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Ladridos

Fue una experiencia traumatica. Nada parecido a Matilda ni Harry Potter. La magia me escogió pero no hubo destellos de luz ni varitas elevando plumas, todo fue muchísimo más macabro. Solo de recordarlo me dan ganas de vomitar.

Caminaba a casa luego de una mañana poco memorable con mis amigos de siempre y una rutina impermeable. Lo que más recuerdo antes del suceso es el dolor de cabeza inexplicable y aquella ira descontrolada. Siempre fui bastante impulsivo pero ese día se trataba de algo distinto.

Los latidos me retumbaban en la cabeza como nunca antes. Parecía una bomba de relojería...y explotó de la peor manera.

Cada sonido retumbaba en mi cabeza como si dentro tuviera una habitación llena de amplificadores.

Una moneda cayendo al suelo. Una puerta cerrándose. Un susurro. Un ladrido.

Podía escuchar como los litros de sangre viajaban a través de mis venas, la sentía arrastrarse, pegajosa, provocando vibraciones que parecían terremotos. El corazón marcaba un ritmo extraño como un tambor en mal estado que se aceleraba cada vez más acompañado de mi desesperada respiración.

Las gotas de sudor recorriéndome la piel. Los pasos al caminar. El choque de los párpados al cerrarse. Los ladridos.

Intenté quedarme quieto para normalizar mi respiración y no tener que soportar el retumbar de mis pisadas. Llegué a una plaza cercana a la que solía ir a sentarme en mis tiempos libres.

El sonido de los motores. Las bocinas. Las risas. Pasos cada vez más cerca. Ladridos.

El asiento se sentía particularmente duro pero sabía que intentar ponerme cómodo sería una pérdida de tiempo. Cerré los ojos en un intento desesperado para que todo volviera a la normalidad, para despertar de aquella pesadilla. Saqué un cigarrillo de la mochila intentando hacer el menor ruido posible. El encendedor al prenderse fue un gatillo accionándose y las pequeñas caladas eran como huracanes arrasando con mis pulmones. No resistí mucho y lo apagué luego de un par de caladas.

La saliva al tragar. El roce de la ropa. Mullidos. Llantos. Pasos y más ladridos.

Aún no me explico cómo pero supe en ese instante que venían por mí. Mis alarmas se activaron de manera violenta. Los pasos acelerados y seguros venían desde todas partes pero de ninguna en especifico realmente.Querían atraparme. No sabía por qué ni para qué, solo sabía que ahí no estaría a salvo. Mi vida de pronto se había transformado en un videojuego donde debes escapar o morir y, al igual que esos personajes saben cuando la partida ha empezado, yo supe lo que debía hacer.

Me puse la mochila y corrí, corrí como nunca antes, corrí como si el mismísimo diablo fuera quien me seguía los pasos. Quizás así era.

Todos me miraban raro como si yo fuera el malo. Ellos no entendían, yo solo quería ponerme a salvo. El primitivo instinto de supervivencia.

Una mujer apartando a una niña de mi camino. Susurros. Miradas desaprobatorias y gente apuntándome con el dedo. Los pasos se escuchaban detrás de mi, solo bastaba con estirar el brazo para atraparme.

Un paso en falso y todo se acabaría. Papá no se sorprendería cuando le contaran la forma de mi muerte, "siempre fue muy débil" diría con resignación o quizás un "Nunca estuvo hecho para esto" con esa connotación en la frase que te explicaba que con "esto" se refería más a la vida que a aquella persecución arbitraria. Mamá lloraría, probablemente, más por haber fracaso otra vez que por mi muerte en sí. Y Claudia, bueno, siempre me pareció impredecible. Nuestra relación era como dos fortificaciones irrompibles separadas por kilómetros de distancia.

Pero falta poco para llegar a casa. No sé cómo hice en poco más de diez minutos un recorrido que suelo hacer en más de treinta. Pero lo hice.

La puerta estaba a sólo centímetros de mí. Justo cuando la llave estaba dentro de la cerradura siento como unos dedos tiran suavemente de la mochila. Con una fuerza desconocida tiré mi cuerpo hacia adelante al mismo tiempo que giré la llave. No sabía lo mucho que quiera vivir hasta ese momento.

La puerta cerrándose de golpe. Mi respiración hiperventilada. Las gotas de mi sudor cayendo al suelo. Ladridos, conocidos pero no por eso menos molestos. Estaban dentro de la casa, desde dentro de las paredes, del suelo, desde detrás de los muebles. Miraba hacia todos lados en busca del ser al que pertenecían pero nada.

Los ladridos mutaron convirtiéndose en gritos sobrenaturales. Sentía en los huesos el sentido de alerta que me indicaba que algo me estaba observando, acechando. Se arrastraba por la cerámica, corría por las escaleras, volaba por el entretecho, nadaba entre las paredes. Eran muchos o quizás uno sólo.

Los gritos sonaban fuertes y desgarradores; yo solo gritaba más para no oírlos. Tenía las manos en los oídos en un intento desesperado por dejar de escuchar esos lamentos, meciéndome lentamente. La memoria golpeó violentamente a mi autocontrol con una vieja canción que mamá solía cantarme para dormir; ya no me parece ni tan bonita ni tan tranquilizadora.

Ya no podía más. Escuché como la llave volvía a girar dentro del cerrojo. Me arrastré rápidamente hacia el otro rincón de la habitación esperando que la puerta se abriera. Todo a terminado, pensé . La misma fuerza desconocida e inhumana de antes se apoderó de mí, pude sentir la electricidad, la energía, recorriendo cada milímetro de mi cuerpo, erizando mi piel. Recuerdo haber cerrado los ojos porque sabía que algo malo iba a pasar y no había nada que yo pudiera hacer. Esto ya no depende de mí, me dije en un vago intento por consolarme. Ya no controlaba mi cuerpo.

Mi brazo derecho se levantó con determinación apuntando hacia el lugar donde se encontraba la puerta. Era como un detector que sabía lo que estaba buscando. No pude evitar llorar porque, aunque no sabía lo que sucedería a continuación, sabía que no quería hacerlo.

Un escalofrío. Un golpe de energía disparado por mi brazo. El sonido de una rama rompiéndose. Dos cuerpos cayendo al suelo.

Cuando desperté, estaba tendido en la fría cerámica con la nariz y las orejas goteando sangre. La punta de los dedos de mi mano derecha estaban extrañamente ennegrecidas, como si estuvieran cubiertos del hollín provocado por el fuego.

Nunca podré conocer a Claudia de verdad. Ese día le partí la tráquea al igual que ha nuestro perro: sin siquiera tocarla.

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