22
Los secretos salen a la luz… pero…
Lewis apenas lograba abrir los ojos, vislumbrando el reflejo de luces que danzaban a su alrededor. Sentía el suelo cubierto de un hilo rojo de sangre mientras se deslizaba sobre lo que parecía una camilla. Parpadeaba, cayendo de nuevo en la oscuridad, solo para volver a abrir los ojos y observar la penumbra que lo rodeaba. Las voces resonaban como ecos lejanos, casi como susurros que no lograba entender con claridad. Había perdido el conocimiento y la noción de su entorno; no sabía en qué lugar se encontraba.
El intenso dolor en su brazo comprometía su estabilidad. Había perdido mucha sangre, y su cuerpo se sentía débil, al borde del umbral entre la vida y la muerte.
—Está muy grave.
—¡Actúen rápido! Ese hombre no puede morir.
—Su brazo... ¿qué va a pasar con él?
—¡Somos los mejores! Hagan lo que sea necesario. Nadie que salga con signos vitales del laberinto puede morir. ¡Asístanlo ya!
Esas voces resonaban como susurros lejanos para Lewis. Apenas podía distinguir las sombras de varias personas que lo observaban con atención. La presión y el dolor se intensificaron en su interior; no podía soportarlo más. En un instante, su respiración cesó y su visión se desvaneció por completo, sumiéndolo en la oscuridad.
1 mes después
Cada paso en el laberinto, cada lucha, cada monstruo, cada obstáculo de vida o muerte, cada sufrimiento, cada dolor, cada lágrima, cada día que su estómago sintió hambre, cada minuto lleno de dudas, cada jornada de incertidumbre, cada segundo en que sus pensamientos del pasado emergían como lagunas desbordantes, cada fracaso, cada logro, cada amistad. Harold, Ainara, sangre, muerte; Dareen convertido en monstruo, Felipe hecho pedazos, Hela sin dedos, la serpiente tragándose a Ainara, el lago de sangre, cada objeto que caía del cielo, miles de muros más, la luz, la luz... esa luz que le dio esperanza para su final.
Todas esas imágenes llegaron a Lewis como pesadillas, despertándolo de golpe. Dio un gran suspiro y se incorporó, aún confundido y atónito. ¿Qué demonios había sucedido?
Miró a su alrededor y se encontró en una habitación blanca, iluminada de manera brillante. Había aparatos médicos que emitían los característicos sonidos de hospitalización. Un ventilador en el techo giraba suavemente, y el aire era fresco, creando un ambiente silencioso. Uno de sus brazos estaba vendado, mientras que el otro estaba conectado a una vía sanguínea que proporcionaba tratamiento, colgada de un trípode. Vestía una bata blanca, y casi todo su cuerpo estaba cubierto de venditas, que ocultaban lo que alguna vez fueron heridas, ahora cicatrices en proceso de sanación. Su pecho estaba conectado a varios dispositivos, incluso estaba siendo desintoxicado.
No sabía con certeza dónde se encontraba. Un fuerte dolor de cabeza lo obligó a soltar un suave gemido, llevándose la mano libre a la cabeza. Su otro brazo, enyesado, no lo sentía. ¿Por qué estaba enyesado? No recordaba nada con claridad, y mucho menos por qué estaba conectado a todos esos aparatos médicos.
De repente, la puerta se abrió de par en par y entraron varios médicos, sus rostros ocultos por máscaras. Lewis, sobresaltado, se levantó de la camilla al verlos y, con miles de preguntas girando en su mente, preguntó de inmediato:
—¿Dónde estoy?...
—Tranquilo, señor Lewis Foster. Su calma también es indispensable para nosotros.
—¡¿En dónde carajos estoy?! —replicó con un tono serio y desesperado.
Entonces, una voz femenina respondió a su pregunta. Era nada mas y nada menos que Ágata Daffer. Los médicos se hicieron a un lado, revelando su imponente presencia.
—Has estado en coma durante un mes. Creímos que no lo lograrías, pero eres fuerte... Acabas de salir del laberinto. O mejor dicho, ya hace un mes que saliste de esa prisión.
