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PROLOGO

Junto a la pequeña casa, se extendía un jardín humilde pero lleno de vida. La tierra, húmeda y oscura, olía a tierra mojada y a plantas recién regadas. Tomateras robustas, cargadas de frutos verdes y rojos, se erguían orgullosas, mientras que las plantas de ají, con sus frutos brillantes y picantes, perfumaban el aire. Unas cuantas matas de cilantro, de un verde intenso, completaban este pequeño huerto, listo para sazonar los platos de la familia.

Bajo la sombra de un imponente árbol de mango, cuyo tronco rugoso contaba historias de años, se balanceaba una hamaca de hilo. Era el lugar favorito de mi madre para descansar al final de una larga jornada, mientras observaba a su pequeño perro, Azabache, correr y jugar entre las plantas. Azabache, un mestizo de pelaje negro azabache y ojos brillantes era el compañero inseparable de la mujer. Siempre alerta, vigilaba el jardín y la casa, ladrando ocasionalmente a algún pájaro o insecto que se acercaba demasiado.

El sol de la tarde bañaba el jardín con una luz dorada, creando sombras alargadas que se proyectaban sobre la hierba. Las mariposas monarca, con sus alas de color naranja y negro, revoloteaban entre las flores de lavanda, mientras los colibríes zumbaban de una flor a otra, buscando néctar. La cerca de alambre, cubierta por una enredadera de buganvillas, dejaba entrever el cielo azul. El aroma de las buganvillas se mezclaba con el olor a tierra húmeda, creando una fragancia embriagadora.

Mamá, quien descansaba en su hamaca, se dio cuenta de que ya era mediodía. Se dirigió a la cocina, prendió el fogón y, de un saco repleto de maíz, montó una olla a cocinar. Le prendió fuego usando algo de plástico y un fósforo. Al cabo de un rato, las llamas estaban encendidas, quemando cada trozo de madera o 'charamizo', como lo llamaba mamá. La luz del atardecer se filtraba por una pequeña ventana, iluminando las partículas de polvo que danzaban en el aire. El calor del fogón enrojecía las paredes de barro, creando sombras que bailaban al ritmo del crepitar del fuego. El olor a leña humeante se mezclaba con el aroma dulce del maíz recién molido, creando una atmósfera cálida y acogedora. Al mirar fijamente al fuego, la madre recordaba su infancia en el campo. El crepitar de las llamas le recordaba las noches junto a su abuela, escuchando historias bajo la luz de la luna. Una lágrima resbaló por su mejilla, pero rápidamente la secó. Con una agilidad sorprendente para su edad, se levantó y agregó más leña al fuego. Sus ojos, oscuros y brillantes, contrastaban con el blanco de sus dientes cuando esbozó una sonrisa. Su cabello, corto y negro azabache, enmarcaba un rostro lleno de vida y determinación. Su rostro limpio, de color café, y nariz pequeña y perfilada, mostraban una belleza sencilla.

Estaba esmerada en ese fogón, atendiendo la olla que hervía al son del fuego y el humo que escapaba hacia el cielo. Su olor a humo impregnaba todo el lugar. Al cabo de un rato, bajó la olla y la colocó en mucha agua para enfriar. Yo la observaba por un hueco en una de las paredes de barro de la cocina. Ella no sabía que la observaba.

Enfrió el maíz y preparó el molino de mano, una herramienta de madera que había sido testigo de innumerables preparaciones. Con un movimiento suave pero firme, comenzó a verter el maíz en la boca del molino. El sonido del grano triturándose era reconfortante, como una melodía familiar que la acompañaba desde niña. Con cada vuelta de la manivela, la masa blanca y húmeda empezaba a salir, cayendo en un pilón de barro. El calor del sol que entraba por la ventana hacía que la masa se sintiera tibia y agradable al tacto. La amasó con energía, sintiendo la textura gruesa y un poco pegajosa entre sus dedos.

Con cada movimiento, la masa se volvía más suave y uniforme, hasta convertirse en una bola esponjosa y perfumada. Lo lavó el molino con abundante agua para limpiar los restos de la masa del día anterior y luego comenzó a moler poco a poco, dando vueltas a la manivela del molino. Mientras tanto, preparó ese mismo fogón con más leña y puso un budare grande a calentar sobre una parrilla de barro. Siguió en el molino y, mientras daba vueltas con fuerza, la masa iba saliendo. Ella la mojaba y amasaba suavemente hasta convertirla en una pelota suave y fresca. Con sus dos manos, le daba la forma de una arepa redonda, aunque nunca le quedaban tan redondas, ya que las hacía grandes. Las montaba en el budare caliente y, al darles dos vueltas como tortilla, las pasaba a la parrilla. Ahí, las arepas se esponjaban y su olor a arepa pelada comenzaba a invadir el lugar, haciendo que mi estómago rugiera como un león cachorro.

