La Zarigüeya Cubista
—¡Tonto animal! ¡¿Cómo fuiste a meterte en esa pintura?!
La zarigüeya no podía responderme: se había transformado en óleo, en el cuadro Guernica, de Pablo Picasso.
Cómo llegó allí, y cómo terminó transformada en aquella imagen artística, pero deformada, era un misterio: venía caminando a mi lado, husmeando todo, como siempre. Se hacía la gran señora, pero no podía con su condición, y volvía a ponerse en cuatro patas para olisquear los bolsos de los transeúntes, buscando comida.
En el museo se estaba portando bien: yo le había advertido, antes de entrar, que no podía acercarse a los cuadros. Me había costado un triunfo sacarle una entrada, pero como estaba vestida con uno de esos outfits que usan los perros glamorosos -a nadie se le ocurre hacer ropa para zarigüeyas-, al final la dejaron pasar.
Pero no. Igual se le antojó tocar el Guernica. Cuando vi su pata peluda ir hacia la pintura, casi grité, pero no quise convertirme en el centro de atención de los guardias de seguridad. Segundos después la vi diluirse en el aire, y su imagen, transformada en un montón de cubos con orejas y cola, se incrustó en el cuadro.
—¡Dios mío! —Ahí sí que grité, y uno de los guardias vino directo hacia mí. Yo no podía quitar la vista de los aterrados ojos de mi mascota, y así fue como el hombre se dio cuenta del insólito cambio en el cuadro:
—Pero… Picasso no pintó una zarigüeya en esta obra… —Parecía un poco tonto. Por supuesto que no había una zarigüeya en el Guernica, o por lo menos no la hubo hasta ese momento.
—Es mi mascota… —tuve que informarle—. Tocó el cuadro, y…
—Comprendo —me dijo, como si fuese lo más natural del mundo—. ¿Y la quiere de vuelta? ¿O prefiere dejarla ahí? No se ve mal…
—¿Qué está diciendo? —Por supuesto que la quería de vuelta. ¿Qué le pasaba a ese tipo?
—Es que no va a ser tan fácil sacarla del cuadro —respondió, mientras se rascaba una oreja—. Existen ciertos requisitos… —Me explicó que el Guernica tenía el poder de arrastrar a las personas dentro de él, y que yo no podía ir tras la zarigüeya y rescatarla: si lo hacía, también iba a convertirme en parte del cuadro—. Tiene que escribir un relato del rescate —me informó—, y después leerlo en voz alta. Y también tendrá que recitar un encantamiento.
«¡Lo que me faltaba!», pensé. «¡Esa zarigüeya va a estar castigada por un mes, por lo menos!».
La historia me quedó así:
LA ZARIGÜEYA CUBISTA
"Cuando toqué la superficie del cuadro Guernica, de Picasso, con la intención de rescatar a mi zarigüeya, que había desaparecido dentro de la pintura, mis dedos lo atravesaron como si fuera niebla; una niebla hecha de cubos, que transformó mis dedos, mi mano, mi brazo y finalmente mi cuerpo completo. Me había vuelto cubista, surrealista, y encima tenía solo dos dimensiones.
Todo allí se movía de una forma distinta, como si las leyes de la física no existieran: intenté caminar, pero mis piernas no estaban alineadas con mi cuerpo: los pasos me salían hacia los lados, como si fuera un cangrejo gigante.
Después de un rato de esa marcha tan extraña, la encontré: aplastada contra una pared, con los ojos desorbitados y moviendo los bigotes, mi zarigüeya me vio y no me reconoció. Trató de huir, pero alcancé a agarrarla de una pata y comencé a desandar mi camino.
No fue fácil: varias figuras planas, cual dibujos de egipcios, me interceptaron el paso; parecía que venían huyendo de algo. Los pasé por arriba -con solo dos dimensiones, imposible pasarles por delante- y seguí, hasta que me topé con un toro, o lo que parecía ser uno, que aún conservaba su gran cabeza y unos peligrosos cuernos, apuntados directamente hacia mí.
No tenía un trapo rojo ni ganas de ser torero; sacudí a la zarigüeya delante de sus ojos, y luego me escapé por abajo. Salté fuera del cuadro con mi mascota aún sujeta de la pata, y caminando de costado.
Cuando por fin me di cuenta de que podía moverme con normalidad, había llamado la atención de todos los visitantes de la galería. Solo tenía una opción digna: apreté a la zarigüeya bajo el brazo, y salí corriendo".
—Bastante bien —me dijo el guardia, cuando leí en voz alta aquel dislate—. Solo le queda el encantamiento. —Me extendió un papel—. Lea ésto, también en voz alta.
—¡Zarigueyum libertum! —grité. La frase era rarísima, pero surtió efecto: mi mascota salió como escupida de la pintura, y se estrelló contra el piso.
Viéndola así, despatarrada y con su lujoso traje puesto de sombrero, pensé que no se merecía un castigo: el destino se había encargado de hacer ese trabajo por mí.
FIN
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