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Devastación de una mente avariciosa

En la Tierra, la esperanza se desbordaba en cada rincón. Los robots, con sus cápsulas en mano, portaban el anhelo de un nuevo amanecer. Dentro de esas cápsulas descansaban las almas de aquellos que habían sucumbido ante el virus, un agente devastador que había arrasado vidas en todo el mundo. Sin embargo, en medio de la tragedia, la esperanza y la posibilidad de resurgimiento se encontraban encapsuladas en esos frágiles contenedores. 

Los robots avanzaban entre la multitud, su presencia imponente y casi mágica, en busca de los seres queridos de los que habían partido. Los familiares, quizás aturdidos y desorientados, contemplaban con asombro a aquellas magníficas máquinas que traían consigo un destello de esperanza en medio del dolor.

—Tú eres Samanta Collen, esposa del difunto Sergio Rondón, quien tenía 54 años y era padre de dos hijos. Su vida cambió drásticamente hace aproximadamente dos meses cuando fue despedido de su trabajo, y, lamentablemente, perdió la vida poco después a causa del letal virus. Pero aquí está, listo para recibir un nuevo abrazo de renacimiento— anunció uno de los robots, transmitiendo la información con una precisión casi fría, pero con un trasfondo de solemnidad. 

La voz metálica del robot resonaba en el aire, mientras Samanta absorbía cada palabra. En ese instante, la mezcla de tristeza y esperanza se entrelazaba en su corazón, recordándole que, aunque la pérdida era inmensa, la posibilidad de un reencuentro estaba al alcance de su mano.

Sin embargo, su mente estaba plagada de dudas y preguntas: **¿Es esto realmente posible?** Si el antivirus ha demostrado ser efectivo, **¿realmente pueden traer de vuelta a los fallecidos?** ¿Es este un verdadero regalo o simplemente una ilusión? Samanta, con el rostro entre las manos y un puchero en sus labios, se dispuso a hablar: —¿Cómo puedo saber que ustedes no están mintiendo?… ¿Cómo puedo estar segura de que es realmente mi marido?— cuestionó, su voz temblorosa revelando la incertidumbre que la invadía. A pesar de presenciar con sus propios ojos el asombroso espectáculo del éxito del antivirus, le costaba aceptar la posibilidad de revivir a su esposo y a los demás que habían partido.

El robot, imperturbable y sereno, respondió: —Mi sistema está diseñado para brindar paz, esperanza y amor. No mentimos cuando llevamos esos valores en nuestro núcleo. Aunque no carezco de un corazón, puedo sentir la ansiedad y el miedo que cargan en su interior… Confía en mí —dijo, sus palabras resonando con una sinceridad que tocó el corazón de Samanta y de quienes los rodeaban. Poco a poco, la atmósfera se llenó de una renovada esperanza, mientras cada uno contemplaba la posibilidad de un reencuentro.

El robot tomó la cápsula, que emitió un suave tintineo mientras comenzaba a abrirse por sí misma. Un aire helado, similar al de un hielo en ebullición, escapó de su interior, y allí estaba él: el hombre que había partido. Con un profundo suspiro, abrió los ojos. Samanta, con el rostro surcado por lágrimas y un puchero en los labios, lo abrazó con fuerza. Después de meses de dolor por la pérdida del virus, lo tenía de nuevo en sus brazos; era él, era real, no era un engaño. A su alrededor, todos compartían un aire de confianza y fascinación. Aquellos del laberinto y esa identidad no mentían.

Pero…

Los gobiernos, escépticos, ilusos, ante lo extraordinario, no se dejaban engañar por el espectáculo. **¿Cómo habían logrado obtener los cuerpos de las morgues sin que nadie se diera cuenta?** ¿Cómo era posible revivir a los muertos? La muerte, una vez que consume el alma y la vida, **no ofrece escapatoria.** Las dudas y temores comenzaron a germinar en el aire, mientras la incredulidad se apoderaba de aquellos que aún no podían aceptar lo que estaban presenciando.

