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«La vida en rosa»

Con el propósito de obtener la atención de mi dormilona familia, araño la puerta trasera gracias a la colaboración de mis afiladas garras. Solo para garantizar su simpatía en caso de que hayan despertado medio gruñones, también hago ese desagradable sonido agudo que, según ellos, es alguna clase de lloriqueo. No soy un maestro en las artes del engaño, pero tampoco carezco de astucia, por lo que reconozco el valor de un comodín como este cuando lo oculto bajo mi pata.

Inés, cuyo despeinado cabello me recuerda al nido de los pájaros que me despertaron hace un buen rato, abre la puerta a la par que me dedica una mirada de puro cansancio; así que, siguiendo una estrategia que ha probado su efectividad en varias ocasiones, me siento en el suelo y repito el irritante sonidillo.

Un par de instantes después, ella cede antes mis encantos y me da luz verde para entrar a la casa; yo contoneo mi cola al pasar entre sus piernas en señal de victoria. Salirme con la mía es siempre tan satisfactorio.

Con ayuda de mi hocico y exigiendo el desayuno en un reclamo implícito, empujo mi comedero vacío hasta dejarlo a sus pies. La adulta niega con la cabeza, de seguro sintiéndose derrotada frente a mi indiscutible carisma.

—Serás insolente.

«¡Yo no soy eso! ¡Lo que sea que signifique!»

Ladro en su dirección visiblemente insultado, no obstante, y a pesar de que su especie pasa gran parte de su tiempo alardeando de poseer el cerebro más desarrollado en el planeta, ella no me entiende; así que solo se agacha despreocupadamente para acariciarme la cabeza y recoger el recipiente en el que deposita una generosa ración de croquetas antes de colocarlo frente a mí.

Devoro a mis anchas y en silencio, todavía un poquito ofendido, mientras ella hace cosas que no puedo ver porque, amén de mi poderosísimo metro de altura, sigo siendo muy bajito para develar el misterio de qué rayos es lo que hace sobre la encimera de la cocina.

Un rato más tarde, el resto de mi perezosa familia adoptiva se muestra al descender por las escaleras.

En primer lugar, aparece Germán, quien luce impecablemente listo para ir a trabajar y ganar el dinero que necesita para comprar mis preciados filetes. El hombre bebe una taza entera de ese horroroso líquido que llaman café y al cual, por algún misterioso motivo, es adicto.

Una vez mi olfato me falló y, creyendo que era chocolate, tomé un poco de esa cosa. Sí, ya sé que no debería andar detrás del mejor postre del mundo, sin embargo, les recuerdo que errar no es exclusivamente para humanos. Resumiendo: esa agua oscura del demonio sabe peor que el monumental fiasco de “Scooby-galletas” que Lena y su tonta amiga me dieron a probar la semana pasada.

Y hablando de la reina de Roma, Elena Torroja se asoma al comedor acompañada de su típico ceño fruncido y rostro engurruñado, muestras irrefutables de sus nulas ganas de ir a la escuela.

Río dentro de mi cabeza. No importa que se repita cinco de siete días a la semana, esta clásica escena mañanera nunca pierde su gracia. Porque, mientras ella es sometida a lo que considera una tortura medieval, mi mayor preocupación es que Vitto, el indeseable bergamasco de mi vecino, vuelva a colarse en el patio y desentierre mi valiosa colección de huesos.

—Napo, ¡ahí estás!

Sip, ese es mi nombre, o al menos el que Lena decidió otorgarme después de la adopción. Napo, de Napoleón. Y sí, yo tampoco sabría decir cuál está peor.

Porque puede que Bonaparte sea considerado uno de los más notables genios militares de la historia, no obstante, ¡el tipo medía como tres patas de alto si acaso! Comprenderán que, para un gran danés, ese es precisamente el concepto de “ofensivo”; el adjetivo “gran” es parte del nombre de nuestra raza por una excelente razón: somos altos, orgullosamente altos.

Por otro lado, está “Napo”, que resultaría hasta tierno si no me recordara un hecho doloroso: que el pastel napolitano no es ni será nunca parte de mi dieta.

¡Aún me cuesta entender por qué Inés es tan cruel! O sea, sé que no me fue precisamente bien la primera y última ocasión en la cual probé un trocito de tarta, y que pasaron un sustito cuando vomité, mas, ¡venga! Esas horas en la clínica veterinaria valieron totalmente la pena. Para colmo, es la torta favorita de la familia, así que ella hornea al menos una casi todas las semanas mientras yo la veo de lejos. ¡Súper injusto!

