice, brillante. Lo último en lo que se fijó Darya sobre la apariencia de aquel nuevo personaje, fue en sus ojos. Sintió que su corazón se aceleraba, que saltaba a la carrera como un caballo desbocado, desesperado por saltar fuera de su pecho. Los ojos de la dama eran verdes, de un verde hipnotizante, como las hojas cubiertas de rocío, iridiscentes, analizadores.
Eran los mismos ojos que los suyos.
Darya se quedó sin aliento, pasmada. La mujer la miró, mientras sus ojos se abrían ligeramente y su boca se apretaba en una fina línea, como si no quisiera dejar escapar un grito o suspiro de asombro. La muchacha no estaba segura, pero aquel rostro bien podría haber reflejado el suyo propio.
—Imposible —murmuró la dama, repentinamente aturdida—. ¿Darya?
Ella tragó saliva, sintiendo su garganta seca de repente. Sentía que había visto a aquella mujer mucho tiempo atrás, tal vez en un sueño. Y en realidad, había sucedido. Recordaba una época ya probablemente olvidada en la que había tenido un sueño profético; su ascendencia había sido revelada, y aquella dama había aparecido junto a un león en lo alto de una colina.
Ahora, sabiendo que era real, que era una persona de carne y hueso, que no estaba hecha del material de los sueños, Darya se permitió sentirse atolondrada. Ambas eran como reflejos de la otra en la profunda oscuridad que los rodeaba, allí donde no tocaba la luz del sol.
—¿Darya? —Volvió a preguntar, esta vez abriéndose paso entre los gnomos. Estos se apartaron entre pequeños quejidos. La mujer avanzó hasta estar a su altura, a penas a unos pasos de distancia de ella—. ¿Eres tú?
—¿Quién lo pregunta? —inquirió ella, frunciendo el ceño y mostrando un semblante a la defensiva. Era inútil preguntarlo, pero se negaba a abrazar la realidad que intentaba llegar hasta ella en aquellos instantes.
La mujer sonrió de una forma que le causó un sentimiento extraño en la boca del estómago. Era como una mezcla de ternura e ironía, todo en aquellas comisuras elevadas hacia arriba, en aquellos labios rojizos y viperinos.
—Una madre nunca olvida.
Y entonces, solo entonces, ella se mostró vulnerable por primera vez en mucho tiempo. Su coraza cayó, aquella que tanto le había costado vestir. Aquella que solo había dejado de lado una noche en el lago en compañía de un joven Rey.
Llevada por un sentimiento tan fuerte como aquel, solo se le ocurrió hacer algo que en otras condiciones no hubiera osado hacer. Sus pensamientos, arremolinados en una tempestad que cuestionaban cómo aquello era posible, como podía ser que estuviera en presencia de su madre, acallaron. Caminó rápidamente hasta la mujer, y la abrazó.
La Dama de la Saya Verde quedó completamente sorprendida con aquel gesto. Durante unos segundos, Darya sintió que quizá había hecho algo estúpido, pero el simple pensamiento se disipó, no obstante, cuando los brazos de la dama se envolvieron a su alrededor.
A continuación, su madre la separó de sí y le sonrió misteriosamente. Darya sintió que un escalofrío la recorría.
—Tal vez quieras ponerte cómoda.
Después, se giró y empezó a caminar, haciéndole un gesto para que la siguiera. Cruzaron las calles, siendo vigiladas de cerca por los gnomos, que con sus ojos pequeños y curiosos, las seguían en completo silencio.
Por fin, llegaron a lo que parecía ser un castillo enorme, si bien pocas de las ventanas que poseía estaban iluminadas y la estructura permanecía más ruinosa que en buen estado. La mujer la hizo pasar al interior, cruzar un patio y luego subir muchas escaleras.
