Capítulo 3: El mal por el bien.
Dos semanas más tarde.
Como todo plan ideado por mi brillante cabeza, Giovanni Briochi murió hace exactamente veinticuatro horas, luego de haber entrado en un coma inducido, con la esperanza de regular y minimizar sus paros cardio respiratorios.
Enzo, como todo un pendejo patético, me lo contó a través de mensajes. Ese sujeto me hace preguntarme si pretende ganarse mi confianza para devolvernos el favor o si en serio no capta que nosotros somos enemigos jurados solo por la sangre.
Y yo no hice mucho por corregirlo, pues lejos de ignorarlo para que sintiera mi desprecio, le pregunté por sus hermanas (Gianna) y cómo estaban ellas (Gianna), lo cual él interpretó como preocupación por su familia. Qué enorme imbécil.
Y hablando de Gianna, no he podido sacarla de mi mente desde ese día. Mi mente siempre regresa a la sensación de su cuerpo contra el mío, a la suavidad de sus labios, a la audacia de su cuerpo y al descaro de sus palabras. La pienso durante el día y la sueño por la noche. Y yo solo quiero adorarla como se adora a las estrellas.
—Y de regreso a Italia —murmura Keimer al pisar el duro suelo del hangar, haciéndome espabilar—. ¿Por qué teníamos que venir?
—Pregúntale a tu padre —le respondo mientras me coloco unas gafas de sol tipo aviador mientras mis ojos se acostumbran al intenso sol de Italia.
Keimer resopla, más resignado que otra cosa. Desde que a Keimer se le ocurrió la brillante idea de que yo debía —en sus palabras— "conquistar" a Enzo Briochi, nuestro padre no dejaba de tratarlo como a un idiota —irónico, dado que de todas maneras me obligó a seguir el plan— y vigila cada paso que da su primogénito.
—Sí, por supuesto —me responde mientras mira hacia el auto que espera por nosotros, su ceño ligeramente fruncido—. Me volverá a gritar más de lo que Enzo te gritaba a ti.
—No es divertido, imbécil —me quejo—. Ojalá Briochi se hubiera fijado en ti.
—Al menos ahora la tenemos fácil —se burla—, él es tan cobarde que no se nos dificultará acabar con la Famiglia.
Niego con la cabeza, completamente convencido de que sí, Enzo es el ser más cobarde que he conocido, pero también es manipulable como la masa.
—Seguro que sus hermanas piensan igual —le respondo, alejándome de él para ir al otro lado del auto.
Keimer únicamente se dedica a ingresar a la parte trasera del auto al mismo tiempo que yo, pero él suelta una risita. Una puta risita.
—¿Qué fue eso? —le pregunto.
—¿Qué fue qué?
—No finjas. Te conozco, cabrón —lo señalo con el índice—. ¿Qué fue eso?
El auto arranca y él no me mira, en su lugar se pone a mirar por la ventanilla.
—Keira no está nada mal —suelta.
Enarco una ceja. ¿Qué?
—Bueno, supongo que es por la sangre —le digo, pero me retracto en cuanto noto la cantidad de cosas equivocadas que hay en esa frase—. Me refiero a que ellos son nuestros enemigos jurados, hay algo ahí que parece... gracioso.
Keimer me está mirando ahora.
—Gracioso —repite—. Entonces consideras que Enzo es... ¿atractivo? —lo miro con horror—. No reacciones así, somos hermanos, aquí hay confianza. Además, estamos en Italia, en Rusia se puede quedar tu heterosexualidad.
—Keimer —le digo.
—¿Sí?
—Cállate —le digo—. Deja de decir estupideces. Hablaba de ti.
Su expresión vacila, como si quisiera discutir, pero a su vez deseara no hablar más.
—Eso no significa nada —dice finalmente—. Es guapa, y es explosiva. Es una dama, pero seguro que sabe cómo despellejar a un hombre.
—Y no significa nada —repito.
