Capítulo 0. Alma perseverante
Tenía apenas cuatro años de edad cuando se encontró a sí misma sola, en mitad de la inmensidad de un bosque nevado con grandes pinos y abetos que, con ramas angulosas y afiladas parecían señalarla, atemorizándola.
Ahora, cinco años más tarde, seguía siendo a penas una cría a pesar de su gran tamaño, seguía siendo un cachorro sin experiencia, inofensiva y tremendamente asustadiza. Nunca llegó a saber por qué vagaba sola por aquellos lugares, por qué las criaturas que veía a su alrededor parecían huir de ella, mirándola con recelo y apartando sus propias crías de ella.
Nunca tuvo amigos por aquella razón. Con el pasar del tiempo, se acostumbró a su soledad, a depender de sí misma y a buscarse la vida para sobrevivir a los fuertes inviernos que reinaban la misma. Todo, desde que podía recordar, había sido blanco, cegador y monótono. ¡Oh, qué maravillas hablaban las criaturas de su alrededor que escuchaba sin ser vista! Hablaban de tiempos cálidos —¿qué significaba exactamente «cálido»?— tiempos en los que el sol, aquella esfera, ese punto de luz que hacía refulgir los copos de nieve caídos, iluminaba gotas de rocío en las hojas de los árboles; pero los árboles que ella había visto no tenían apenas lo que se pudiera denominar «hojas», la mayoría tenían ramitas más pequeñas con retazos verdes, pero no hojas, pues el invierno era tan duro que impedía su crecimiento y hacía que los árboles se pasearan al son del gélido viento desnudos, con las ramas delgadas colgando a ambos lados de sus cuerpos rígidos.
Recordaba que antes solían bailar, no obstante, no de la manera en que ahora lo hacían. Le había parecido ver a uno bastante rebelde días atrás, que se había agitado y había mostrado sus ondulantes raíces por encima de la nieve que cubría el suelo. Ella, escondida tras una roca, había observado como unas grandes criaturas, de rostro tosco y horrible, cogían filosos objetos y cortaban el árbol a pedazos de su mismo tamaño. Entonces entendió por qué ningún árbol osaba bailar, pues su destino sería el mismo fatal desenlace que había tenido el árbol joven y rebelde.
Caminó por el claro, su pelaje camuflándose con el blanco puro que caía a su alrededor y las patas hundiéndose en la nieve con un suave crujido. Sus paseos matutinos eran siempre iguales: desde el Farol hasta un poco más lejos de Beruna. Era allí precisamente donde disponía de una cueva solitaria, un simple surco en una gran roca lo suficientemente grande como para que entrara dentro. Allí guardaba unas pocas ramas y algo de musgo que había cogido prestado —robado—, a un viejo fauno un día que pasaba por allí. Era lo único que le permitía conservar el calor, además de su pelaje abundante y esponjoso, claro.
Unos murmullos guturales se escucharon súbitamente. Ella, entrando en pánico de inmediato, se percató de que aún no estaba lo suficientemente cerca de su cueva como para esconderse y justo en aquel punto del bosque no se hallaba ningún árbol al que subirse o resguardarse tras el tronco. El miedo la paralizó por completo y, viendo que no tenía escapatoria alguna, observó a los dueños de esos ruidos anormales.
Se trataban de dos criaturas, una de ellas era un lobo de pelaje etéreo y negro como las alas de un cuervo bajo el manto de la noche, y el otro, un minotauro de ojos ciegos pero mirada feroz.
—Tharion, muero de hambre —se quejó el minotauro—. ¿Cuándo podremos probar bocado? Llevamos horas caminando desde que salimos del castillo.
El lobo gruñó en respuesta con exasperación y le lanzó un débil mordisco al torso de su compañero. El minotauro dejó escapar un alarido y el lobo paseó sus ojos por el lugar.
—Cállate si no quieres que te devore yo a ti —reprendió con otro gruñido el cánido—; no estamos solos en este lugar.
Paralizada entre la nieve, ella no se movió, esperando que su espeso pelaje pasara inadvertido ante el color monótono del paisaje, pero aun así, la afilada y aguda mirada del lobo terminó por posarse sobre ella. Mostrando sus colmillos, caminó lentamente hacia ella mientras el minotauro se quedaba atrás.
—Vaya, vaya, ¿pero qué tenemos aquí? —susurró el lobo lamiéndose sus caninos con un chasquido que la hizo estremecer—. ¿Quién eres cachorro? ¿A quién debes lealtad?
