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Capítulo 3

Águeda:

La vi desaparecer entre la gente, impotente por no haber podido retenerla. A veces mi hermana podía ser más escurridiza que una lagartija. Dejando esos pensamientos atrás cogí mi capa y me dirigí con tía para abrir el puesto en el mercado de los jueves donde vendíamos gran parte de las cerámicas que padre fabricaba con sus propias manos.

Aquella mañana el frío hacía abrigarse y castañear los dientes a los incautos que no lo hubieran hecho lo suficiente. Había amanecido despejado, pero en el horizonte se acercaban unas nubes de aspecto poco menos que sospechoso.

- Se avecina nieve, niña- dijo tía Socorro- espero que nos aguante la mañana o tendremos que recoger antes.

Al mediodía tía me mandó a casa para que fuera preparando la comida y que ella se quedaría hasta el cierre. Me alegré, había dejado de sentir las manos hacía rato.

En el camino de vuelta me entretuve con mi actividad favorita, imaginarme la vida de aquellos con los que me cruzaba por la calle. En mi estado de empanamiento me choqué con una vieja señora.

Ambas caímos hacia atrás y yo me apresuré a ayudarla a levantarse. La miré a los ojos con la sorpresa de que era tuerta. Con su ojo sano me miró, y puso algo en mi mano. Un frasquito con un líquido espeso de color azul intenso. Confundida la miré a los ojos.

- Esta noche, cuando en tu casa todos duerman, tómate esto y déjate guiar. Llegarás a un sitio y tendrás que decir "unsere villa". ¿Entendiste?

Me la quedé mirando aún más asombrada que antes.

- Hazme caso, de esto puede depender la vida de tu padre.

Me separé rápido, con los ojos como platos. Me dedicó una sonrisa desdentada mientras se volvía a colocar la capucha y se mezclaba con los extraños. Anduve meditabunda hasta casa, pero antes de entrar un emisario del califa empezó a hablar en mitad de la plaza, anunciando algo importante.

- Se les hace saber que mañana a medianoche, de forma obligatoria, todo aquel hombre que tenga edad de luchar, entre 14 y 50 años, debe estar frente a la puerta de su casa con sus armas y armaduras. Repetimos que es completamente obligatorio, no querrán saber lo que pasará a aquellos que no estén.

El emisario se fue de allí, no sin antes de dirigirnos una mirada de desprecio a todos lo que estábamos mirándole.

Entré en casa con el corazón desbocado. Miré el frasquito que tenía en mi mano y tomé una decisión. Seguiría las instrucciones de aquella vieja tuerta.

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