—¿Cómo despertó la mascota más linda del mundo?

He aquí otra cosa que detesto casi tanto como mi nombre: cuando Lena insiste en que puedo ser bípedo como ella.

«Amiga, por lo que más quieras, ¡date cuenta! Tengo cuatro patas por una muy buena razón. ¡Soy cuadrúpedo! Apréndete la palabrita: cuadrúpedo. C-u-a- se me olvidó cómo se decía la otra letra porque este condenado alfabeto tiene demasiadas, sin embargo, ¡sé que viene de cuatro! Como la cantidad de patas que tengo y me gusta utilizar. Así que déjame usarlas todas. Que tú hayas evolucionado distinto es tu problema.»

Ella ignora mis quejas/ladridos y solo me libera después de repartir besos sobre mi cabeza acompañados de su aliento a dragón matutino.

«Inés, por favor, dile a tu hija que se lave la boca antes de acercarse a mí.» Mis ladridos resultan nuevamente ignorados e identifico mi creciente frustración respecto a esta angustiante situación de comunicación unilateral; puesto que mientras ellos presumen de sus grandiosas neuronas ultra desarrolladas, cada vez que me expreso solo escuchan “guau”. O sea, tienen cientos de onomatopeyas para el resto de los animales, y a nosotros nos toca justamente la más fea.

Pronto tendré que llamar al Dr. Dolittle para desahogarme o empezar a dejarles pistas como Blue.

—Yo digo que Venecia es una gran opción.

Y aquí vamos otra vez.

Acordar el sitio al que irán el próximo verano ha sido el tópico de discusión más frecuente en la casa desde que la amiga de Lena abrió su enorme bocaza para anunciar que viajaría al país soñado de ambas: Francia. A raíz de ello y durante un mes completo, Elena ha tratado de convencer a sus padres de seguir su ejemplo, por desgracia para la nena, Inés y Germán han demostrado ser huesos duros de roer.

Lo que nos remite directamente a este momento: la quinta ocasión en la semana en que se ponen a debatir sobre lo mismo. ¡Y apenas es miércoles! ¡Por Péritas!

—A ver si me caigo de una góndola, papá —Río en mi interior al imaginar tal escena—. ¡Visitar París sí sería lo máximo!

Ya empezaron con lo mismo.

Francia, Italia.

Francia, Italia.

He visto juegos de tenis más entretenidos en el canal de deportes.

Un minuto. ¿Yo? ¿Viendo deportes en lugar de hacerlos?

Nota mental: pasar menos tiempo con Germán.

—Hija, París es muy trillado. ¿No te parece? —Inés se pone del lado de su marido, como el frente unido que son—.

Desde acá huelo el complot entre ellos. Pobre Lena, se quedó solita.

—¿E Italia no? ¡Es la meca de lo trillado, mamá!

Admito que la adolescente es portadora de un carácter determinado y que no se dejará avasallar por sus progenitores con tanta facilidad. Del mismo modo, les aseguro que Francia perderá tan vergonzosamente como en el mundial de fútbol pasado.

Dentro de poco, el matrimonio Torroja se hartará de sus infructíferos intentos por convencerla civilizadamente y pasarán directito a usar el argumento infalible: le preguntarán quién pagará el viaje. Y eso será todo.

Las esperanzas de Lena se marchitarán sin remedio (como los girasoles que Inés intentó plantar en el jardín días atrás) y ella se unirá al nutrido grupo de víctimas de la vieja confiable de todo padre humano que quiere hacer su voluntad. Concluyendo: Elena no podrá decir ni pío durante su paseo en góndola.

—Lo mejor será que dejemos el asunto para la cena.

Germán pausa el conflicto momentáneamente, toma su rol de padre de familia conciliador junto a su portafolios y se marcha de la casa.

Lena va a cepillarse los dientes (y agradezco a mis antepasados porque, definitivamente, ya le hacía falta), Inés la espera mientras pone en orden la cocina.

Yo me limito a interpretar mi papel de espectador. Las primeras veces intenté pronunciarme a favor de Alemania (no pueden culparme por querer ir a conocer a algunos parientes), sin embargo, a menudo mi familia humana simplemente decide no escuchar mis insuperables sugerencias.

