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Huéspedes II

—¡Hey, por aquí!— grito unos de los reclusos que estaban con ellos anteriormente. 

Lewis, Ainara y Harold intercambiaron miradas, pensando que el hombre se había marchado, aprovechándose de su ayuda. Sin embargo, en ese momento les estaba brindando una mano "amiga".

Los tres comenzaron a correr, junto con otros catorce reclusos que aparecieron de la nada.

Forcejaron por avanzar lo más rápido posible; el agua les llegaba hasta la cintura y correr se volvía casi imposible. Sin embargo, debían hacer un esfuerzo supremo, ya que los monstruos tras ellos rugían, llenando el aire de miedo y desesperación. Lanzaban sus hachas y martillos, levantándolos al aire y golpeando con fuerza, derrumbando piedras, muros y toda la vegetación que rodeaba el lugar.

Lewis, Ainara y Harold llegaron a una esquina donde se alzaba una roca irregular. En ese instante, la cascada que allí se encontraba, que parecía caer del mismísimo cielo, comenzó a derramar sangre. El agua se tornó roja, empeorando la situación, mientras el líquido se extendía y los gigantes avanzaban. Uno de ellos lanzó su hacha hacia los reclusos, asesinando a un par y aplastando sus cuerpos.

Lewis sentía el cansancio acumulado. Había pasado mucho tiempo allí, y ni las noches ni los días eran tranquilos. Incluso en los momentos de calma se escondía la peor tragedia. Su físico estaba al borde del colapso; aunque recibía cápsulas de alimentos, estar en ese lugar no se comparaba a la tranquilidad de comer en casa o en un restaurante, eligiendo su platillo favorito. Ver morir a personas, presenciar asesinatos, se había convertido en una tragedia interminable. Más que el desgaste físico, su mente estaba colapsando ante la cruda realidad.

Los gigantes arremetían con fuerza sobre ellos, al igual que en la sección anterior con la serpiente. El lugar parecía no tener salida; corrían en medio del vasto y inundado terreno. 

—¡Es la misma maldita trampa! —gritó Harold, lleno de frustración.

—La desesperación solo nos lleva a la muerte —respondió Ainara con calma—Llevo más tiempo aquí que ustedes. No pueden rendirse. Hemos luchado contra casi todo; estas criaturas gigantescas son pan comido.

—¿Pan comido? ¿Acaso te has drogado? —replicó Harold, incrédulo.

—He enfrentado a estas cosas en otra sección —explicó Ainara—. Según aquella voz robótica que nos hablaba, les llaman Huéspedes. Están aquí desde siempre, sueltos como nosotros, experimentos fallidos que recorren todo el laberinto. Alguna vez fueron humanos, fueron reclusos.

—Si ya luchaste contra ellos, ¿cómo se mueren o se derrotan? —preguntó Lewis, ansioso.

—Su debilidad es su cabeza; por algo la cubren —respondió Ainara.

—¿Igual que la serpiente? —inquirió Lewis.

—Son peores que la serpiente que decapitaste… Una vez que descubramos su cabeza, debemos estar atentos. Es su punto débil, pero también nuestro punto mortal. Tienen miles de tentáculos, cada uno con diferentes tácticas. Debemos tener cuidado con el que tiene una púa; inyecta un veneno que transforma a sus víctimas en monstruos andantes… Así fue como perdí a mi mejor amiga aquí dentro. Me vi obligada a asesinarla al final —Ainara hizo un gesto de tristeza, sus ojos brillando con lágrimas contenidas.

La tensión en el aire era palpable. Sabían que su supervivencia dependía de su capacidad para unir fuerzas y superar sus miedos, enfrentándose a la brutalidad del laberinto que parecía diseñado para acabar con ellos.

Se escondieron detrás de una gran roca, planeando cómo deshacerse de los tres gigantes. Sus ropas estaban manchadas de sangre, mezclándose con el espesor del río de sangre que fluía a su alrededor. Los rugidos de los gigantes resonaban, y sus movimientos casi mecánicos estremecían a cualquiera. Los gritos de los reclusos, que corrían desesperados por todas partes, creaban un caos ensordecedor.

De repente, los cuatro reclusos que habían estado con ellos en la sección anterior aparecieron de improviso, escondiéndose también detrás de la misma roca. La tensión en el aire era palpable mientras todos compartían miradas de preocupación y determinación, conscientes de que su única oportunidad de supervivencia dependía de su ingenio y trabajo en equipo.

—Esas cosas son horribles —exclamó uno de ellos, visiblemente asustado.