«¿Lealtad?» —se preguntó ella, confundida. Recordaba que en Narnia podían distinguirse dos clases de criaturas: las que mantenían Narnia intacta y las que la destruían, pero aun así, no supo a qué se refería el lobo, así que permaneció en silencio.
—¿No respondes a la pregunta? Bien, ya veremos qué tiene que decir su Majestad ante eso.
Sin darle tiempo a escapar, el lobo cerró sus mandíbulas entorno al pescuezo de su cuello y la alzó con fuerza de entre la nieve. Ella soltó un grito sorprendida seguido de un pequeño rugido agudo de dolor. El lobo empezó a caminar junto al minotauro y nadie dijo nada, ella estaba demasiado acobardada como para preguntar a dónde la llevaban y sus captores no parecían tener intención de decírselo tampoco.
Pasaron árbol tras árbol, roca tras roca; subieron y bajaron colinas nevadas sin descanso, hasta que finalmente, allí, en una llanura hundida súbitamente en la montaña, pudo observar un castillo completamente hecho de hielo que resplandecía cual diamante bajo la luz del mortecino sol que se colaba entre las nubes. Anonada por las vistas —pues nunca antes había estado en aquella parte de Narnia—, no se percató del momento exacto en que el lobo y el minotauro descendieron, igual que tampoco vio el momento en que el minotauro alzaba una de sus manos peludas y golpeaba el portón de hielo dos veces con fuerza.
Las puertas se abrieron, y una vez más permaneció absorta, pues lo que se ocultaba detrás del protón era incluso más hermoso que el exterior: paredes y candelabros de hielo, surcos que trazaban dibujos tallados en el mismo material y una monotonía que resultaba casi armoniosa.
Unos pasos resonaron desde alguna parte; no supo distinguir de donde pues no se veía ninguna entrada o salida a aquella sala inicial y, de repente, portando un largo vestido y una piel de visón blanco sobre los hombros, apareció una mujer. Tenía el cabello largo y de un color rubio ceniciento, con los ojos claros del mismo tono que el hielo del castillo, afilados, inexpresivos. Observó a los recién llegados y un rictus surcó la comisura derecha de sus labios.
—¿Quién es esta criatura, Tharion? —resonó su voz calmada por las paredes de falso cristal. Pero no era una calma cualquiera, era la calma que anunciaba la llegada de una tormenta atroz y despiadada.
El lobo la soltó entonces con un ruido sordo y su cuerpo, menudo en comparación con el del cánido, tembló ante el impacto. Los ojos de la mujer no la habían abandonado y se forzó a no apartar la mirada por primera vez en su vida; los ojos de ambas miraban a la otra fijamente por lo que parecieron siglos. Finalmente, la mujer sonrió cínicamente.
—He de reconocer que tienes agallas para ser un cachorro —esbozó aun sonriendo—; ¿cuál es tu nombre, cachorro de león?
Ella, cohibida de nuevo, lo murmuró tan bajo que la mujer no la escuchó. Tharion se abalanzó sobre ella y la empujó mordisqueando su cola; ella aulló por el dolor y la fémina delante de ella volvió a repetir su pregunta.
—Darya —respondió trémula y en apenas un hilillo de voz.
—Bien, Darya —Su nombre sonó venenoso viniendo de aquellos labios rojos como la sangre—; ¿y a quién debes lealtad?
—Perdonad ¿pero quién sois vos? —repuso con toda la educación que pudo reunir. Tharion hizo amago de atacarla de nuevo, pero la mujer alzó su mano.
—Te lo diré, pues veo en tus ojos que no hay mentira alguna en tus palabras, Darya; eres demasiado pequeña como para saber lo que es la lealtad, pero eso puede cambiar. —Aquello último lo murmuró más para sí misma; sus ojos afilados reflejaron un brillo peligroso—. Yo soy Jadis, Reina de Narnia y Emperatriz de las Islas Solitarias, y todo aquel que osa proclamarse rey además de mí no es más que un mentiroso que quiere robar lo que me pertenece. Así que, dime pequeña Darya, ¿crees en los falsos reyes o crees en mí?
