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Capitulo8. El Eco de un Sueño Roto


Capitulo8. El Eco de un Sueño Roto

Los primeros rayos de sol luchaban por atravesar las densas nubes grises que cubrían el cielo, pero eran rápidamente ahogados por la lluvia que golpeaba los cristales como pequeñas piedras. El frío se colaba por las rendijas de las ventanas, obligándonos a acurrucarnos bajo las mantas. Un día más de lucha contra los elementos, pero el calor de una taza de café y la compañía de María me daban fuerzas para enfrentar lo que se avecinaba.

se dispusieron a salir al mercado a comprar el maíz, para seguir con la faena de todos los días. María no estaba durmiendo bien; no cerraba los ojos sin revivir las imágenes de las protestas que había visto en la televisión. La violencia, la incertidumbre y el miedo que se respiraban en las calles la habían dejado marcada. A su cansancio físico se sumaba una profunda angustia. Ya no era solo la falta de alimentos lo que la preocupaba, sino el futuro incierto de su familia y de toda la comunidad. Cada vez que alguien llamaba a su puerta, veía en sus ojos el mismo temor que la invadía a ella, el miedo a lo que podría suceder mañana. El cansancio ya estaba haciendo estragos en su cuerpo y le estaba afectando el sueño. Por otro lado, el estrés no ayudaba mucho, pero aun así ella continuaba trabajando. Ya no era solo por conseguir comida, era algo mucho más grande: una gran responsabilidad caía sobre sus hombros. Veía el rostro de cada persona que tocaba su puerta con la esperanza de tener algo de comida en su mesa. Personas que, pasadas las 11 de la noche, comentaban que no habían comido y suplicaban que les regalara un poco de masa para llevar a sus hijos. Eso era algo que María y Manuel no podían ignorar.

Esa mañana, después de tomar café, dejaron a los niños dormidos y se montaron en el coche. En eso, Manuel le pregunta a María:

—¿Qué hacemos, María? Yo me siento muy cansado.

María suspiró, frotándose los ojos. 'Anoche me quedé hasta altas horas amasando. Creo que necesito un descanso', confesó, su voz cargada de cansancio. Manuel asintió, entendiendo perfectamente cómo se sentía.

Manuel le responde:

—Pero María, ya está apareciendo la comida, poca, pero hay, y ya la venta de masa ha bajado. ¿Qué haremos después, cuando ya no se venda la masa? Ya hay que pensar en algo nuevo que hacer.

María le responde:

—No te preocupes, Manuel. Ya veremos qué hacemos. Sé que Dios nos sustenta y, así como con la masa, encontraremos algo más.

Un sonido agudo y metálico rasgó el silencio del amanecer. María se sobresaltó, su corazón latiendo con fuerza. Era como si alguien estuviera raspando una uña contra una pizarra, un sonido que erizaba la piel. Volvió a escucharlo, más claro esta vez: tan-tan-tan-tan. Manuel, con el ceño fruncido, se giró hacia la ventanilla trasera. El vidrio estaba empañado, pero no había nada allí. Sintió un escalofrío recorrer su espalda. ¿Sería su imaginación o había algo más allá de lo explicable? Era como si alguien estuviera golpeando suavemente el vidrio trasero con los nudillos, un ritmo insistente que nos heló la sangre. Volvimos la cabeza, pero no había nadie allí. Solo la lluvia golpeaba contra la ventanilla, formando pequeñas cataratas que distorsionaban la imagen exterior. El sonido se repitió, más claro esta vez, como una llamada enigmática: tan tararanta tan tan. María sintió un escalofrío recorrer su espalda. Ese sonido, tan insistente y misterioso, le recordaba las historias que su abuela le contaba sobre presagios y señales. ¿Sería una advertencia? ¿Una señal de lo que estaba por venir? La idea la llenó de un temor que iba más allá de la simple curiosidad. Los sucesos recientes en la comunidad, la violencia, la incertidumbre, habían agudizado su sensibilidad ante lo desconocido, pero, aun así, siguen hablando sobre lo que pueden hacer para seguir en la lucha. Luego, nuevamente suena el vidrio del carro: tan tararanta tan tan. Los dos se quedan mirándose fijamente a los ojos y Manuel le dice a María:

—Seguro son los niños que se levantaron y nos están asustando.

Manuel grita:

—¡Niños, ¡qué hacen! Vayan a dormir, aún es temprano. Ya nosotros venimos.

María responde:

—Sí, niños, no es bueno estar escondidos detrás de los autos.