Pequeñas porciones de imágenes terroríficas inundaron la mente de Lewis: sangre, monstruos, muros del laberinto por doquier, cuerpos decapitados, desmenuzados, mutilados. Todo surgió de nuevo al escuchar las últimas palabras de Ágata.
—¿Si estuve en ese lugar, por qué no recuerdo casi nada, ni siquiera la salida? —preguntó Lewis, aún desconcertado.
—Responderte eso sería como decir que el laberinto es solo un juego de adivinanzas para alcanzar su final. Nadie que salga de él recordará jamás cómo lo hizo.
—¿Por qué llegué allí? ¿Por qué fui a esa temible prisión?... ¿Por qué fui condenado?
Las preguntas de Lewis se agolpaban en su mente como tormentas, tenía miles de dudas y necesitaba respuestas. No comprendía cómo había llegado al laberinto, pero en lo más profundo de su ser sabía que era la prisión más temible de todas.
—Una vez que te estabilices del coma, no te esfuerces por responder preguntas absurdas. Con el tiempo, las respuestas llegarán, pero no recordarás el final.
—Solo merezco respuestas —exclamó, con un aire serio y tenso.
—No responderé a esas preguntas. Tú mismo lo descubrirás, como te lo he dicho.
—Son unos monstruos —soltó Lewis de repente.
Ágata sonrió, una sonrisa enigmática que revelaba solo un atisbo de sus labios rojizos, dándole un toque de misterio y elegancia.
—Ellos te preparan para que salgas de este lugar, libre, sin expedientes. Nevermore te espera.
Ágata se giró y salió de la sala.
Lewis se quedó allí, respirando con dificultad, aún atormentado por sus miles de preguntas.
Los médicos comenzaron a quitarle las vendas y las curitas. Al retirar la venda de su brazo, Lewis se dio cuenta de que no era un brazo de carne y hueso convencional, sino un brazo de metal. A pesar de su apariencia, podía moverlo con facilidad y realizar cualquier movimiento como si fuera el suyo.
—¿Qué pasó con mi brazo? —preguntó, desconcertado.
—Lo perdiste. Pero no te preocupes; ese brazo robótico funcionará igual que el que tenías. No tendrás ningún problema con el tiempo.
—¿Qué ocurrió realmente? —insistió Lewis, con la confusión aún reflejada en su rostro.
—Nuestra directora ya te ha explicado que, con el tiempo, recordarás todo. Ten paciencia.
Los hombres de magenta entraron al recinto y comenzaron a preparar a Lewis. Lo condujeron en una silla de ruedas automática, que se movía sola guiándose por uno de los hombres de magenta.
Lo llevaron a un pequeño cuarto que se asemejaba a una barbería. Allí, los hombres de gris empezaron a cortarle su espeso cabello largo. Una vez finalizado el proceso, lo llevaron a las duchas. Un baño de agua tibia le hacía falta para relajarse. Lewis observaba cómo el agua caía lentamente sobre su cuerpo desnudo. Había perdido algo de peso, pero sus músculos seguían definidos, y su barba había crecido desmesuradamente. Apoyó su frente en la fría pared de cerámica blanca de la ducha, fijando la mirada en el agua que se deslizaba por la rendija del desagüe. Su cabello goteaba mientras recordaba la incertidumbre de su situación. Aunque desconcertado, sus heridas eran testigos de un paso trágico y doloroso.
Al salir de la ducha, se miró en el espejo empañado. Pasó la mano por su superficie, revelando un Lewis demacrado, con ojeras violáceas y una piel pálida, cubierta de cicatrices que comenzaban a sanar, como si algo hubiera borrado sus heridas. Frente a él, sobre la mesa que sostenía el lavabo, había una crema de afeitar y una afeitadora nueva. Lewis decidió quitarse la barba; su rostro quedó liso, muy diferente del Lewis que alguna vez conoció, con su barba elegante.
Luego, se fijó en su pecho y notó una marca que se asemejaba a una quemadura, en proceso de sanación. Recuerdos fragmentados comenzaron a inundar su mente: imágenes de cubos de alimentos, celdas abiertas y códigos QR por doquier. Recordaba que un día había tenido un código en el pecho, similar a un tatuaje, pero ahora solo quedaba una gran mancha rojiza que parecía sanar con el tiempo, como una quemadura de sol, cuadrada y marcada.
