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Capítulo 1. La llegada




     Vagó por los bosques como de costumbre, procurando que ningún esbirro de la bruja hiciera nada indebido con algún narniano. Después de acabar su primera ronda regresó al castillo a trote ligero. Sus rondas de guardia se reducían principalmente a hacer todo lo contrario, pero nadie tenía por qué saberlo.

     El castillo de hielo era el hogar que había conocido durante gran parte de su vida, pero ya no podía considerarlo como tal, no después de descubrir la verdad. Un sentimiento extraño la invadía cada vez que pensaba en las atrocidades que se cometían en aquel castillo de ensueño. Atrocidades vestidas de blanco hielo que se escondían bajo la apariencia de promesas y bendiciones benignas. Lo cierto, no obstante, era que aquellas promesas habían sido las que la habían mantenido con vida hasta el momento.

     —Buenos días, Maugrim —saludó al lobo tumbado en uno de los pedestales de las escaleras.

     La relación entre ambos nunca había sido buena, aunque bien era cierto que hubo un periodo en su crianza donde habían podido convivir permaneciendo en la ignorancia mutua. Pero aquello había acabado el mismo día que la Bruja la había nombrado a ella Comandante del Ejército, y él se había convertido en un mero soldado y policía. A pesar de todo, intentaban actuar lo más cordialmente posible, o al menos, lo intentaban.

     Entendía, sin embargo, el odio que Maugrim le profesaba y que parecía clamar con voz silenciosa cuando ella estaba cerca.

     —Buenos días, Darya —respondió el susodicho, como siempre que se dirigía a ella, de mal humor.

     Siguió caminando hasta llegar a la sala del trono, sorteando las estatuas colocadas por la estancia. La simple visión de estas le provocaron una serie de escalofríos; allí permanecían impasibles en un gélido bucle atemporal, sin poder hacer nada para evitarlo. Un nudo se instaló en su estómago, más siguió su camino hasta llegar a la sala del trono, donde una mujer con un vestido blanco de tonalidades grises azuladas, cubierto de escarcha y una corona de hielo, reposaba sentada en un magnífico trono del mismo material.

     De pequeña, secretamente, Darya había creído a la Bruja Blanca muy bella. Ahora, años más tarde, podía ver más allá de aquella capa de belleza, hacia el ser vil y cruel que se retorcía bajo la superficie causando estragos allá a donde fuera, y convirtiendo en piedra aquellos que osaran desafiarla.

     —Darya —dijo al verla—, ¿alguna noticia por la cual deba preocuparme?

     Los reportes se habían vuelto una parte importante de su día a día. Cada mañana salía con alguna patrulla de lobos para supervisar que todo estuviera en orden entre los narnianos, y a continuación, informaba a la Bruja sobre lo que había visto y escuchado.

     —Ninguna, Majestad —expresó, controlando la repugnancia que crecía en ella cada vez que decía «Majestad», sobre todo si era dirigida a aquella mujer.

     —Bien —prosiguió la reina—; continúa con tu guardia.

     Suspiró internamente mientras hacía una reverencia y salía trotando a gran velocidad del castillo de nuevo, rumbo al bosque del Erial del Farol. Aquel era el bosque en el que había vivido durante sus primeros años de vida.

     No soportaba estar del lado contrario del que le correspondía, pues en su interior la esperanza cada vez era menor; una parte de la profecía se estaba cumpliendo, en parte, por ella; pero aún faltaba la más importante y la que lo determinaría todo: la llegada de los hijos de Adán y Eva, quienes serían los únicos que podrían vencer a la bruja.

     Llevaba años esperando, y algo en su interior, un presentimiento persistente en su pecho que alimentaba aquella débil llama de esperanza, le decía que dentro de poco aquella parte se cumpliría. Y es que, llevar casi cien años en los dominios de la reina, la Bruja Blanca, te acababa afectando de alguna manera, sobre todo cuando descubrías que todo lo que creías correcto de repente no lo era.

     Echaba de menos el verano, la primavera y el otoño —cuyos nombres y significados tan solo conocía por los libros que había leído al respecto en alguna de sus visitas al dique de los castores—; estaba cansada del invierno. Todos los días de su vida eran iguales: nieve por aquí, hielo por allá; quería ver colores vivos como los que le mostraban las ilustraciones de los manuscritos leídos: los rojos de las amapolas y las hojas de los árboles, la hierba pintada por el verde pasto, la tierra bañada en marrón y el cielo salpicado de sus diferentes tonos y sus estrellas por la noche.

