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━━Capítulo 16. Redención y Perdón






Cuando veáis esto: (*), escuchad la canción de multimedia (os recomiendo ponerla en una pestaña externa a Wattpad si decidís hacerlo, para poder leer mientras la escucháis). Es simple ambiente.



    

    La mañana siguiente, la Reina Susan garabateó rápidamente una segunda carta, mientras que aquella dirigida al Príncipe Rabadash descansaba a un lado, olvidada. La que confeccionaba su escritura en aquellos momentos tenía un destinatario distinto, más allá del desierto y de Archenland.

    Era una carta dirigida a su hermana pequeña, la Reina Lucy, y a su hermano mayor, el Sumo Monarca Peter. Mientras escribía, detalló en unas pocas líneas las circunstancias en las que se encontraban, el peligro que corrían, y la huida que se llevaría a cabo aquel mismo día. Debían estar preparados para lo que fuera, y era necesario que la carta llegara hasta ellos cuanto antes.

    —Patas Amarillas —llamó tras sellar la carta con cera carmesí—. Preciso de tus servicios, mi buen amigo.

    El cuervo revoloteó hasta ella en un parpadeo y se posó en el pequeño escritorio. Aunque amplia, los muebles de la sala de navegación del Esplendor Diáfano eran pequeños y modestos. Patas Amarillas hizo un esfuerzo por no mover demasiado las plumas de la cola y que estas derribaran el tintero.

    —Decidme, Majestad, cualquier cosa por vos.

    —Llevad esta carta a mis queridos hermanos —Susan ató la carta enrollada entorno a una de las patas del cuervo con un cordel—. Debe llegar a Narnia pase lo que pase, y nadie debe interceptarla, ni siquiera los fieles al Rey Lune.

    —Sí, Mi Señora.

    —Vuela, entonces, amigo, y que Aslan vuele contigo.

    Mientras el cuervo echaba a volar por el ojo de buey, el Rey Edmund se abrió paso a través de la puerta con cautela.

    —Perdona la intrusión, hermana, pero he escuchado lo que le has dicho a Patas Amarillas —dijo, antes de recostarse contra la pared de la estancia de brazos cruzados—. Acaba de partir, ¿no es cierto?

    —Sí —asintió la dama—. Espero que la misiva llegue cuanto antes a Cair Paravel.

    —Esperemos que suceda. Nuestro querido hermano ya estaba demasiado ocupado organizando a las tropas para marchar en dirección a Harfang. Lo único que podemos hacer es mantener la esperanza de que, cuando Patas Amarillas llegue a Narnia, todavía siga allí.

    —También está Lucy, Edmund —le recordó la Reina Susan.

    —Lucy no debería preocuparse por la batalla, en caso de que haya una.

    —Sin embargo, sabes que lo hará. Ella no es como yo —lamentó. Edmund soltó un suspiro.

    —Tus años de batalla terminaron, querida hermana. Nunca te gustaron las guerras, es comprensible que te alejes de ellas en cuanto la amenaza es presentada.

    Pero la mirada de Susan, que se había movido hasta la pared de su derecha, permanecía estancada en la pintura allí representada. Los ojos acrílicos y esmeralda de la leona parecían juzgarla duramente.

    —No puedo evitar sentirme culpable —admitió—. Jamás hice gran cosa, llegué demasiado tarde a todas partes. Pude haber contribuido más a la causa.

    —De nada sirve lamentarse por lo que ya ha pasado, Susan —Edmund caminó hasta ella y le tomó las manos con cariño. Sus ojos oscuros miraron también la pintura—. Ella no hubiera querido que te torturaras por no poder controlar lo que sucedería. Nunca nos culpó, y ya escuchaste a Peter: era su profecía, y el destino resulta siempre inevitable.

    —Tal vez sea inevitable —continuó ella—, pero sí puede alterarse a tiempo.

    —Pero las cosas no sucedieron de ese modo.

    —No, y tal vez ella esté mejor como está ahora. Durmiendo, viajando entre sueños interminables y en un largo y dulce letargo. Qué avergonzada estaría de mí, Edmund... La Reina Susan, la Cobarde.

    —No todos podemos ser valientes como Lucy, o perseverantes y protectores como la Reina Darya —esbozó su hermano—. Pero eres la Reina Susan, la Benévola, porque las batallas son repugnantes y solo conllevan tragedia, porque deseas el bienestar de todos y la paz por encima de cualquier otra cosa.

    Susan calló, su corazón agitándose dolorosamente ante el pensamiento de Darya y las palabras de su hermano.