Al salir de las duchas, los hombres de magenta lo esperaban para el siguiente paso. Lewis los observó con desconfianza, aunque decidió no hacer preguntas. Ágata tenía razón; los recuerdos y lo que había pasado regresarían poco a poco en pequeñas imágenes, y él podía empezar a recordar. Lo que siguió fue una inyección que lo dejó agitado.
Lewis aún estaba desnudo, con solo una toalla atada a la cintura.
—Este es tu vestíbulo. En el armario encontrarás varias prendas; puedes usar cualquiera de ellas —le indicó un hombre de magenta—. Todas son de tu talla.
Lewis asintió y entró en la habitación. Era amplia e impoluta, y al instante sintió que ya había estado allí; ese pensamiento lo golpeó al cruzar el umbral. Recordaba haber llegado a esa misma habitación. Caminó lentamente, observando cada detalle a su alrededor. Abrió el armario y encontró varios trajes de etiqueta, de estilo cóctel y trajes formales. En la parte inferior había cajas de zapatos. Al abrirlas, descubrió que eran nuevos, de marca, pulidos y en perfecto estado. No tenía otra opción que vestirse de esa manera.
Al mirarse de nuevo en el espejo, vio reflejado al Lewis que alguna vez fue: un empresario exitoso, el hombre que lo tenía todo, pero que lo había perdido todo por una traición. Llevaba el peso de su conciencia sobre los hombros. Ni la prisión más temida, ni el laberinto más espantoso podrían borrar aquel recuerdo… el recuerdo de su familia.
—Lewis Foster, la directora Ágata lo espera en su despacho, —Hablo la voz robótica.
Lewis salió de la habitación y se encontró con escoltas esperándolo en la salida. Lo condujeron hacia el despacho de Ágata. Al llegar, ella estaba de espaldas, mirando por un ventanal que ofrecía una vista espléndida de un bosque magnífico. Sin embargo, en un instante, el paisaje cambió, transformándose en una hermosa playa.
—Sigue, Foster, ya no tienes nada que temer. Has salido de lo peor —pronunció Ágata, aún sin volverse, absorta en el sonido calmante del oleaje.
Lewis dio un paso adelante. Los escoltas lo soltaron y cerraron la puerta, dejándolo a solas con Ágata. Se sintió incómodo y se limitó a observar, sin saber por qué estaba en ese lugar.
—Ágata rompió el silencio —Te queda muy bien ese traje formal. ¿No era así como solías vestirte?
Lewis abrió la boca para responder, pero no era el momento adecuado. En su lugar, dijo: —Solo quiero salir de aquí. Recuerdo que según la ley del laberinto, cada persona que logra salir recibe una propiedad en el pueblo de Nevermore. Si es una ley, imagino que deben cumplirla, ¿verdad?
—Aquí todo se cumple. Si no, ¿cómo sería el mundo? —respondió Ágata, girándose en su elegante silla, que parecía levitar en el aire—. Pero antes de salir de aquí, debes firmar ciertos documentos.
—También sé que su tecnología es la mejor —dijo Lewis, observando el despacho impresionante, repleto de artefactos de tecnología avanzada.
—Ese no es el punto —replicó Ágata, abriendo uno de los cajones de su escritorio y sacando un gran libro de tapa dura negra, adornado con un símbolo.
Al ver el símbolo, una oleada de imágenes inundó la mente de Lewis: era el mismo que había visto en la puerta que abrieron dentro del laberinto, acompañado por recuerdos de rayos láser, un monstruo y un cuerpo partido en pedazos.
—Sé que tu memoria es fragmentaria, pero como puedes ver, comienza a estabilizarse —continuó Ágata, deslizando el libro hacia Lewis y abriéndolo—. Mi tecnología es excepcional, pero nada supera tener los registros en papel.
Lewis no pronunció ninguna palabra más; se limitó a observar el libro mientras Ágata lo hojeaba. Dentro, había imágenes de diversas personas en cada página, junto con sus nombres completos, fechas de nacimiento, información personal y antecedentes penales, aunque solo eran unos pocos. Ágata avanzó en las hojas y se encontró con rostros familiares: Ainara, Harold, Hela y Jean.