El paseo las condujo finalmente a una habitación muy grande y pobremente iluminada. Pero en uno de sus rincones, para sorpresa y agrado de Darya, había una arcada inundada por una clase distinta de luz; la genuina luz amarilla y cálida de una lámpara como las que usan los narnianos. Lo que mostraba aquella luz dentro de la arcada era el pie de una escalera de caracol que ascendía entre paredes de piedra. La luz provenía de lo alto. Dos gnomos estaban de pie a cada lado del arco como si fueran centinelas o lacayos.
La dama se posicionó delante de ellos y como si se tratara de un santo y seña, dijo:
—Muchos descienden al Mundo Subterráneo.
—Y pocos regresan a las tierras iluminadas por el sol —respondieron ellos de forma mecánica.
Iniciaron el ascenso por la escalera. A cada peldaño que subían, la luz aumentaba todavía más. De las paredes colgaban tapices suntuosos, y la luz de las lámparas brillaba dorada a través de delgadas cortinas colgadas en lo alto de la escalera. Un gnomo allí parado les abrió las cortinas y se hizo a un lado, cediéndoles el paso. Darya lo observó por un corto periodo de tiempo, para después continuar caminando.
Entraron en una habitación muy hermosa, con tapices magníficos, un buen fuego en una chimenea impoluta y vino tinto y cristal tallado centelleando sobre la mesa. La dama se giró para mirarla.
—Toma asiento, querida.
Darya obedeció y se sentó en una de las sillas plateadas que rodeaban la mesa. Su madre —¡que extraño era decir aquella palabra dirigida a alguien!—, se sentó en una de las sillas de delante, con las palmas de las manos reposando en su regazo. Su pose era tranquila, elegante y estoica. Toda ella irradiaba poder y autoridad, pero además, magia. Había un aura extraña a su alrededor, divina y etérea, similar a la que había percibido en Jadis de Charn alguna vez. Darya no dudó del título que su profecía le había concedido: se encontraba delante de la Dama de la Magia, la Reina del Mundo Subterráneo.
—¿Sabes qué haces aquí? —le preguntó la mujer. Su voz no mostró emoción alguna, pero a Darya le pareció que intentaba sonar curiosa. Negó.
—Desperté en un bosque lleno de criaturas dormidas en el interior de una caverna. A continuación vagué de cueva en cueva hasta que di con el lago quieto, y llegué a las orillas solo para encontrarte a ti.
—Creo que te gustará saber —dijo su madre, entrelazando los largos dedos de las manos—, que ahora mismo estás soñando.
—¿Qué? —preguntó ella confundida. Su madre la miró ahora con una seriedad impertérrita.
—Ya vienen, Darya, y debes estar preparada.
—¿Qué inquieres? —le dijo, alterándose. Sin poder evitarlo, se levantó de golpe. La pequeña mesa de cristal tintineó con el repentino movimiento—. No puedes simplemente decir eso y no elaborar más. ¿Qué significa que debo estar preparada?, ¿para qué? ¿Quién viene? ¡Tengo demasiadas preguntas!
—Y yo te concederé las respuestas a todas ellas —aseguró su madre—, algún día, cuando llegue el momento. Ahora, debes despertar, Darya.
—¿Despertar? —Una risa incrédula brotó de sus labios—. Ya he despertado, hace apenas unas horas. En la caverna de las criaturas durmientes.
—Si estás en este mundo —esbozó la Dama de la Saya Verde—, es porque no estás realmente despierta. El Síndrome de Morfeo llega a su fin para ti, hija mía. Y es hora de que despiertes verdaderamente. Tu alma todavía no debe ocupar su lugar aquí.
De repente, todo a su alrededor pareció difuminarse. Un mareó la golpeó con fuerza y Darya se encontró ahora tendida en el suelo. Se había caído de la silla de plata. Su madre se levantó y la observó desde arriba. Darya emitió un quejido de dolor, sus sienes palpitaron con fuerza. El mundo empezó a girar incansablemente en piruetas vertiginosas. Una vorágine de sensaciones la envolvieron, y abrumada, Darya dejó que sus ojos se cerraran una vez más.