  5 horas antes del lanzamiento del antivirus:

El discurso de Ágata resonó en el aire, y todos aplaudieron con entusiasmo. Con determinación, se dirigieron a sus estaciones asignadas, listos para la misión. El antivirus era transportado cuidadosamente a las naves, cada movimiento lleno de un propósito vital. 

Ágata, rebosante de alegría, caminaba por los pasillos, observando la tierra a través del cristal del piso, sintiendo la conexión con el mundo que estaban a punto de “salvar”. De repente, una mano en su hombro la hizo girar, interrumpiendo su momento de reflexión.

 —¡Eso que dijiste al final es una locura, directora! ¿Cómo puedes pensar eso? 

—Frank, cada día te vuelves más intenso. ¿No has tenido un desahogo últimamente? ¿No te has emborrachado ni fumado esa cosa que te está llevando a una muerte silenciosa? ¡Ya me está cansando tu discurso! ¿Acaso no confías en el plan? —respondió Ágata, con un tono sarcástico y frío.

—Lo sé… y no he hecho nada de eso, pero no es el punto. Es simplemente que… asesinar a personas con el virus para luego traerlas de vuelta a la vida es algo—su expresión se tornó confusa—totalmente absurdo, y lo siento.

—¿Me estás llamando estúpida? 

—No es un ataque personal, pero si el plan consiste en eliminar a la población vulnerable con el virus, **¿cómo piensas devolverlos a la vida?** Es incoherente.

—Tu mente es como un guisante, incapaz de pensar o analizar correctamente las cosas… Como el plan Harny, que ha sido un éxito. Ya hemos reemplazado a diez políticos ilusos por robots, y nadie lo ha notado hasta ahora. Yo manejo bien mis piezas. Administrarles el antivirus y devolverles a sus familiares fallecidos es nuestra jugada maestra en este juego, donde las apuestas son insignificantes para nosotros. Los fallecidos no serán más que clones robóticos. ¿Realmente me crees tan inepta como para intentar devolver la vida a los que hemos asesinado?

—No, señora, pero…

—Pero nada—interrumpió Ágata—. Esos clones son tan humanos que no sospecharán de su verdadera naturaleza. Así podremos vigilarlos y controlar el mundo. Esta partida ya la hemos ganado, Frank Croos —suspiró con un aire de alivio y satisfacción.

—¿Y qué pasará con los verdaderos fallecidos? ¿Cómo evitarán que la gente se dé cuenta de que son solo clones y no los cuerpos reales? ¿Cómo harán para que los auténticos desaparezcan de las morgues sin levantar sospechas?

—Soy un dios, y los dioses pueden hacerlo todo. Los hombres de negro y gris ya están haciendo su trabajo.

Esa misma noche, las tropas de hombres de negro se desplegaron con cautela sobre cada morgue del mundo, donde reposaban los fallecidos a causa del virus aquellos hombres de blanco, absortos frente a sus computadoras, se habían dedicado a una tarea crucial: recopilar, buscar e investigar la información de cada uno de los difuntos, apoyados por la inteligencia artificial denominada Aura.

Los hombres de negro, sombras silenciosas en la oscuridad, se movían con la misma sutileza con la que habían esparcido el virus en el aire. Ocultos a la vista, empleaban pequeños robots para extraer cada cadáver, introduciéndolos en cápsulas frías. Una vez completada su "misión", sus naves despegaron en silencio hacia el cielo, dirigiéndose a las bases de la fábrica, donde Ágata los esperaba con su habitual eminencia y elegancia, a pesar de la hora avanzada. El viento azotaba con fuerza su traje, mientras ella se mantenía rodeada por los hombres grises, alineados en formación.

—¿Qué hacemos con los cadáveres? —preguntó la voz autoritaria de los hombres de negro.

