Un final casi perfecto
Los dones solían despertar en los infantes cuando estos tenían entre uno y dos años, por ende Zelda estuvo calmada luego de que su pequeña hija cumplió los cuatro sin mostrar el más mínimo signo de poder dentro de ella.
Aunque los años habían pasado desde la guerra, aquella profecía de que su hija sería una dotada de gran habilidad la seguía persiguiendo, incluso en sueños, Varias veces tenía pesadillas donde veía a una niña envuelta en una burbuja de energía azulada que, conforme pasaba el tiempo iba aumentando en tamaño y resplandor hasta cegarla por completo, en otras ocasiones soñaba con una sombra femenina que cuidaba a su Dahana aferrándose a ella como si fuera lo único en el mundo, aquella sombra le susurraba al oído y luego Dahana desprendía un aura asesina.
Eso era una tormenta para Zelda.
Sin embargo nadie puede escapar de lo que lleva en su interior y Dahana no fue la excepción.
Ocurrió un día normal y tranquilo. Las niñeras dispuestas para ella la rodeaban y mimaban, mientras entonaban suaves nanas para intentar dormirla, pero esta vez por mucho que le cantaban a la menor sencillamente se negaba a conciliar el sueño, sus ojos se mantenían fijos en un punto en el techo, como si allí hubiera algo o alguien.
De repente habló, dijo una palabra que les heló a todas las niñeras la sangre.
-Papá...- Dahana estiró sus brazos y pareció apretar algo que no estaba allí.
La mujer que la sostenía la soltó dudosa, pero para su sorpresa la niña no cayó al suelo, en vez de eso quedó suspendida en el aire, sostenida por una persona invisible, por unos brazos inhumanos.
De inmediato todas comprendieron que allí había alguien, alguien que solo Dahana podía ver, y por ende igual dedujeron que el poder de la menor acaba de despertar.
Corriendo hicieron saber de aquella noticia a la madre. Zelda casi se desmalla al escuchar eso, sin perder tiempo abandonó su residencia y se dirigió a la mansión en donde criaban a su hija, cuando llegó las niñeras de inmediato se le acercaron y temblando de miedo le condujeron a la recámara de su hija.
Al entrar todas se dieron cuenta de que el don de la pequeña había empeorado.
Dahana se paseaba de un lado a otro, llevando y trayendo juguetes, charlando animadamente y haciendo preguntas corteses a nadie en particular. En sus manitas símbolos extraños habían sido marcados en tinta negra y blanca.
Zelda palideció al verla.
-Dahana.- Llamó asustada.
La niña se detuvo y giró mostrando una alegre sonrisa en su rostro.
-¡Mami! ¡Mami, mami, mami!- Dahana soltó sus juguetes y corrió a abrazar a Zelda, quien tragó saliva al sentir las manitas de la menor rodearle las piernas. -¡Papi está aquí!- Exclamó feliz Dahana señalando su mesita de té.
-Papi...- Zelda aferró a su hija. -Él murió, no puede estar aquí.-
Aquellas palabras ensombrecieron el semblante de Dahana, sus ojos adquirieron un tono púrpura de golpe, eso sobresaltó aún más a Zelda, los únicos que podían cambiar el tono de sus ojos cuando estaban molestos eran los cambiantes... Si su hija igual podía...
-Dahana.- Repitió intentando mantener la calma, pero antes de que pudiera agregar más Dahana se separó de ella y con ayuda de un humo que recién había aparecido, hizo una ilusión, la ilusión de un joven de ojos y cabello rubio.
Zelda retrocedió un par de pasos.
-Henry...-
-Papi.- Dijo Dahana aferrándose ahora a la pierna de aquella forma masculina. -¿Lo ves?-
Eso no era una ilusión... Zelda lo comprendió cuando su hija tocó a la figura.
Era una materialización de un espíritu. El poder de Dahana le permitía, no solo ver y controlar a las almas, sino que también podía traerlas de vuelta al mundo humano por un breve periodo de tiempo, era aterrador de tan solo pensar que alguien pudiera hacer tal cosa.
Henry sonrió al ver a su amada y estiró la mano con intención de tocarla, pero Zelda reaccionó más rápido y apartó su mano de un manotazo. La sorpresa pintó el rostro de Henry, quien retrajo su brazo y retrocedió un par de pasos avergonzado.
