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El despertar


La realidad me golpea cual mazo de hierro al abrir los ojos.

Una luz intensa me apunta a los ojos, pero a penas siento su intensidad en mis ojos.

Escucho a mis seres queridos llorar a mí alrededor, no sé porque no me levanto a decirles que estoy bien, pero ¿Por qué no lo ven ellos?

Sé que saldré de esta, me siento bien, mejor que nunca en realidad.

Un pitido infernal interrumpe mis cavilaciones, oigo a mi hermana gritar y a mi madre llorar ¿Pero qué les pasa? Un médico tapa la luz el foco que hay sobre mí, y su rostro aparece en mi campo visual. ¿Qué está haciendo? ¿Qué quiere de mí? ¿Por qué parece tan asustado? ¿Por qué no me deja?

Lo dejo hacer, al fin y al cabo él es el experto. Al cabo de un rato se cansa de trastearme, y veo su mirada de resignación con la que me mira, como asumiendo lo inevitable.

Por primera vez siento miedo, no, más bien terror. Un terror ciego que corroe mis entrañas, un terror tan grande que me volverá loco si dura un minuto más.

Me levanto de un salto de la camilla. El doctor sigue frente a esta, con la mirada perdida en algún punto del suelo, y por primera vez soy consciente de que no hay ni rastro de mis parientes. Veo al doctor tapar la camilla en la que me encontraba segundos antes con una sábana blanca, después de lo cual sale de la sala.

Al momento entran mis familiares seguidos por el doctor, este hace un gesto con la mano hacia la camilla, mi madre es la única que se atreve a destaparla.

Yo, presa de un impulso des conocido, cierro los ojos. Oigo las exclamaciones contenidas, seguidas de unos sollozos incontrolables.

Poco a poco, casi por inercia, camino hacia la camilla. Solo me atrevo abrir los ojos cuando la tengo justo delante de mis narices, reprimo un grito de horror. Reconozco ese rostro maltrecho que asoma tras la sábana blanca como el mío.

Un doble silencio se instala en la sala en cuanto mi familia se marcha. Uno es el silencio general de una sala al ser deshabitada. Y el segundo, y seguramente el peor, es el de mi corazón, que, literalmente, ha dejado de latir.

Pero a pesar de todo y contra todo pronóstico, no tengo miedo, ni siquiera me pone nervioso el hecho de que haya dejado de vivir, al contrario, me siento más tranquilo que nunca. Solo siento la tranquila frialdad y el oscuro vacio de alguien que acepta su destino.

El olor a desinfectante inunda los pasillos, reprimo un escalofrío por los recuerdos que evocan en mí este tétrico lugar, las luces parpadean. Sonrío, todo buen hospital necesita su buen fantasma. El hecho de pensarlo siquiera me hace gracia, pero ¿Qué tengo mejor que hacer durante toda mi eternidad? Suspiro (si es que los fantasmas podemos hacer tal cosa) y me interno en los pasillos mientras las luces, progresiva e inexorablemente, se apagan a mi paso.


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