Darya permaneció agazapada temblando débilmente por el miedo. Si aquella era la reina, se suponía que era buena, ¿no? Había escuchado a los narnianos del bosque hablar sobre los reyes, quienes eran benévolos, afables y justos; así pues, no debía temer, ¿cierto? Asintió débilmente para sí misma y alzó levemente la voz mientras dijo lo siguiente:
—Creo en ti.
Jadis sonrió y le hizo una seña a Tharion en un asentimiento de cabeza en dirección a la pequeña leona. El lobo asintió una sola vez antes de volver a agarrar a la cría por el pescuezo y llevársela por uno de los largos pasillos.
—¿A dónde me llevas? —casi chilló la pequeña, totalmente confundida. El lobo permaneció en silencio mientras la llevaba y, cuando alcanzaron una sala con algunas mantas de piel en el suelo, la soltó de nuevo.
Darya cayó con otro estrépito ruido y miró a su alrededor con los ojos bien abiertos. En aquella sala, Tharion y ella no estaban solos; en uno de los extremos yacía una loba gris con cuatro cachorros: dos marrones, y dos negros grisáceos. La loba miró en dirección a Tharion y el gruñó.
—Que no se acerque a los lobeznos más de lo necesario —ordenó con voz profunda—. Aún desconocemos si es de fiar, Greetha. De todas maneras, es probable que la reina solicite su entrenamiento junto a los cachorros, así que deberás presentarlos como es debido para que mañana puedan centrarse en el entrenamiento.
La loba, quien ahora Darya sabía que respondía al nombre de Greetha, asintió y se levantó de su sitio con los cuatro cachorros siguiéndola de cerca y se arrimó a ella a paso lento. Tharion se marchó a trote veloz de la sala, dejándolos solos. Darya miró a la loba mientras esta se sentaba y los cachorros la imitaban.
—Yo soy Greetha —habló con voz fría—. Estos son mis hijos, Doorlos, Fenrrax, Huvay y Maugrim; serán tus compañeros de entrenamiento a partir de mañana, pero te lo advierto, mantente alejada de ellos o de lo contrario...
Darya se quedó paralizada y asintió con frenesí para después correr hasta el punto de la sala más alejado de la madre y las crías. Aterrorizada como estaba, se acomodó como pudo sobre el frío suelo —pues las mantas estaban en el lado contrario de la sala—, y cerró sus ojos con fuerza esperando que todo fuera una pesadilla.
Pero no lo era.
—¡Levanta más las patas cuando saltas! ¡No, así no, pequeña criatura repugnante! ¿Es que no sabes hacer nada bien?
Darya permaneció callada mientras escuchaba a su instructor, un viejo hombre lobo de ojos rojos como la sangre, gritándole sin piedad alguna en su voz. Habían pasado dos meses desde aquel día en que el lobo negro Tharion había decidido llevarla ante Jadis, la Reina de Narnia, y con cada día que pasaba, Darya sentía que más perdía la libertad de la que había gozado alguna vez.
—¡Mirad al gatito asustado! —carcajeó la joven Huvay, saltando al lado de su hermano Doorlos.
—¡Ni si quiera sabe saltar un tronco congelado, es patético! —concordó Fenrrax saltando también. Darya observó al único de ellos que no había hablado, Maugrim, quien no acostumbraba a meterse con ella como lo hacían sus hermanos y hermana.
El lobo ni siquiera la miró y saltó el tronco con agilidad y rapidez. Ella soltó un resoplido y se levantó para volver a intentarlo. Hacía una semana había cumplido diez años y por ende, su tamaño había aumentado ligeramente, por lo que aquellos cuatro lobeznos se quedaban cortos en estatura a su lado, pero aun y con ese hecho de su parte, ellos seguían burlándose sin descanso; claro, a excepción de Maugrim, quién simplemente la ignoraba.
Aquella mañana se encontraban fuera del castillo, en el caso de Darya, por primera vez desde su llegada. El hombre lobo, de nombre Umbra, los había llevado a una zona alejada en el claro de un bosque para enseñarles a fortalecer su agilidad y rapidez; para variar, mientras los jóvenes lobos saltaban sin cualquier tipo de esfuerzo, Darya, quién nunca antes había tenido la necesidad de entrenar, caía cada vez que saltaba.
—¡Vamos, leona, otra vez! —escuchó que le gritaba Umbra con voz ronca. Darya observó el tronco delante de ella, se agazapó ligeramente con las patas hundidas en la nieve y se estiró mientras se incorporaba para efectuar el salto.
Una vez más, los cuatro lobos se rieron ante su nueva caída.
