Capítulo 6
En la casa de los Latimer, Beth y Chloe se preparan para comer. Han cocinado ambas, compartiendo un cercano momento que echaban de menos. Hacía mucho tiempo desde que no se juntaban para hacer algo juntas. La excusa de hacer la comida ha sido justo lo que necesitaban para distraerse un poco de los recientes acontecimientos. Ponen la mesa, y mientras coloca los cubiertos la mirada castaña de Beth se posa en el asiento vacío que preside la mesa. Nuevamente, Mark se ha esfumado. No puede evitar pensar que está ocultándole algo. Otra vez. Chloe, que nota la incomodidad de su madre una vez se sientan en la mesa para empezar a comer, decide intentar contactar a su padre.
—¿Lo intentamos otra vez? —indaga, habiendo alzado su vista de su plato, posándose en su madre. Tiene la mano derecha sobre su teléfono móvil, preparada para marcar el número de su padre.
—Lo haré yo —niega Beth, decidida a que su hija no pierda ni un segundo más—. Tu empieza —le indica, alargando su brazo derecho hacia su teléfono móvil, mientras que Chloe toma el tenedor en su mano derecha, hincándoselo a la comida con voracidad. Llevan esperando a su padre al menos una hora, y está francamente hambrienta. El teléfono da tono por unos segundos antes de pasar al contestador. Beth suspira pesadamente—. Eh, hola. Estamos comiendo. Pensé que habías dicho que ibas a volver... Espero que todo vaya bien. Dime algo —le pide, antes de colgar la llamada, ya algo exasperada por sus ausencias injustificadas.
—Estará bien —intenta animarla Chloe.
—Sí...
—¿Por qué no le gusta estar en casa ahora? —cuestiona la adolescente. Confusa.
Beth, a sabiendas de que no puede contarle a Chloe la verdad (que no sabe dónde diantres está), decide inventarse algo para salir del paso. Es una mentirijilla piadosa. No hará daño a nadie. Mientras pincha con el tenedor en la comida, suspira pesadamente.
—Están muy ocupados Nige y él.
Como excusa es una mierda. Y ella lo sabe. Vuelve su vista hacia el plato justo en el momento en el que las noticias sobre el juicio de Danny aparecen en el telediario. No puede creer que vayan a pasar por un juicio. Aún no se lo quita de la cabeza. En la pantalla está ahora esa fotografía que repartieron de su querido Dan, con su uniforme del colegio, azul, que resaltaba sus preciosos ojos. El corresponsal en el palacio de justicia de Essex está declarando que la abogada del señor Joseph Michael Miller, Sharon Bishop, ha ratificado la inocencia de su cliente.
Jocelyn Knight, quien está en su casa, tras haber mantenido esa tensa y nada agradable discusión con los Latimer, está sentada en su butaca, en la sala de estar. Su mirada está concentrada en uno de sus libros favoritos, aquel que no leía desde su más tierna infancia. Le trae muchos recuerdos. En ese preciso instante, ese breve paraíso y momento de paz, se ve interrumpido bruscamente por la noticia que aparece en televisión: Sharon Bishop ha tomado el testigo de Abby Thomson, y es ahora la abogada de Joe Miller. Siente que un escalofrío la recorre de arriba-abajo al reconocer a su antigua alumna. No puede ser. Si ella representa a Joe Miller en el caso y los Latimer no encuentran un buen abogado...
—Oh, eso no me parece justo —sentencia, claramente molesta.
Algo ha cambiado en su interior. No solo por la impotencia de ver cómo Joe Miller consigue la ayuda de una brillante abogada, sino por su propia impotencia de dejar las cosas como están. No puede quedarse quieta en su casa, regodeándose en su autocomplacencia, como dijo Maggie tan acertadamente. Hay alguien que la necesita. Y su deber es ayudar a esa familia. No puede dejar que Sharon se salga con la suya. No en este juicio. No en este caso. No esta vez.
En la abandonada caravana número tres del parque de caravanas, Mark Latimer, que sigue sin comunicarse con su familia, echa un vistazo ladeado a su teléfono móvil. Está sobre una mesita cercana a un sofá. Nuevamente vibra, indicando una llamada entrante. Apenas tiene que echarle un vistazo a la pantalla para comprobar que se trata de una llamada por parte de Beth, su mujer. Pero en este momento nada de eso le importa. Está feliz en este momento, jugando al FIFA en la PlayStation 3 de Tom Miller, quien está sentado a su lado. Es el turno de Mark para hacer un tiro a puerta. Se prepara, controla los sticks y los botones del mando y... ¡Gol!
—¡Y por el centro! —exclama Mark con una sonrisa satisfecha, levantándose del sofá.
—¡Ah! ¡Si ni siquiera ha sido buena...! —se queja el adolescente con una sonrisa de disfrute.
—No haberme puesto la zancadilla —lo alecciona Mark con un tono cordial, claramente disfrutando de este momento entre ambos, jugando a la consola, como hiciera hace tiempo con Danny. Lo echaba de menos. Es la única forma que tiene ahora de sentirse más cercano a él.
En ese preciso instante, el teléfono móvil de Tom Miller empieza a sonar. A diferencia de Mark, lo ha mantenido con sonido, puesto que esperaba una llamada o mensaje por parte de su tía Lucy, con quien vive ahora. No puede soportar ver a su madre ahora mismo. Aún no entiende cómo ha permitido que su familia llegue a este punto, y que su padre sea juzgado. No entiende cómo es considerado culpable, o si siquiera es inocente. Para la mente adolescente y confusa de Tom, no hay posibilidad de entenderlo, al menos de momento. Con un suspiro pesado, alarga su mano derecha al bolsillo de su pantalón, sacando su teléfono móvil.