—Si van a seguir con nosotros, ¡que sea con nosotros! No soy de ayudar a las personas —respondió Harold con un toque sarcástico, extendiendo la mano hacia uno de los nuevos reclusos—. Soy Harold.

El recluso le devolvió el saludo y estrechó su mano.

—Jean, un gusto. Él es Felipe —señaló a un hombre robusto—El es Morocota, y este es Dareen —indicó a un joven un poco robusto. Los otros reclusos simplemente alzaron sus manos en saludo, estrechándolas con todos.

—Muy bien… Ella es Ainara y él es Lewis —los presentó Harold, señalándolos con un gesto.

—Un placer —dijo uno de ellos, asintiendo con la cabeza.

—Bueno, les dije que nos siguieran, y ustedes lo hicieron. Eso cuenta como ayuda, ¿no? —comentó Jean, con una sonrisa irónica.

—Digamos que sí —respondió Ainara—. ¿Ahora cómo salimos de este lugar?

—Vi más adelante, cruzando dos muros a la derecha, parece haber una salida —explicó Jean—. Cuando llegamos, recorrimos el área y nos dimos cuenta de eso, pero no seguimos porque… todo parecía extraño. Además, había una capa protectora que parecía dividir los pasillos.

—¿¡Extraño!? —exclamó Ainara, levantando una ceja.

—Sí. Se extendía un vasto pasillo largo, pero… no había muros que lo rodearan. A los lados, se veían constelaciones, como si el pasillo flotara en el espacio. No sabemos si es real o si solo quieren hacernos pensar eso, pero sería arriesgado. Al parecer, esa es la única salida; al final se veía un túnel. O algo así. 

—Estamos perdiendo el tiempo. Vamos allá —dijo Lewis, decidido—. Esperamos poder confiar en ustedes. 

Con un renovado sentido de urgencia, el grupo se preparó para avanzar hacia lo desconocido, sabiendo que su única opción era unir fuerzas y enfrentar lo que les esperaba. 

En ese instante, uno de los monstruos lanzó un hachazo, hundiendo la afilada hoja de su hacha en la piedra. Todos se miraron aterrorizados y salieron corriendo. Avanzar rápidamente era complicado; el agua, que ahora era sangre, les dificultaba el camino. Además, el olor metálico los embriagaba. Si bien ya estaban acostumbrados a presenciar sangre, nunca habían visto tal cantidad.

El gigante los había detectado y, observando la dirección en la que corrían, aferró su hacha con sus enormes manos grotescas y se encaminó hacia ellos, rugiendo. Pasaron por varios pasillos, giraron en pares y llegaron a otro corredor. Al fondo, se veía una capa protectora que reflejaba un azul celeste brillante y transparente, como una puerta de agua al final del pasillo. Todos avanzaron corriendo, pero a mitad de camino, un gigante apareció en su campo de visión. Rugiendo y empuñando su hacha con fuerza, los siete retrocedieron, solo para darse cuenta de que otro gigante estaba detrás de ellos, sosteniendo un gran martillo con púas afiladas.

El miedo les recorrió la espalda en forma de escalofríos; estaban rodeados. ¿Cómo destrozarían a esas criaturas? Sin perder tiempo, los siete se posicionaron, espalda con espalda, manteniendo la mirada atenta en los gigantes que se acercaban. La tensión en el aire era palpable, y sabían que su única opción era luchar juntos

—¿Qué hacemos? —murmuró Lewis, visiblemente preocupado.

—Moriremos, wey —respondió "Morocota" con desánimo.

—Si juntos pudimos vencer a la serpiente mutante, también podemos con esto —dijo Jean, tratando de infundir valor.

—La cabeza… su punto débil es la cabeza —añadió Ainara, recordando la batalla anterior.

—¿Pero no tenemos armas? ¿Cómo lo haremos? —interrogó Harold, escéptico.

—Sus propias armas pueden servirnos —contestó Ainara, con determinación—. ¿Captan?

—Esas cosas deben pesar miles de kilos. ¡Sería una locura! —replicó Felipe, otro recluso, con incredulidad.

—Si logramos que ellos mismos se agredan, tendremos ventaja. Una vez luché con uno de ellos —exclamó Ainara, recordando su experiencia.

—¿Cómo se van a agredir? Son huéspedes, viven aquí, viven juntos —protestó Lewis, angustiado.

—Solo tienen que evitar ser aplastados o desmembrados por esas criaturas —respondió Ainara, apremiándolos—. ¡Corran!

La urgencia en su voz hizo eco en el aire, y el grupo, impulsado por la adrenalina, se preparó para enfrentar lo que les esperaba. Sabían que la clave para sobrevivir era actuar juntos, usando la astucia y la valentía que aún les quedaba. 