Jadis pasó sus largas uñas por el contorno de su trono de hielo de manera impaciente, escuchando cómo estas lo arañaban ligeramente en el proceso. Cuando escuchó la puerta principal abrirse, se incorporó y caminó hasta ella a través de los pasillos de luces azuladas. Detrás de una columna, observó cómo Umbra les indicaba a los cachorros de lobo y a la leona que entraran dentro; una vez la puerta se hubo cerrado y Umbra se disponía a irse a sus aposentos, Jadis se dejó ver.
—¡Majestad! —exclamó el hombre lobo al verla de repente, mientras se inclinaba esbozando una reverencia.
—Quería saber cómo avanzan los jóvenes en su entrenamiento —se limitó a decir ella.
—Los lobos de Tharion y Greetha cada día son mejores, Majestad —expresó Umbra con un deje de orgullo, antes de cambiar su semblante a uno exasperado—. En cambio esa cría de león...no hace ningún avance, es más, me atrevería a decir que lo único que hace es empeorar con cada día que pasa.
Jadis permaneció en silencio, meditando sumida en sus pensamientos.
—Mejorará, estoy convencida de ello, Umbra —dijo al fin. Umbra parpadeó con sorpresa.
—Pero mi reina, es patética en todo lo que realiza, torpe como un ratón sin cola.
La reina desvió sus ojos discretamente hacia uno de los pasillos al lado de la entrada, donde detrás de la pared se escondía un borrón blanco. Sonriendo para sí misma, miró a Umbra de nuevo.
—Deja la puerta de entrada abierta esta noche, y que los guardias reposen y se vayan al ala Este del castillo.
—Pero...
—Obedece.
—Sí, mi señora.
Darya desapareció por el pasillo tras escuchar las palabras de la reina con una nueva determinación inundando su ser. ¿Era la peor? Pues se convertiría en la mejor a partir de aquel instante y demostraría que no tendrían que haberla subestimado de aquella manera. Por la noche, cuando todos durmieran, se escabulliría del castillo aprovechando la puerta de entrada abierta y sin guardias; entrenaría hasta el alba en el bosque y seguiría con el entrenamiento matutino en compañía de los lobos por las mañanas.
El resto del día se lo pasó en la sala, en compañía de Maugrim y sus hermanos, soportando que le estiraran la cola con los dientes y saltasen encima de ella mientras intentaba conciliar el sueño, pues con sus nuevos entrenamientos, debía dormir lo suficiente por el resto del día para tener energía por las noches y las mañanas.
Caída la noche tras el ocaso, Darya observó con cautela a su alrededor para asegurarse de que los lobos estuvieran dormidos. Una vez lo hubo corroborado, se levantó y se deslizó sigilosamente por los pasillos hasta llegar a la puerta principal y, efectivamente, las órdenes de Jadis habían sido acatadas con éxito: no había vigilancia en el portón de hielo.
Mientras ella caminaba fuera con rapidez, la reina se asomó por detrás de la puerta y la observó marchar con una sonrisa arcaica en sus labios color carmín.
—¡Vamos, Maugrim! —rugió Tharion al mejor de sus hijos, instándole a correr más deprisa.
El lobo obedeció y emprendió el ritmo con mucha más fuerza, mientras adelantaba a Huvay y a Fenrrax. Ahora solo quedaban dos rivales por delante de él, entre ellos su hermano Doorlos, y más alejada todavía, esa condenada leona de Darya que parecía volar mientras corría igual de rápido que un caballo.
Maugrim gruñó con fuerza e hizo que sus patas retumbaran en la nieve haciéndola crujir más estrepitosamente.
Él era el mejor, o lo había sido, hasta que esa mosquita muerta blanca había cambiado de la noche a la mañana. Había dejado de lado esa actitud de criaja que poseía y la había cambiado por una determinación impropia de la leona que había visto de pequeño, arrinconada en una esquina de la recámara temblando de la cabeza a las patas. Había observado cómo sus hermanos se metían con ella mientras él la ignoraba y se convertía en el mejor de aquel cuidadosamente seleccionado grupo de jóvenes, aspirantes a formar parte del ejército.
Pero desde su llegada, la reina la mantenía bajo su ala protectora y se lo consentía todo, viendo cómo ella crecía y mejoraba con cada día que pasaba ante sus ojos. Maugrim soltó un ladrido feroz mientras la rabia le quemaba por dentro; aceleró la marcha y sin preocuparse por si le hacía daño o no, mordió a su hermano Doorlos en la pata izquierda delantera provocando que cayera con un aullido de dolor.