—Es la tía Lucy —sentencia tras mirar el mensaje, guardando el teléfono móvil nuevamente en su bolsillo—. Debería volver ya —menciona, empezando a recoger su chaqueta y mochila del sofá.
—Diecisiete partidos, catorce a mi favor —comenta Mark, rememorando todas las horas que han estado allí, compitiendo el uno contra le otro en el FIFA. No lo pasaba tan bien desde hace micho tiempo. Quizás desde la última vez que jugó con Dan a la consola—. Eres igual de bueno que Dan —menciona, contemplando cómo el hijo mayor de Ellie se levanta del sofá, con su mochila y chaqueta en brazos, dejando el mando azul de la consola sobre la superficie en forma de estantería donde está colocado el monitor. Sale del juego y deja su propio mando sobre la estantería, al otro lado del monitor—. ¿Nos vemos mañana? —cuestiona mientras Tom pasa frente a él, deteniéndose al escuchar su pregunta. Se vuelve para mirarlo.
—Claro.
—Oye —Mark parece nervioso de pronto—, ¿seguro que este sitio no es de nadie?
—Seguro —afirma con convicción el adolescente—. La mujer que me dio las llaves... Desapareció —menciona, rememorando vívidamente su último encuentro con Susan Wright, quien fuera la antigua dueña de la caravana. Ella tenía en su momento, el monopatín de Danny en su poder, y vivía con su perro, Vince, allí.
—¿Cómo que desapareció? ¿Dónde está?
—No lo sé —niega el rubio—. Volví un día y se había ido —se explica casualmente, como si aquello no fuera alarmante o sospechoso en absoluto, pero claro, Tom no es consciente de hasta qué punto Susan Wright estaba implicada en el caso de Danny, como testigo ocular de su propio padre—. Aún tengo las llaves —menciona, golpeándose brevemente el bolsillo del pantalón vaquero, donde resuenan con un sonido metálico, chocando unas contra otras—. Ha estado bien quedar contigo —le dice a Mark con una sonrisa amigable, recogiendo su abrigo del perchero de la entrada—. Aunque ganes al FIFA —añade con un tono cómico—. ¡Gracias Mark! —exclama antes de salir por la puerta de la caravana con paso vivo. Tiene que darse prisa en regresar a casa de su tía Lucy para dar las menos explicaciones posibles.
—Nos vemos... —masculla más para sí Mark que para Tom, quien para ese instante ya ha salido del lugar.
Mark se muerde el labio inferior con moderación. Sabe que cualquiera que los viera hacer esto, teniendo en cuenta lo que pasó el verano pasado, lo que le pasó a Danny. Podría interpretarlo de una forma muy distinta. Equivocada. Por eso mismo lo mantiene en secreto. Solo quiere sentirse cerca de Dan. Eso es todo. Además, Tom tiene a su padre en la cárcel. Lo justo es que alguien vele por él...
La tarde, y por consiguiente la noche, se ciernen sobre el pequeño pueblo de la costa de Dorset. Ellie, Cora y Alec, que finalmente se han decidido a quedarse en casa de Claire, se preparan para descansar tras haber cenado. Ellie se ha puesto un camisón que le ha propinado Claire, y extrañamente, lo encuentra de su talla. Mientras ella se cambiaba, Cora ha recostado a Fred en su cuna de viaje, en la habitación que la anfitriona le ha dejado a la castaña. Lo ha arropado en sus mantitas, y le ha llenado la cuna de sus peluches favoritos. El infante no tarda en quedarse dormido, arropado por tanto cariño y calidez.
—¡Hay más mantas en el armario, Ellie! —exclama Claire desde su habitación.
La castaña hace lo que le ha indicado la morena, abriendo el armario de su habitación, encontrando algunas mantas más. Cuando saca una de ellas para arroparse, un pequeño sobre blanco cae desde el interior hasta posarse grácilmente en el suelo. Sabe que no debería hacerlo, que espiar el contenido de una carta es un delito, pero el sobre ya ha sido abierto. Nadie podría culparla si su contenido se desplazase «por accidente» al exterior...
Deja la manta sobre la cama, antes de tomar el blanco sobre en sus manos, abriéndolo. Dentro encuentra una campanilla prensada. No es habitual encontrar una campanilla por estos lares. Suelen crecer mucho más al norte, o al sur, dependiendo de dónde te encuentres. Uno de los lugares más idóneos es cerca de Sandbrook. Pero si eso es así, ¿qué hace Claire con una campanilla prensada en el armario de su habitación? Claramente sabe perfectamente que alguien podría encontrarla ahí si rebuscaban. Quizás por eso no quería, en un principio, que se quedasen allí a dormir. Hay demasiadas preguntas sin respuesta, y Ellie ahora mismo no tiene el tiempo ni la energía para dedicarles ni un minuto de tiempo.
Por su parte, la sargento de cabello cobrizo y ojos azules, dormirá en uno de los dos sofás que tiene la anfitriona en su casa, pues le ha indicado que no la quiere ver dormir en el coche, al aire libre. Alec también se ha opuesto a esa idea con vehemencia, como si esperase que, durmiendo en el coche, un oso salvaje o algo parecido pudiera atacarla. Coraline se ríe por dentro al imaginarse esa posibilidad, pero agradece su preocupación. Se ha negado a cambiarse de ropa, pues no quiere importunar más a su anfitriona. Además, tampoco es que le agrade necesariamente ponerse la ropa de otra persona. Lo considera demasiado íntimo. Comprende que Ellie esté acostumbrada a este tipo de cosas al ser madre, pensando solo en la comodidad de sus hijos, pero ella no puede hacer algo así. Por si fuera poco, aún hay algo en su anfitriona de cabello moreno y ojos claros que no acaba de convencerla. Aunque ya no sabe discernir si es por la cercanía que le profesa a Alec, o porque su mente inconsciente ha notado algo que la ha hecho ponerse alerta. Mientras saca unas mantas de una cómoda que le ha indicado Claire, Cora observa a su jefe, quien también va a dormir con lo puesto en el sofá frente al suyo. Se sonroja rápidamente al considerar la posibilidad de que van a dormir juntos. Bueno, no juntos-juntos, sino en la misma habitación. No puede evitar ponerse nerviosa. Un leve escalofrío involuntario la recorre en ese momento. Nuevamente, sus peores vivencias consiguen interrumpir los pocos momentos y pensamientos felices que tiene.
