Labios rojos
Su sombra lagrimas derramó y sobre ellas danzó el azabache dejando un brillo excepcional antes de la llegada de la noche, provocando a su corazón y cordura. Desapareció entonces, se llevó sus fuerzas y esas sonrisas de las que Sukuna tanto estaba orgulloso.
—¿Qué hacemos aquí, Sukuna? —preguntó Itadori con precaución y pesadez desde el sitió oscuro donde se suponía, debía estar la maldición.
—No te atrevas a hacerle daño —amenazó el menor, obligando a Sukuna formar una sonrisa torcida—. Sabía que hacerte caso estaba mal. Voy a...
—No le voy a hacer nada —respondió Sukuna con rapidez, y honestidad, ganándose la desconfianza del mayor—. No voy a tardar mucho. Solo dame unos minutos y no volveré a aparecer.
Así de importante era para el Rey de las maldiciones dominar por esa noche el cuerpo del menor y encontrarse afuera de la habitación del azabache bañado en una grácil oscuridad que ocultaba sus tatuajes en el rostro. Su seriedad era tan obvia, que ni siquiera se tomó el tiempo de quitarse el suéter que tenía, e ignoró la incomodidad que podía causarle.
"Lo hecho, hecho está". Eran palabras que, a noche de hoy, le dejaban un mal sabor de boca y un peso tan grande que sus cuatro brazos no podían soportar.
Era un tema que él mismo, en su soledad, había debatido los últimos días, haciendo pensar a Itadori que tanta calma en un solo cuerpo era extraña. Llegó a la conclusión de que era mejor participarle al dueño de sus pensamientos sus emociones, claramente sin esperar una respuesta positiva porque se conocía, y esta solo era una excepción.
Seguramente, pensó, eran emociones que se morirían con rapidez si las dejaba salir, para ser el mismo de siempre, aquel que le hace honor a su frase favorita.
"Para aquel que no conoce la piedad, los hechos piadosos son extraños e incomprensibles".
La luna volvería a resplandecer para él ni bien se deshiciera de esto que le oprimía el pecho y le recordaba todos sus pecados, de los cuales no se arrepentía.
La sangre volvería a manchar sus manos y sus oídos encontrarse en pleno deleite por los sollozos de la muerte, ni bien tomase el valor de entrar a la habitación de Megumi Fushiguro y rendirle a sus pies la atracción que sufría por él.
La idea de volverlo su Rey, de ofrecerle las muertes de otros esperando demostrar así su amor, estaba tan lejos cuando el nombre de los mundos que los separaban le llegaba a la mente.
Sukuna era una maldición, debía atarse a ese título y sus ambiciones, odios y placeres.
Mientras tanto, Fushiguro era un simple humano, además de hechicero, siendo su enemigo ocupando el lugar más bajo en la jerarquía según su pensamiento.
Era como ver a un lobo enamorado de un cordero.
Tan imposible como encontrarse con el fondo del mar o presenciar a los conejos en la luna.
—¿Vas a entrar o no? —era Itadori, rompiendo con el silencio.
Desde su sitió comenzó a experimentar las mismas emociones que Sukuna, y no pudo sino sentir pena por él, además de culpa, mas no encontró las palabras correctas para traerle consuelo.
Ni siquiera sabía si lo necesitaba o corría riesgo de muerte si intenta algo.
A partir desde que Sukuna abrió la puerta con sigilo y se adentró en la habitación, Itadori se calló e intentó darle un tiempo a solas. El Rey de las maldiciones estudió el lugar, encontrándolo limpio y ordenado, todo lo contrario, a la pocilga que hizo Itadori de su habitación.
Cruzó el sitió con pasos rápidos e insonoros, casi no parecía tocar el suelo. Y, por fin llegó al lecho donde Fushiguro descansaba dormido. Parecía una escena cliché de un cuento de hadas, y Sukuna tembló al pensarlo, quiso escapar por un momento, pero su cuerpo reaccionó como si de pronto se encontrase a la orden total del menor.
