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Acudiendo a un enemigo


El corazón en el pecho de Zelda latía tan rápido que temía fuera a parársele de repente, sus manos estaban sudadas aunque se había retirado los guantes de seda que le cubrían usualmente. Estaba nerviosa, hacía mucho tiempo que no se sentía así pero ahora, con muchos sucesos transcurriendo uno tras otro ya no podía evitarlo, era demasiado para asimilar y soportar.

-Lady Zelda.- La voz del chofer que conducía la hizo salir de su burbuja de preocupación. -Hemos llegado.-

Zelda tragó saliva y asintió.

-Sácala.- Ordenó a la par que abría la puerta delantera y salía para quedar enfrente de un edificio de varios pisos de altura que a simple vista lucía abandonado, pero si los rumores eran correctos aquello no era más que un engaño para mantener a los curiosos lejos, en realidad alguien habitaba allí, alguien que esperaba pudiera ayudarle.

El chofer salió poco después que su señora y con cuidado, casi con miedo, abrió la puerta de los asientos traseros y sacó a Dahana.

La menor ya no se encontraba sedada pero unas cadenas le apresaban las manos detrás de la espalda, sus ojitos estaban rojos de tantas lágrimas que había derramado y en su semblante solo se podía leer una emoción... Pánico.

Era muy pequeña, no podía comprender que era lo que había hecho mal pero si llegaba a entender que su madre la odiaba. Ni siquiera le lanzó una mirada cuando el chofer la colocó a su lado, y tampoco le dirigió palabra alguna cuando comenzó a andar, pero no hacía falta, Dahana comprendió de inmediato lo que debía de hacer, así que, en silencio siguió a su madre con la cabeza gacha.

Zelda abrió las puertas de una patada y sin molestarse en disimular su enojo ingresó, con cada paso que daba el tacón de sus botas resonaba contra las losetas pulidas del suelo. 

No había nadie allí, al menos no en ese primer piso.

Tampoco encontró a nadie en el segundo y menos en el tercero, a pesar de eso las habitaciones que revisaba y los pasillos por los que pasaba demostraban que sin duda alguien vivía en ese lugar.

Cuando llegó al cuarto piso iba a comenzar a revisar una vez más los cuartos acomodados a lo largo del pasillo cuando alguien le ganó desde el lado contrario, la perilla giró mucho antes de que la tomara y la puerta se abrió de par en par mostrando a una pequeña niña con rostro somnoliento, vestía una pijama de unicornio que a pesar de ser de manga larga permitía ver varias vendas a lo largo de sus delgados brazos, su cabello era castaño y estaba un poco quemado de las puntas, aún así se veía sedoso.

Sin embargo lo que más resaltaba de aquella pequeña eran sus ojos, los cuales se volvieron cuidadosos cuando notó a las intrusas observándola fijamente.

-¿Quienes son?- Preguntó secamente adquiriendo una pose agresiva.

Los ojos de Zelda recorrieron de arriba a abajo a la menor antes de responder.

-Visitantes, venimos a ver a Robert Nevor... ¿Sabes quien es?-

Si años atrás le hubieran dicho a Zelda que recurriría a la ayuda de un Nevor se hubiera enojado y quizá habría golpeado a la persona que lo dijo, pero ahora no podía hacer más que apretar las manos en puños, tragar la bilis que le subía por la garganta y retener sus emociones de odio.

-Es mi padre.- Respondió la niña sin suavizar su tono.

El rostro de Zelda se mantuvo en calma, en ese momento las palabras de Camelia le vinieron a la mente...

"Quizá no se case con Robert, quizá se case con su hijo..."

Algo así era lo que aquella joven le había dicho años antes cuando le mencionó acerca de la profecía de su hija, y ahora Zelda la maldecía una y otra vez, esa estúpida tuvo razón una vez más.

Pero... Si lograba arreglar a Dahana quizá la profecía se arruinara, y sino se encargaría de que aquella niña no se volviera a encontrar con su hija para evitar que su sangre contaminara la perfección de la genética Suredal.

