2. El primer día de playa
Era el primer día de playa del verano de 1995 para la familia Alemán Sagel. El mismo día en el que la vida de Alejandro cambiaría para siempre.
Su versión más sosa, pálida y «pubertosa» estaba dispuesta a disfrutar de una aburrida mañana de playa... con sus padres. Solo llevaba unas bermudas a rayas hasta las rodillas, la toalla Privata y uno de los libros que tenía planeado leerse ese mes: un ejemplar de la picante novela Las edades de Lulú, de Grandes, oculta de los inquisidores ojos de sus padres, bajo las sobrecubiertas de El origen de las especies, de Darwin.
No necesitaba prácticamente nada más para el resto del verano. La madre se encargaría de ponerle, cada dos por tres, la crema de protección solar al «nene» (que ya medía casi dos metros a sus diecisiete años) y el padre les amenizaría el rato comentando, generalmente indignado, las noticias más frescas de la prensa del día sobre política.
Don Ignacio Alemán era un prestigioso cardiólogo de Tramancia que aborrecía todo flirteo con ideas progresistas: «esos modernos», como él solía decir, enfatizando su aversión con su crítica ceja derecha levantada. Siempre hablaba con la misma entonación, de monologuista que cree que sus lecciones son las más válidas. Hacía largas pausas estirando las eses y parecía esperarse a escuchar el eco de su propia voz antes de proseguir con la siguiente frase. Era un buen hombre, honrado y trabajador, pero el éxito conseguido dentro de su jerarquizado oficio le había cargado de un aire pedante. No valía la pena discutir con él, era obtuso, no escuchaba a nadie. Vivía bajo la convicción de que poseía la verdad más absoluta en el noventa y nueve por cien de los temas del mundo.
Llevaba toda la vida con su mujer, Almudena. Ella siempre le daba la razón, lo idolatraba, aunque ese uno por cien de las veces en las que Ignacio reconocía sus errores era gracias a esta santa. Se conocieron cuando él aún estudiaba Medicina. Ella llegó a concluir los estudios de Filología francesa, pero jamás se dedicó a nada más allá que a traducir algún texto desde casa. Vivía para y por la familia. Era feliz complaciéndolos. Los mimaba hasta el punto de llevarle las zapatillas de ir por casa a su Ignacio, cada noche, y pelarle la fruta, en cada comida, a su Alejandro.
Almudena adoraba su casa unifamiliar de las afueras de Ontuelos del Real, era el hogar de sus sueños. Cuidaba con esmero del jardín, mientras cantaba grandes éxitos de la música francesa. Solo guardaba un pequeño secreto: su corazoncito de abnegada esposa se arrepentía de no haber vivido una temporada en París y haber tenido un desatado affaire con un artista de Montmartre. Todo ello, por supuesto, antes de haber conocido a su esposo.
—Mamá, dame agua fresca, por favor —le pidió Alejandro a su madre, tumbado en la toalla y sin apartar la vista de su lectura.
—Claro, cariño. —Almudena se afanó en levantarse e ir a la nevera de plástico a por la botella—. No está fresquita, lo siento, cielo, pero es que anoche, con el jaleo de deshacer las maletas, se me olvidó ponerla a refrescar.
—¡Pues vaya! —le contestó su hijo haciendo un gesto de rechazo con la mano—. Da igual, guárdala para que se enfríe un poco, ya me la das luego. Gracias.
—Almu, nena, ¡cómo estamos últimamente!... —dijo Ignacio repantigado en su tumbona mientras descansaba el periódico sobre las piernas—. Ayer casi te dejas por meterme en la maleta mis gafas de leer, el otro día te olvidaste de comprar pan para la cena, cuando sabes que yo sin pan... Necesitas estas vacaciones como agüita de mayo, ¿eh? Por cierto, ¿qué comemos hoy?
Y Almudena, lejos de molestarse, más bien animada, se puso a intentar consensuar la comida del día. Prepararía una paellita para dos y un filete con patatas, porque al chiquillo no le apetecía arroz.
—¡No puedo creerlo, pero si es Carolina Sorní! —La madre se levantó y se dirigió emocionada a la orilla del agua—. ¡Estás igual, amiga!