Lewis frunció el ceño, pero permaneció en silencio.
Finalmente, Ágata llegó a su página. Allí estaba su foto de perfil acompañada de toda su información. Lewis leyó lentamente en su mente:
Lewis Theodor Foster Sinclair
- Fecha de nacimiento: 25/09/1990
- Parentesco: xxxxxxx
- Fecha de sentencia en el laberinto: 04/06/23
- Horas apresado: 9,178.4844 horas
Al notar que en el apartado de parentesco no había nada escrito, Lewis sintió que las palabras de Frank acerca de deshacerse de todo parecían ciertas. Sin embargo, no dijo nada ni hizo ningún gesto. Sabía que no había asesinado a Shatman, como afirmaba su expediente, ni mucho menos había estafado a nadie. Simplemente tomó el bolígrafo y firmó, no sin antes leer atentamente el acta de libertad.
La duda de Lewis lo inquietaba, así que preguntó:
—¿Esas otras personas que están ahí… quiere decir que también salieron del laberinto?
—¿Te refieres a Harold, Ainara, Jean y Hela?
—Sí, ellos mismos.
—En este libro están todos los que logran salir del laberinto. Para no mentirte, sí, ellos salieron.
—¿Todos salieron vivos?
—Casi agonizando, pero nadie puede ser libre sin ser sanado. Todos están bien, viviendo felices en Nevermore.
Lewis asintió, pero había otra pregunta que lo estremecía desde el principio.
—¿Mi empresa? Aún sigue en pie. Solo quiero estar informado.
—¿Cars-Neworls?
—Sí, esa.
—Cuando fuiste condenado, la empresa pasó a manos de Frank Croos, tu mano derecha, ¿no?
—Sí, sí, él... —Lewis lo imaginó, sintiendo que algo en su interior le decía que Frank le había jugado sucio. La sed de venganza comenzaba a llenar su copa de odio y rencor.
—Tu empresa ya no existe —soltó Ágata sin escrúpulos—. Frank la llevó a la ruina. No queda nada de ti, ni de tus creaciones, ¡nada!
—¿Y ese hijo de puta dónde está? —preguntó Lewis, mirando a Ágata directo a los ojos azules—. Sé que debo guardarme mis palabras, pero algo dentro de mí no me dejará vivir en paz.
Lewis se tensó; no podía cargar con una culpa que no era suya. Sin embargo, el recuerdo de sus padres era su salvación para encontrar la paz.
—Yo no maté a Shatman. No causé ninguna explosión con mis bots, ni estafé a nadie. Alguien me jugó sucio, y sé que fue Frank. Él debería haber pagado la condena junto conmigo, porque no la merecíamos. Él es un hijo de puta, y yo el peor. Sé que planeó todo esto, pero más que eso, mató a mis padres para quedarse con su dinero y ser lo que alguna vez fui: el mejor empresario de España y Europa. Yo pagué una condena que no cometí, pero en mi mente, cada día me desesperaba, y sabía que en realidad estaba pagando por la muerte de mis padres. Tengo los cojones suficientes para decirlo sin importar nada, pero Frank, él sigue libre. Y él también merece un castigo. ¡JODER! —finalizó Lewis, hablando tan rápido que no hizo ninguna pausa. Golpeó la mesa con fuerza, volteando la cara hacia un lado, con lágrimas en los ojos.
Ágata permaneció en un estado de neutralidad, como si las palabras de Lewis fueran una trágica revelación. Su mirada se mantenía fija, casi sin parpadear, hasta que finalmente rompió el silencio.
—Todos escondemos secretos, ¿no? Algunos más oscuros que otros. Tu vida es un laberinto, un reflejo del que viviste dentro de esas paredes. Ni tú ni Frank comprenden la magnitud de esos secretos.
Lewis la miró intensamente, frunciendo el ceño.
—¿A qué te refieres? ¿Qué insinúas? ¿Acaso crees que me conoces?
—Te conozco desde siempre, Foster. Desde siempre te he observado. Sé que en el laberinto enfrentaste lo peor, pero el verdadero monstruo es nuestra mente avariciosa. Esa es la verdad. No tú, pero sí yo… Frank solo fue un iluso más.