En la distancia, escuchó a su padre vitoreándolo y miró de reojo hacia atrás, viendo que la reina se inclinaba sobre el trono que portaban varias criaturas. No había sido suficiente, debía ganarle a ella y entonces, demostraría que él era el mejor por encima de todos y la reina le concedería el honor de formar parte de su ejército oficialmente.
Le faltaban pocos centímetros para alcanzar a la leona cuando decidió efectuar un salto para derribarla. Lo que él no sabía era que Darya había estudiado sus movimientos durante los entrenamientos y que, por ende, ya conocía todos los trucos tramposos que él utilizaba. Así pues, cuando Maugrim pensó que por fin podría ganar, Darya saltó a un lado y corrió los últimos metros hasta la meta. Maugrim gruñó de nuevo mientras se sacudía la nieve del pelaje y observó cómo Umbra, su entrenador, aullaba con orgullo por la victoria de la leona, a pesar de no haberla tenido en gran estima durante los primeros años en los que la había entrenado, claro está, hasta el cambio.
Observó, con la cola enroscándose entre las patas mientras caminaba, como su padre lo observaba desaprobatoriamente, una mirada que siempre había sido dirigida a sus hermanos y jamás a él. La reina Jadis se levantó del trono con su peculiar cetro de hielo en mano, e hizo que Darya se postrara ante ella mientras alzaba la vara y la situaba por encima de su cabeza.
—Yo, Jadis la legítima y verdadera Reina de Narnia, Emperatriz de las Islas Solitarias, te nombro Comandante de la Guardia de Lobos y el Ejército. —Darya se alzó mientras inclinaba la cabeza en señal de respeto. A continuación, Jadis se giró para mirar a Maugrim—. Acércate, Maugrim. Lo has hecho bien y por ello formarás parte de la Guardia bajo el mandato de Darya, junto a tus hermanos; además, serás el Jefe de la Policía Secreta.
Pero Maugrim no celebró recibir aquel título; el odio creció en su interior mientras observaba a aquella leona blanca de ojos esmeraldas.
Darya se aseguró de que los lobos no se mantuvieran muy alejados los unos de los otros mientras perseguían a aquellos humanos por el bosque del Erial del Farol.
Hacía siete meses la reina había decretado que todo aquel humano que habitara las tierras de Narnia debía ser desterrado, y en caso de oponer resistencia, ejecutado. Aquel día se había organizado otra «partida de caza» y ella, al ser la Comandante de la Guardia de Lobos, debía asistir junto a la Policía Secreta a todas y cada una de las incursiones que se llevaban a cabo.
Un sonido captó su atención y se detuvo abruptamente, olisqueando el aire. Era un olor distinto al de los lobos o los humanos; olía a tierra mojada, leña y.... mermelada.
—Comandante, hay desertores por el claro Oeste, se escapan —le informó un lobo llamado Áket que se había acercado hasta su posición.
—Ya sabéis lo que debéis hacer —asintió ella, procurando no perder aquel rastro—. Yo me quedaré aquí, debo comprobar una cosa.
El lobo asintió y se marchó junto el resto de la Guardia. Darya permaneció en el claro y observó detenidamente su alrededor, permitiendo que el silencio envolviera el ambiente. Escuchó el viento agitando las ramas de los árboles y el cantar silencioso de algún pájaro. Y de repente, «crack». Se giró con rapidez y observó al animal que había surgido de entre los matorrales: era un castor, y su rostro expresaba una profunda consternación mientras la miraba.
—Tú no eres una criatura de la noche —la señaló con una de sus pequeñas garras—. No lo eres y sin embargo estás de su lado, eres una traidora para los narnianos.
—¿Traidora? —preguntó ella, confundida—; ¿y por qué soy una traidora según vos?
—Por traicionar al Gran Rey —expresó el castor. Darya entrecerró sus ojos.
—Solo hay alguien que porte ese título y es la Bruja Blanca, Jadis.
—Justo ahí tenéis vuestra traición. Profesáis falsa adoración por una reina igual de falsa. Ella no es la legítima reina; es una impostora.