Alec camina hasta la habitación de Ellie, tocando la puerta.
—¿Se encuentra bien, Miller?
—¡No entre! —exclama ella, como por reflejo.
Esa respuesta provoca que Hardy ruede los ojos. Pues claro que no pensaba entrar, ¡por amor de Dios! Solo quiere asegurarse de que se encuentra bien. Al fin y al cabo, las emociones del día han sido muy intensas. Está seguro de que, tanto ella como Harper, están agotadas.
—No pensaba entrar —sentencia él a través de la puerta—. Dormiré en el sofá, con Harper —menciona, antes de percatarse de sus palabras, apresurándose en rectificarlas—. Qu-quiero decir, que dormiré e-en el otro sofá de la sala de estar. Harper dormirá en el otro, claro.
—¡Buenas noches! —le desea la castaña desde su habitación, divertida al haberlo escuchado trastabillar con sus palabras. Si esos dos no fueran hasta cierto punto unos ineptos socialmente hablando, ya se habrían dado cuenta de cómo actúan y hablan siempre que están juntos.
—Bien, buenas noches —se despide él, encaminándose a la sala de estar, donde encuentra a su oficial, es decir, a su sargento, ya tumbada en el otro sofá, de costado. Tiene una manta que la cubre ligeramente hasta la cintura, y respira pausadamente. Se ha quedado rápidamente dormida por el agotamiento, y no es de extrañar. Con una sonrisa enternecedora esbozándose en sus labios, el inspector no puede evitar sus siguientes acciones. Se acerca a ella, tomando la manta por una de sus dobleces en su mano derecha, estirándola hasta los hombros de la muchacha, arropándola—. Buenas noches, Cora —le desea en un susurro, antes de besar su frente en un gesto afectuoso. Inmediatamente se aleja, como sacudido por una descarga eléctrica. Se reprende por hacerlo: ¿y si la hubiera despertado? O peor aún, ¿y si la joven lo hubiera visto hacer eso? La vergüenza y la incomodidad posteriores habrían sido insoportables. No niega que la joven le importa y quiere protegerla, pero tiene que recordarse que no puede, es más, no debe, dejar que sus emociones personales se interpongan y lo distraigan del caso. Ya tendrá tiempo después para enfocarse en ellas.
El inspector de origen escocés se recuesta en el sofá que queda frente al de la muchacha, cerrando sus ojos. Espera poder dormir, aunque sea solo esta noche. Las pesadillas no le han dado tregua los últimos días, y está agotado. Necesita descansar. Al cabo de unos minutos, su deseo se cumple y cae en los brazos de Morfeo.
Las horas van pasando inexorables por la noche hasta llegar las 02:00 de la mañana. Cora está revolviéndose en el sofá, con la frente perlada en sudor frío, con escalofríos que la recorren de arriba-abajo. Finalmente, la terrible pesadilla se hace tan vívida, que la joven despierta con un leve grito, el cual sofoca, tapándose la boca con ambas manos. Su cuerpo tiembla como una hoja. No quiere despertar a nadie por sus pesadillas. Respirando sin pausa, intentando calmar sus nervios y la tensión de su cuerpo, la muchacha se levanta del sofá, caminando mientras se tambalea ligeramente a los lados, pues aún está con los nervios a flor de piel. Mientras se esfuerza por mantener el equilibrio, ya que las piernas parecen a punto de doblársele, sale de la casa. Cierra la puerta tras ella, quedándose sola. Suspira con pesadez, notando cómo su voz pierde poco a poco su temblor aterrorizado, y se sienta en las escaleras del porche, alumbrada únicamente por la pálida luz de la luna. Agradece la ligera brisa que se levanta en ese momento, secando su sudor, calmándola como si de una nana se tratase, ondeando su cabello suelto. Ni siquiera es consciente de que la puerta a su espalda se abre y se cierra nuevamente con lentitud. Está tan absorta en sus pensamientos que no se percata de la presencia en su lado izquierdo, hasta que alguien carraspea suavemente.
—Alec... —apela a él, y éste le sonríe brevemente—. Lo siento, ¿te he despertado?
—No te preocupes —dice él, encogiéndose de hombros—. ¿Estás bien? —cuestiona, su voz ronca al haberse despertado recientemente. Ella niega la cabeza con lentitud—. Una pesadilla, ¿verdad? —cuestiona, y ve que la muchacha quiere negarlo a juzgar por cómo desvía su mirada de él—. Te he escuchado gritar, Cora.
Ella suspira. Sabe que no hay forma de ocultárselo. No a él.
—Cada vez son más frecuentes... Y vívidas —se explica la joven—. Parecen tan reales... Ni siquiera sé distinguirlas ahora —se sincera con él, claramente exasperada y agotada por la falta de sueño—. Siento que me voy a volver loca como siga reviviendo ese momento —se expresa, y nuevamente como hace tiempo sucediera, el inspector puede ver en sus claros ojos los retazos del miedo. Un miedo profundo y paralizador—. No sé cómo voy a poder seguir adelante con lo que sé ahora —se horroriza la muchacha, rodeando su cuerpo con sus brazos en un gesto de autoprotección.