    Para desgracia de Susan, cuando Patas Amarillas llegara a Cair Paravel, la carta no llegaría hasta los dos de sus hermanos, sino solamente a la Reina Lucy, pues el Sumo Monarca se había marchado hacías días rumbo al Norte para derrotar a los Gigantes que allí moraban.

    —¡Reina Lucy, Su Majestad! —exclamó la ninfa Níhmir corriendo hacia ella, sobresaltándola—. ¡Ha llegado una carta de vuestra hermana Su Majestad la Reina Susan, Mi Señora!

    La Reina permaneció quieta y desconcertada, pero no pudo evitar que su corazón saltara en el interior de su pecho. En todos sus años desde que derrotaran a la Bruja Blanca, jamás había visto a Níhmir correr. Tras perdonar sus faltas para con la Reina Durmiente, se le había concedido un puesto en la Corte como una de sus doncellas. Níhmir había sabido cuál era su lugar a partir de entonces, pero lentamente, se había convertido en una estimada amiga para Lucy. Llena de compostura y elegancia, ver a Níhmir correr, algo tan impropio de ella como aquello, la sobresaltó sin poder evitarlo.

    —¿La has abierto? —preguntó, sus faldas moviéndose apresuradas junto a su paso hasta la ninfa. El sobre estaba intacto y sellado en sus manos.

    —No, Majestad —respondió ella. Se lo entregó, y Lucy lo abrió con impaciencia.

    Las manos le temblaban para cuando acabó de leer el contenido de la carta.

    —Narnia va a la guerra una vez más —comunicó con voz débil—. Mis hermanos llegarán esta tarde en el Esplendor Diáfano, y para entonces deberemos haber formado un ejército considerable. El Tisroc no tendrá piedad, esté o no el Sumo Monarca presente. Avisad al Guardián de Morfeo, y que aquellos más desvalidos reciban la palabra de que las puertas de Cair Paravel estará abierta para brindar refugio en caso de que el Tisroc llegue a Narnia, porque aunque es probable que no suceda, debemos estar preparados para todo. Yo debo avisar al Sumo Monarca.

    —Sí, Mi Señora —asintió Níhmir. Hizo una breve reverencia y procedió a irse para dar la voz de alarma.

    Ya muy entrada la noche, el Esplendor Diáfano apareció en el horizonte y una hora más tarde atracó en puerto. Una contienda de narnianos ya les esperaban allí, y los Reyes fueron escoltados hasta Cair Paravel entre rostros conocidos preocupados y palabras de esperanza y valentía. Aunque asustados ante la posibilidad de una guerra, los narnianos lucharían pasara lo que pasara.

    Unos días más tarde, el ejército formado por la Reina Lucy y supervisado por el Rey Edmund partió, pues habían recibido palabra del Rey Lune de Archenland sobre que la batalla se llevaría a cabo en sus tierras. Para llegar allí, deberían cruzar el desfiladero que conectaba el Sur-Oeste de Narnia con Archenland hasta llegar al castillo del Rey Lune. Junto a ellos viajó el Príncipe Corin, mientras que los únicos que restaron en Cair Paravel fueron las féminas y sus vástagos menores junto a los ancianos. La Reina Susan supervisó el bienestar de todos ellos, controlando la región mientras sus hermanos se encontraran fuera.

    En el castillo, la seguridad fue triplicada y se cerraron las puertas a la estancia donde la Reina Durmiente residía. El Guardián de Morfeo, normalmente apostado en las puertas, se quedó dentro junto a varios sirvientes y doncellas que se encargarían del mantenimiento.


(*)

    Níhmir intentó concentrarse en el tapete que tenía entre manos por tercera vez. A su izquierda, las dríadas habían dispuesto dos biombos de lino para bloquear la vista a la Reina mientras la lavaban y cambiaban sus ropas por otras. A su derecha, un poco retirados, varios faunos preparaban la que sería la modesta cena de aquella noche en la chimenea. Su inquietud y malestar, no obstante, eran provocados por el gran lobo que permanecía tumbado delante de las puertas fuertemente bloqueadas.

    El Guardián de Morfeo la miraba con sus penetrantes ojos ámbar, sin inmutarse lo más mínimo. Níhmir intentó varias veces no prestarle importancia, pero la mirada del lobo seguía fija en ella a cada minuto que pasaba, como si vigilara que la ninfa no saltara sobre los biombos para apuñalar a la Reina Darya con su aguja de coser.

    Níhmir no podía culparlo; en otra época, quizá lo hubiera hecho.