Mamá colocó un sartén y recogió de una de las matas del patio pequeños tomates. Los trituró con un poco de sal, ajo y cebolla. ¡Eso olía tan rico, esa tomatada! Al estar lista, rellenaba cada arepa y luego nos llamaba a comer a todos. Eso me alegraba el día, el observar cómo mamá cocinaba.

Siempre observé en ella una gran tristeza, pero ella jamás lo demostraba. Solo podía escucharla cuando cantaba en la soledad de la cocina. De repente probo la primera arepa recién hecha, la suavidad de la masa, el sabor ligeramente salado y el aroma a maíz recién molido la transportaron a su infancia, cuando su abuela le preparaba arepas en el fogón de leña. Mientras observaba a mamá amasar la masa, sentía una mezcla de admiración y tristeza. Admiraba su fuerza y su capacidad para transformar unos simples granos de maíz en un manjar delicioso. Pero también notaba una cierta melancolía en sus ojos, como si estuviera perdida en recuerdos lejanos, sus pensamientos divagaban. Recordaba los días felices que había pasado con su esposo, cocinando juntos y riendo. Una lágrima solitaria rodó por su mejilla, pero rápidamente la secó. Tenía que ser fuerte por su hija. Al servir las arepas en los platos, sintió una oleada de satisfacción. Sabía que, a pesar de todo, había creado un hogar lleno de amor y calor. Y en efecto, me preguntaba si estaría pensando en papá, y si extrañaba los tiempos en que nuestra familia estaba completa. Ella era toda una guerrera y eso yo lo admiraba."

En eso escucho a mama, con su voz suave y cálida, llamarme desde la cocina:

Madre: ¡María! ¡Las arepitas están listas pa' que las saborees!

María, con el estómago ronroneando como un gatito hambriento, sale corriendo de su escondite y se dirige a la mesa. Sus ojos se iluminan al ver el plato de arepas humeantes.

María: ¡Voy pa' allá, mamita! ¡Que rico huelen!

María se sienta a la mesa y toma una arepa entre sus manos. La examina con detenimiento antes de dar el primer bocado.

María: ¡Están divinas, mamita! ¡Igualitas a las que hacía la abuela!

Madre: (Sonriendo con nostalgia) ¡Así es, mija! Con ese saborcito de casa que nunca se olvida. ¿Quieres más tomatita?

María: ¡Claro que sí! Y si tienes queso rayao'...

Madre: ¡Claro que tengo! Pa' que te las disfrutes como se debe.

Ambas nos dedicamos a comer las arepas, saboreando cada bocado.

María: ¿Te acuerdas cuando nos escapábamos a la playa y hacíamos fogatas para asar las arepas?

Madre: ¡Cómo no me voy a acordar! Eran tiempos hermosos.

María: Y tú me enseñaste a hacer el mejor casabe del mundo.

Madre: (Riendo) ¡Ay, mija, tú eres la que tiene la mano para la cocina!

En eso un silencio prevaleció en la mesa de madera donde compartían la comida y lo rompí preguntando a mama:

Mamá, ¿por qué siempre cocinas con tanta alegría, a pesar de todo lo que has pasado?" miraba a mi madre con ojos llenos de curiosidad. Ella solo sonrió y se detuvo un momento para pensar. "Cocinar es como contar una historia, mija. Cada ingrediente, cada sabor, tiene una historia que contar. Y al compartir nuestra comida con los demás, compartimos un poco de nosotros mismos.

María: ¿Te acuerdas cuando intentaba hacer arepas redondas como las tuyas y siempre terminaban aplastadas?

Madre: (Riendo) ¡Claro que me acuerdo! ¡Eras toda una experta en hacer tortillas de maíz!

María: Y tú tenías tanta paciencia para enseñarme.

Madre: (Sonriendo) Siempre estaré ahí para ti, mija.

La soledad envolvía la habitación como una manta húmeda. El reloj marcaba las cuatro de la mañana, pero el sueño se había escapado de mis párpados. Mis dedos acariciaron la suave textura de la almohada, buscando el calor de su abrazo. Cerré los ojos y vi su rostro, enmarcado por el cabello blanco y una sonrisa cálida. 'Cocinar es como contar una historia', sus palabras resonaban en mi mente.

Me levanté de la cama y me dirigí a la ventana. La lluvia golpeaba suavemente contra el vidrio, formando pequeñas gotas que resbalaban por el cristal. Observé cómo el jardín, que tanto cuidábamos juntas, se movía al compás del viento. Recordé las tardes que pasábamos sembrando semillas y viendo cómo crecían las plantas.