—Hablemos de ti —me cambia el tema—. Le cortaste una mano a Ferrochi después de que hubieras besado a su prometida en su cara. ¿Es que acaso conoces la vergüenza?
No lo dice con reproche, es más bien una conversación estúpida para que olvidemos que hablábamos de él.
—Por supuesto que conozco la vergüenza —le digo—. Me da vergüenza haber tenido contacto físico con ese imbécil.
Keimer resopla, rodando los ojos.
—¿Por qué no me sorprende?
En ese momento, un auto nos adelanta en y se posiciona justo delante de nosotros, sin detenerse.
—Llegaron tus escoltas —se burla.
—Keimer.
Suelta una carcajada que me hace desear tirarlo a la carretera. El auto frente a nosotros es de la Famiglia, enviado por el próximo nuevo capo para asegurar nuestra seguridad. Curioso, tomando en cuenta que hace cuatro semanas nuestros hombres continuaban matando entre sí.
—¿Quién concretó esto? —exijo.
—Yo —responde él, complacido a más no poder.
—Entonces los escoltas son para ti.
Suelta una carcajada, como si nada en la vida fuese complicada. Cabrón, como no es él al que lo acosa un anormal.
A partir de aquí, el viaje se realiza en completo silencio hasta el cementerio de la Famiglia, sitio que dará lugar al descanso eterno de Giovanni. Ojalá ya se haya empezado a podrir.
Cuando llegamos, el lugar está en silencio sepulcral. Pasa por mi mente preguntar si acaso alguien ha muerto, pero lo dejo de lado cuando mis ojos captan algo más interesante que el tieso de Giovanni.
Gianna, tan bella como esa noche. Su cara está petrea, sus ojos ligeramente rojos fijos sobre el féretro cerrado. Tiene ojeras y parece más pálida.
Me alejo de Keimer, con la única intención de saludar a la mujer que me ha estado robando el sueño desde hace dos semanas.
Ella levanta la mirada cuando estoy a un metro de distancia, no parece sorprendida, ni molesta. No parece que esté pensado nada. Se ve... vacía.
—Volker Wojtinek —saluda, su voz sale plana.
—Señorita Briochi —sujeto su mano y deposito un beso en su dorso—. Lamento su pena.
No miento, no me gusta verla sufrir, pero tampoco lamento la muerte de Giovanni. Aunque, si la hubiera conocido antes de planearlo todo, jamás lo habría hecho si eso la dañaba.
Es una verdad que me golpea casi con la misma fuerza que el vacío de su mirada.
Y no sé cuál de las dos me asusta más.
—Seguro que sí —replica.
Estoy pensando en qué responder, cuando una voz interrumpe.
—Volker —me llama, la voz ligeramente más ronca que antes—. No creí que te vería aquí.
Me giro hacia él. Enzo ofrece una imagen deplorable, tiene ojeras de mapache y está hecho un asco. Viste de negro, pero parece más putrefacto él que el muerto.
Casi no me contengo de mencionarlo. Casi.
Pongo mi mejor cara de empatía al verlo, quiero meterlo al féretro también, pero no estoy muy seguro de que Gianna aprecie ese acto.
—Lamento tu pérdida, Briochi —miento. No me duele mentirle a él.
Él asiente. Keira no está a la vista, pero Gianna y Enzo están aquí. Tampoco sé dónde está Keimer. Ese cabrón promiscuo.
—Imagino que sí —hay una mirada en él. Intercalando entre su hermana menor y yo—. Necesito hablar contigo a solas.
—No creo que sea apropiado en este momento —me excuso rápidamente, pues bastante me ha costado librarme de cualquier avance físico que él haya querido en el pasado como para tener que soportarlo ahora—. Cualquier tema referente a los negocios hablados con Giovanni hace dos semanas, se pueden posponer. Créeme, no estamos aquí para estresarlos en este momento tan difícil.