Pero nuevamente escuchan el sonido en el vidrio. Manuel se levanta, abre la puerta del coche y sale rápidamente a regañar a los niños, mientras María se queda en el coche con el corazón en la boca. Manuel, al observar, se da cuenta de que no hay nadie. Se dirige al cuarto y los niños están dormidos. Vuelve al coche y le cuenta a María que no fue nadie. María le dice:

—No te preocupes, seguro fue el viento o alguna rama de un árbol que estaba cerca del coche. Pero lo más extraño es que los sonidos eran como un toque de tambor o de una canción.

Manuel encendió el motor, la mirada fija en la carretera. El sonido del motor ahogaba todos los demás ruidos, pero en su mente resonaba aún el misterioso golpeteo en el vidrio. ¿Había sido solo un truco de la mente, una manifestación de su cansancio, o algo más? Quizás nunca lo sabría, pero ese sonido lo acompañaría por siempre, como un enigma sin resolver. y salieron esa mañana nublada, con indicios de una gran tormenta. Era el mes de agosto. Durante todo el camino, no pronunció ni una palabra, manteniendo un recuerdo vívido.

Año 2015. Salí temprano del trabajo y llamé a María para contarle que iríamos a ver un coche nuevo que quería comprar. María estaba feliz. Llevé vino tinto para celebrar con ella y, de paso, le compraría unos zapatos deportivos que quería para ir al gimnasio. Al llegar a casa, María estaba lista y los niños también. Estaba hermosa esa tarde. Salimos y tomamos la vía hacia la autopista. En eso, recibí una llamada de mi padre. Nos veríamos esa noche; papá era taxista. Al escuchar del otro lado, oí la voz de una mujer.

Me extrañó porque el número telefónico era de papá. Ella de inmediato me preguntó si era familiar del señor Manuel. Le dije que sí, que era su hijo. Ella me dijo que estaba en el hospital, que había tenido un accidente. El hospital era un laberinto de pasillos blancos y silenciosos. Los pasos resonaban en la inmensa soledad. Al llegar a la habitación, mi corazón se detuvo. Allí estaba él, pálido y sereno, como si estuviera durmiendo. La imagen de mi padre, siempre lleno de vida y energía, yacía ahora inmóvil, conectado a una infinidad de cables. Una lágrima solitaria se deslizó por mi mejilla, quemando mi piel como una gota de ácido. Lo habían asesinado para robarle su coche. Este coche que aún conservo y con el que me ayudó para salir adelante.

La familia quería que lo vendiera, pero yo quise conservarlo. En mi pensamiento, recordaba los toques en el vidrio y sentí que era como si mi padre quisiera decirme algo o darme respuesta a las preguntas que hacía a María. Sumergido en un mar de recuerdos matizado por la tristeza y la rabia por haber perdido a su padre quien era una persona mayor y muy responsable. Sus ojos se posaron en el espejo retrovisor, donde colgaba el rosario de su padre. Con cuidado, lo descolgó y lo sostuvo entre sus manos. Cada cuenta era una pequeña historia, un fragmento de la vida de su padre. Al acariciarlo, sintió una profunda conexión con él. En ese momento, comprendió que su padre siempre estaría a su lado, guiándolo y protegiéndolo.

Ese trágico día, el viejo reloj de pared marcaba las cinco de la mañana cuando un estridente timbre rasgaba el silencio de la casa. Don Manuel abría los ojos de golpe, estirándose y bostezando. El aroma intenso del café recién hecho lo invitaba a levantarse de la cama. Con pasos cansados pero decididos, se dirigía a la cocina. El vapor caliente se elevaba de la cafetera, formando una tenue nube que perfumaba el aire. Mientras tomaba su primer sorbo de café, escuchaba el bullicio de la ciudad despertando a lo lejos.

Después de desayunar, se acercaba al espejo del baño y se afeitaba con cuidado. Con movimientos rápidos y precisos, se preparaba para enfrentar un nuevo día. Antes de salir, besaba a su esposa en la frente y saludaba a sus hijos, que aún dormían. "Hasta luego, mis amores", decía con una sonrisa, mientras les daba un suave beso en la frente.

Su taxi, un viejo Ford Falcon, era su fiel compañero. Lo había cuidado como a un miembro más de la familia, cambiándole el aceite y las piezas él mismo. El interior del viejo Ford Falcon era un refugio acogedor, un espacio familiar donde Don Manuel encontraba paz y tranquilidad. El volante, pulido por el uso, se adaptaba a sus manos como una extensión de su cuerpo. El olor a cuero viejo y gasolina creaba una atmósfera cálida y reconfortante, como un abrazo familiar.

