Nuestra relación con la música es, en cierto sentido, igual a la que mantenemos con las personas.
Hay personas que hay que disfrutarlas lentamente, paladeando cada segundo y guardando celosamente cada instante como si fuese el último.
Mientras que con otras todo va de forma acelerada, los instantes se convierten en segundos y todo lo que oyes y respiras es una canción de AC/DC a medianoche, paseando en coche con las ventanillas bajadas, gritando a pleno pulmón partes inconexas de lo que antes fuese una gran obra de arte.
Lo nuestro sin embargo, era una extraña mezcla de las dos, una melodía extraña, silence de Beethoven y boemian rhapsody de Queen juntas en una sola canción, una sinfonía enrevesada y fantástica a la que solo nosotros encontrábamos la forma apropiada de bailarla.
Las estrofas entrecortadas borboteando de nuestros labios a penas separados. Una explosión de luces y color, un derroche de energía y locura en medio de la sordidez y los claroscuros de este mundo reprimido, mirándonos como si estubiesemos locos, envidiando nuestras ganas de vivir.
La juventud es un bien desperdiciado hoy en día. Por eso nosotros seguimos bailando, movidos cada vez por un ritmo más lento que va decreciendo con el paso de los años, pero aún con ese ritmo que ninguno de nuestros predecesores podrá entender.