De pronto, la de ojos cerúleos nota una cálida sensación en su espalda. El hombre a su lado ha traído una de las mantas, la cual había mantenido sujeta en su brazo izquierdo. Acaba de rodear sus hombros con su brazo derecho, tapándolos a ambos con la confortante manta.
—Todo irá bien, confía en mi —le pide en un tono bajo, acariciando el hombro de ella, mientras la pelirroja mantiene sujeta la manta con su mano derecha. La nota acercarse a él, y con cariño, la deja recostarse en su pecho, abrazándola contra él—. Has sido capaz de convivir con ellas hasta ahora, y eso demuestra una gran fuerza de voluntad —la alaba, y consigue hacerla sonreír—. De modo que, como tampoco yo estoy pudiendo dormir por ellas... Te haré compañía —sugiere, girando el rostro, posando su mirada castaña en ella—. Mantendré esas pesadillas a raya para que puedas descansar.
—Entonces yo haré lo mismo por ti —sentencia ella en un tono amable, cariñoso.
El silencio que sigue a sus palabras es cómodo, dotando a este momento de una gran intimidad. La luna los ilumina con su blanquecina luz, confiriéndole a esta reunión un aura llena de discreción, como si aquel fuera un encuentro secreto entre dos almas afines. La muchacha siente en su corazón una ingente cantidad de felicidad, la cual solo siente al estar nuevamente a su lado. En cuanto al testarudo escocés, no podría encontrarse más cómodo, y por qué no decirlo, en casa, junto a la joven de veintinueve años. Es una sensación que llena su pecho de gran tibieza, extendiéndose por todo su cuerpo, otorgándole una serenidad y seguridad que ya creía haber perdido hace años.
—Oye, Alec...
—¿Mmm? —el murmura, no desviando su mirada de ella.
—Quería darte las gracias —responde Cora en un susurro, con un tono de voz extremadamente dulce, cariñoso, habiendo posado su mirada en la luna que los alumbra—. Por dejarme estar a tu lado nuevamente...
—Siempre lo has estado —responde él en un tono ronco que la hace estremecer.
Ambos sonríen para sus adentros, y se mantienen en un placentero silencio, como antaño hicieran. Comprenden lo que el otro está pensando, y no necesitan ponerlo en palabras. La muchacha de ojos azulados y piel de alabastro recuesta su cabeza en el pecho del hombre con vello facial, y él por otro lado, apoya su barbilla sobre la cabeza de ella, sintiéndose tranquilizado por su presencia y palabras.
Al cabo de unos minutos, Hardy nota incuestionablemente cómo la respiración de la joven taheña se ha sosegado. Inclina su testa para contemplarla, y la vislumbra dormir plácidamente. Con un ademán tranquilo para no despertarla, el hombre de origen escocés la sujeta contra él con su brazo derecho, antes de deslizar el izquierdo por la flexión de sus rodillas, tomándola en brazos. La joven se acurruca contra él al sentir el movimiento, provocando que el corazón del castaño de un vuelco en su pecho. Entra con ella a la casa con una absoluta cautela, cerrando la puerta de acceso a la vivienda a sus espaldas con lentitud, a fin de emitir el menor sonido posible. La deposita con delicadeza y cariño en su propio sofá, arropándola con la manta con la que los ha cubierto anteriormente. Tras hacerlo, asegurándose de que en esta ocasión las pesadillas no amenazan ni turban su sueño, Alec se recuesta nuevamente en su sofá, tapándose con su propia manta, antes de volver al reino de los sueños oníricos.
El amanecer llega aceleradamente, con los rayos del sol cubiertos por una densa capa de nubes grisáceas. El cielo está encapotado, como si anunciara lluvia, y con ella, el inicio de un proceso terriblemente largo y tedioso. Jocelyn, que ha sido contactada por su antigua alumna, Sharon, da pesados pasos por la arena de la playa de Broadchurch, cerca de los acantilados. Intenta convencerse de que no está pasando eso: que el juicio no va a salir adelante y que Sharon no es la abogada de Joe Miller. Pero no importa cuantas veces se repita lo mismo, puesto que, en cuanto ve a la mujer negra con su gabardina azul marina en la orilla de la playa, las esperanzas se desvanecen de un plumazo.
Continua caminando con pasos pesados, sintiendo como si la arena la hundiese con todo su peso hasta su interior, tragándosela enterita y sin masticar. Ojalá esta reunión hubiera podido retrasarse un poco más. Aunque ella sabe perfectamente que solo estaba intentando retrasar lo inevitable. Con un suspiro pesado, se queda quieta, a escasos centímetros de la que antaño fuera su más brillante alumna.
—No te culpo por volver aquí —menciona Sharon, siendo la primera que rompe el incómodo silencio entre ambas—. Es precioso.
—Imposible escapar de casa —sentencia Jocelyn en un tono algo nostálgico, sin desviar los ojos de la mujer a su izquierda—. ¿Cómo estás? —cuestiona por educación.
—Como si te importara —sentencia Sharon con una risotada sarcástica—. Te he llamado porque necesito algo de contexto —continúa en un tono sereno—. Sabes que voy a defender a Joe Miller, ¿verdad?
—¿Puedo pedirte un favor? —Jocelyn apenas se inmuta ante las palabras de su exalumna, dominando el temblor de su voz que amenaza con aparecer ante la perspectiva de volver a incorporarse al mundo—. Déjalo.
—¿Por qué?
—¿Por qué quieres hacerlo? —la de pelo claro le devuelve la pregunta—. Pruebas forenses abrumadoras, admisión de culpabilidad... Deja que lo haga otra persona —le ruega con un hilo de esperanza, que se rompe ante las siguientes palabras de la mujer afroamericana.