-¿Sabes donde está?- 

-¿Para qué lo quieres?- 

-Ya lo he dicho, vengo a verlo.-

-¿Porqué?- 

-Necesito su ayuda.-

La menor lo pensó un momento antes de asentir y comenzar a caminar por el pasillo luego de hacerle una seña a las dos personas detrás de ella para que la siguieran.

-¿Cuál es tu nombre?- Preguntó Zelda en cuando alcanzó el andar de la más pequeña.

-Tania... Soy Tania Nevor.-

Tania...

Zelda se obligó a guardar aquel nombre en su memoria, su hija tendría prohibido convivir con cualquier persona que llevase ese nombre, no iba a tolerar que...

Tania se detuvo de repente, aún no habían llegado pero había algo que le molestaba y por mucho que intentó ignorarlo no podía, siempre había sido así, si algo no le gustaba tenía que arreglarlo.

-¿Cómo te llamas?- 

La boca de Zelda se separó para responder pero luego volvió a cerrarse al ver que la pregunta no iba dirigida a ella sino a su hija.

-¿Yo?- Dahana estaba incrédula, en ningún momento imaginó que Tania fuera a entablar una conversación con ella.

-Noooo.- Tania se cruzó de brazos y luego asintió. -¿Y quién si no?-

Dahana dudó, quería ver a su madre y obtener su aprobación para hablar pero recordó que esta estaba tan molesta que ni siquiera toleraba tenerla dentro de su campo visual.

-¿Y bien?- Presionó Tania.

-Yo... Yo... ¡Me llamo Dahana!- Lo último lo gritó debido a que los nervios le ganaron.

-Dahana...- Tania saboreó el nombre y luego sonrió. -Me gusta, ahora dime Didy ¿porqué estás encadenada?-

Didy... El apodo despertó en Dahana una oleada de sentimientos cálidos que no había experimentado en mucho tiempo, pero cuando volvió en sí misma no supo que responder.

-Ella...- Comenzó Zelda con intención de detener la charla de las dos pero Tania la interrumpió bruscamente, estaba visiblemente molesta.

-¿Acaso te pregunte a ti?- Tania chasqueó la lengua y luego volvió a hablarle a Dahana. -¿Entonces?-

-Por nada.- Respondió Dahana en un tono suave.

-Nadie puede estar encadenado por nada.- Tania volvió a sonreírle y luego se colocó detrás de ella. -Quédate quieta, si te mueves podría herirte.- Dicho esto sacó una pistola y con un tiro algo vacilante logró romper el seguro, las cadenas cayeron poco después causando un estruendo.

Los dientes de Zelda apresaron el interior de sus mejillas, si antes estaba furiosa ahora lo estaba aún más, en definitiva no permitiría, luego de hoy, que alguna Tania se acercara a su hija, y menos aquella que la había liberado sin saber el riesgo que implicaba tal acción.

-¿Mejor?- 

La cabeza de Dahana se movió afirmativamente.

-Bien, ahora vamos.- Tania volvió a girarse y ya más tranquila retomó el camino que las conducía al laboratorio donde Robert pasaba la mayor parte de su tiempo.

Cuando llegaron Robert estaba yendo de un lado a otro con varios frascos de colores que contenían sustancias de dudosa procedencia, llevaba unas gafas redondas con armazón de plata, unos guantes de látex le cubrían las manos, su bata blanca estaba llena de manchas negras y rojas.

"Quizá sea sangre."

Pensó Zelda, pero de inmediato alejó aquel pensamiento de su cabeza.

Robert ni siquiera pareció sorprendido por la presencia repentina de su hija, es más, su atención siguió fija en sus experimentos, estaba tan acostumbrado a vivir solo que aún le costaba recordar que Tania vivía allí con él. Hubo una ocasión en la se olvidó por completo de su existencia y no le dio de comer hasta que la menor harta de tener hambre fue a pedirle dinero para ordenar una pizza.