     Pero por encima de cualquier cosa, quería volver a casa, a su vida libre de ataduras y llena de libertad, junto a su pueblo, aquellos a quienes debía lealtad por derecho de nacimiento.

     Sin darse cuenta, había llegado al bosque del Farol. Por lo normal, aquel solía ser un lugar tranquilo, o al menos eso pensó antes de que unos días atrás detuvieran a un fauno por confraternizar con humanos. Los narnianos no tenían la culpa de que la bruja no quisiera que la profecía se cumpliera, pero claro está, desde el asalto al castillo hacía tanto tiempo atrás, las sospechas de la bruja respecto al pueblo narniano y sus traidores no paraban de crecer con cada día que llegaba a su ocaso.

     Pero, el hecho de que aquel desafortunado fauno hubiera sido encarcelado por relacionarse con un humano, de repente cambiaba las cosas de sobremanera. Darya se había asegurado durante años, antes de saber la verdad, de que ningún humano quedara con vida en las tierras de Narnia. Les había dado caza incansablemente uno a uno hasta reducirlos a un mero recuerdo. Que un humano hubiera conseguido entrar en Narnia solo podía ser un presagio de que la profecía de los Hijos de Adán y las Hijas de Eva estaba cada vez más cerca de cumplirse.

     Y que su propio destino empezaba a llegar a su fin.

     Unos sonidos a pocos metros de ella la alertaron y casi por instinto, se agazapó sobre la nieve a la espera que su níveo pelaje hiciera el trabajo por ella. Una vez camuflada, no pudo evitar recordar la última vez que había estado en aquel bosque siendo un cachorro.

     Los sonidos de pisadas se hicieron cada vez más evidentes, los crujidos en la nieve más sonoros, y antes de que Darya pudiera darse cuenta, unos jóvenes humanos aparecieron con los rostros tristes y confundidos. Sus orejas se movieron hacia delante, curiosas, y pudo escuchar con claridad sus murmullos. Hablaban de socorrer a alguien, a un fauno. ¿Podían ser...?

     Eran cuatro humanos, para ser exactos. Dos varones y dos féminas, a juzgar por sus alturas y sus escasas aunque notables similitudes, nacidos de manera intercalada y de la misma madre.

     «¡Son ellos!» —pensó de repente, sorprendiéndose a sí misma mientras los nervios crecían en ella. Pero era normal que estuviera nerviosa. Aquellos podían ser los Hijos de Adán y las Hijas de Eva, al fin y al cabo; los salvadores de Narnia.

     Se acercó, silenciosa y pausadamente, antes de que uno de ellos hablara, señalando la nieve. Observó más cuidadosamente en la dirección en que apuntaba la joven de cabellos negros como las alas de un cuervo: huellas, y no cualquieras. Las suyas.

     «Oh, no.»

     No debían encontrarla, no en aquellas condiciones... ¡estaba de patrulla!

     —¡Mira, Peter! —dijo la muchacha, sus ojos azules iluminándose con terror ante lo que percibían en el manto helado del suelo.

     Darya reculó tan pronto como había avanzado. Debía volver al castillo, alertar a la Bruja, por mucho que no quisiera. Debía evitar que la vieran...

     El chico más mayor se acercó a dónde señalaba—. Son huellas de animal.

     Los pensamientos de alarma dejaron de circular por la mente de Darya. Por unos segundos, se permitió sentirse ofendida por aquello. Era cierto que era un animal, una leona, para ser más específicos, pero su nivel de raciocinio era mucho superior a, por ejemplo, las criaturas que habitaban Calormen. El de todas las criaturas narnianas lo era. Se consideraba un insulto referirse a un animal narniano simplemente como animal, pues ellos podían pensar y eran tan o más inteligentes que otras criaturas como enanos, faunos o centauros.

     Miró nuevamente a los jóvenes, y se dio cuenta de que empezaban a avanzar en su dirección. «Corre», le gritaba su subconsciente; más sus patas no se movían. Por primera vez en muchos años, estaba paralizada, como si volver al Bosque del Farol hubiera provocado en ella un retroceso en el tiempo, convirtiéndola nuevamente en aquella cría de león asustadiza que intentaba camuflarse en la nieve, fuera del alcance de las criaturas malévolas que merodeaban por la zona.