—Jocelyn, llevas sin ser mi jefa desde hace mucho tiempo —le recuerda con algo de ironía la abogada de Joe.
—No, no lo dejarás —sentencia Jocelyn en un tono apesadumbrado—. Yo... Debería habérmelo imaginado. Claro...
—¿Por qué te molesta tanto que lo haga?
—Porque yo estaré en la acusación —sentencia Jocelyn, cuyas palabras caen como una losa de cemento sobre la mujer a su izquierda. Sharon se vuelve para mirarla, sonriendo cínicamente. Está claro que piensa que es una broma de muy mal gusto.
—Sí, claro... —cuando nota la mirada de su exjefa en ella, la sonrisa y el ademán despreocupado de Sharon cambian de golpe. No puede creerlo. Esa mirada determinada que le dirige la rubia no hace sino confirmar sus peores suposiciones—. Lo dices en serio... —su voz expresa desconcierto y molestia. Incluso podría decirse que resentimiento.
—No quiero ridiculizar a una alumna —Jocelyn espera que Sharon crea su farol, para así desanimarla a continuar representando a Joe Miller, pero su fachada obtiene justo el efecto contrario.
—Lo haces por ellos, ¿pero no por...? —Sharon se interrumpe antes de terminar la frase. Su tono cuando continúa hablando se ha vuelto sarcástico, buscando el punto débil de su anterior superiora—. ¿Seguro que podrás hacerlo? —socava.
—Estoy segura.
—Nos vemos pronto —se despide la mujer negra, dando meda vuelta y caminando con presteza lejos de allí.
La rabia la ha invadido de pies a cabeza. No puede ser cierto que Jocelyn se atreva a enfrentarse a ella en el juzgado. ¿Después de lo que le pidió? Es una terrible ironía. Debe saber que perderá. Nada va a evitar que consiga un veredicto de no culpable. Ni siquiera su empeño en demostrar que el derecho es una noble profesión.
Entretanto, los habitantes de la casa de Claire han amanecido temprano ese día. La mañana es gris, como si anunciase tormentas en vez de sol, como habían pronosticado. Para innovar, los primeros en despertarse han sido Alec y Cora. Estos han desayunado los primeros, cuando aún descansaba toda la casa, disfrutando de su mutua compañía. Tras haberlo hecho, y cuando Ellie y Fred se han despertado, se han dado prisa en prepararse, pues acaban de recibir una llamada por parte de Paul Coates.
—Gracias, Paul —comenta la pelirroja al teléfono—. Iremos lo antes posible —yuxtapone, suspendiendo la llamada. Al ser ella la única de los tres que sigue en activo como policía criminal, el vicario ha creído conveniente avisarla a ella primero, y como la conoce bastante, sabe de buena tinta que el inspector escocés está con ella.
Necesitan llegar al cementerio de San Andrés cuanto antes. Tras emperifollarse un poco para estar presentables, se encaminan a la cocina, donde está Ellie, quien acaba de desayunar, al igual que su chiquillo, sentado en su sillita de bebé.
—Miller, necesitamos que nos lleve —sentencia Hardy con apremio, habiéndose ataviado con su habitual abrigo de inspector. Ellie alza la cabeza al escuchar su tono demandante. En su expresión puede verse el desconcierto y la negativa que va a seguirle.
—No, no he dormido bien, gracias por preguntar —comenta con sarcasmo la castaña, antes de percatarse de la mirada acelerada e intranquila de su amiga—. ¿No podéis llamar a un taxi?
—Es imperativo que lleguemos cuanto antes, y el taxi tardaría bastante —responde su amiga en un tono apremiante, habiéndose quedado de pie frente a la mesa de la cocina, cerca de Alec—. Necesitamos estar allí ya, y eres la única que ha traído el coche —añade, antes de suspirar—. Y antes de que lo digas, no. Él no puede comprarse un coche.
—¿Por qué no?
—No puedo, médicamente hablando —responde el inspector de policía en un tono sereno, intentando convencerla, haciendo alusión a su condición cardíaca—. ¿Podemos irnos? —cuestiona, antes siquiera de percatarse de que Claire acaba de despertar, habiéndose presentado en la cocina con una camisa blanca y unos pantalones cortos del mismo color con motivos florales.
—¿Ir a dónde? —cuestiona la morena, confusa por la prisa que de pronto parecen irradiar el escocés y la tan avispada muchacha de cabello cobrizo.
—Te llamaré —sentencia Alec, antes de tomar la mano de su subordinada como por un impulso, arrastrándola al exterior de la vivienda—. ¡Vamos, Miller! —exclama desde el exterior, provocando que la aludida resople con hastío. Siempre tiene que hacer lo que le diga Alec Hardy. No es que no lo echase de menos, pero esto de ir siempre de acá para allá siempre que él lo quiera...
—Nos vemos —menciona la castaña, levantándose de la silla, recogiendo las pertenencias que no ha guardado ya en el coche.
—Pareces su mascota... —menciona la morena—. Al igual que Coraline, aunque en su caso diría que es más íntimo —añade, antes de dirigirse al pequeño Miller, esbozando una sonrisa amigable—. Fred, ¿tú también te vas? ¡Vuelve pronto!
La voz de Claire, que lleva en sus palabras el rastro ineludible de una emoción, hace pararse en seco momentáneamente a Ellie, antes de seguir a sus compañeros y amigos. Llega al coche en pocos pasos y tras meter el carrito en el maletero, deja a Fred en manos de Cora, quien lo sienta en su sillita, en el interior del coche, a su lado, como hiciera el día anterior. Solo entonces la expolicía arranca el motor, comenzando a conducir velozmente hacia Broadchurch.