El gigante frente a ellos rugió, levantando su hacha con una fuerza aterradora. Lewis y el resto del grupo, impulsados por la fe en Ainara, se lanzaron al ataque de alguna manera. El gigante, con un movimiento brutal, lanzó su hacha al aire, girando como un torbellino, su hoja afilada ansiosa por partir a alguien en dos.

—¡Abajo! —gritó Ainara, arrojándose a un lado y retrocediendo rápidamente.

Los demás imitaron su acción, viendo cómo la hoja del hacha pasaba por encima de ellos, reflejándose en la escasa sangre fresca que la cubría. El hacha impactó en la pierna del gigante que estaba detrás, provocando un rugido ensordecedor mientras caía al suelo, posiblemente por el dolor.

Sus corazones palpitaban con fuerza, casi saliéndose de sus pechos. El gigante, furioso, comenzó a correr tras ellos, desenvainando unos afilados clavos que se asemejaban a grandes tubos con puntas letales. Ainara, sin mostrar miedo, avanzó decidida.

—¡Retrocedan! Aprovechen la debilidad del otro y golpéenle la cabeza con lo que encuentren, su nu… ¡ahora! —ordenó Ainara, su voz resonando con autoridad.

Los demás siguieron sus instrucciones, confiando en su experiencia. Ainara había luchado contra estos monstruos antes, y aunque había perdido a su compañera, había dado todo para acabar con uno de ellos. Esta vez, no estaba sola; contaba con Lewis, Harold y los otros cuatro a su lado.

Ainara avanzó con determinación, captando la atención del gigante. A pesar de que su rostro estaba cubierto de vendas que le daban un aspecto aterrador, se podían ver sus ojos como serpientes que la seguían. El gigante lanzó su brazo, intentando clavar sus clavos en el diminuto cuerpo de Ainara. Pero ella se giró rápidamente, esquivando el ataque. En su movimiento, saltó sobre uno de los clavos que estaban incrustados en el monstruo, escalando hábilmente como si practicara rappel, sintiendo el miedo más intenso de su vida. El gigante, furioso, se giró y rugió, golpeándose a sí mismo en un intento torpe de alcanzarla, hiriéndose aún más al incrustar sus propios clavos en su piel.

Mientras tanto, los otros se abalanzaron sobre el gigante caído, aún herido tras el impacto del hacha en su pierna. Aunque la herida no había sido mortal, era profunda. Empezaron a golpear al monstruo con sus manos y cualquier objeto que encontraban en el pasillo: piedras, bloques de hierro. Pero la cabeza del gigante era extremadamente resistente, como una bóveda blindada, casi imposible de herir.

La batalla estaba lejos de terminar, pero la determinación del grupo crecía a medida que luchaban juntos contra la adversidad.

—Quitemos la venda —dictó Harold, nervioso, pero lleno de impotencia.

—¿Estás seguro? ¿No pasará nada? —respondió Lewis, preocupado por la advertencia de Ainara.

—¡Qué demonios, solo hagámoslo!

Comenzaron a rasgar las vendas mugrientas y ensangrentadas, revelando la cabeza del monstruo. Este rugía, su cerebro expuesto, mientras que el resto de su rostro estaba cubierto por pequeños tentáculos mecánicos, organizados de manera estratégica, tal como Ainara había observado antes.

Montada sobre el otro gigante, Ainara se percató de lo que los seis estaban haciendo y su expresión se tornó grave.

—¡Nooooo! —gritó Ainara, conmocionada.

Ella, más que nadie, sabía que habían cometido un grave error.

Los seis se volvieron hacia ella, asombrados por su valentía y determinación, pero también llenos de preocupación por lo que habían hecho. Pensaban que dejar al descubierto el cráneo del gigante era su punto débil, cuando en realidad era el error más grande que podían haber cometido.

—¡Corran ya! —volvió a gritar Ainara, su voz resonando con urgencia.

Mientras tanto, ella esquivaba los ataques del gigante, llegando a la parte de su cuello. Se aferró a unos de los clavos que sobresalían en la parte posterior de su nuca. Allí, sintió un pulso, algo que palpitaba como un corazón, bombeando sangre sin parar. Con un grito de determinación, Ainara concentró todas sus fuerzas y lanzó un puñetazo en esa zona vulnerable. Su brazo atravesó la carne, y al introducir su mano, sintió una viscosidad repugnante.