—Yo de vos —aseveró la leona mirando a su alrededor—, bajaría un poco el tono de voz, hay árboles que le sirven a la reina y que delatan a todo aquel que no se doblegue ante ella. —El castor frunció el ceño, pues fue su turno para confundirse. La leona le indicó que se acercara y, lentamente, él obedeció—. ¿Tenéis un lugar más privado para conversar? Vuestra declaración me ha llamado la atención y, si me contáis con más detalle el por qué soy una traidora, no le diré nada a la reina.
—¿Por qué debería confiar en ti? —cuestionó el otro.
—No tenéis razón alguna para hacerlo, pero sí es cierto que me gustaría saber más, es algo más personal y jamás le contaría a la reina algo como lo que me decís si decidís depositar vuestra confianza en mí.
El castor asintió y, haciendo acoplo de toda la confianza que pudo reunir dirigida a aquella traidora narniana, le indicó que lo siguiera hasta su dique. Allí, su esposa le abrió la puerta y tras ver que no se encontraba solo, corrió hacia el interior para preparar algo de comida.
Darya entró en el dique, sorprendiéndose del tamaño que este presentaba, pues desde fuera parecía mucho más pequeño. El castor le indicó que se sentara y ella obedeció. Lo observó caminar por lo que le pareció que sería la sala de estar, recogiendo por el camino unos anteojos y un pequeño cuaderno de páginas amarillentas. El castor se sentó delante de ella y abrió el libro por una página con la esquina superior doblada repetidas veces, como si fuera especialmente importante. Aclarándose la garganta, procedió a hablar:
—Desde hace unos meses han habido rumores corriendo por las tierras de Narnia. Se dice –tampoco es que sea cierto, bien puede no serlo–, pero se dice que hay una nueva profecía, una que habla sobre dos Hijos de Adán y dos Hijas de Eva que derrotarán a la Bruja Blanca y devolverán la paz a Narnia; esos cuatro muchachos y muchachas son humanos, ¿a qué crees que se debe el repentino interés de Jadis por exiliar a cada uno de los humanos que hay aquí? No quiere que esa supuesta profecía se cumpla; los está cazando para que no la cacen a ella.
—Pero, Jadis es la reina de Narnia —frunció el ceño ella. La esposa del castor apareció con dos platos de pescado asado y los postró delante de ambos.
—Oh, querida, en eso te equivocas —le respondió dulcemente la castora. Castor asintió en su dirección.
—Es lo que yo le había dicho antes, cielo —miró a Darya y le acercó el libro por la página señalada. En ella, Darya vio el dibujo de un león dorado con una melena resplandeciente como el sol—. Ese, es el verdadero rey. El Gran León, el Rey de las Bestias; Aslan.
«El Rey de las Bestias» —repitió Darya en su mente, completamente embelesada por la belleza del dibujo y el delicado trazo con el que había sido elaborado.
—Entonces... ¿Jadis ha estado mintiendo?
—No mintiendo, pero sí proclamándose reina de Narnia y ganando seguidores a partir de ello —rectificó Castor—. Su afán por capturar humanos es tan terrible como el de someter a cada criatura narniana que no se doblega ante ella.
—Las redadas empiezan a ser más comunes en los hogares de aquellos que no están de acuerdo con la bruja —se lamentó la castora. Darya sintió que algo burbujeaba en su interior.
—¿Y qué les pasa a esos narnianos? —quiso saber.
—Se dice que los convierte en piedra con su varita de hielo mágico —respondió Castor con voz trémula—; pero solo a aquellos que sabemos quién es el verdadero rey y estamos de su lado.
Darya se paralizó ante aquello; ella había visto esas estatuas. Le había preguntado a la misma Jadis quién las había hecho, pues cada vez eran más y decoraban parte de la entrada principal y del patio. La bruja le había respondido que las había mandado a hacer a algunos labradores y Darya, inocente como había sido en aquel momento, le había creído.
Agradeció la hospitalidad que le habían brindado los castores, se marchó lo antes posible del dique, asegurándose de borrar sus huellas con la cola mientras corría de vuelta al Erial del Farol. Tenía sentimientos encontrados después de la charla con aquella pareja con respecto a Jadis, quién ahora sabía que era la falsa reina de Narnia. Algunas horas más tarde, cuando llegó al castillo, se disculpó por su tardanza diciendo que había perseguido a un grupo de humanos extraviado —a pesar de las terribles ganas que sentía mientras lo decía de lamentarse—, y nadie se lo cuestionó. Cenó algo de carne y se desplazó hasta sus aposentos, una sala más pequeña que la que había compartido con los lobos alguna vez, pero únicamente suya. Se recostó sobre las pieles y meditó las palabras de Castor hasta que se quedó dormida.
