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Capítulo 2: Feliz cumpleaños.

𖤍Volker Wojtinek𖤍

La cara de Laurence es un chiste: sus ojos se abrieron exageradamente, casi como si quisieran escapar de su cráneo.

No me hará ningún esfuerzo ayudarlo con eso.

A penas lo vi en la carpeta de información sobre la famiglia, supe que era un dolor de culo y deseé matarlo de inmediato, únicamente para no vivir con el pensamiento de que alguien con una cara como la suya estuviese respirando.

Obviamente, no estaba en mis planes que la princesita Briochi despertara en mí deseos poco... usuales. El infierno sabe que nunca lo habría pensado, pero una vez frente a ella, deseé poseerla.

Y la premeditada muerte de Ferrochi no está dentro del plan original, de hecho, Keimer ni siquiera lo sabe. Pero eso está bien, él es consciente de que yo no le contaré todo lo que pase por mi cabeza.

No se interpondrá, de todas maneras; él sabe que yo tengo necesidades, necesidades asesinas. Además, él aún me debe una grande.

Vuelvo a enfocarme en Ferrochi, quien sigue arrodillado frente a mí, su muñeca atrapada en mi mano.

Sé que no puedo manchar el pulcro piso con su sangre, eso sería un poco grosero. Así que, de un tirón, levanto a Ferrochi y lo obligo a caminar hacia la salida. Algunos sujetos intentan interponerse en mi camino, pero mi Beretta los hace cambiar de opinión.

—Aquí no está pasando nada, damas y caballeros —les digo mientras empujo a Laurence a través de la gente, y les apunto a los mismos con la pistola—. Sigan disfrutando de esta hermosa velada. No decepcionemos a Giovanni.

Todos asienten, incluso los hombres que supuestamente son los mejores del viejo de Giovanni. No sé qué reputación he de tener por estos rumbos, pero debe estar mal infundada; yo soy un sol.

—¡Eh! —escucho a mi espalda, justo cuando termino de bajar las escaleras de la mansión Briochi—. No estás hablando en serio, ¿verdad? —es Gianna—. No puedes cortarle una mano a un lugarteniente de la mafia italiana en suelo italiano.

Me doy la vuelta, aún con Ferrochi del brazo. Encaro a la menor de los Briochi, quién parece aún más malditamente bella a la luz de la luna.

—¿Según quién? —cuestiono—. Soy un Wojtinek, puedo hacer lo que quiera. Además, todo el mundo sabe que nadie puede tocarme y no recibir represalias.

El cabello negro de la italiana se alborota con el aire frío de afuera, haciéndola lucir como una ninfa del pecado, enfundada en ese vestido negro.

Ella rueda los ojos. No parece estar tan en desacuerdo conmigo sobre desmembrar al pendejito, pues su mirada hacia él es de desprecio, pero aún así me pide que no lo haga.

Tal vez no le agrada tanto la idea de tener un marido mocho.

—Mi padre te perseguirá hasta el infierno si lo haces —me dice, aunque es obvio que duda de sus palabras.

—Si tanto deseas que lo deje ir, ¿por qué no has intentado salvarlo por tu propia mano? —le cuestiono.

—Yo solo creo estrategias, la que corta cabezas es Keira —se excusa.

No puedo evitar reírme, mientras empujo al bastardo hasta que está arrodillado nuevamente. Él está escuchando todo, mirándonos con profundo rencor.

—Eres una mentirosa descarada, Gianna —le digo—. Sabes tan bien como yo que tú has cortado más cabezas que la misma Keira.

—Por favor, solo...

Se interrumpe cuando saco el cuchillo que siempre llevo ena funda de mi cinturón, justo al lado de la de la pistola. Es un cuchillo de oja fina, capaz de cortar huesos como si fueran mantequilla, con una curva al final que hace que una puñalada sea letal.

—Dame la mano, imbécil —le digo a Laurence.

Él se resiste, y yo no tengo tiempo de tonterías, pues mi celular ha estado vibrando y sé que ya va siendo hora de empezar con lo que nos trajo hasta aquí.

Sostengo su mano con fuerza, ya que él no quiso cooperar, tendré que ser más violento de lo esperado. Una ventaja de ser ambidiestro, es que puedo cortar su mano sin ayuda, aunque tampoco creo que Gianna haya deseado ayudarme.

La navaja se desliza a través de la piel, casi tan suavemente como lo haría la seda. Los gritos llenan mis oídos, la sangre salpica el césped y la punta de mis zapatos. Esto es tan perfecto.

—Agh —murmura la italiana—. ¿Por qué lo haces tan asqueroso? ¿No puedes cortarlo rápido?

El cuchillo termina su trabajo y Laurence cae al suelo, sosteniendo su brazo herido con la completa. Aún gritando y llorando sin control.

No creo que haya escuchado lo que dijo su prometida. Espero que no se la haya imaginado como su esposa, porque si no estaba seguro cuando la besé, ahora lo estoy: esa mujer va a ser mía y pobre del que intente interponerse en mi camino.

—Vaya, pareciera como si no te importara el bienestar de tu prometido —me burlo, aunque desearía que ella confirme mis palabras.

No lo hace, por supuesto, pero ya me encargaré de que algún día lo haga.

—Deberíamos volver —dice en su lugar—. Hay que buscar a alguien para que cure el brazo de Laurence.

—¿Por qué? —inquiero—. ¿No sería más fácil dejar que se desangre?

Ella hace una mueca. Increíble en alguien que idea maneras de incinerar a hombres solo por placer.

