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Capítulo 4: Pierde el que gana.

Tres meses y dos semanas atrás.

Es el juego número 67 del Laberinto Wojtinek. La tradición dicta que debe haber al menos una partida anual, pero al haber sido tan... fantástico, hubo años en que se repitieron partidas. Hace cuatro generaciones había comenzado esta tradición.

La campana suena. Al rededor ya empiezan a resonar pasos apresurados, gritos y de más.

Solo se tiene permitido entrar con un arma, yo elegí mi cuchillo especial. Una navaja de obsidiana, fina y ligera, especial para cortar.

Cumplí 23 años, y ningún Wojtinek digno pierde en el Laberinto, por eso debo ganar. Aunque sé que la mayoría querrá mi cabeza, otros tantos me evadirán, con la esperanza de no tener que conocer la destreza de mi cuchillo.

Mientras paso por un pequeño espacio, logro visualizar un grupo de cuatro sujetos que retienen a otro, este último está sobre sus rodillas, tiene el cuerpo lleno de cortes y sangre. Uno de esos bastardos tiene una motosierra.

No me quedo a ver, solo dejaré que los más débiles se maten entre ellos, cuando eso pase, los más fuertes seremos los que tendrán una batalla de verdad.

Miro mi reloj, apenas han pasado quince minutos, pero los pasillos del Laberinto ya están cubiertos y viscosos de sangre.

En cuanto doblo una esquina estrecha, me encuentro cara a cara con un tipo rubio que ya conocía bien: Thomas Stein, un alemán que había jurado mi muerte después de que, accidentalmente, yo le hubiera prendido fuego a su casa con él dentro.

—Ey, Thomas —le saludo—. ¿Qué tal te va? Esas cicatrices te lucen, eh.

Su cara y brazos están llenos de cicatrices de quemaduras, el pobre idiota a penas sobrevivió en aquel entonces.

—Ruso —me dice—. Supongo que ahora sabremos si tu cuchillo funciona como el fuego.

Él lleva un lanzallamas. Debí imaginarlo.

Lo que era mi vida, éramos mi genial cuchillo y yo contra un loco sediento de venganza que encima tenía un lanzallamas. Estupendo.

A la izquierda, pegado a la pared, había un cuerpo decapitado, la sangre aún brotaba a borbotones del tocón que era su cuello. Fue un corte limpio, tal vez un hacha. A su lado había una Beretta M9. Por la manera en que el sujeto había muerto, deduje que ni siquiera la había accionado.

—No es el arma —le digo a Thomas—. Es en manos de quién está. Y ese lanzallamas te queda grande.

En un movimiento rápido, llego hasta el pistolero sin cabeza y robo su arma. En ese justo momento, el fuego se convierte en el factor principal del juego. Siento el calor en mi espalda mientras me incorporo, el olor a quemado escapando de mi cabello. Ese cabrón me quemó el cabello.

—Cobarde —escupe—. ¿Para qué necesitas una pistolita?

Le apunto con ella y la acciono solo un poco a la izquierda de su cara. No le provoco daño alguno, pero sí lo distraje. Mientras él cerraba los ojos esperando el impacto de la bala, me abalanzo sobre él, dándole un golpe en la nariz con la cacha de la pistola. Le quito el lanzallamas, mientras él sostiene su nariz sangrante.

—Hazle caso a un experto cuando te dice que un arma te queda grande —le digo, sujetándolo por el cabello, echando su cabeza hacia atrás—. Y te mentí, estás cicatrices se ven asquerosas.

Con el filo del cuchillo, me dedico a quitar la piel de toda su cara, mi arma deslizándose suavemente, ríos de sangre corriendo hacia su cuello.

Me aparto de él apenas lo suficiente para accionar el lanzallamas sin quemarme también. La llamarada es una belleza que atrapa el cuerpo de Thomas en un abrazo cálido. Su ropa se quema casi de inmediato, y su piel empieza a llenarse de ampollas en cuestión de minutos. El olor es asqueroso.

Sus gritos son ensordecedores, pero terminan poco después de hacerme con una máscara cicatrizada. Le disparo en la cabeza despellejada y ardiente, haciendo que sus sesos se esparzan por el sucio suelo. Comida para los enfermitos del juego.