En su sueño, se encontró a sí misma es una colina de hierba verde y alta que ondeaba al son de un viento cálido y reconfortante. Se escuchaban los pájaros piar con sus suaves melodías y le pareció escuchar el sonido de un riachuelo cercano a donde se encontraba; los árboles se agitaban con felicidad y libertad y las criaturas a su alrededor disfrutaban de lo que les brindaba aquella tierra libre. Darya no tuvo tiempo de maravillarse antes de que todo cambiara drásticamente; el cielo se tornó gris y el viento gélido y desolado, azotando a los árboles y despojándolos de sus hojas verdes. La nieve lo cubrió todo y los pájaros dejaron de cantar, las criaturas corrieron despavoridas en busca de refugio y el riachuelo se congeló por completo.
El silencio reinó en la colina. Darya lo miró todo a su alrededor y fue entonces cuando se percató de un diminuto tallo verde, una pequeña flor que apenas estaba creciendo contra la adversidad y el gélido clima. Entonces un rayo de luz solar inundó aquella flor y Darya alzó la vista para contemplar a un gran león de melena y pelaje dorados que le susurró tres palabras que la dejaron paralizada y con el corazón acelerado. Tras él, se fijó, había cuatro siluetas de diferentes tamaños, humanas y a decir por su altura, jóvenes. Darya se vio a sí misma caminando en su dirección cuando un fuerte viento sopló y la envolvió por completo, mientras el mensaje que portaba le calaba el cuerpo hasta el alma con sus palabras:
De la unión del Rey de las Bestias y la Dama de la Magia,
surgirá una criatura entrelazada con los dos Mundos
y de Narnia la heredera será.
Cuando a la maldad se desate
y todo se sumerja en el invierno,
ella surgirá para pararla,
pues la heredera como espía,
en los dominios de la bruja entrará
y así más de una vida podrá llegar a salvar,
más un alto precio para ello, deberá pagar.
Darya despertó repentinamente, con el corazón acelerado y observó a Maugrim gruñéndole.
—Levántate, están atacando el castillo.
En efecto, un gran número de narnianos, si bien no muy numeroso en comparación con las tropas de la bruja que permanecían en el castillo, había decidido atacar aquella misma noche con el fin de vencer a la bruja.
Darya, sin saber por qué, recordó las palabras de su sueño, ese cántico... «profecía», se corrigió a sí misma y relacionó sus palabras con ella misma. Si esa profecía estaba dedicada a ella y únicamente a ella, debía proteger a los narnianos, a su pueblo. Así pues, mientras todas las criaturas de la noche a su alrededor atacaban a los narnianos, ella hizo lo posible por espantarlos y hacer que corrieran fuera del castillo, por protegerlos de las pérfidas garras de la bruja.
Aquella noche, todo aquel narniano que había quedado con vida fue transportado a las celdas de hielo, y por la mañana, fueron llevados al patio de la fortaleza helada, donde uno por uno, pasaron a formar parte de la colección de figuras de piedra de la Bruja Blanca. Darya, alejada de los demás, lo observó todo con otros ojos, mientras el horror y la culpa luchaban por salir a flote, más se contuvo con rostro impenetrable.
A ojos de cualquiera, nadie se hubiera imaginado que aquella leona se encontraba elaborando un plan para proteger a cada narniano de esas tierras y para, llegado el momento, revelarse contra la bruja como su profecía indicaba.
¡Hola!
Con esto empezamos definitivamente la nueva versión de la novela, sí señor.
He seguido la cronología que se estableció en los libros, y todo lo que hay en este capítulo relacionado con ello es cierto: entre los años 900 y 1.000 de Narnia, la bruja planeó el destierro o exterminio de todo aquel humano que habitara las tierras por temor a que alguno formara parte de los Hijos de Adán y Eva, es decir, de la profecía. Y con eso, los narnianos planearon un asalto al castillo que terminó con la mayoría muertos o convertidos en piedra, entre ellos el padre de Tumnus, como dice este en su primera charla con Lucy, al decirle que murió en la guerra.
Cualquier duda dejadla en los comentarios y estaré más que encantada de responderla.
¡Votad y comentad!
¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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