Adornos de exterior
Elián no recordaba el momento exacto en el que había dejado de gustarle la navidad, siempre suponía que debía ser como los otros niños que festejaban hasta por el más mínimo aroma festivo, pero jamás se sintió especialmente inclinado a hacerlo.
En esa época del año el centro de la ciudad se llenaba de adornos y el calor no era más que un susurro furioso sobre la piel pegajosa de los transeúntes, todo se veía pulcro y limpio, incluso las sonrisas de los comerciantes parecían más cálidas. Sin embargo, a Elián seguía sin gustarle la navidad.
Porque en esa época las personas se esforzaban demasiado en buscar la felicidad, al menos de forma momentánea, y se olvidaban de algunas cosas importantes.
Durante las últimas semanas antes del nacimiento de Jesús las calles debían ser limpiadas y adornadas, quitaban el foco de todo lo que pudiera arruinar el lente de felicidad sobre los ojos de la gente. No importaba que esa limpieza incluyera a los mismos humanos durmientes sobre la vereda. Ellos jamás tuvieron el peso suficiente para imponerse a la policía que los sacaba a punta de palazos y malas palabras.
Elián vivía en la calle desde que el mundo se volvió un lugar al que debía temer y tampoco estaba seguro de que eso pudiera importarle demasiado. Era la costumbre correr apenas veía que se acercaba un uniformado y ya era tan natural en él que sus músculos se preparaban apenas los veía asomarse por la esquina.
Esa noche no fue diferente.
—¡Eh, pibe!
Elián ignoró el escalofrío que subió por su columna y corrió. Era verano, pero la voz demandante del hombre a sus espaldas lo desarmaba. Su miedo a ser apresado se había intensificado con los años, ahora casi era un adulto legal a los ojos de la sociedad y el mismo temor se planteaba aplastarlo.
Escuchó los pasos embravecidos acercarse a sus espaldas y cometió el error de voltear a ver, estaba a tan solo un brazo de distancia, pero ya no corría, tenía un arma entre las manos.
Le apuntaba a su espalda.
—¡Quieto policía!
Bien podría haber sido su deseo de navidad no morir atravesado por una bala, o quizás sus extremidades se despertaron de repente por las lágrimas acumuladas en su garganta, pero logró doblar la esquina justo a tiempo.
Sentía que el corazón se le iba a salir del pecho.
La parte bonita y decorada de la ciudad se había terminado, ahora se extendía ante sus ojos el muro de un cementerio, el poste de luz no alumbraba lo suficiente y había solo una decoración navideña colgada que parecían haber sido puesta hace años atrás.
Todo se veía viejo y demacrado, el muchacho no se sentía muy diferente. Escuchó una sirena por el otro lado de la calle y cruzó en diagonal en dirección al cementerio, trepó la reja principal sin mucha dificultad más que el ligero ardor de sus pulmones y saltó.
A pesar de la fachada exterior la tierra de adentro del cementerio estaba en buen estado, lo cual tenía sentido, las personas pagaban toda su vida para caer muertos en un lugar decente. Elián caminó a través del pasillo de lápidas suntuosas y el sonido de su corazón le hacía compañía, latía desbocado, pero no quiso parar. Sabía que detenerse era sinónimo de morir en un mundo empeñado en fingir que no existía. El frío se colaba a través de sus huesos, sopló una pequeña nube de vapor a través de su boca solo para darse cuenta de que el cementerio entero estaba lleno de niebla, ya no hacía calor.
Se abrazó a sí mismo y abrió bien los ojos a la espera de ver cualquier movimiento extraño. Su visión se adaptó más rápido de lo que pensó, o tal vez fueron sus piernas quienes no tenían la fuerza suficiente para correr. Por lo que al ver esa sombra moverse sobre una tumba se paralizó.
—Este no es un lugar para que los niños anden jugando.
Era una mujer, su cabello enrulado formaba una nube alrededor de su cabeza y hombros, pero lo que en realidad había llamado su atención era el color de sus ojos. Eran dorados como las luces colgadas por toda la ciudad, centelleaban en la oscuridad.
—Yo no... —abrió la boca, pero la cerró, le costaba respirar.
Había corrido demasiado. Los ojos de la mujer viajaron a través de su cuerpo para después saltar desde la lápida sobre la que estaba sentada.
—No pueden entrar los vivos a este lugar —mencionó mientras se acercaba, su rostro tosco y fantasmal no coincidía con la tranquilidad de sus palabras—. Andate a tu casa y volvé cuando estés muerto.
Elián comenzó a llorar, como si de repente alguien hubiera apretado un interruptor, las lágrimas se desbordaron y sus piernas no aguantaron la presión.
—Yo no tengo una casa. —Con una mano se limpiaba el rostro y la otra sostenía su propia camiseta como si pudiera sostener su corazón para que deje de asustarlo. Apenas se movía.
La mujer lo observó durante un segundo, en el que el frío de su piel pareció formar escarcha de nieve a su alrededor. Se agachó a su lado, y quitó la mano manchada de sangre.
Una enorme flor roja se extendía a través de su pecho.
Murmuraba algo, su voz convertida en un susurro, el aliento frío le bañó el rostro, se inclinó para limpiarle las lágrimas y su tono tranquilo le dijo las palabras más cálidas que había escuchado jamás.
—No te preocupes, esta puede ser tu casa.
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