Su cuerpo continua quemándose cuando me marcho, en busca de un contrincante que desee un poco de calor en este clima tan fresco.

Los Briochi nos invitaron a pasar la noche en la mansión de la Famiglia. Seguramente planean decapitarnos mientras dormimos.

Enzo se ha dedicado a ignorarme después de nuestra educada conversación en el cementerio. Gracias al cielo.

Cuando yo regresé a la capilla del cementerio, Keira y Keimer ya estaban ahí. ¿Es que no tienen respeto por los difuntos?

Aunque quise agregar un féretro más cuando miré a Ferrochi al lado de Gianna, con su única mano completa tocándola.

Y, aunque en ese momento, decidí no hacer nada únicamente para no molestar a Gianna, no significa que Ferrochi no pagará las consecuencias de meter sus narices en donde no lo llaman. ¿Acaso no puede ir a ligar con alguien que lo quiera?

El féretro se hundió en la tierra, cubierto de la misma. Flores y lágrimas. Una lápida donde se lee todo lo que fue Giovanni.

"Padre, esposo y líder. En este mundo donde solo hay dos caminos, cortaste el tuyo y encontraste un tercero".

Cuánta falsedad, disfrazada de ignorancia. Al final, Giovanni también se fue por los únicos dos caminos que el mundo criminal te puede brindar: el asesinato.

Ya teníamos conocimiento previo de la arquitectura y estructura de la mansión Briochi desde cuatro meses antes del ataque silencioso. Aún creo firmemente que alguien cortará mi garganta mientras duermo.

Es Enzo quien nos guía, mostrándonos su hogar y nuestras habitaciones, pues las hermanas Briochi has estado relativamente distantes. No me sorprende de Gianna, pues nos mira como a parásitos; me sorprende de Keira, ya que encontré lápiz labial en la camisa de Keimer, del mismo color que el de ella.

Como dije, ya no hay respeto.

—Deja de mirar así a mi hermana, Volker —me espeta Enzo en cuanto ingresamos al salón de música, sin siquiera molestarse en voltear.

—¿Así cómo? —le pregunto, aún mirando a Gianna.

Entre más las observo, más me desconcierto. ¿Por qué no parece que estén en duelo? Tal vez están actuando para que bajemos la guardia.

—Como un perro en celo —replica.

Gianna está sentada en el banquito de un gran piano negro, aunque este permanezca en silencio. Keira está recargada en la pared aledaña y hablan en silencio. No sonríen, pero tampoco lucen adoloridas.

—Puede que sea un perro en celo —le respondo—. Si alguien se escabulle en mi habitación en la madrugada e intenta matarme, ¿puedo pedir que sea la señorita Gianna?

—Qué sútil —tose Keimer.

—¿Cómo puedes ser tan descarado? —exclama Enzo, no parece que vaya a considerar mi petición.

Ambas mujeres voltean al escuchar a su hermano. Pero no hacen nada. Solo se quedan ahí.

Sé lo que están haciendo. Están observándonos, midiéndonos. Analizándonos.

Ellas saben.

Mi mirada no se aparta de Gianna y ella por fin lo nota. Creí que rodaría los ojos y parecería fastidiada, pero no, ella me sostiene la mirada, una expresión que parecería fría y calculadora.

Si tan solo ella no se hubiera sonrojado en cuanto nuestros ojos se encontraron.

No puedo evitar sonreír, lo que hace que ella finalmente aparte la mirada, únicamente para fijarla en Keimer, quién habla con Enzo sobre posibles futuras alianzas. Quiero matar a mi hermano por robarme esa mirada oscura.

Treinta y ocho segundos.

Gianna mira a su hermana de nuevo, asegurándose de evitar mi mirada. Le dice algo a la mayor y está asiente. Sale del salón, dejando a la menor en el mismo sitio.

¿Qué están haciendo?

Enzo dice algo sobre los beneficios que le traerá a la Famiglia el sumar a los Ferrochi a la cabeza. Pendejo.

Pasan al rededor de dos minutos cuando alguien ingresa en el salón. Es uno de los sicarios de la Famiglia. Se acerca a su nuevo capo y le susurra algo. Después se marcha.

—Discúlpenme —nos dice—. Tengo un asunto que atender. Siéntanse como en casa.