Por favor, ¿a quién le importa una torre que debería haberse caído hace décadas o unos tontos canales llenos de agua sucia cuando puedes conocer el país de origen de la mejor raza canina del mundo? Eso sin contar la enorme cantidad de salchichas y embutidos originarios de allá. ¡Alemania es lo más!

Me daría uno de esos famosos facepalms de los que Lena habla tanto si pudiera articular mis patas para ese propósito. Lamentablemente, la Madre Naturaleza me lo impide, así que me conformo con un gruñido.

La casa está en silencio y yo suelto un aullido de celebración.

Sé que el refrán originalmente dice: “cuando el gato no está, los ratones hacen fiesta”; no obstante, ya que odio a los últimos casi tanto como a los primeros, en su lugar, les diré que “cuando Inés no está, Napoleón está de fiesta”.

Porque amigos, ¡la hora de mis excavaciones ha llegado!

Y soy consciente de que la mamá de Lena me soltará el regaño de mi vida por volver a dañar sus preciosas margaritas (que, por cierto, huelen horrible y tiene por única utilidad atraer molestos enjambres de abejas) pero ella no comprende las dimensiones de mi miedo a que Vitto consiga alguno de mis adorados huesos. Es por ello que debo cambiar de escondite prácticamente todos los días, para que mi vecino entrometido no pueda encontrar ninguno la próxima vez que decida saltar la cerca que separa los perímetros de nuestras casas.

Mi linda colección estará a salvo del siguiente ataque de ese pastor salvaje y grosero. No se preocupen, mis preciosos bebés, papi procurará mantenerlos bien ocultos esta vez.

Diez minutos después de la regañina de Inés, quien cada día está más insoportable, (seguramente por la menopausia, tal como afirma su hija) Lena cruza la verja y tengo ganas de arremedarla en su costumbre de poner los ojos en blanco cada vez que algo la irrita, cuando mi excelente vista me reporta la presencia de una persona que se encuentra caminando a su lado: Manuela. O como se presentó ante Lena cuando se conocieron en el parque: “Manu, para los cuates”.

Todo lo que deben saber de este ser, es que se trata de la fastidiosa humana que malgasta el tiempo de Lena con sus insignificantes dilemas adolescentes. Es decir, la menor de los Torroja podría estar rascándome la pancita o dándome un masaje como tanto le gusta; sin embargo, esta tonta se la pasa estorbando y dando vueltas a su alrededor como mosca sobre un pastel.

Eso me recuerda: ¡Ay, mi tarta napolitana!

La inoportuna siempre llega con su cara de inocente y bote de helado en mano, para charlar con Lena después del colegio.

Genial. ¡Acabo de acordarme de que tampoco me dejan tomar helado napolitano!

—¡Y aquí tenemos a Napo! –Le gruño en la cara cuando la impertinente me hala de las orejas—. Tan chiquito y malhumorado como de costumbre.

No hay palabras para expresar cuánto detesto a esta humana. Mi desagrado hacia ella solo puede ser comparado con el que siento hacia los gatos, o el jazz.

Ambas toman asiento en el sofá de la sala de estar y yo me entretengo jugando con Gertrudis, (una ovejita de felpa en la que descargo mi ira a través de mis afilados colmillos) en tanto Manuela comienza a divagar acerca del humano que, y estás son sus propias palabras: “la trae como loca”.

Lena la escucha con atención (apuesto a que no está así de pendiente a sus lecciones de Química, de lo contrario, no hubiera estado al borde del suspenso en su último examen) mientras su amiguita suelta todo tipo de tonterías durante una hora que percibo como mucho más extensa de lo normal.

El púber en cuestión se llama… ¿Para qué les miento? No lo sé, ni me importa, así que no lo he almacenado en mi memoria. Soy pésimo en esas cosas. De hecho, me aprendí el nombre de Manu casi a la fuerza, porque la fulana se aparece por acá todo el tiempo.

En resumen, la idea esencial es que Manuela quiere ir lento en su amorío ya que asegura que todavía necesitan más tiempo para conocerse, y yo estoy a punto de sugerirle que le huela el trasero al susodicho, cuando una llamada urgente proveniente de su madre la obliga a marcharse corriendo.