-¿Ma..?-
-Deja de hacerlo.- Ordenó Zelda interrumpiendo bruscamente a su hija. -¡Para esto ya!-
El cuerpo de Dahana se estremeció, ella sabía que su madre no era una persona que mostrara abiertamente su afecto pero jamás le había gritado.
Obedeció enseguida.
En cuanto el humo dejó de manar del cuerpo de Dahana la figura de Henry se evaporó como si jamás hubiera estado allí.
Dahana tenía miedo, miedo a hablar, a preguntar, a mirar si quiera a la mujer parada frente a ella.
Tenía tanto miedo que se descontroló, su don salió de los límites y el verdadero caos comenzó.
Control y manipulación de almas y espíritus.
Control y manipulación del tiempo, el espacio y la materia.
Control, manipulación de todo aquello que la rodeaba...
Control y manipulación, ese era su verdadero poder, solo eso, sin límites, sin cadenas que lo retuvieran, sin nada que pudiera detenerla.
Todo a su alrededor comenzó a girar, las paredes perdieron su consistencia rígida y se volvieron como gelatina, el suelo comenzó a deshacerse, por las ventanas se notaban nubes de tormenta, siluetas de aviones de guerra en el cielo, rugidos a la distancia producto de algún dinosaurio...
Las lámparas en el techo titilaban, y el reloj en la pared estaba a nada de explotar ya que sus manecillas giraban más rápido de lo normal.
Zelda perdía fuerza, de repente era una bebé, luego una niña, una anciana y finalmente volvía a su edad actual, estaba desesperada, debía detener eso. Los Suredal eran perfectos, ellos acababan con el caos no eran quienes lo generaban.
Anteponiendo sus ideales a su sentimiento de madre corrió hacía donde estaba Dahana, la menor se cubría los oídos asustada, ella igual quería detener ese desastre pero no sabía como, estaba demasiado aterrada para poder pensar correctamente, su pequeño cuerpo temblaba y sus mejillas ya no reflejaban un tono rosado, estaba pálida y fría, el sudor le escurría por la frente y la sangre por la nariz, no sabía que hacer y parecía que nadie allí podía ayudarla.
Dahana seguía temblando cuando Zelda llegó a su lado y antes de que pudiera reaccionar le metió un golpe demasiado brusco en la nuca, el impacto la desmayó al instante.
El caos del exterior y del interior cesó de inmediato, no fue desapareciendo paulatinamente, sino que dejó de estar presente en cuanto Dahana perdió la consciencia.
La normalidad regresó, todo estaba intacto, no parecía siquiera que algo allí hubiera ocurrido. Las losetas del suelo seguían limpias y en orden, las paredes estaban rectas y firmes, incluso el delicado juego de té que Dahana había puesto sobre su mesita se encontraba intacto.
Parecía que lo que recién había ocurrido era un sueño, o más bien una pesadilla, una de la cual no se podía despertar.
-Madam.- Una de las niñeras habló, su voz sonaba temblorosa y llena de pánico.
-Necesito sedantes.- Zelda observaba el cuerpo de su hija tendido en el suelo y rodeado de sangre, lágrimas y sudor, no tenía intenciones de cargarla, ni siquiera quería verla, aquella creación monstruosa no podía ser considerada suya. -No debe despertar, quiero vigilancia en esta habitación todo el tiempo.-
-¡Sí señora!- Exclamaron a trompicones las niñeras recuperando la calma.
-Voy a buscar una forma de arreglar esto, hay alguien a quien creo puedo contactar.- Zelda se limpió su saco y comenzó a encaminarse a la puerta con intenciones de irse. -Ustedes, ninguna palabra.-
Las mujeres asintieron, sabían lo que representaba desafiar a un miembro de los Suredal y no pensaban hacerlo, más que nada por miedo al castigo.
-M... Mi señora.- Otra de las niñeras, la más joven, habló deteniendo el andar de Zelda.
-¿Sí?- Zelda la miró por el rabillo del ojo.
-¿Que... Qué pasa si lady Dahana intenta atacar de nuevo?-
Zelda ni siquiera vaciló al dar su respuesta.
-Mátenla.-
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