    Podía recordar con claridad los sentimientos que la habían invadido al ver a la Heredera de Aslan por primera vez: la rabia y la indignación, el sufrimiento y la intolerancia. Por aquel entonces había culpado a la Reina de actos atroces que creía que había cometido. La había culpado de la basta destrucción y profanación del Bosque Tembloroso, su hogar, de la tala masiva de árboles y la consecuente muerte de sus hermanas ninfas. Su árbol y unos pocos más habían sido los únicos supervivientes, y el número de las habitantes del bosque se había visto reducido sin poder hacer algo para evitarlo.

    La había visto, liderando a la Guardia de Lobos y a la Policía, a los minotauros que habían derribado los cuerpos arbóreos con sus mazos y hachas. La Comandante los había contemplado impasible, indiferente.

    Y aquella indiferencia había enfurecido a la ninfa.

    Níhmir se culpaba por no haber sabido actuar a tiempo, pero durante años había entrenado, y así como los esbirros de la Bruja, ella había envejecido en alma, pero no en cuerpo. Se había unido a las filas narnianas que batallarían contra la Bruja, había entrenado hasta convertirse en una de las mejores arqueras del campamento.

    Y su único objetivo, durante años, había sido el exterminio de la Comandante de la Bruja Blanca. Quería, deseaba su muerte por encima de cualquier otra cosa. Ni la muerte de Jadis le hubiera sido tan placentera como la de darle muerte a su Comandante.

    Y entonces ella había aparecido en el Campamento Rojo, aquel que por naturaleza debería haber sido terreno enemigo. Junto a ella, los Reyes y Reinas de la profecía de los Hijos de Adán y Eva, la única esperanza de Narnia. Níhmir había entrado en cólera, y durante los días siguientes planeó meticulosamente diversas formas de acabar con la tapadera de la Comandante, a quien nadie parecía reconocer.

    Pero había algunos que sí. Níhmir los buscó incansablemente hasta dar con todos ellos; eran suficientes como para reducir ellos solos a la Comandante sin que esta pudiera defenderse en condiciones. La habrían llevado hasta Aslan y exigido su muerte en la Mesa de Piedra, pues era narniana, pero una traidora hacia aquellos a los que debía lealtad realmente.

    Le había repugnado la falsa cordialidad con la que la leona actuaba. Cómo podía cambiar a una forma humana que se antojaba incluso más inofensiva, cuando la realidad distaba tanto de ello. Darya era letal, cruel y despiadada. Níhmir lo había visto, y esperaba el momento en el que Darya dejara caer la máscara para mostrarse como era realmente. Pero no lo hizo.

    Entrenó con Sus Majestades, aprendió siendo instruida por el General Oreius, se ganó la confianza de muchos; la enemistad, solo en los pocos que Níhmir había reunido.

    Sin embargo, Níhmir había preferido actuar sola primero, atacando donde a Darya más le doliera: su amistad y vínculo con los Reyes y Reinas. Aprovechando la ocasión, la había acorralado y delatado. Por unos instantes, se había permitido sentir la felicidad de la victoria, la euforia de saber que había ganado, que la Comandante por fin tendría su final merecido.

    Una vez más, se había equivocado, y qué terrible equivocación.

    Níhmir la vio de nuevo en el campo de batalla ocupando un lugar al lado del Rey Peter y el General Oreius. Desde la cima junto a los arqueros, la había visto avanzar omnipotente, derribando enemigos y dejando únicamente muerte tras de sí. No la muerte de narnianos, como habría esperado Níhmir, sino la muerte de aquellos en las filas de Jadis.

    Llegado cierto punto de la batalla, Níhmir la había perdido de vista, pero el sentimiento de remordimiento que había comenzado a sacudir su pecho no se había desvanecido. Se había arraigado a ella como si la muerte la persiguiera.

    La había visto una vez más, cuando el clamor de la guerra se desvaneció por completo y solo restó un campo sembrado de cadáveres y la pestilencia de la muerte. Cuando los narnianos petrificados recobraron la vida gracias al Gran León. Cuando todos retornaron al campamento para poner rumbo a Cair Paravel.

    Había visto su cuerpo cubierto de rasguños, heridas, mugre y sangre. Inmóvil, inerte, muerto.

    Darya había muerto.

    Su muerte debería haber despertado en ella el alivio final, el pensamiento de tranquilidad al saber que, por fin, había vencido aunque ella no hubiera matado a la Comandante. Pero aquel sentimiento que había comenzado a florecer en ella durante la batalla, aquel malestar que se había aferrado en ella, solo había aumentado todavía más. El desasosiego y la culpabilidad la habían invadido, y estos no hicieron más que intensificarse cuando la identidad de Darya fue revelada por el mismísimo Aslan delante de todos en la coronación de Sus Majestades.