     La única diferencia, aún así, era que no sentía miedo. Si bien se encontraba paralizada, el sentimiento que inundaba su pecho era uno mucho más reconfortante: emoción, entusiasmo. Quería ser descubierta, lo quería, porque de aquella forma podría confirmar si de verdad podía tratarse de ellos, si los niños que caminaban en su dirección eran en realidad los Hijos de Adán y las Hijas de Eva de la profecía.

     «Si es así como quieres que te vean, al menos que no parezcas un conejillo temblando» —se recriminó.

     Sacudió la nieve del pelaje y se sentó con la cabeza en alto, mostrando su serenidad a pesar de la estampida de emociones que la abordaban por dentro. Lo único que podía esperar era resultar mínimamente intimidante, o su tapadera quedaría descubierta, y entonces, estaría en problemas.

     Los cuatro hermanos no tardaron en llegar hasta dónde se encontraba. Las dos hermanas pegaron un grito de asombro y miedo, mientras que los otros dos muchachos quedaban paralizados. Darya movía su cola detrás de ella tranquilamente, de izquierda a derecha, mirándolos a los cuatro a los ojos alternativamente.

     —Mucho cuidado... —dijo el más mayor—. Puede ser peligroso...

     —Peter —objetó la mayor con obviedad y miedo en su voz, reprobatoriamente—. ¡Es, peligroso!

     Darya se vio obligada a intervenir. ¿Cómo era posible que la confundieran con un león? ¿Es que acaso no sabían la diferencia entre un macho y una hembra de los de su especie?

     —Peligrosa —soltó tenaz. Los hermanos dieron sendos pasos hacia atrás por la impresión—. Por si no es molestia —añadió.

     —Esto está mal... —murmuró la joven de cabello negro—; los animales no hablan...

     Sin embargo, ella la escuchó. Darya pensó que tal vez, de donde venían aquellos humanos los animales no hablaban. Todo un infortunio, si le preguntaban a ella.

     —Siento mucho decepcionarte —contestó escuetamente, empezando a caminar a su alrededor.

     Los cuatro se juntaron entre sí, como si así pudieran intimidarla, mas no lo hacían. Darya no quería ser dura con ellos, ni mucho menos, pero los árboles escuchaban, y había espías de la Bruja por doquier que podrían delatarla. Debía seguir con su acto durante algún tiempo más, hasta estar segura de que aquellos niños eran en realidad hermanos, y los que la Bruja buscaba con tanto ahínco.

     —Nombres —ordenó después de dar toda la vuelta—; decidme vuestros nombres.

     —Si lo hacemos —dijo el rubio, dando un paso hacia delante, ignorando los murmullos de sus hermanos—; tú nos dirás el tuyo. —La leona asintió, restándole importancia al asunto. Era un trato justo—. Yo soy Peter. Ella Susan, él Edmund y ella Lucy —dijo, mientras los señalaba a todos correspondientemente.

     —Mi nombre es Darya —respondió ella, inclinando ligeramente la cabeza a modo de reverencia. La menor, Lucy, una niña de sonrosadas mejillas regordetas y cabellos castaño claro, sonrió al verla hacer aquello.

     —Eres muy bonita —elogió.

     Darya se sorprendió; jamás en todos sus años de vida le habían dicho algo por el estilo. Normalmente, sus habilidades como Comandante eran las elogiadas, no su apariencia física. Dejándose llevar, se acercó a Lucy olvidándose por completo de los posibles espías, y pasó su cabeza por la mano de la niña, emitiendo un débil y corto ronroneo.

     —Gracias, pero tenéis que iros.

     —¿Irnos? —preguntó Lucy—; pero aún tenemos que ver al Señor Tumnus.

     Darya bajó la cabeza, apenada. Ahora todo cobraba sentido. El fauno que la Policía Secreta se había llevado, del que Maugrim había fardado durante todo un día, en realidad había confraternizado con un humano; con Lucy. La observó en sumo silencio y la presión de su pecho no hizo sino aumentar cuando dijo lo siguiente:

     —Lo siento, Lucy. Temo que se lo han llevado.

     Lucy frunció el ceño sin entender—. ¿Llevado? ¿Quién?