No le interesa mi argumento, si el que me tome del brazo y me apartae de Gianna (quién decididamente me ignoró— significa algo.
Me lleva hasta un sitio apartado de cualquier oído, lo cual no es tan difícil, pues el funeral es un evento relativamente íntimo, únicamente con los hijos del difunto, nosotros y uno que otro de sus más leales hombres.
—Es sobre mi lugarteniente —empieza—. Le cortaste una mano, y aunque ya está sanando, debes comprender que eso no es algo que la Famiglia esté dispuesta a dejar pasar.
Ruedo los ojos, no me interesa. ¿Por qué debería? Ferrochi debería estar agradecido de que lo dejé conservar la otra mano.
—Te lo dije. No me gusta que me toquen sin mi consentimiento —explico mirando su mano aún sobre mi brazo. Él lo aparta rápidamente—. Otros han perdido la cara por mucho menos que eso.
—No estamos hablando del estúpido laberinto, Volker —espeta—. Estamos hablando de que lisiaste de por vida a mi próximo segundo.
Y ese argumento es tan estúpido que me gustaría que tuviera cara únicamente para darle un puñetazo.
—¿Y qué? ¿Es que eso me afecta a mí o qué? —cuestiono—. Es tu decisión a quién le quieras confiar el futuro de tu mafia. Pero si se lo vas a confiar a un imbécil que se mete donde no lo llaman, con personas que están muy por encima de su nivel, entonces déjame decirte que tu padre se va a retorcer en su tumba por la eternidad.
Inesperadamente, él me empuja, y aunque esa acción no tuvo ningun efecto físico, quise cortarle ambas manos.
—¡No menciones a mi padre aquí! —explota, sorprendentemente aún con la voz nivelada—. No tienes el puto derecho. ¿Qué te pasa? Laurence no se metió "donde no le importaba" ¡Tú besaste a su prometida en su cara, Volker!
—¿Y qué? —vuelvo a preguntar—. Ellos no se quieren. Y la única persona que movía hilos en ese matrimonio era Giovanni, así que ya no tiene sentido hacer reclamos.
Su cara está roja, y sus ojos húmedos. No sé qué es lo que me provoca, pero de verdad quiero que sufra.
—¿Cómo puedes ser tan hijo de puta? —murmura, intentando calmarse—. ¿Tienes idea de lo que yo sentí cuando vi que uno de mis mejores hombres estaba casi desangrándose por tu culpa? Aún peor: ¿tienes idea de que sentí cuando él me dijo que besaste a mi hermana?
—¿Y por qué habría de importarme lo que sientes, Enzo? —replico.
—¡Por lo que éramos, Volker, por eso! —exclama—. Se suponía que tú...
—¿Qué? —lo interrumpo—. ¿Que yo qué? ¿Cómo puedes venir y exigirme que me preocupe por tu estúpido sentir cuando tú nunca te detuviste a pensar en el mío? Nunca quise nada de esto, Enzo. Nunca te quise a ti.
Él retrocede un paso, tal como si lo hubiese golpeado en el estómago. Me mira con una mezcla de confusión e ira.
—Pero... ¿Entonces qué fue todo esto? Todos estos meses tu me trataste de una manera que desmiente esto. ¿Por qué ahora, que sabes que ya he sufrido demasiado?
Me río. No podía esperar por este momento, el momento en que por fin pudiera hacerlo sufrir como yo sufría al tener que ser su juguetito prohibido.
—Porque ya no me sirves, Enzo, por eso —le digo—. Todo este tiempo fuiste el mal por el bien.
El silencio nos invade, a mí porque ya no quiero estar cerca de él; a él porque está intentando comprender todo.
—No puedes...
Avanzo el paso que retrocedió, pero no me detengo hasta estar a su lado.
—La próxima vez, asegúrate de preguntar primero por los jodidos sentimientos —le digo, apenas mirándolo—, que yo por ti, nunca sentí nada.
Dicho esto, me marcho, dejándolo ahí.
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