Lewis, desconcertado, insistió.
—Dime lo que sabes. Si afirmas que me conoces, entonces suéltalo.
Ágata lo miró fijamente, su expresión se tornó seria.
—Toda mi vida he querido ser mejor que los demás. Comencé mis investigaciones y creé la primera inteligencia artificial. Era solo una voz, una guía que me brindaba ideas. Con el tiempo, mejoró y evolucionó, como cualquier moda… Así fue como levanté mi pequeño imperio, asumiendo la identidad de Ágata Daffer, la mujer de oro, como me llamaban en todas partes. Pero eso es solo una parte de la historia que deberías conocer.
Lewis escuchaba en silencio, absorbido por las palabras de Ágata, aún tratando de procesar por qué le estaba revelando todo esto.
Ágata continuó, su voz resonando con un tono casi gélido:
—Frank creyó que te ayudaría a deshacerte de tus padres. Buscó a un sicario para asesinarlos, ese mismo que te acompañó en casi todo el recorrido del laberinto. Dijo que tenía a sus espaldas 17 muertes, y esas muertes fueron todos los que rodeaban a tus padres. ¡Todos! Frank era solo un iluso más, como esos gobiernos que se dejan llevar por la avaricia. Nunca quiso ayudarte de verdad… Lo conocí la noche de tu cumpleaños, cuando se fue de esa cantina barata donde celebrabas tus 18. Yo lo tomé bajo mi control durante varios días, hasta que le ofrecí una suma desorbitada de dinero. Quedó fascinado y aceptó mi trato, prometiendo que si me ayudaba, entraría en mi mundo, en mi élite, en este imperio que he construido.
Hizo una pausa, y luego lanzó una pregunta que hizo eco en el aire.
—Tus padres siempre te odiaron, ¿no?
Lewis abrió la boca, desconcertado, pero Ágata lo interrumpió.
—¡Shh! No hables, deja que termine… Nunca te quisieron porque tú asesinaste a tus hermanos. ¡No digas nada! —dijo con firmeza, continuando con su relato—. Eran trillizos. A los siete meses, tu madre no pudo soportar el parto y se adelantó. Tus dos hermanos, que se llamarían Levis y Grace, no corrieron con la misma suerte que tú. Tú fuiste el único que nació, y tu madre quedó marcada por la culpa, convencida de que tú habías causado su muerte. Consumiste todos sus nutrientes, te convertiste en el "mejor", pero en realidad, ella deseaba a los tres. Para Agnna, tú eras solo un recordatorio de su culpa, y ella te odió toda su vida, prometiéndote dejar en la calle desheredado por eso.
Ágata lo miró a los ojos, su mirada penetrante.
—Y tú, con tu avaricia, querías más. Pero Frank, él era el peor. Pensó que te ayudaba, pero también vivió engañado. Aquella noche, cuando tu padre se lanzó por el ventanal y luego miraste y ya no estaba, fue el sicario, Harold, quien mató a tu madre y a todos los que formaban parte de su círculo social. Todos ellos, nunca fueron ellos.
Lewis estaba atónito, desconcertado, absorbiendo cada palabra que Ágata pronunciaba. Su discurso se sentía como un rompecabezas que se armaba a medida que hablaba, lleno de misterios, secretos y revelaciones impactantes.
—¿Me estás diciendo que Frank nunca mató a mis padres y a toda esa gente?
—Deja que termine —resopló Ágata, como si cada palabra que soltaba fuera un peso que necesitaba desahogar—. Frank en realidad los mató, pero piensa que los mandó a matar. La verdad es que yo estuve involucrada en todo esto…
—¿¡Tú los mataste!? —gritó Lewis, su furia estallando de inmediato.
—No, yo no los maté… Ellos nunca murieron.
—¿Entonces qué demonios me estás diciendo? —la voz de Lewis se quebró—. ¿Qué coño es todo esto? ¿Cómo sabes tanto de mi vida?
Un silencio abrumador se expandió en el lugar, hasta que Ágata, con su voz seria y arrogante, rompió la tensión.
—Porque yo soy tu madre…
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