El cielo borrascoso, como anteriormente anunciase, ha empezado a descargar una sutil y cálida precipitación sobre el pequeño y pacífico pueblo de Dorset. A la lluvia incesante la acompaña una ligera brisa primaveral, casi veraniega. Jocelyn, que se ha encasquetado en la cabeza un gorro de agua, camina junto a Ben Haywood, quien ha decidido seguir apoyando al caso como su ayudante, para defender así a los Latimer. El joven abogado lleva un paraguas con el que se protege de la lluvia, y camina apresuradamente, siguiendo a Jocelyn. Se han puesto en camino a casa de los Latimer en cuanto se han enterado de las acciones del equipo legal de Joe Miller. La gabardina de Jocelyn, cuya largura le llega hasta los pies, ondea tras ella, impulsada por la ligera brisa. En unos pocos pasos, han llegado a la puerta principal de Spring Close 4, tocando el timbre.
Los Latimer, quienes están recogiendo las sobras de la comida del día, preparándose para la cena, escuchan con claridad el sonido del timbre. Mark, que le ha preparado un sándwich a Chloe, se lo coloca en un plato en la mesa de la cocina, pues sabe que aún tiene hambre. Beth deja a un lado la limpieza de los platos y sale al recibidor, abriendo la puerta. Su sorpresa es mayúscula al ver allí a Jocelyn Knight, quien anteriormente hubiera rechazado con tanta vehemencia representarlos en el juicio. A su lado está Ben, lo que consigue infundirle la esperanza de que la testaruda abogada haya reconsiderado su postura y proceda a ayudarlos.
—Oh, hola... —la saluda Beth, casi atónita, dejándola entrar, apartándose de su camino.
—Traigo malas noticias —sentencia la abogada, pasando rápidamente al comedor, donde se despoja de su gorro de agua, dejándolo en la mesa.
—¿Qué es? —cuestiona sin apenas tiempo para hablar con ella—. Ah, hola, Ben —saluda al joven abogado, quien le sonríe con algo de tirantez, lo que provoca que una ligera alarma empiece a resonar en su cabeza—. Mark, ¡Jocelyn está aquí, con Ben! —exclama lo suficientemente alto como para que su marido la oiga desde la cocina.
Mark emerge de la cocina a los pocos segundos, con la taza de té que se va a tomar aún en la mano.
—Hola! —exclama con una sonrisa. Ahora tiene la energía renovada al verla allí, en su casa—. ¿Va a aceptar nuestro caso?
—Lo único que hará este juicio es exigirles más —sentencia Jocelyn factualmente—. Yo les exigiré más.
—Solo queremos que la verdad salga a la luz.
—Saber la verdad y conseguir justicia es algo muy distinto —sentencia la abogada tras escuchar las palabras de Mark. Bien sabe ella a lo que tendrán que enfrentarse en este juicio. Todo saldrá a la luz. Todo. No habrá lugar ni yerma en la que poder esconder nada, porque tanto ella como la defensa de Joe Miller encontrarán todos los trapos sucios de todos los implicados en el caso de Danny.
—Lo entendemos —asegura Beth, pero la rubia niega con la cabeza.
—No, me parece que no —la aplaca la letrada—. No, si nunca han pasado por algo así. Necesito saberlo todo sobre ustedes. Todo sobre Danny, todo sobre los Miller. No escondan nada —los alecciona con un tono que da cuenta de la severidad y gravedad de sus palabras—. Joe Miller tiene una buena defensa —aunque no aprecia ni comulga con los métodos de Sharon, debe concederle que es tenaz como nadie—. Se moverán rápido y jugarán sucio. Ya lo están haciendo.
La cara de Mark, que se ha ido desencajando a cada palabra de su nueva abogada, dirige su mirada preocupada hacia Ben. Alza las cejas, curioso sobre las ultimas y enigmáticas palabras de Jocelyn. ¿Qué quiere decir con que ya están jugando sucio?
—¿Qué quiere decir con eso, Ben?
Ellie, que continúa conduciendo su Toyota Avensis se sorprende ante la imagen familiar de Broadchurch. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que ha pisado el pueblo. Prácticamente desde el encarcelamiento de Joe. Lo que no le sorprende es esa sensación de vergüenza e incertidumbre que la carcome desde los tuétanos. Vergüenza por aquello que los vecinos y habitantes del pequeño pueblo puedan pensar de ella, pues está segura de que muchos la consideran igual o incluso más responsable de la desgraciada muerte de Danny Latimer. Incertidumbre por otra parte, por el misterio con el que se están conduciendo tanto Alec Hardy como Coraline Harper, quienes normalmente no están tan callados. Siempre hablan entre ellos y con ella en estos viajes en coche. Le inquieta este silencio sepulcral entre ellos. ¿Qué es lo que ha pasado que requiera de la presencia de estos dos agentes de la ley en el pueblo? ¿Y a dónde tienen que ir con tanta prisa? Conoce las calles del pueblo al dedillo, pero ahora es como si fuera con los ojos vendados. Ni siquiera puede imaginar cuál es su destino. Decide romper ella misma el silencio que se ha formado, con la esperanza de recuperar algo de la normalidad de esos viajes.
—¿Habéis visto el armario que hay en mi habitación? —cuestiona, y ve por el espejo retrovisor que Cora asiente vehementemente, mientras que Hardy repite esa acción en su imagen periférica—. He encontrado una carta envuelta en tela —comenta, y parece que Hardy no está muy interesado, hasta que la escucha decir las siguientes palabras—. Bueno, no era una carta exactamente. Era una campanilla prensada en una pequeña hoja de papel.