-Mmm.- Tania se aclaró la garganta para llamar la atención de su padre, pero este siguió en lo suyo. -¡Mmmm!- 

Por fin Robert dejó sus sueros de lado y giró su cabeza para toparse con su hija y... Con dos visitas muy inesperadas.

-Tania...- Dijo mientras metía una mano en uno de los bolsillos de su bata para tomar un bisturí en caso de que necesitara defenderse.

-Alguien vino a verte.- 

-¿Robert Nevor?- Zelda volvía a su tono glacial.

-Zelda Suredal.- Robert se paró derecho y elevó el mentón. -¿Puedo ayudarle en algo?-

Ambos se miraron por un largo rato, rato en el que el silencio se apoderó de la estancia. Tania negó con la cabeza y sin dispersar su atención de la escena fue a sentarse sobre una de las camillas que ayudaban a llenar el vacío del laboratorio.

-Quiero que le quites el don a mi hija, ¿Puedes hacerlo?-

Dos miradas recayeron sobre Dahana, la de Tania, curiosa y asombrada, y la de su padre, una mirada llena de emoción y locura. Un escalofrío recorrió la espalda de Dahana cuando el segundo par de ojos analizó su pequeño cuerpo como si de una figura de exposición se tratase.

-¿Porqué debería?- Robert guardó sus lentes. -Dímelo y quizá lo considere.-

-Porque a cambio haré una orden de perdón para ti, con esa orden por mucho que el mundo te odie no van a poder matarte, estarás bajo la protección de los Suredal, será una orden de perdón a tus crímenes.-

-¿Mis crímenes? Y dime tú... ¿De qué crímenes se me acusa según ustedes? ¿Qué hemos hecho los Nevor para volvernos enemigos del mundo?- 

-¿Qué no han echo?- Zelda cruzó sus manos detrás de su espalda. -Esa sería la pregunta.-

Una sonrisa ladina apareció en los labios de Robert.

-Esa es la cuestión señora Suredal, los Nevor nunca hicimos nada y a la vez lo hicimos todo. Esos crímenes de los que nos acusan no nos pertenecen, sino a ustedes... Pero nos echaron la culpa porque siempre es más fácil culpar a alguien más que afrontar las consecuencias de sus actos. Son unos cobardes.-

Zelda no tenía ni la intención ni la paciencia para quedarse a charlar con aquel hombre sobre lo que había o no pasado, tampoco estaba de humor para pelear así que volvió a llevar la conversación a lo que realmente le importaba, a aquello por lo que habían ido.

-Entonces, ¿Puedes o no?-

Robert lo pensó unos segundos, sentía la mirada de su hija sobre él por lo que intuía que Tania estaba ansiosa por saber la respuesta y él no iba a tardar en darle ese gusto. Luego, una vez más, miró a la pequeña que parecía una hoja en pleno otoño, su cuerpo temblaba de forma sutil, como si no quisiera que alguien la viera. 

Sería fácil arrebatarle el don, tenía un poco de la droga Valquiria que eliminaba los dones de raíz, pero igual podía...

Un destello apareció en los ojos del hombre.

Si todo salía bien, incluso podía arrebatarle el don... Con su nuevo proyecto aquello debería de ser posible, quizá el don no se pasaría completo y tendría fallas pero lo obtendría. 

Ese fue el motivo decisivo.

Justo cuando Zelda iba a volver a hablar Robert se le adelantó.

-Quiero una orden de perdón, pero no para mí, sino para mi hija.- Robert apuntó con un gesto de cabeza hacía la dirección donde Tania se encontraba sentada. -Además de eso quiero documentos de identificación falsos para ella, y por último una compensación monetaria, de esto último ya hablaremos más tarde. Si madame Suredal acepta puedo comenzar cuanto antes.-

Zelda puso una mano sobre la cabeza de Dahana sobresaltándola.

-Me gustaría que comenzara ahora mismo de ser posible.-

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