    Darya había sido la Comandante del Ejército y la Líder de la Guardia de Lobos de la Bruja Blanca, apodada con el título de Colmillo de Plata.

    Pero la misma Darya también era la hija del Gran Aslan, la Heredera de Narnia, Paladina de Narnia, Tormenta de Enemigos. Presa del Síndrome de Morfeo.

    La Reina Durmiente.

    Protectora de Narnia.

    Y Níhmir se había hundido irremediablemente en la miseria de saberse alguien horrible por desearle la muerte a quien había intentado, por todos los medios, proteger al pueblo narniano.

    Los años siguientes, todo lo que Níhmir haría sería intentar encontrar la redención y el perdón por sus actos. Intentaría enmendar sus errores o compensar los que no podían ser alterados. Escalaría en la Corte de Cair Paravel hasta convertirse en la doncella personal de la Reina Lucy, hasta sentir que por fin había sido perdonada.

    A menudo, sin embargo, el perdón se busca en los lugares menos indicados, y no es hasta más tarde que vemos dónde debe buscarse realmente. Níhmir había querido arrebatarle la vida a Darya y, por consecuente, había querido arrebatarle a alguien más una parte de sí mismo.

    Áket, el lobo de la Bruja que había seguido a Darya ciegamente como si fuera una hermana mayor o incluso una madre para él, había sido nombrado Honorable Amigo de Narnia y Guardián de Morfeo. Darya había dedicado su vida a protegerle a él también, y Áket la protegería a ella en aquella nueva etapa, presa del Síndrome de Morfeo, hasta el fin de sus días. Níhmir no le había arrebatado a Darya, pero sentía que en parte, la culpa era suya, y aquello pesaba en su conciencia sin remedio.

    La ninfa se había ganado el perdón de los Reyes, cercanos a la Reina Darya, pero no el de aquel lobo perlado que vestía su coraza de diamante día y noche.

    No el perdón de Áket.

    Parpadeó, sorprendiéndose cuando enfocó la vista de nuevo en su tapete y se topó con una mancha de humedad. Su mano derecha viajó hasta sus ojos. Había derramado varias lágrimas mientras miraba al Guardián. Níhmir volvió a mirar al frente, donde Áket seguía observándola en silencio, impertérrito. El corazón de la ninfa se contrajo dolorosamente, y sus labios, resecos, se abrieron para soltar un solo murmullo, breve, pero cargado de sentimiento:

    —Lo siento —sollozó.

    Como toda respuesta, el Guardián se limitó a levantarse y caminar hasta ella. Ajenos a todo, no se dieron cuenta de que eran observados por los faunos y las dríadas. El lobo quedó delante de la ninfa con toda su majestuosa altura y armadura de diamante. Lentamente, dejó que su cánida lengua pasara por la frente de Níhmir, dejándola estupefacta.

    Cuando se apartó, sus ojos ámbar se encontraron con los amarillos de ella.

    —Ya perdoné tus faltas hace tiempo, igual que hizo la Reina Darya en su momento. El único perdón que puede darte la tranquilidad que buscas, es el tuyo.

    A continuación volvió a su posición inicial, como si nada hubiera pasado, y Níhmir se permitió llorar, sin importarle que su tapete se arruinara o que los sirvientes en la recámara de la Reina Durmiente contemplaran cómo ella se rompía.

    Porque el único perdón que podía acabar con su sufrimiento, tal y cómo había dicho Áket, era el único que jamás obtendría.

    Níhmir jamás se perdonaría a sí misma. 








SEGUNDA Y FINAL PARTE DEL PASAJE DEL LIBRO

«EL CABALLO Y EL MUCHACHO»



¡Hola!

Con este capítulo damos por finalizado la parte de la novela centrada en la Edad de Oro de «El caballo y el muchacho». He querido profundizar en los conceptos de redención y perdón, en especial con Níhmir. Dejé su arco de personaje abierto en los capítulos de «El león, la  bruja y el armario» a posta, porque sabía que debía enfocarme en él más adelante, que no podía quedarse sin respuestas, y he aquí la oportunidad de responderlas, aunque con un final agridulce. No obstante, os aseguro que esto no es lo último que veremos sobre Níhmir.

¿Qué os ha parecido? ¡Me encantaría saber vuestras opiniones! (Por favor, estoy bastante cansada de los lectores fantasma). En el siguiente capítulo, nos adentramos en el cuarto libro, equivalente a la segunda película, el esperado: «El Príncipe Caspian», y os aseguro que se viene la parte más jugosa de la novela.

¡Votad y comentad!

¡Besos! ;*


—Keyra Shadow.


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