     —La Bruja —se limitó a decir simplemente—; supongo que ya sabes quién es, ¿verdad? —La niña asintió lentamente. Darya agitó la cola detrás de ella, contrariada—. Hará lo mismo con vosotros, incluso algo peor, si no os marcháis ahora, las consecuencias-

     El sonido de la hojarasca congelada y la nieve crujiendo provocaron que la leona dejara de hablar. Se posicionó delante de Lucy y los demás inconscientemente; estaba lista para atacar si tenía que hacerlo. Ella era la encargada de patrullar el Erial del Farol y sus alrededores aquella semana, pero muchas veces, algún miembro de la guardia o la policía se escaqueaba de sus quehaceres para ir a buscarla, la mayoría de las veces interesados en saber de sus tácticas de combate.

     Los ruidos se hicieron más fuertes, hasta que un castor apareció de entre los matorrales. Darya relajó su cuerpo al verlo. El Señor Castor, tal y como su nombre indicaba, era un castor que vivía en un dique no muy lejano al Erial, bajando por una brusca pendiente. Darya lo sabía porque había estado allí muchas veces desde su primer encuentro, cuando ella todavía permanecía en la ignorancia con respecto a la Bruja y sus intenciones; cuando todavía desconocía quién era en realidad, y cuál era su cometido.

     —Señor Castor... —expresó, mientras emitía un suspiro de alivio—. Por favor, no me dé esos sustos.

     —Mis disculpas, Darya —dijo Castor—, no sabía que te encontraría aquí. ¿Va todo bien?

     —Estos hu- —Sus ojos recorrieron la zona rápidamente, y cambió sus palabras—. Estos individuos... ¿los conoce?

     —No —repuso Castor—. No he tenido el placer de conocerlos hasta ahora, al menos. Tumnus me habló de algo, sin embargo.

     —¿Conoce al Señor Tumnus? —interrumpió la menor de los hermanos.

     —¿Lucy Pevensie? —preguntó él.

     —Sí... —dijo, dudosa. El castor le tendió un pañuelo blanco. La niña lo cogió y lo observó, para después mirar al Señor Castor—. Es el pañuelo del Señor...

     —Tumnus —acabó por ella Castor. Darya y los tres humanos restantes los observaron en silencio—. Me lo dio antes de que se lo llevaran.

     —¿Tuvo contacto con él antes de que sucediera? —cuestionó la leona. El Señor Castor asintió lentamente.

     —Vino a vernos al dique hace una semana. Estaba bastante alterado y me entregó el pañuelo sin decir nada más salvo que debía dárselo a una llamada Lucy Pevensie, una humana. Lo último que supe de él era que la Policía había descubierto lo que había sucedido y lo habían llevado a la fortaleza de la Bruja Blanca.

     —¿Una semana? —preguntó Lucy, consternada—. ¡Pero si yo estuve aquí hace dos días!

     —No es seguro que hablamos de esto aquí —expresó Darya unos minutos más tarde. Sus orejas se movían intranquilas en todas direcciones—. Es peligroso para todos nosotros.

     —Tienes razón —dijo Castor—. De prisa, ¡venid!

     Darya caminó detrás de él, seguida por Lucy y Peter. Sin embargo, Susan y Edmund se quedaron quietos.

     —Estarás de broma, ¿verdad? —dijo la mayor, llamando la atención de Peter—. Son una leona y un castor. Son animales, no tendrían que estar hablando, ni siquiera sabemos si podemos confiar en ellos.

     —Tenían el pañuelo del Señor Tumnus, Susan —repuso Peter—. Ese fauno es amigo de Lucy, quizá sepan cómo ayudarle.

     —¿Es que no te escuchas a ti mismo? —volvió a decir ella—. ¡Un fauno! Es absurdo.

     —Hemos pasado a través de un armario para llegar aquí, y dices que el hecho de que los animales puedan hablar y haya criaturas tales como un fauno y una bruja, ¿es absurdo?

     Peter alzó las cejas y esperó una reacción por parte de su hermana, pero Susan calló. Él tenía razón. Era descabellado, pero si estaban allí, era porque no era del todo imposible, ¿cierto?

     —Vamos, Su, o los perderemos de vista.

     —¿Interrumpo algo? —cuestionó Castor, asomándose entre unos arbustos. Los hermanos vieron que la leona blanca trotaba ya a una distancia considerable de ellos, como si supiera a dónde se dirigía y no necesitara guía—. No es un buen lugar para hablar —añadió, antes de seguir a Darya.

