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LOS OJOS DE LA ETERNIDAD



Sus suaves manos se entrelazaron con las de él de una forma muy poco convencional. La posición de la joven dama casi lo invitó a bailar entre los árboles. Sus cabellos eran el retrato puro del copihue que danzaban en los ojos de su oscura eternidad. Su sequía interna alucinó en haber saboreado su aroma y sus restos haber percibido el canto de las ballenas. Las raíces que lo ataban a la cercanía del Miñche parecían haberse desatado de entre sus huesos para ir hacia el comienzo de su libertad. Pero una vez más, el pasado se retrató en el presente y le arrancó a su dama.

—¡Levántate de allí o creerán cualquier cosa de mí! —exclamó un joven tomando del brazo a la joven en el suelo.

Los árboles se inclinaron orquestados por el viento hacia los jóvenes. Todo a merced de sus cantos era arrastrado hacia el corazón del bosque.

—¡Que me tropecé te he dicho! —respondió mientras se reincorporaba y recuperaba la decencia de su imagen—. No llegué a ver la rama y caí, como si hubiese aparecido por magia. Quizás era el destino que quería que fueras más amable.

El cielo se abovedó sobre el pueblo y el frío se coló en el momento. Las manos de los jóvenes se entumecieron más rápido de lo normal provocando el brote de una leve inseguridad en sus mandíbulas. Temblaron, pero el enojo efervescente los frenó de escapar. Él desde su árido paramo, inmóvil vibró ante la sangre de la dama. Sus huesos querían extenderse hacia ella y ser dirigidos por sus cabellos. El fondo de su ahuecada boca quería esbozar su nombre para atraerla hacia él. Quería sentir la ternura de su piel y cómo la vida bombeaba dentro de ella. La tierra comenzó a brotar alrededor de sus huesos, pero nadie visualizaba semejante acto.

—¡Mira tus mejillas, Fausta! ¡por el amor de Dios! ¡Corré a tu casa ahora y reinventá una historia a tu madre de cómo la obtuviste! No quiero ni estar cerca del relato. Ya me cansé de ser a quién siempre le echan los primeros rumores. Todos dicen que los muchachos son los imprudentes indignos de las damas de este pueblo. Miren su comportamiento. Salvajes, despreocupadas y hasta holgazanas.

—Es lo primero que te mereces por insolente y arrogante. Serás el primer nombre que mencionaré sobre mis mejillas. —respondió ella abriéndose paso hacia el juicio con su madre.

La tierra dejó de brotar y los árboles crujieron en ansiedad. Ya no había orquesta detrás y el joven decidió no pronunciar una palabra demás. Intentó seguirla, pero sabía bien de aquellos ojos invisibles que ven lo que no es y relatan lo que jamás será. Solo atinó con pequeños pasos, disimulando para los ojos invisibles, su retirada de la escena.

Él, aún postrado en el bosque, sintió lo que alguna vez fue de él cuando Am lo habitaba. La ilusión de vida en él, de paz para avanzar hacia lo que ni siquiera tuvo derecho. No comprendió lo que sucedió con sí mismo, pero sí lo que debía hacer. Se movió y esa vez sus restos respondieron a él. Sus ojos seguían sumergidos en la eternidad oscura, pero la sequía de su boca se transformó en una débil lengua con sentimientos que expresar. Ya no era huesos sino piel, seca y oliva. A la vista de los vivos, seguía perteneciendo al mundo de los que viven bajo tierra, la leyenda que tanto pasaba de boca en boca se movía y deambulaba. En su nublada lucidez pensó que así no podría presentarse a su amada. Se horrorizaría y correría de los brazos de su confesión de amor. Arrastró sus pies hasta un pequeño árbol y los plantó junto a él. Observó las poses naturales de los árboles que lo rodeaban. Buscó la pose que más lo maravillaba. Encorvó su columna y sus rodillas. Extendió con dolor sus brazos y abrió sus manos como si estuviera por recibir el llamado de Ngenechén. Quedó petrificado aguardando para florecer sus sentimientos hacia ella y juntos poder navegar hacia la isla que tanto anhelaba.

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