Bueno, de cualquier modo, es ella quien se lo pierde, puesto que no hay manera más eficaz de conocer a fondo a alguien que olisqueándole el trasero. Se los juro, aporta datos interesantísimos. Después de todo, es el método canino y funciona a la perfección.

En cuanto la entrometida se larga, aprovecho mi oportunidad. Sostengo la correa amarilla entre mis dientes y con mi baba y anhelos incluidos, la deposito en el regazo de Lena antes de recostar mi cabeza sobre sus rodillas.

Le dirijo la que he nombrado mi “mirada suplicante”, una imitación de la que he visto tantas veces del Gato con Botas (el único minino que me cae bien, cabe recalcar) y aunque no estoy seguro de poder dilatar mis pupilas a voluntad, algún efecto debe provocar teniendo en cuenta que Lena resopla y se pone en pie rumbo a la puerta, amén de su desgano.

Nuevamente, saboreo la victoria.

O quizás fueron las croquetas del desayuno. Qué importa.

¡Iremos al parque!

Si no se los había dicho, aquí va: ¡amo los discos voladores!

Y tengo extraordinarias razones en las que sustentar mi favoritismo. O sea: tienen porte, estilo, ¡y vuelan con gracia!

Hay mascotas que se conforman con que les lancen cualquier pelota, rama, palo u objeto disponible, pero, por si no lo han notado, yo tengo mucha más clase que un perro promedio. Me guste o no, le debo mi nombre a un emperador francés así que... excusez-moi.

Disfruto del suave soporte que brinda el césped bajo mis patas, el viento meciendo mi pelaje y el poder que inyecto en mis cuartos traseros antes de impulsarme para atrapar a mi objetivo en el aire. De ensueño, ¿o no?

Una vez que a Lena le gana la flojera y declara abiertamente la inutilidad de sus músculos (lo cual no me sorprende, esta frágil generación de humanos pasa tanto tiempo frente a sus pantallitas que no resiste ni media hora de ejercicio físico) se desparrama sin miramientos sobre el pasto para descansar mientras su cerebrito inquieto y adicto al Internet halla una poderosa distracción analizando los movimientos del chico que se ha mudado al vecindario hace pocos días, el mismo que todavía acomoda algunas cajas en el garaje.

Aprovecho su entretenimiento para acercarme a un par de camaradas con el objetivo de charlar un rato en cuanto concluyo que necesitaré información valiosa sobre la familia de recién llegados si quiero explotar la burbuja de enamoramiento en la que se ha sumido Elena. Desde aquí huelo sus hormonas revueltas babeando por el chiquillo de exóticos ojos rasgados, quien no me produce buena espina y precisa de un drástico corte de pelaje con urgencia.

«Ni yo tengo tanto pelo sobre la cabeza. ¿Cómo oye lo que le dicen con esa mata de hierbas cubriendo sus orejas? Bien podría albergar a una comunidad de ardillas allí dentro y nadie se enteraría.»

Continúo despedazando los atractivos que mi dueña podría ver en él a la par que saludo a mis compadres con un ladrido.

—¿Qué tal, muchachos?

Los dos me contestan con frases de bienvenida y me incorporo al diálogo como si siempre hubiera estado allí.

Mozart (nombrado así porque la treintañera de su dueña insiste en que será la próxima sensación perruna, tal como el fenómeno de Beethoven en su momento), nos cuenta, no sin una molesta nota de orgullo, los pormenores de su próximo casting, en el que se convertirá en la estrella del comercial que patrocinará un nuevo salón de belleza para mascotas, así como los beneficios añadidos de masajes y servicio integral de pedicura que recibirá en caso de conseguir el papel.

Es un secreto a voces que este schnauzer miniatura carece del talento requerido para lograrlo (así lo ha confirmado su última docena de audiciones), aun así, le deseamos suerte al mismo tiempo en que él promete que intentará conseguir algún hueso gratis para nosotros.

«Como si los huesos no siempre fueran gratis…»

Pretendo interés, aunque jamás he pisado el suelo de una estética; creo más en la belleza natural y de esa me sobra. Además, cuento con la suerte de que mi dueña sea una adolescente insegura que no sabe manejar un labial sin mancharse como payaso en el proceso.

Me reprendo por olvidar el asunto que me trajo aquí en primer lugar y estoy a punto de preguntarle a Bucky al respecto cuando reparo en una solitaria cachorra de chihuahua que desvía mi atención nuevamente.