—Se fuerte, Heredera —Fue lo último que escuchó antes de caer en la inconsciencia.
Voces. Aquello la despertó de nuevo; dos voces profundas y masculinas. Hablaban de algo que no logró entender en un primer momento hasta tiempo más tarde. Abrió los ojos. Se encontraba en un suelo sucio y que antaño había sido de un pulcro color marfil. Pudo distinguir una cúpula quebrada por el tiempo sobre su cabeza, y la figura de pilares a su alrededor que se adivinaban si se les prestaba la atención suficiente. No sabía dónde estaba, pero aquel lugar irradiaba el recuerdo de una era de riqueza y prosperidad soñado por Reyes.
Dos hombres se encontraban delante de ella, pero únicamente pudo distinguir sus botas y parte de sus piernas. Estaba tumbada en el suelo y aquello había provocado que su campo de visión se viera limitado. Sin embargo, sintió algo más. No estaba en su forma humana.
Volvía a ser una leona.
—El Lord Protector estará contento con este presente —aseguró uno de ellos. Darya se hizo la dormida al sentir cómo levantaban su cuerpo. Debía actuar con cuidado, al fin y al cabo, no sabía si se trataban de amigos o enemigos.
Los hombres soltaron sendos resuellos por el esfuerzo de alzarla, pero continuaron dando pasos y hablando entre suspiros.
—No podía estar más de acuerdo —concordó el otro—; una leona blanca de Narnia, ni más ni menos.
—Imagínate la recompensa por esta belleza.
—Lord Miraz deberá ascendernos por un animal de compañía tan bello.
¿Animal de compañía? ¿Lord Miraz?
Darya quiso protestar, pero arriesgarse a cuestionarlos en voz alta solo podía desencadenar lo peor. Su instinto le susurró que no se moviera, que permaneciera quieta, como si continuara dormida. Estaba cansada de dormir, pero obedeció a su corazonada.
Sintió cómo la cubrían con una tela fina y después la subían a un sitio más elevado. Madera crujió bajo su peso, y al percibir el olor de un caballo cerca, dedujo que se encontraba tendida sobre la parte trasera de una carreta. Lo siguiente que escuchó fue el repiqueteo de los cascos del corcel y el temblar de su cuerpo por el movimiento en respuesta. ¿A dónde la llevaban?
—Sin duda, con un animal como este, nos agradecerá que los demás telmarinos lo admiren.
¿Telmarinos en Narnia? Darya se preguntó cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había estado despierta y qué hacían telmarinos en tierras narnianas. En su cabeza había demasiadas preguntas sin respuestas, y la forma de hablar de aquellos hombres no resultaba especialmente esclarecedora. Si deseaba averiguar qué había sucedido en Narnia durante el tiempo que ella hubiera estado inconsciente, debía actuar con cautela y permanecer como una simple leona sin el don del habla.
Cuando la carreta se hubo alejado, los árboles alrededor de las ruinas se agitaron, y en la distancia, perdido en el bosque, sonó un aullido.
¡Hola!
Bueno, ¿pero qué tenemos aquí? ¡Darya ha despertado! ¡Yuhú! ¿Cuánto tiempo creéis que ha pasado? (Os estoy tomando un poco el pelo, haha). Hemos conocido a Erylía, la madre de Darya, ¿os resulta familiar?
¿sabéis que viene ahora, verdad? Exacto people: El príncipe Caspian. Ahora empieza lo bueno de verdad. El drama se acerca vertiginosamente junto a nuevos personajes y algunos otros no tan nuevos. Solo espero que lleguéis a amarlos tanto como yo o que, al menos, os sean agradables.
Muchas gracias por leer, ¡recordad que me encanta leer vuestros comentarios! Y que los respondo cuando los veo y tengo tiempo, también.
¡Votad y comentad!
¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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