Y así reacciona Manuel, en la parada de un semáforo ya de regreso con el saco de maíz para continuar llevando un bocado de comida a cada familia se su comunidad, El volante, gastado por el uso, se adaptaba perfectamente a sus manos. El olor a cuero viejo y gasolina impregnaba el interior, creando una atmósfera familiar y reconfortante. En el espejo retrovisor, colgado de una cinta desgastada, pendía un rosario de madera oscura. Cada cuenta, lisa y pulida por el roce de sus dedos, era una pequeña oración susurrada en silencio. Don Manuel lo había recibido de su madre cuando era niño, y lo llevaba consigo a todas partes como un talismán. Al acariciar las cuentas entre sus dedos, sentía una paz interior que lo acompañaba en cada viaje.

Cada mañana, antes de salir a trabajar, revisaba minuciosamente el coche. Limpiaba los cristales, comprobaba los neumáticos y se aseguraba de que todo estuviera en perfecto estado. Mientras conducía, tarareaba alguna canción popular o escuchaba las noticias en la radio. El taxi era mucho más que un simple medio de transporte; era su oficina, su refugio y su orgullo.

Don Manuel arrancó el taxi con decisión, el motor rugiendo como un león hambriento. La radio transmitía noticias sobre las manifestaciones, y la voz del locutor, llena de indignación, lo llenaba de energía. La atmósfera en las calles ese día era palpable. Había una tensión que se sentía en el aire, como una corriente eléctrica invisible que recorría cada esquina. Las personas caminaban con prisa, sus rostros reflejaban preocupación y ansiedad. Los murmullos se mezclaban con gritos y consignas que resonaban en las paredes de los edificios, creando un eco inquietante. Las calles, antes bulliciosas y llenas de vida, se habían transformado en un escenario de batalla. Los edificios, con sus fachadas desgastadas por el tiempo, parecían presenciar impasibles el caos que se desarrollaba a sus pies. Los escombros, los carteles rotos y las pintadas políticas cubrían el suelo, creando un paisaje urbano desolado y hostil."

La multitud, una marea humana anónima, avanzaba y retrocedía, empujada por un anhelo colectivo. Entre ellos, un joven con una guitarra en la espalda entonaba canciones de protesta, su voz clara y potente cortando el aire denso de tensión. Los rostros, pintados con consignas y banderas, reflejaban una determinación férrea. Sus gritos, como un coro ensayado, se elevaban hacia el cielo, desafiando al poder establecido. Los vendedores ambulantes intentaban continuar con su rutina, pero sus miradas se desviaban constantemente hacia los grupos de personas que se reunían en las esquinas, discutiendo acaloradamente. Los coches pasaban a toda velocidad, sus bocinas sonaban con más frecuencia de lo habitual, como si intentaran abrirse paso en medio del caos. El aire estaba lleno de rumores y especulaciones, y la gente se agrupaba en pequeños círculos, susurrando y compartiendo noticias. La sensación de inminencia era abrumadora, como si todos supieran que algo grande estaba a punto de suceder.

La tensión se manifestaba de diversas formas. Los rostros de las personas reflejaban una mezcla de miedo, enojo y determinación. El tráfico era más lento de lo habitual, y los conductores parecían nerviosos, tocando insistentemente el claxon. Los negocios habían cerrado sus puertas temprano, dejando las calles más vacías y silenciosas de lo normal.

A medida que se acercaba la hora de la manifestación, el ambiente se volvió aún más tenso. Se escuchaban gritos y consignas a lo lejos, y el sonido de las sirenas de la policía se mezclaba con el bullicio de la multitud. La gente se movía de un lado a otro, buscando un lugar desde donde observar los acontecimientos. La interacción inicial con los manifestantes fue breve pero intensa. Los manifestantes se habían organizado en grupos dispersos a lo largo de las calles principales. Algunos llevaban pancartas con mensajes políticos, mientras que otros simplemente ondeaban banderas nacionales.

Al acercarse a ellos, se podía sentir una energía contagiosa. Los manifestantes coreaban consignas al unísono, y sus rostros estaban llenos de determinación. Algunos de ellos se acercaron a los transeúntes para explicar sus motivos y pedirles que se unieran a su causa.

Las palabras que se intercambiaron durante este encuentro inicial eran cargadas de emoción. Los manifestantes expresaban su frustración con el gobierno y sus demandas de cambio. Algunos transeúntes se mostraban solidarios y les ofrecían su apoyo, mientras que otros se mantenían al margen, observando la situación con cautela.

En algunos casos, hubo gestos y miradas que presagiaban lo que iba a suceder. Algunos manifestantes tenían un aspecto desafiante, y sus ojos brillaban con una intensidad que sugería que estaban dispuestos a enfrentarse a la policía. Por otro lado, algunos agentes policiales se mostraban nerviosos e inquietos, como si supieran que la situación podía descontrolarse en cualquier momento.