—¿Cómo que una campanilla? —el tono de Alec es alarmista por un momento. Esa no es una buena señal. No es nada buena. Chasquea la lengua.
—Bueno, solo eso: una flor —comenta Ellie en un tono más sereno, contrastando vívidamente con la pronta reacción alarmista de su jefe.
—Es ahí —le indica Alec, haciendo un gesto con su mano derecha hacia la curva que se encamina hacia la colina en la que se encuentran el cementerio y la iglesia. Ellie lo advierte, y se apresura en ratificarlo.
—Por aquí se va a la iglesia.
—Lo sabemos —responde Cora desde atrás, arropando al pequeño Fred, quien se ha quedado dormido por el bamboleo del coche, además de las continuas caricias en su cabello por parte de la sargento.
—¿Por qué vamos a la iglesia?
—Nos bajará y se marchará —ordena Hardy, quien es consciente al igual que Harper de lo que está sucediendo allí, y del dolor que podría acarrear no solo a Ellie, sino a la familia Latimer si llegaran a enterarse.
—¡No!
La respuesta obstinada de la castaña es lo último que esperaba oír Alec Hardy esa mañana. Aunque tampoco es que le extrañe, conociendo su talante. En su fuero interno sigue siendo una sargento de policía. Suspira con pesadez, observando cómo la iglesia queda a la vista. En la base de la colina hay un montón de vehículos: entre ellos las furgonetas de los forenses y una ambulancia privada.
Paul Coates los está esperando en el pórtico del santo lugar, y cuando ve que llega el coche de Ellie con el inspector y la sargento en su interior, se apresura en reunirse con ellos. Alza los brazos como diciendo que no puede hacer nada por evitar el terrible suceso que se está llevando a cabo. Alec y la muchacha de piel clara salen casi escopeteados del coche de la castaña. La voz de la ya no tan novata taheña, resuena en el lugar con un inconfundible tono metálico, lleno de impotencia e ira además de incredulidad.
—¿Esto es una broma pesada? —cuestiona, caminando hacia Coates—. Dígame que no van a hacerlo, Paul —le ruega, y el vicario niega con la cabeza tristemente.
—Tienen una orden judicial —sentencia el rubio con algo de vello facial, provocando que la muchacha ponga los ojos en blanco por unos segundos.
—...¡Sus muertos! —exclama la joven por lo bajo, refrenándose de soltar toda clase de improperios, realmente molesta, caminando a paso firme hacia el cementerio de San Andrés.
Ellie, aun completamente ignorante ante aquello que está sucediéndose delante de sus narices, se abriga con su chaquetón naranja, y sale del coche. Toma las llaves en sus manos y cierra el coche, dejando unas rendijas de las ventanillas abiertas, para que así, Fred pueda respirar y no se ahogue. Aunque estando dormido, tardará en darse cuenta de su ausencia. La de cabello rizado, que no está acostumbrada a ver a su amiga soliviantarse tan monumentalmente, no hace sino preocuparse, pues eso significa que el asunto es verdaderamente grave y serio.
—Que alguien me diga qué está pasando —pide la castaña, caminando junto al inspector, quien va a la zaga de la muchacha de cabello cobrizo, cuya ira no habían previsto ninguno.
Alec por su parte, suspira pesadamente: no solo tiene que encontrar la forma de aplacar la evidente ira e impotencia de su compañera, sino que ahora tiene que resignarse a que la expolicía de cabello rizado y castaño los siga. Quería protegerla de esto como fuera. No se lo merece, y está seguro, porque la conoce bien, de que acabará culpándose por lo sucedido.
—¡Vuelva al coche, Miller! —profiere Alec, acelerando el paso, logrando alcanzar a su compañera de ojos garzos, en cuyo hombro posa su mano diestra en un esfuerzo por apaciguarla. Ella simplemente inhala y exhala profundamente, manteniendo a raya sus emociones. Sabe que no puede dejarse llevar. No ahora. Necesita mantener la mente tranquila y despejada para lo que está a punto de ver.
Finalmente, es Paul Coates quien se atreve a decirle a la castaña aquello que Hardy y Harper son incapaces de hacer. Con un tono algo nervioso y apenado, las palabras salen pesadas de su boca.
—El equipo legal de Joe ha solicitado otra autopsia del cadáver de Danny —la informa con desaprobación, dejando claro que ni siquiera él aprueba esos métodos tan invasivos—. Habrá una exhumación oficial...
—Oh, Dios, no... —Ellie está mortificada, como sus dos amigos esperaban que sucediera.
Allí, en la verde campiña, los forenses y la policía local de Broadchurch están procediendo a la exhumación del cadáver del niño de once años, habiendo sacado su ataúd del pequeño agujero en el que se encontraba, junto a su abuelo. Una blanca carpa lo cubre para evitar que las inclemencias del tiempo intercedan con las pruebas forenses que han de realizarse.
—Sí, deme eso —sentencia la muchacha de cabello cobrizo, tomando un amasijo de hojas que le tiende un oficial de policía, en el cual se detallan las razones para la exhumación, así como las pruebas que se pretenden hacerle al cadáver del niño.
Cora lo observa, escaneándolo rápidamente, entregándoselo a su jefe una vez memoriza la información. Alec toma las hojas en sus manos con cuidado, atreviéndose a dar una mirada ladeada, observando al equipo legal de Joe, que se ha personado allí. Cora también dirige su mirada glacial hacia las dos mujeres allí presentes antes de adelantarse, siguiendo a su jefe, para acotar los detalles con los forenses allí disponibles.
No muy lejos del lugar de la exhumación, Sharon Bishop y Abby Thompson lo observan todo, percatándose de la llegada del Inspector Hardy, la Sargento Harper y Ellie Miller. En cuanto notan el ademán del inspector y la sargento taheña, intercambian una mirada cómplice.