Al entrar a la cocina, el aroma del café recién hecho me envolvió. Mi esposo me había preparado el desayuno, como cada mañana. Me senté a la mesa y tomé una taza humeante. Al mirar la foto enmarcada que estaba sobre la alacena, una lágrima resbaló por mi mejilla. Era una foto nuestra, madre e hija, sonriendo frente al fogón.

'¿Qué haré sin ti, mamá?', me pregunté en voz baja. Sabía que nunca la olvidaría, que su amor y sus enseñanzas me acompañarían siempre. Y aunque la extrañaba con todo mi corazón, también sentía una profunda gratitud por haber tenido una madre tan maravillosa. Hace años que no sentía esta masa entre mis dedos. Era tan suave, tan maleable... nada que ver con esas preparaciones instantáneas. Recuerdo a mamá, sentada junto a la ventana, moliendo el maíz con tanta paciencia. Cada grano que pasaba por el molino era como un pequeño tesoro. Y el aroma que impregnaba la cocina... ¡indescriptible! ¿Será que alguna vez volveré a sentir lo mismo?, pero ya son otros tiempos. Pensé en silencio.

Tomé un profundo respiro y me levanté de la silla. Tenía un día por delante y muchas cosas por hacer. Sabía que mi madre estaría orgullosa de mí. Me dirigí al depósito a buscar unas latas de pintura para unos cuadros que pinto, una forma de desahogarme y dejar correr mi imaginación pintando escenarios llenos de vida y paisajes majestuosos y en eso al levantar una vieja sabana llena de polvo ahí estaba el viejo molino de mama. Mis dedos acariciaron el viejo molinillo de mano de madera. Lo había heredado de mi madre y lo guardaba con mucho cariño. Recordaba las tardes que pasábamos juntas en la cocina, moliendo el maíz para hacer las arepas. Ella me enseñó que cada grano tenía una historia que contar, y que la paciencia era la clave para obtener una masa perfecta. Ahora, al sostener este objeto en mis manos, sentía una conexión profunda con ella. Era como si una parte de su alma estuviera encerrada en ese molinillo.

Con el molinillo en las manos, me dirigí a la ventana y observé el jardín. Recordé una tarde en la que mi madre me había enseñado a hacer una corona de flores con las margaritas que habían florecido. Mientras trabajábamos juntas, me había contado que el molinillo había sido un regalo de su abuela, una mujer fuerte y trabajadora que había enseñado a cocinar a toda la familia. Al escuchar su historia, sentí una conexión aún más profunda con mis raíces y con las mujeres que habían venido antes que yo. De repente, vi imágenes de mi madre, joven y radiante, enseñándome a cocinar en nuestra pequeña cocina. Sus ojos brillaban de felicidad mientras me mostraba cómo moler el maíz. Al cerrar los ojos, pude sentir su calor y su amor envolviéndome.

En eso mi esposo me llama saldremos de compras al mercado para ver si conseguimos yucas o plátanos y algunos granos, y así montamos al coche y salimos de casa. Mientras caminábamos por el mercado, el aroma de las especias y las frutas llenó mis sentidos. Me detuve frente a un puesto de hierbas y vi una planta que nunca había visto. Sus hojas eran de un verde intenso y sus flores tenían un brillo casi irreal. La vendedora, una mujer anciana con ojos profundos y sabios, me miró y sonrió. 'Esta planta,' dijo, 'te ayudará a conectar con tus raíces y a honrar a tus ancestros.' Sin dudarlo, compré la planta y la guardé cuidadosamente en mi bolso. Al regresar a casa, sentí una energía especial en la cocina.

Coloqué la planta en el marco de la ventana y encendí una vela. Mientras amasaba la yuca, mezclándola con la masa de maíz precocida elaborada por fabricas ubicadas en la ciudad, visualicé a mi madre a mi lado, guiándome y bendiciendo mi trabajo. Recordaba las tardes que pasábamos sembrando semillas y viendo cómo crecían las plantas. Mi madre me enseñó que cada semilla llevaba en sí la promesa de un nuevo comienzo, y que cultivar la tierra era una forma de conectarnos con la vida misma. Al igual que las plantas necesitaban agua y sol para crecer, nosotros necesitábamos amor y apoyo para florecer.

Reseña

En resumen, este prólogo no solo es una hermosa descripción de una escena cotidiana, sino que también es una invitación a reflexionar sobre temas universales como la familia, la tradición, la naturaleza y la identidad. Al leerlo, los lectores pueden sentirse conmovidos, inspirados y conectados con los personajes y sus experiencias.

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