     Lucy comprendió, recordando las palabras del Señor Tumnus.

     —Se refiere a los árboles... —susurró, observando a su alrededor.

     Darya trotó vigilando cada centímetro de bosque por el que pasaban. Había decidido ir la última unos minutos atrás, a la espera de poder mantener un ojo avizor a cualquier mínimo movimiento que pudiera percibir entre la foresta desnuda. Delante de ella, el Señor Castor y los niños caminaban en dirección al pequeño dique.

     En todo aquel rato no se había cuestionado qué sucedería a partir de aquel momento. Había encontrado a los Hijos de Adán y las Hijas de Eva de la profecía, estaba segura, pero entonces, ¿qué debía hacer a continuación?

     Volver a los dominios de la Bruja después de su encuentro era una tarea peligrosa. Pero si no volvía, por otra parte, podría levantar las sospechas, y por ende, acelerar el proceso mediante el cual Jadis supiera sobre los cuatro hermanos.

     Si conseguía llegar al castillo antes de que esa información fuera desvelada de boca de otro, si podía ser ella quien alertara a la Bruja sobre la llegada de los Pevensie, y si, con suerte, pudiera desviar su atención hacia otro lugar, lejos de ellos...

     Conseguir que Jadis confiara en ella era fácil. Durante años se había esforzado para que fuera así. La Bruja confiaba en ella ciegamente; no se esperaría ninguna traición por su parte, y, si alguien la veía acompañando a los hermanos hasta el dique de los castores, Jadis creería antes en su palabra que en la de cualquier otro.

     Estaba decidido; iría al castillo, y a sabiendas de que los Pevensie estarían con los castores, le daría una falsa información a la emperatriz sobre su paradero. Fácilmente podría guiarla en la dirección opuesta si todo salía bien.

     Mientras Darya se perdía en sus pensamientos y los próximos movimientos que llevaría a cabo, Castor los guio a través de los árboles hablándoles sobre el nuevo dique que él y su esposa habían construido recientemente, y las renovaciones que habían hecho en el mismo.

     Caminaron un poco más hasta llegar a un desnivel y abajo, donde la blanca nieve se extendía allá a donde los ojos pudieran alcanzar, se alzaba el humilde dique. Los troncos y el barro oscuro contrastaban con la monotonía del paisaje ofrecido, y tanto el humo de la chimenea como el cálido resplandor de las ventanas brindaban una extraña sensación de hogareña tranquilidad.

     —Hemos llegado —dijo el Señor Castor—. No es gran cosa, pero aún la estamos acabando.

     —Es muy bonita —dijo Lucy, admirando el hogar de los castores.

     —Cuidado con el escalón —murmuró Castor una vez llegaron a la entrada.

     Darya se quedó fuera esperando a que todos entraran. Uno detrás del otro, los hermanos pasaron al interior de la vivienda, pero en vista de que Edmund se quedaba en la puerta, observando las montañas más allá del dique, aquellas que ella tan bien conocía, se obligó a decir lo siguiente:

     —¿Algún problema? —preguntó, mirando en la misma dirección que él.

     Las colinas del castillo de la Bruja.

     —N-no.

     Edmund entró, apresurado, y Darya, detrás de él.

     En el interior, la calidez del fuego encendido envió ondas de calor por el pelaje de Darya y las almohadillas de sus patas se descongelaron al instante. Dejó escapar un suspiro placentero y caminó directamente a los pies de la chimenea. Se dejó caer allí y reposó la cabeza sobre las patas delanteras, cerrando los ojos.

     Había perdido la cuenta de las múltiples veces que había hecho aquello.

     —¡Castor, cuantas veces tengo que decirte que no salgas con Tejón...! —La voz femenina que sonó desde alguna parte del dique era dulce y cariñosa, aunque en aquellos instantes estuviera manchada con reproche. Era una castora, que Darya identificó fácilmente como la esposa del Señor Castor, a quién había podido ver en muchas otras ocasiones—. Vaya, ¡pero si no son tejones! Pasad y dejad que os dé algo de cobijo y algo de comida y agua...

     Cuando el último plato de pescado asado y patatas hervidas quedó sobre la mesa, la conversación entre los Pevensie y la pareja de castores tomó un rumbo ya predicho.