Brandy toma el sol con unas gafas hechas para humanos que deben pesarle una tonelada y para colmo le quedan fatales.

—¿Qué incomoda a la reina del drama esta vez? —pregunto a mi amigo.

Su gorrito plateado en alusión al Soldado del Invierno con la gran estrella roja de cinco puntas justo sobre su hocico lo hace lucir más ridículo que nunca, pero me ahorro el comentario porque estoy ante el perro mejor informado del barrio.

«Este labrador retriever sería un perfecto agente de HYDRA o S.H.I.E.L.D. si así lo quisiera.»

—Su dueña se negó a prestarle un collar de perlas.

Lidiar con Brandy nunca ha sido sencillo pese a que hacemos el esfuerzo extra de sobrellevarla por ser la única chica. Siendo completamente honesto, se trata de una chihuahua peleonera y malhumorada. Mucho peor que Inés.

—Ella no puede seguir así. Alguien tiene que dejarle en claro que no es Royale, la mascota de Burdine en “Bratz”.

Y es que esta chica y sus irritantes excentricidades sacarían de quicio a cualquiera.

—O Chloe, la protagonista de “Un chihuahua de Beverly Hill”.

—¡Es una estirada!

—No sé cómo el Señor Bigotes la aguanta.

Medito sobre la última intervención de mi amigo.

—Bueno, él es un conejo; estará muy ocupado zampando zanahorias para escuchar su insidioso parloteo.

—Por perros como ella es que agradezco que los humanos no puedan entendernos. ¡Nos echarían a patadas para que volviéramos a ser salvajes!

Y Bucky sabe muchísimo de ese tema. Se ganó la prótesis ortopédica con ruedas en su mitad trasera luego de ser expulsado de su hogar anterior por orinar en el sofá. Su dueña actual lo atropelló durante una clase de manejo y pagó su cirugía en la clínica, desde entonces, cuida de él como a un hijo.

Así que no pierdan el tiempo sintiendo lástima por este descarado, tampoco le ha ido tan mal. Claudia todavía se siente culpable y a día de hoy continúa cumpliéndole cada uno de sus caprichos.

—Que Péritas no lo permita.

Ambos damos tres golpes en el pavimento para alejar esa posibilidad; un gesto parecido al par de toques que Manuela hace en la superficie de madera más cercana cuando quiere evitar la mala suerte.

«No nos miren. Los perros también podemos ser supersticiosos.»

—Hablando de comprensión humana, te tengo otra noticia: Otto está de regreso en el hospital.

—¡No me jodas! ¿Volvió a tomar sopa de letras? ¡Estamos cansados de explicarle que no debe acercarse a ese brebaje demoniaco!

Con razón los bulldogs no destacan por su inteligencia.

—No acepta que Álvaro no pueda entenderlo y vio otro episodio de ese estúpido show.

Si fuera por mí, ya hubiera denunciado a la cadena que creó “Martha puede hablar” para que cancelaran su emisión. Alienta a los más pequeños (o en su defecto, a los más tarados) a cometer barbaridades como esa.

—Esperemos que su estómago aguante y Hachiko lo bendiga.

Cinco segundos de silencio son suficientes para elevar nuestra plegaria. San Hachiko es poderoso; Otto estará bien.

—¿Qué hay de Steve? —¿He mencionado que Claudia parece tener algún tipo de obsesión enfermiza con los superhéroes de Marvel?

En fin, Bucky tiene un nuevo hermano y yo he desarrollado un renovado aprecio por el hecho de que Lena esté tan apegada a mí como para que nunca haya siquiera considerado adquirir otra mascota.

«Sería una tortura tener que compartir mis jugosos filetes con un pulgoso.»

—Habla raro.

—¿Por qué lo dices?

—Viene desde Inglaterra y su acento es imposible de entender.

Él es un labrador retriever, y su hermano un golden retriever. No puede ser tan complicado.

—¿Peor que el cantito italiano de Vitto o la tonada china de Noodles?

—Créeme, es difícil entenderlo.

Zarandeo mi cabeza por lo absurdo de la situación hasta que mis neuronas se reacomodan y recuerdo por qué estoy tolerando su plática espesa.

—¿Y qué hay del nuevo vecino? Germán escuchó que tenía una mascota. Por favor, dime que no es un gato.

—Ah, hablas de Félix y su familia. No te preocupes, no tiene un gato.