—Los hombres grises se encargarán de eso... ¡Vayan y recójanlos, saben exactamente dónde llevarlos! —ordenó, dirigiéndose a los hombres grises, quienes asintieron en silencio y se pusieron en marcha sin pronunciar una sola palabra.

Sus pasos los llevaron hasta las naves, donde comenzaron a sacar los cuerpos de las cápsulas y montarlos en un carguero robótico que se asemejaba a una gigantesca araña con patas. 

Se alinearon y marcharon por el pasillo que conducía al acantilado. La luna llena iluminaba el paisaje, mientras las constelaciones y galaxias parecían danzar en la oscuridad del cielo, con la tierra a sus pies. Al llegar al acantilado, los hombres grises presionaron un botón en sus muñecas. Sus rostros, ocultos tras máscaras de la Mona Lisa, se convirtieron en espejos opacos, diseñados para neutralizar la gravedad y permitirles respirar al abrir la puerta.

Cuando la puerta se abrió, un gran soplo de aire los golpeó suavemente. Los cargueros se posicionaron, obedeciendo las órdenes de los hombres grises a través de las computadoras que llevaban en sus muñecas, con pequeñas pantallas que sobresalían. Así, descargaron los cuerpos, que, expuestos a la intensa gravedad y temperatura del espacio, se congelaban en la galaxia hasta desvanecerse por completo.

Cada clon era transportado por los hombres magentas, quienes colocaban la información de cada uno como si fuera una placa de identificación.

De esta manera, la estrategia singular y audaz de Ágata se convirtió en un éxito rotundo. La tierra se inundó de robots, y su vigilancia se extendió a cada rincón del mundo. Ágata siempre había imaginado que el mundo era suyo, y ahora esa imaginación se había transformado en una realidad tangible.

***

Los gobiernos, en su ingenuidad, no tenían nada que decir ni nada que hacer. Las morgues, ahora vacías de los cadáveres de los fallecidos por el virus, hacían que todo pareciera creíble.

No son clones.

No es un engaño.  

Son los verdaderos. 

Los han traído de vuelta a la vida.  Pensaban todos.

El mundo funcionaba a la perfección, en condiciones ideales, en una sincronía impecable, todo bajo la meticulously elaborada estrategia de Ágata. Más que una simple táctica, era un hecho meticulosamente planeado que se estaba llevando a cabo con éxito.

La explosión de Neworld-Cars dejó a todos atónitos y consternados. 

¿Un ataque terrorista?

La empresa que alguna vez perteneció a Lewis, ahora en manos de Frank, había estallado en llamas. Frank de la nada, sollozando, miraba desconcertado a través de las pantallas; “su empresa” se consumía ante sus ojos. Todo su poder, sus innovaciones, su nuevo auto que estaba a punto de ser lanzado, se desvanecían en el caos.

¿Quién fue? ¿Quién lo hizo? ¿Por qué?

Mientras tanto, Ágata se encontraba en su despacho, riendo a carcajadas al observar la escena a través de miles de pantallas que tenía frente a ella. Tomando un trago de vino, manchaba sus labios y dientes con el líquido rojo.

Su mente era un veneno que embrigaba almas y corazones con solo su mirada sombría y penetrante. Su avaricia era una llama vibrante que consumía todo a su paso, dejando solo cenizas esparcidas en el aire, como una tormenta silenciosa que destruía todo, un cólera que agonizaba. En medio de su risa, llena de avaricia, poder y una determinación única, un tintineo en un reloj avanzado en su muñeca vibró en tono rojo. La risa de Ágata se desvaneció, dando paso a una seriedad inquietante. En ese momento, uno de sus mandos, el director de la Zona de Vigilancia del Laberinto, entró en su despacho.

—Señora… después de tantos años… —dijo, sorprendido.

—Lo sé.

—¡Un nuevo residente para Nevermore… increíble!

Se trataba de un recluso que había encontrado la salida; su libertad estaba a solo pasos. La emoción en el aire era palpable, y el destino de aquel hombre estaba a punto de cambiar para siempre.

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