Se arrodilló, su rostro reflejaba dolor, pero una extraña satisfacción y encanto al presenciar lo tierno que parecía el azabache durmiendo. Sus pestañas tan oscuras, parecían que se alargaban con los segundos que a Sukuna le tomó encontrar su valor.
Lo estudió un poco más, y antes de que el momento romántico abundara en silencio y pesadez, colocó su mano por sobre la de Fushiguro, que descansaba sobre su pecho. La encontró tan pequeña y delgada que sintió esa necesidad de protegerlo, pero Megumi no era de esos.
La maldición sonrió, recordando el combate que tuvieron fuera de la prisión esa vez donde se arrancó el corazón.
—Estabas tan preocupado... —murmuró Sukuna, acercándose poco a poco, reviviendo en su cabeza las expresiones de Fushiguro de esa ocasión.
Antes había matado, manchado sus manos de sangre y visto la misma expresión que tuvo el azabache por su amigo en otras personas hacía mucho tiempo.
Pero ninguna de ellas le habían dolido tanto como esa.
—Pero no era por mí.
Fueron las ultimas palabras de la maldición con su voz ronca, casi desmoronándose. Entonces, con torpeza juntó sus labios con los de Fushiguro, moviéndolos con lentitud, esmerándose en memorizar su sabor y suavidad.
Fushiguro despertó, abrió los ojos y lo primero que se encontró fue con una imagen borrosa de Itadori robándole un beso. Colocó sus manos por sobre los hombros del castaño claro, pero nunca lo separó hasta haberse sentido saciado.
Dieron razón a su espacio y Megumi se levantó de un salto apoyando sus codos en la cama, llevándose un mano a sus labios, rodeándolos con sus dedos. Tembló, su corazón encendió sus mejillas y nuevamente se esforzó por estudiar el rostro de Itadori alumbrado por la mortecina luz de luna.
—¡Itadori! —gruñó el azabache. No le había disgustado, pero la sorpresa lo tomó con la guardia baja—. ¿Qué crees que haces?
El mencionado se apartó un poco más. Mudo, dando razón a que Fushiguro jamás pensaría que quien le robó el beso fue Sukuna. Itadori también tenía el rostro encendido y sus sentimientos se dibujaron en él, dando a entender que los rumores de su gusto por Megumi eran tan ciertos como el silencio de Sukuna.
Negó con sus manos.
—¡No, yo no! —balbuceó cerrando sus ojos con fuerza—. ¡No sé!
Sonrió, adolorido, siendo esta la emoción de Sukuna oculta tras el rostro de Itadori, mientras las marcas de los tatuajes a negro se desvanecían, habiendo cumplido su deber con un amor no correspondido.
Sukuna lo hizo sabiendo muy bien las consecuencias, porque no era un mocoso como Itadori. Conocía los sentimientos que ambos guardaban por el azabache, pero como siempre, solo uno de ellos podía tenerlo, y ese no podía ser aquel que tenía los labios rojos de muerte.
—¿Por qué sonríes así? —preguntó el azabache frustrado, golpeando con suavidad la cama.
Itadori se llevó la diestra a su rostro, repentinamente se encontró en un dilema entre sentirse feliz pero también triste.
—Yo... no sé... —respondió, intentando encontrar dentro de él al menos un suspiro de Sukuna.
Mientras tanto, el azabache puso los ojos en blanco. Tomó una decisión y tras rascarse la nuca con nervioso, tuvo la iniciativa de inclinarse un poco, atrapar a Itadori del cuello de su camisa y atraerlo a él.
—Nunca sabes nada —atacó Fushiguro, acercándose todavía más—. Ven aquí.
Diciendo estas palabras, dejando expuestos sus sentimientos de una forma repentina, Fushiguro unió sus labios con los de Itadori, dándole un mensaje muy claro, además de una respuesta que Sukuna buscó.
Le besó con arrobo, mientras obtuvo el privilegio de ser el único por el que el Rey de las maldiciones llegó a sentirse culpable de amar, encontrando libertad de remordimientos solo en un espacio dado por la noche.
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