La dos mujeres se abrazaron encantadas con el reencuentro. Tenían una edad similar, aunque la tal Carolina estaba tan en forma y rezumaba tanto estilo por los cuatro costados, que parecía veinte años más joven. La acompañaba un chaval un poco menor que Alejandro, su hijo. Se notaba a la legua que era extranjero: llevaba el pelo largo hasta los hombros y, aunque lo tenía mojado, le asomaban unos mechones casi blancos de tan rubios que los tenía. No medía mucho más que su madre, pero su cuerpo prometía ser proporcionado y fibroso, aunque aún lucía esa delgadez propia del estirón de los quince o dieciséis años. Madre e hijo ya exhibían un bronceado dorado, maravilloso, debido al mes de estancia en Talma.
Alejandro era tímido y le daba una tremenda pereza enfrentarse a las presentaciones incómodas que, estaba seguro, iban a producirse. Acababa de levantar un poco más el libro, tratando de crear un parapeto tras el que esconderse, justo cuando su madre dijo:
—Este es Alejandro, mi hijo. —Almudena le señaló y él hizo un gesto con la cabeza, a modo de mínima expresión de saludo—. Y ahí tienes a Ignacio, no sé si te acordarás de él. ¡Hace tanto que no nos vemos! Después de licenciarnos te fuiste a vivir a Francia, ¿verdad, Carol?
Carolina y Almudena se enfrascaron en una intensa conversación sobre sus vidas que duró, sin exagerar, más de una hora. Al principio Ignacio participó un poco, pero al rato perdió el interés y se volvió a acomodar en la tumbona a leer el periódico.
Alejandro a su vez, hacía como que leía, pero estaba con la oreja puesta y no se perdió detalle de lo que las mujeres se contaban. Los adolescentes se hacen los desinteresados, pero el sentido de la curiosidad es uno de los que antes se les desarrolla.
Resultó que Carolina estaba divorciada desde hacía años, aunque se llevaba de maravilla con su ex, un interiorista francés. Se había mudado de vuelta a Tramancia hacía unos años desde Almandier. El hijo se llamaba Alexandre (¡qué casualidad!), pero su madre se dirigía a él como Álex.
Ignacio nunca había permitido que llamaran a su hijo Álex, pues opinaba que, si de mayor se convirtiera en un respetable notario, o un reputado médico, ¿qué nombre de chiste sería ese?
—¿Te apetece jugar a vóley? —le preguntó de repente el chico rubio a Alejandro.
—¿Cómo? Pero si yo no tengo ninguna pelota, ni...
—Podemos unirnos a esos chicos. —Tenía un débil acento galo, pero hablaba un castellano perfecto. Le señaló hacia la red de vóley playa que había a unos metros, en la que jugaban un chico grandote contra dos chicas.
—Eh... Pero si no los conozco de nada... —Alejandro había visto a esos chavales muchas veces, cada verano, pero jamás se había atrevido a dirigirles la palabra.
—¡Yo tampoco! —Se rio con una carcajada fresca, espontánea y contagiosa— Pero nuestras madres tienen para rato, y mientras tanto, podemos divertirnos un poco. ¡Vamos, Alejandro!
Se dio media vuelta y empezó a caminar hacia los chicos que jugaban animados en la arena. Como él no se levantaba se detuvo a mitad del trayecto y le insistió.
—¿A qué esperas? —Siguió andando y, aniquilando toda oportunidad de librarse del tema al retraído de Alejandro, empezó a dirigirse al grupito—: ¡Hola, chicos! Mi amigo se preguntaba si os importa que nos unamos, como sois pocos...
Alejandro no tuvo más remedio que acercarse. Quería justificar que aquello era una mentira, que ellos dos no eran amigos y ni siquiera se conocían. Estaba rojo como un tomate y molesto con el descaro del francesito.
—¡Claro, tíos! ¡Genial! Venga, echemos un partido —respondió, tan natural, el grandullón.
Y de esta forma tan inesperada, a la par que sencilla, empezó el mejor verano de la vida de Alejandro.
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