Palpó con desesperación hasta que sus dedos encontraron algo blando que latía como un corazón. Con un movimiento decidido, lo estrujó con todas sus fuerzas. El gigante emitió un rugido de desesperación y, en un instante, comenzó a tambalearse antes de caer lentamente al suelo.

Los otros esquivaron la caída del gigante, observando cómo Ainara saltaba ágilmente de encima de la enorme criatura, su espíritu indomable brillando en medio del caos.

—¡Hicieron la peor estupidez de todas! —reclamó Ainara, su voz llena de frustración.

—Pero… —intentó protestar uno de ellos.

—¡Nada! Su nuca es su punto débil. Allí es donde tienen su corazón, su sistema de control y su vida.

—Entonces, ¿destruir su nuca era todo? —preguntó Harold, sorprendido—. Nunca nos dijiste eso.

—Es porque nunca pensé que necesitarían esa información —respondió Ainara, sacudiendo la cabeza confundida con su propia repuesta, porque la urgencia era decirlo— ¡estamos vivos es lo bueno!. Pero ahora lo que hicieron es un grave error. 

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Lewis, con preocupación.

—Mejor vámonos ya. No podemos quedarnos aquí. Cada segundo que pasamos aumenta el riesgo de que el gigante se recupere. ¡Vamos! —ordenó Ainara, apremiando al grupo a moverse rápidamente. 

El sentido de urgencia llenó el aire mientras se preparaban para escapar, conscientes de que su única opción era actuar con rapidez y determinación.

El gigante de atrás emitió un suave rugido y se levantó lentamente, apoyándose en sus manos, mientras los siete avanzaban sin darse cuenta.

Al llegar a la gran capa protectora que dividía el pasillo, Ainara se detuvo.

—¿Por qué está dividido? —se preguntó, acercándose lentamente. Asomó su cabeza a través de la barrera, como si sumergiera su rostro en agua.

Lo que vio la sorprendió. Ante ella se extendía un largo pasillo, sin muros a los lados ni pasajes que lo rodearan. Solo un corredor infinito, donde las constelaciones brillaban a su alrededor, creando una visión fascinante, como si estuvieran flotando en la galaxia. Sin embargo, a medida que Ainara asomaba su cabeza, sintió que el oxígeno disminuía; era evidente que estaban en el espacio.

Retiró su rostro de inmediato.

—Es muy bonito, no mintieron al decir que era un pasillo largo sin muros, pero no hay oxígeno del otro lado. Sería una carrera hacia la muerte.

—Pero es la única salida, no queda de otra —dijo Lewis, decidido.

—Tenemos que hacerlo ya —exclamó uno de los reclusos.

—Traten de controlar su respiración. Conserven el aire que tengan dentro, no lo desperdicien. Será como nadar bajo el agua. Espero que tengan buenos pulmones —dijo Ainara, antes de contar—. ¡Uno, dos, tres! ¡Ya!

Ainara fue la primera en cruzar, corriendo rápidamente, con su cabello ondeando detrás de ella. Flotando en el aire. Los demás la siguieron, esforzándose por moverse lo más rápido posible mientras su respiración comenzaba a colapsar.

Al final, Ainara cruzó la capa protectora y dejó escapar un gran suspiro de alivio; ya podía respirar. Felipe fue el segundo en llegar, seguido de Harold, Lewis, Jean, y Dareen. El último en llegar, luchando por avanzar, era “Morocota”, quien apenas podía correr y se lanzó al suelo, asfixiado. Todos se miraron, sabiendo que regresar sería un reto mortal.

—Yo iré —exclamó Dareen, rompiendo el silencio. Sin pensarlo, volvió a cruzar la capa protectora, conteniendo la respiración. Morocota estaba a solo unos metros, su rostro ya se tornaba rojo por la falta de aire. Dareen lo levantó con esfuerzo, cargándolo como un costal. Aunque Morocota no era corpulento, la falta de oxígeno y el peso de su compañero se sentían como un cronómetro de muerte.

A escasos centímetros de la barrera, Dareen lanzó a Morocota sobre la capa protectora, justo cuando uno de sus pies tocó el otro lado.

De repente, un tentáculo atravesó su pecho, con una púa que derramó un líquido verdoso.

Dareen emitió un quejido y se lanzó al suelo de rodillas y luego se tumbo completamente herido. 

Todos gritaron de desesperación. Al otro lado, justo donde estaba la capa protectora al inicio, había un gigante tirado, pero sus tentáculos se agitaban en el aire, pareciendo largas serpientes rugientes.

Ainara había advertido que habían cometido un gran error.

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NOTA DEL AUTOR:

Perdon mi ausencia.
Por ello traje doble capítulo
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