«¡Gracias a Péritas!»

Sé que Lena me llevará cuando su madre hornee una tarta de bienvenida para ellos. Mi adolescente predilecta siempre utiliza mis encantos para seducir a los chicos que le atraen porque, ¡vamos! ¿Quién podría resistirse a tanta sensualidad y ternura juntas?

Por ende, entenderán el motivo por el cual me alegra de sobremanera la perspectiva de no tener que convivir con una de esas insufribles criaturas.

—Lo malo es que tampoco es un perro.

—¿De qué hablas?

Puedo soportar a los hámsteres, pájaros e incluso a los peces, aun si en realidad no hacen más que comer y nadar en sus diez centímetros cúbicos de océano y todavía no entienda por qué rayos los humanos los adoptan.

«Si no es un gato, no puede ser tan malo.»

—El chico cuida a una tarántula.

«Retiro lo dicho.»

—¿¡Te refieres al bicho feo y peludo con una cantidad de ojos y patas tremenda!?

No, no lo permitiré. Acabo de dictar un veredicto inapelable en el que he concluido que ese chico y su horrible araña no me agradan, por lo que automáticamente Lena tiene terminantemente prohibido acercarse a alguno de ellos.

«Si osa dirigirle la palabra, le morderé una pierna como al cartero.»

¡Basta de codearse con humanos extraños y sin futuro! Con Manu tengo más que suficiente.

¿Pero qué está mal con vuestra especie ahora? Ya era complicado competir con los gatos; no obstante, ahora tienen cerdos, tortugas, gusanos, granjas de hormigas... ¡Cada vez eligen peor!

—Pues sí, es una pena. Sobre todo, con tantos colegas abandonados en las calles.

Respiro hondo a través de mi hocico antes de crear un plan radical en respuesta a esta terrible afrenta.

—Cuéntale a los demás para que mantengan a sus familias alejadas de esos raritos. Este es un barrio de perros decentes, ¡dejémoselo claro!

Otra herencia del señor con el que comparto nombre es que sé manejar a las masas a mi antojo. Es un don natural.

—De acuerdo, Napo —El movimiento de su cola se paraliza una vez que observa a Hércules a varios metros—. Yo ya me voy.

—Jamás he comprendido tu miedo, Bucky. Él luce como un rottweiler rudo y abusivo, pero en el fondo incluso es amable.

—Este tipo me intimida hasta las tuercas con una mirada, Napoleón. ¡Y tú eres el perro más grande del vecindario! —Trato de fingir humildad ante el recordatorio de que sí, la naturaleza ha sido generosa conmigo—. Si tuvieras mi prótesis y tamaño, lo entenderías.

Desafortunadamente, nuestra excursión a mi sitio preferido en el planeta acaba muy pronto y Lena se ve obligada a arrastrarme de regreso a casa cuando el ocaso de aproxima.

Mi Torroja favorita va directamente hacia el refrigerador para obtener una botella de agua y servirme también una buena cantidad de la procedente del grifo en el tazón correspondiente.

Me alivia que no se olvide de mí; estoy tan sediento que me vería obligado a seguir la insistente sugerencia de Noodles y su extraña obsesión por el agua del váter. Él sabe, tan bien como yo, que los humanos colocan su trasero ahí para hacer ciertos depósitos. Con suerte, jamás tendré que recurrir a esa medida extrema. ¡Menudo asco!

Durante la cena se desata otra discusión con el mismo tópico: su destino vacacional.

Lena se mantiene persistente en cuanto a París. Está empecinada en que solo allí encontrará a su amor verdadero, la gran aventura de su vida, su vocación y no sé qué otras bobadas. Yo opino que debería consumir menos Netflix y más salidas al parque, pero los humanos son medio raros, ¿saben?

Por tal motivo, ignoro la batalla campal a mi alrededor y me deleito con mi filete de pollo. ¡Delicioso!

Tal como había predicho, Venecia ha ganado la contienda y Lena está triste porque no verá su torre triangular este verano, en cambio, tendrá que conformarse con una torre ordinaria del reloj como la que se localiza en la Plaza de San Marcos. O eso ha dicho Inés, yo estoy perdido en el mapa.

Como premio de consolación, le han cedido el derecho a elegir la película de esta noche. Suertuda la chica. Rara vez me dejan hacerlo a mí.