     La leona, todavía tumbada en el cálido suelo, con uno de los platos en frente de ella, escuchaba a los castores hablar sobre la profecía de los cuatro reyes y reinas, y la batalla en la que lucharían junto a Aslan para liberar a Narnia.

     Darya había escuchado la profecía en una de sus visitas al dique, después de saber la verdad escondida tras la fachada helada de la Bruja. Nunca se había cuestionado nada de lo que los Castores decían, por lo que había mantenido durante todo aquel tiempo, la esperanza de poder ver aquellas líneas arcaicas cobrar sentido. Había llegado el momento, no obstante, y solo podía sacar conjeturas inconclusas sobre lo que podría acontecer a continuación.

     Sacudiendo la cabeza y estirándose perezosamente, se levantó con cuidado y procedió a disculparse con sus amigos y anfitriones.

     —Lo siento mucho, Señores Castor, pero debo marcharme. Gracias por su hospitalidad. Ha sido un placer conocerlos, Majestades. —Pudo notar los ojos de los hermanos puestos en ella, observándola con cuidado y curiosidad.

     No los miró una última vez cuando salió por la puerta rumbo a las desiertas llanuras de estepa escarchada, y tampoco pensó en ellos después, cuando alcanzó las escarpadas colinas que conducían hasta el castillo de hielo azul.

     Todavía en el dique de los castores, unos segundos más tarde, Lucy alzó la cabeza y miró a su alrededor, confundida.

     —¿Dónde está Edmund? —preguntó. Entonces Peter y Susan también se dieron cuenta. Lucy tenía razón: Edmund, igual que Darya, parecía haber desaparecido.

     —¿Vuestro hermano había estado en Narnia antes? —preguntó Castor con seriedad. Y fue por su tono por lo que Peter temió lo peor.




     Darya llegó al castillo agotada, pero no se permitió un descanso. Debía avisar a la Bruja y seguir con su plan.

     —Majestad —dijo en cuanto llegó a la sala del trono—; traigo noticias importantes.

     Estaba a punto de trazar la línea que marcaría la diferencia en el antes y el después. La sangre se le calentó en las venas y una corriente electrizante le erizó la cola. Su cuerpo entero parecía estar reaccionando a la promesa de cambio que susurraba su profecía.

     —¿Y cuáles son esas noticias, si se puede saber? —preguntó la Bruja.

     —Están aquí.

     No hicieron falta más palabras. Sin más ceremonia que la agitación de su cetro contra el suelo, la manada de lobos que conformaba la Policía Secreta se reunió entorno al trono, donde Jadis reposaba ahora con una sonrisa indescifrable en sus labios.

     Los lobos permanecieron quietos como estatuas cuando Jadis le indicó a Darya que la siguiera.

     —Acompáñame, querida.

     Ambas caminaron por un largo pasillo, muy próximo a los aposentos de la Reina.

     —¿Dónde? —preguntó simplemente Jadis. No había necesidad de decir a quiénes se refería.

     Era ahora o nunca.

     —Majestad, un cachorro humano dice conocerla. La espera en la sala del trono.

     Los ojos de Darya se abrieron con horror. Maugrim había aparecido de improvisto, sobresaltándolas a ambas. Jadis pareció saber de quién hablaba, porque olvidó que Darya estaba allí y se apresuró a llegar a la sala del trono. Maugrim miró una única vez a Darya antes de bufar y seguir a la Bruja.

     ¿Quién había llegado hasta el castillo? ¿Cuál de los hermanos había osado adentrarse tan al Norte, en los dominios de la Bruja Blanca?

     —¡E-están en el dique de los castores! —exclamó la voz del niño.

     Edmund. El dolor cruzó el rostro felino de Darya antes de adquirir un porte más estoico y cerrado.

     Edmund había sido capaz de traicionar a su propia sangre a manos de aquella que no quería más que sus cabezas, incluyendo la suya propia.

     —¡Comandante, lidere a los lobos! —exclamó Jadis. Y susurrando, sus palabras se colaron entre las capas de hielo, congelándolo todo incluso más—: Traedlos.






¡Hola! 

¿Qué os ha parecido el primer capítulo? A comparación con la primera versión, muuuchas cosas han cambiado y todo está mejor conectado.

¡Espero que os haya gustado! 

¡Votad y comentad! 

¡Besos! ;*

—Keyra Shadow.

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