Avanza hasta estar cerca de mí, únicamente para asegurarse de que escuche lo que va a decir y que yo no pueda excusarme con el llanto de Ferrochi.

—Más te vale que empieces a caminar —me dice—. Si lo piensas matar, hazlo en otro momento, cuando no me puedan relacionar a mí con ello.

Dicho esto, se gira y avanza hacia la mansión. Una sonrisa se posa en mis labios mientras la miro desaparecer.

No lo pienso mucho antes de obedecerla, dejando a un casi desfallecido Laurence en el césped.

Al ingresar, siento las miradas sobre mí, pero no les presto mucha atención. En su lugar, me dedico a arreglar mi esmoquin mientras me abro paso hacia los sujetos que estaban antes con Ferrochi.

—Tal vez deberían considerar llamar a una ambulancia —les digo, inocentemente—. Creo que su amigo se está desangrando en el jardín.

Un mesero pasa con una bandeja llena de copas de champagne. Obtengo una, que me dedico a beber lentamente mientras los sujetos me miran como si me hubiera salido otra cabeza.

—Maldito lunático —dice uno, pero se marcha en dirección a la salida.

En ese momento, Keimer llega a mi lado. Me jala del brazo hasta llevarme a un sitio apartado.

—Espero que no estés ebrio —es lo primero que me dice, después:—. ¡Puta madre, Volker! ¿Por qué tienes sangre en la camisa?

—Uno, esta copa es la primera de la noche. Carajo, Keimer, ¿a caso me conoces como un alcohólico? —le respondo—. Y dos: es de Ferrochi, se le cayó una mano en el jardín hace rato.

Aprieta la mandíbula, mirándome con exasperación. Consecuencias de ser el mayor, tiene que soportarme.

—Se le cayó una mano en el jardín —repite, con la voz tensa—. Volker, ¿eres pendejo?

—Ey, ¿por qué tan agresivo? —replico—. Ese imbécil me tocó y sabes cómo soy respecto a eso. Además, sabes que odio a los pendejos que no ven lo que tienen delante de los ojos hasta que no sienten que se va.

—¿De qué estás hablando? —cuestiona, visiblemente confundido—. Mira, ¿sabes qué? Olvídalo. Necesito que empieces con tu parte. Los Briochi saben que estamos en algo, y no van a tardar en empezar a hostigarnos.

—Muy bien —le digo.

Sé lo que hay que hacer. Yo distraigo a los hijos de Briochi mientras Keimer mata al anciano. Sencillo.

—Bien —dice.

Se gira y vuelve con el anciano. En eso yo ya estoy buscando a los hijos del diablo, pero solo logro localizar a las hermanas, quienes están cerca del pie de las escaleras. Los necesito a los tres, por más que deteste la existencia de Enzo, también necesito tenerlo bajo mi mirada.

Bueno, ya lo buscaré cuando llegue a Gianna y Keira.

Y estoy por ir hacia ellas cuando lo escucho a mi espalda.

—Se te ve relajado —dice, su voz tan suave como una melodía. No lo soporto—. Para alguien que acaba de cortar la mano de mi lugarteniente.

Me giro apenas lo suficiente para poder verlo, pero a su vez no perder a las damas de mi campo de visión.

—Ey, Enzo —lo saludo, como si no lo hubiera evitado a propósito durante lo que va de la noche—. Qué rápido vuelan las noticias por aquí, ¿no te parece?

Avanza un paso hacia mí, con las manos en los bolsillos y una expresión casi neutra. Casi.

—No puedes jugar al aniquilador aquí, Volker —expresa—. Estás en Italia, las cosas no funcionan igual aquí que en Rusia.

—Para mí el mundo funciona como yo lo diga. Siempre —le respondo—. Además, ese no era tu lugarteniente. Aún no eres el capo de nada.

—Olvida eso —me dice, su mirada delatándolo—. ¿Por qué no...?

—¡Uy! —lo interrumpo, no queriendo escuchar más de él—. ¿Ves eso? ¡Qué tarde es!

—Eso no funciona conmigo y lo sabes.

Ruedo los ojos. Las hermanas Briochi siguen donde mismo.

—No me interesa, Enzo —le digo—. No quiero escuchar tu voz, ¿de acuerdo? Tampoco quiero que me muestres tu habitación, ni el interior de tus pantalones.

—Pero...

—Aunque podría considerarlo —lo interrumpo. Otra vez. Amo ver cómo aprieta la mandíbula, molesto, pero casi enseguida es reemplazado por un brillo de curiosidad.

Patetico.

—¿A sí?

—Sí —sonrío alegremente—. Si tú aceptas participar en la ronda del Laberinto el próximo año.

Cualquier rastro de interés se borra al instante.

—No, gracias —declina mi amable oferta—. No quiero ser el cordero en el matadero.

No me sorprenden sus palabras como él creyó que harían, pues sé muy bien que no podemos mantener cien porciento segura la información sobre lo que pasa dentro del Laberinto. Tampoco es como que nos esforcemos mucho en ello.

—Solo será durante unas cuantas horas —intento—. Si ganas, pues ganas. Y si no, ya sabemos.

—¿Y tú crees que...?

Esta vez no soy yo quien lo interrumpe, sino Keimer, quien le toca el hombro de manera sutil al italiano para llamar su atención.

—Me parece que a tu capo le está dando un infarto —dice.

—¡¿Qué?! —espeta Enzo.

Empieza a caminar, con la intención de llegar a su padre antes de que sea tarde, pero no antes de escucharme decir:

—Ni siquiera lo felicité por su cumpleaños.

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