Germán se niega a darme el control de la tele desde mi última elección: Clifford, el gran perro rojo. Sí, sé que no fue la película del año, pero creí que había pagado el precio con creces después de que, a la semana siguiente, él mismo se vengara haciéndonos ver las dos entregas de Garfield. La peor pesadilla de mi vida… Ese gordinflón gato anaranjado y sus continuos maltratos hacia el inepto de Odie me resultan intolerables. Estuve a nada de saltarle encima a la pantalla en un par de ocasiones.

Y no hablemos de los posteriores enfrentamientos al estilo “guerra fría” que Germán y yo protagonizamos después de ese episodio. Por ejemplo: yo arruinando “accidentalmente” su cojín favorito cuando lo llevé a uno de mis paseos por el patio; él convenciendo a Inés de retornar a su infancia y forzarnos a ver Los Aristogatos (filme que combina dos de las cosas que más odio en el mundo: el jazz y los gatos); yo haciendo jirones su corbata favorita con mis “delicadas” garras; él prohibiéndome ir al parque durante una semana completa y… Bueno, creo que ya captaron la idea. Es una lista bastante larga.

No obstante, después de unos días de puro llanto de mi parte porque extrañaba mucho salir a jugar y había empezado a nombrar cada hierba que componía el pasto del jardín, Lena lo persuadió de regalarme un peluche con forma borrego como una especie de bandera blanca, así fue como la paz regresó a nuestro hogar.

Igualmente, nunca más me ha permitido acercarme siquiera al control remoto. 

Lo bueno de esta tradición es que Inés me consiente con una docena extra de croquetas a manera de disculpa por no poder comer palomitas como ellos. No es que me atraigan en lo más mínimo; el maíz es alimento para gallinas y ellas me caen casi tan mal como los ratones. Además, a los Torroja les encanta bañar las rosetas en mantequilla, una crema cuyo aroma grita: ¡veneno! a todo volumen. Todavía no entiendo cómo es apta para su consumo.

Por otra parte, lo negativo de que la elección haya quedado en manos de Lena es que, como siempre, nos hará ver su película favorita por ya no sé cuántas veces. Francamente, he perdido la cuenta, además, solo sé contar hasta el diez y estoy seguro de que al menos hemos triplicado esa cantidad.

Y no es que “La vida en rosa” sea una mala película, pero verla tan seguido, aburre.

Durante las siguientes dos horas y media, el par de mujeres en la sala llora tan desconsoladamente que las cataratas formadas por sus lágrimas me recuerdan a los aspersores que hay en el jardín. Además, su llanto incluye mocos, ojos enrojecidos, sollozos, caras hinchadas y una lluvia de pañuelos desechables. Simultáneamente, Germán intenta enmascarar sus insensibles bostezos culpando a una repentina “tos” producto de su “alergia”, sabrá él a qué. Y este es el momento en el que me alegra que sea ingeniero o, de lo contrario, ya nos hubiéramos muerto de hambre.

Yo me dedico a engullir mi comida y mordisquear a Gertrudis. Enfatizaré este punto porque es vital: me encantan las croquetas.

Es tarde y Lena me ha secuestrado. No entiende que necesito ir a dormir temprano si quiero despertar a sus padres al amanecer. Interrumpir sus horas de descanso es un parte imprescindible de mi rutina diaria y, siendo sincero, también una de mis favoritas. Por eso no le perdono que intente impedírmelo.

Para colmo de males, pretende retenerme en su habitación hasta que acabe su tarea de Química. Dato curioso: Lena es pésima en esa materia. Y encima de todo, se interrumpe a mitad de cada fórmula para lamentarse por lo mismo:

—Napo, ¡qué voy a hacer! Pronto cumpliré quince y jamás me ha pasado nada digno de contar. No como Manu, por ejemplo. Ella está viviendo un amor prohibido.

Vale, de eso no me había enterado.

Igualmente, no la interrumpo. Su cháchara post-película es habitual y acaba de empezar a frotarme la pancita así que, de momento, no tengo derecho a quejarme de nada.

—No puedo decírselo, porque quedaría como una envidiosa —Los humanos y su inseguridad irracional al qué dirán si muestran sus auténticos pensamientos egoístas. Qué adorables…—. ¡Estoy tan celosa de su romance! Parece parte de una novela.

Ay, ¡adoro cuando me acaricia el lomo!