Dicho esto, se da la vuelta y sigue el camino del sicario. Gracias al cielo.

El silencio invade la estancia. Lo único que se puede escuchar es el ajetreo de afuera. Voces lejanas y puertas abriéndose y cerrándose. ¿Y si de pronto hay un francotirador esperando a matarnos? Espero que no, todavía no he besado lo suficiente a Gianna.

Parecería que la tensión va en aumento.

«¿Por qué Keimer no se desaparece?»

Como si lo hubiese dicho en voz alta, en ese justo momento, Keimer decide que quiere ir a ver una pintura que vio en una pared. Es tan obvia su mentira, pero no lo expongo, pues no lo necesito como espectador.

—Sí, Keimer, por supuesto, Keimer —me limito a decirle mientras se aleja por el mismo camino que siguió Keira hace un rato.

Nunca pensé que llegaría a sentirme así respecto a otra persona, que sintiera la necesidad de protegerla hasta de mi propio hermano.

Y no es para menos, despues de todo, a Keimer ya se le había hecho fácil lanzarme al fuego con su planecito de mierda y haberme dejado en Alemania un año antes de eso. Es como si quisiera deshacerse de mí.

Pero si Keimer Wojtinek es el diablo, entonces yo soy Dios, y sé que él podría utilizar a Gianna en mi contra si se entera que tengo interés en ella, y lo que me preocupa es Gianna.

He avanzado hasta que estoy al lado del piano, Gianna me mira con sus profundos ojos negros llenos de curiosidad. Esa curiosidad es recíproca.

—¿Sabes tocar el piano? —ella rompe el silencio.

Mi mirada se desvía apenas un segundo hacia el teclado cubierto. Hace meses que no toco.

—Sí —le digo—. Aprendí a los diez años, al igual que el violín. ¿Tú sabes?

—Sé tocar el piano y el acordeón —me cuenta.

Levanto una ceja. Me recuesto en el borde el piano, cruzándome de brazos mientras la observo.

—Hay quienes aseguran que el acordeón es el instrumento más complicado —repongo, viendo la línea de su clavícula descubierta, la delgadez de su cuello, el valle de sus...

—No sabría si es verdad —su voz ha bajado varios decibelios—. Nunca he intentado con el resto de instrumentos.

—Una vez intenté tocar un bajo —le cuento—. No pude oír correctamente durante tres días.

Se ríe, una risa apenas lo suficientemente leve como para ser escuchada, pero su sonrisa es real. ¿Estoy siendo un consuelo?

—Recuérdame no dejar ningún bajo a tu alcance —se burla.

Me inclino sobre el piano hacia ella mientras la miro directo a los ojos, anhelaba ver ese negro profundo tan de cerca otra vez.

Alargo la mano y puedo notar como su cuerpo entero se estremece, como quisiera poder... tocarla. En su lugar, quito la tapa del teclado. Las teclas son beiges y rojas, jamás había visto un piano con esos colores.

—Enseñame algunos trucos —le pido—. He perdido práctica.

Me mira un segundo, dubitativa, pero solo un segundo, después sus finos dedos empiezan a tocar Gaspard de la Nuit¹. Sus movimientos son ágiles y suaves, casi como si hubiera tocado esa pieza durante toda su vida.

Me permito cerrar los ojos, disfrutando de su habilidad. Pero mi mente no deja de pensar en cómo hacer para que ella acepte ser mía para la eternidad.

No sé cómo complacer a otra persona porque nunca he sentido la necesidad de hacerlo. Sé cómo complacerme a mí mismo, pero masturbarme no es nada comparado con el calor de otro cuerpo. Nunca lo sentí como algo primordial y, sin embargo, aquí estoy, deseando por primera vez a otra persona.

Aprendí a no tener miedo desde temprana edad. Nunca temí a las armas o a matar, pero ahora estoy conociendo el temor, porque sé que una vez que obtenga un sí de ella, no voy a encontrar —ni querer— el camino de regreso.

Gianna Briochi será mi perdición y yo no puedo esperar para abrirle los brazos a mi final.

[*¹: "Gaspard de la Nuit" o "Garpard de la noche" es una pieza de piano particularmente complicada; es conocida por sus exigencias técnicas, sus ritmos complejos y la necesidad de precisión en la ejecución.]

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