Al llegar a la zona de las protestas, el ambiente era tenso. Los manifestantes, con sus pancartas y consignas, bloqueaban la calle. Don Manuel trató de esquivarlos, pero un grupo de jóvenes lo interceptó.

—¡Otro vendido del gobierno! —gritó uno de ellos, señalándolo con el dedo.

Don Manuel, sin perder la calma, respondió:

—Solo estoy trabajando, muchacho. Déjenme pasar.

Las palabras se cruzaron como espadas, cada vez más acaloradas. De repente, un fogonazo y un estruendo ensordecedor cortaron el aire. Don Manuel sintió un dolor agudo en el pecho y se desplomó sobre el volante.

El velorio de Don Manuel se convirtió en un espacio de duelo y reflexión. La capilla, envuelta en una penumbra tenue, parecía susurrar oraciones. Las velas, como pequeñas estrellas en la noche, parpadeaban sobre los rostros afligidos de los presentes. El aroma a incienso se mezclaba con el perfume de las flores blancas, creando una atmósfera cargada de solemnidad y espiritualidad."

Los rostros de los asistentes eran como lienzos donde la tristeza había pintado sus pinceladas más oscuras. Los ancianos, con sus miradas lejanas, parecían hojas secas arrastradas por el viento del olvido. Los jóvenes, con los ojos aún llenos de asombro, eran como velas consumidas por la llama de la pérdida. El entierro de Don Manuel fue un acto emotivo que congregó a cientos de personas. El cortejo fúnebre, encabezado por sus familiares más cercanos, recorrió las calles del pueblo mientras la gente se reunía a los lados para despedirse. El féretro avanzaba lento, arrastrando consigo un manto de silencio. Las casas, como ojos vigilantes, se abrían para despedirse. El viento azotaba los árboles desnudos, sus ramas arañando el cielo gris. Un murmullo de dolor acompañaba el cortejo, una ola de tristeza que inundaba las calles. Los árboles, desnudos y azotados por el viento, parecían inclinarse en señal de duelo.

El cementerio, un lugar de descanso eterno, se extendía ante ellos como un mar de cruces. Los rayos del sol, filtrados entre las ramas de los árboles, proyectaban sombras danzantes sobre las lápidas, creando una atmósfera onírica y evocadora. Manuel, hijo de Don Manuel, pronunció un emotivo discurso en el que agradeció a todos los presentes por su apoyo y cariño. Destacó la figura de su padre como un hombre íntegro, trabajador y dedicado a su familia. Su mensaje transmitió un profundo dolor por la pérdida, pero también una esperanza de que la memoria de su padre perduraría en el corazón de todos los que lo conocieron.

El asesinato de Don Manuel causó una gran consternación en la comunidad. Un hombre tan querido y respetado no merecía un final tan trágico. Las redes sociales se inundaron de mensajes de condolencia y repudio hacia los responsables del crimen. Muchos vecinos expresaron su deseo de justicia y de que se esclarecieran los hechos lo antes posible. La familia de Don Manuel recibió numerosas muestras de apoyo por parte de la comunidad. Vecinos, amigos y organizaciones ofrecieron su ayuda en todo lo que necesitaran. Se organizaron colectas de fondos para cubrir los gastos del funeral y se realizaron vigilias en memoria de Don Manuel.

Manuel sacudió la cabeza, tratando de despejar los pensamientos que lo habían invadido durante el trayecto. El sonido estridente del claxon de un auto lo devolvió a la realidad. Se encontraba detenido en un semáforo, en medio del caos de la ciudad. Mirando a través del parabrisas empañado, contempló el reflejo de las luces de la ciudad. Su trabajo era más que moler maíz; era sembrar esperanza. Cada grano que molía era una promesa de vida, una pequeña victoria en medio de tanta adversidad. Sin embargo, la imagen idílica del campo, con sus maizales dorados y el canto de los pájaros, se desvaneció, dejando paso a la fría y dura realidad de la calle. Los últimos acontecimientos lo habían dejado marcado. La violencia, la incertidumbre, y la pérdida de su padre habían ensombrecido sus días. Pero a pesar de todo, seguía adelante, impulsado por un profundo sentido del deber. La lluvia golpeaba los cristales como pequeñas piedras, creando una melodía melancólica que se mezclaba con el sonido lejano de las sirenas. El viento aullaba como un animal salvaje, sacudiendo los árboles desnudos y esparciendo hojas muertas por el suelo. La ciudad, envuelta en un manto de niebla, parecía sumida en un sueño profundo.

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