—Crecí en un entorno saludable y mis padres forman un matrimonio empalagosamente armonioso. Lo más trágico en mi vida ha sido mi apellido.

¿Su apellido? ¿Qué tiene de malo?

—Sobre todo cuando mis nefastos compañeros de tercero insistían en que me apellidaba Torreja.

Mi mente queda en silencio por un microsegundo hasta que estallo en carcajadas dentro de la misma.

¡Torreja!

Sí da gracia.

—…algo dramático y conmovedor…

Lena Torreja, le decían.

¡Por Péritas! Es tan chistoso.

—Jamás tendré una vida como la de Édith Piaf. Ella tuvo tanta suerte. Pasó de ser una jovencita con problemas de los suburbios de París a una gran estrella de la canción en el Nueva York de la década de 1950. Es… ¡fabuloso!

¿Qué? ¿De qué está hablando? Esa señora tuvo una existencia tristísima, repleta de pérdidas y angustias. Aunque alcanzó una fama y reconocimiento globales, sus momentos de felicidad fueron fugaces y terminó consumida a raíz de su enfermedad y atormentada por sus recuerdos.

La visión distorsionada de mi humana favorita respecto a la profundidad de lo que constituye una vida trágica en todas sus dimensiones, me preocupa, así que me reacomodo en su falda para verla a los ojos. Siempre he creído que estoy singularmente unido a Lena, y confío en ese lazo para que comprenda lo que tengo que decirle.

«Yo también tuve un inicio difícil en este mundo. La vida de un cachorro en las calles de una gran ciudad no es precisamente sencilla. Sufrí abusos y maltratos; algunas veces obra de humanos, otra por perros más grandes. No obstante, cuando llegué a la perrera, supe que sería mi fin.

Aunque muchos no lo crean, somos perfectamente conscientes de lo que sucede si nuestra estancia se prolonga por lo que las personas a cargo consideren demasiado tiempo. Por ello suelen realizarse motines y revueltas constantemente, sin embargo, yo jamás intenté escapar. Estaba seguro de que ese sería mi destino y extrañamente, estaba bien con ello.

Cada vez que un niño entraba, creía que sería mi última vez. Cada comida, baño, siesta o tarde de juegos bajo el sol, siempre mentalizaba que sería lo último. Nunca me consideré un perro especial y para mí estaba claro que era mucho menos afortunado, me sentía el desgraciado portador de un porvenir accidentado.

Hasta que una niña de largo cabello negro entró por la puerta y posó su mirada radiante sobre mí. Y me eligió. Y sentí que había algo bueno por lo que seguir viviendo.

Su familia me alimentó, cumplió mis caprichos y desde entonces, mi vida ha sido tan sensacional como lo puede ser el mundo. Les debo muchísimo, y aunque no suelo expresarlo a diario: los amo, casi tanto como a las croquetas.

Mi vida no es precisamente rosa, pero se debe a que ese no es el único color. Yo prefiero el azul: calma, seguridad, libertad, confianza, serenidad. Además de elegancia, por supuesto. Tal vez no ebulle en pasión, mas, encuentro en ella una razón para agradecer cada mañana.»

Sonrío. Porque sí, aunque quizás les parezca imposible de creer, nosotros podemos hacerlo. Tantos siglos de interacción con la humanidad han provocado que imitemos sus gestos, a pesar de que a su hinchado cerebro le cueste percibirlo.

Lena y yo compartimos miradas, y me parece percibir cierta conexión entre ambos. Por primera vez, siento que realmente es capaz de comprenderme.

No obstante, al igual que ustedes, debí prestarle más atención al “parece”, porque mientras yo le regalo la reflexión más profunda que he hecho y haré jamás en mi perruna vida, ella me contesta con la expresión más odiosa que he oído de la boca de un bípedo:

—Tú qué vas a entender —Intento ladrarle en la cara, mas, ella presiona el punto débil entre mis orejas que me obliga a permanecer dócil a pesar de mi enojo—. No eres más que un perro.

Humanos…

Ya ven, Lena no supo comprenderme, quizás jamás lo haga. Pero confío en que ustedes sí e insisto: el rosa no es el único color en la paleta que sostienes con tu mano o pata y, sin importar cuál de ellos elijas para pintar el cuadro de tu vida, nunca será menos maravillosa.

Además, ¡los perros ni siquiera podemos ver el rosa! Somos lo que ustedes llaman daltónicos. 

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