Paul se gira entonces a su espalda, quedándose mortificado por la visión que se acerca a ellos. Son los Latimer, con Mark a la cabeza, cuyo rostro está lívido por la ira. Sus pasos son rápidos, carentes de control. Vaticinando el posible encuentro nada desagradable que se avecina, Paul procede a avisar a Ellie, quien también se gira sobre sus talones, posando su mirada en los Latimer. Mark, Beth y Chloe caminan tan rápido que casi parece que corren. Nigel Carter está con ellos también, como medida para controlar a su compañero de trabajo en caso de que pierda los papeles. Tras ellos están Jocelyn Knight y Ben Haywood, con una expresión derrotista y extremadamente apenada en sus rostros. La voz de Mark llena todo el lugar como un trueno arrollador.
—¡Mi hijo está ahí dentro! —exclama, esforzándose porque las lágrimas no le caigan de las mejillas—. ¡Usted! ¿¡Por qué no le deja descansar, eh!? —les espeta a los forenses, y en parte de Hardy y Harper, quienes han vuelto su mirada hacia ellos con una honda tristeza. Ojala no tuvieran que tomar parte en esto, pero es su trabajo, y deben cumplir con ello.
—Lo siento mucho —dice Paul en un tono apenado, intentando aplacar a Mark.
—No has podido resistirte... —le espeta Beth a Ellie, sujetándose su abultado vientre. Las palabras que salen de su boca llevan impregnadas su veneno y su desdén por ella. La cara de Ellie se desencaja al escucharla.
—No sabía nada de esto...
—No, tú nunca lo sabes —sentencia Beth con ironía, recordándole implícitamente que estuvo totalmente ignorante de aquello que hacía su marido con su hijo a esas intempestivas horas—. Esto es culpa tuya: ¡espero que te pudras en el infierno por lo que nos has hecho!
—Mamá, mamá —intercede Chloe, rodeando los hombros y la espalda de su madre con su brazo derecho, alejándola de esa terrible escena.
Jocelyn y Ben siguen el liderazgo de Chloe, caminando lejos del cementerio. La abogada de la familia apenas da crédito ante las acciones de la que antaño fuera su pupila. ¿Qué quiere conseguir con esto? ¿Provocar más dolor y sufrimiento a la familia? No le cabe en la cabeza y no le encuentra respuesta alguna. Hace mucho que dejó de intentar comprender lo que pasa por la cabeza retorcida de Sharon.
—Haz algo, Paul... —ruega Mark en una voz quebrada.
—Lo siento. Lo siento...
Mark hace un violento y terco amago de acercarse al féretro de su hijo, aunque solo sea para defenderlo de las manos de los forenses, como si fuera su último acto como padre, pero Paul y Nigel lo aplacan al momento, restringiendo sus movimientos. El vicario le hace una señal al amigo fontanero de Mark para que se lo lleve de allí, y este obedece al momento, apresurándose a descender la colina, llevando al castaño sujeto por los hombros. Toda la familia Latimer desciende de la colina con las lágrimas empañando su vista.
Ellie se queda allí, patidifusa, en shock, ante lo sucedido. Todo esto parece demasiado irreal. Como un espejismo. Ojalá lo fuera. Siente una mano en su hombro. Es Cora. La sonrisa apática que le dirige es comprensiva. Sabe lo duro que es esto para ella, y quiere dejarle claro que está ahí si la necesita, como siempre lo ha estado. La castaña asiente levemente, antes de suspirar, volviéndose con la taheña hacia el escocés, quien ha observado el desenlace de este terrible acontecimiento en silencio.
—¿Está bien? —cuestiona Hardy en un tono calmado, amable, y Ellie niega brevemente.
De pronto, mientras el inspector vuelve la mirada hacia una colina cercana, algo capta su atención. Una figura, quieta, observándolo todo con un aire de superioridad. Maldice en su interior al reconocer al dueño de esa figura. La reconocería en cualquier parte. Cora y Ellie, que han seguido la mirada del hombre de delgada complexión, también han avistado al hombre que está en la colina cercana, encendiendo un cigarrillo. Los tres caminan en silencio unos pasos, para así tener una mejor vista del hombre.
—¿Quién es? —cuestiona la expolicía.
—Lee Ashworth —sentencia Coraline, quien incluso a esa distancia, ha logrado reconocerlo, habiendo rememorado rápidamente aquellos recortes de prensa y noticieros que vio mientras aún estaba en la academia de policía.
—¿En serio? —la castaña no da crédito.
—Mírenle: ahí, regodeándose —sentencia Alec en un tono despectivo, claramente lleno de desprecio, pues es lo único que siente por ese despojo de ser humano.
"Sabía que había vuelto al país, a Broadchurch, pero no me imaginaba que fuera a ser tan descarado como para presentarse aquí, en una exhumación. Claro que, sabía que yo acudiría. Me ha estado vigilando... Maldito sea", piensa para sí mismo el inspector, antes de que una pregunta por parte de su compañera de cabello taheño interrumpa sus pensamientos.
—¿Por qué está tan seguro de que mató a esas chicas, señor?
—Porque estuve allí cuando todo comenzó, Harper —sentencia su inspector en un tono sereno, rememorando su pasado—. Recuerdo la desesperación de Ricky y Cate Gillespie, y la calma y la casi indiferencia de Claire y Lee —añade, y por su tono pasa un destello férreo, síntoma de la herida tan profunda que le ha dejado el caso de Sandbrook—. Claro que, ahora que sabemos que Claire no es la coartada de Lee, tiene sentido que mintiera para proteger a su marido. Es el único que no tenía una coartada para la noche en la que desaparecieron Lisa y Pippa...
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