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Capítulo 4

Abby Thompson acaba de llegar a la estación de St. Pancras, tras unas tres horas aproximadamente en tren. El trayecto de Broadchurch hasta Londres es demasiado largo para ella. Ha salido esta misma mañana, pues no se encontraba con ganas ni con ánimos de viajar el día de la vista. No es que haya podido echarse una cabezadita en el tren, puesto que se encontraba revisando el caso nuevamente, apuntando aquellos datos curiosos que pudieran interesar a su jefa y compañera, Sharon Bishop. Llevan trabajando años ya codo con codo, y Abby sabe perfectamente que, si encuentra una prueba o testimonio, e incluso un mínimo indicio factible para desestimar la acusación, e intentar ganar el caso —no importa lo que tengan que hacer para lograrlo—, Sharon estará más que dispuesta a representar a Joe Miller.

Mientras sube las escaleras que salen de la estación, Abby nota que su teléfono móvil empieza a vibrar. Hace equilibrismos con la mano izquierda, sujetando en ella su maletín, en cuyo interior lleva sus documentos, y bolsa de viaje, donde lleva algunas cosas esenciales además de la toga y la peluca. En su brazo derecho por su parte, lleva su bolso particular colgado del hombro. Ni que estuviera haciendo una función de circo... Rebusca en su chaqueta con su mano derecha, logrando encontrar el dichoso teléfono de las narices. De todos os momentos en los que podía llamar Sharon, tiene que ser ahora precisamente, cómo no. Es la reina de la puntualidad británica. Le dijo la noche anterior, cuando abordó el tren, que llegaría sobre las 11:02h, y es exactamente a la hora que ha llamado a su teléfono. Suspira pesadamente al contestar.

—Sí, lo siento, estoy a dos minutos —menciona nada más escuchar las quejas de Sharon acerca de su impuntualidad. ¿Qué quiere que haga? ¿Azuzar al maquinista solo porque ella es perfecta en todos los sentidos? Es una obsesa del control. Rueda los ojos ligeramente—. Increíble —decide contarle lo sucedido en el tribunal—: tres horas de ida y tres de vuelta, trabajando por el camino, estudiando de noche en el peor hotel del mundo, ¡y ese tipo decide cambiar de opinión y declararse no culpable una vez sentado en el banquillo! —despotrica sin control, caminando hacia la agencia de Sharon. Por suerte está cerca de la estación, así que no tiene que pasear demasiado por las bulliciosas calles londinenses. Los tacones que lleva son una afrenta a la comodidad, después de todo...—. ¿Necesitamos leche? —cuestiona de pronto, rememorando que, cuando salió ayer de la oficina, su compañera se quejaba de que solo quedaba un cartón.

Una vez se ha pasado por el supermercado más cercano, comprando una botella de litro y medio de leche desnatada —¿por qué no? Además, la leche entera solo tiene grasas, y no les conviene a ninguna empezar a engordar—, la joven abogada de cabello corto y castaño llega al bufé de abogados de Sharon. Solo tienen alquilada una planta entera de un edificio, pero es suficiente por ahora. No es que tengan mucho personal por los recortes que han sufrido, pero por lo menos pueden ganarse bien la vida.

En cuanto pasa el umbral de la puerta principal, llegando a la entrada, donde se encuentra la sala de espera, con paredes blancas y suelo de madera clara, se encuentra a Sharon. La mujer afroamericana de ojos castaños y cabello moreno está vestida con su habitual atuendo: una camisa blanca de manga larga, una falda lisa negra —no de tubo—, medias y zapatos de tacón negros. Es definitivamente elegante. Tiene en sus manos dos bolsas de basura, las cuales deja en el suelo de forma poco ceremonial. Por lo visto, están llenas de bártulos de oficina a juzgar por el ruido que hacen al impactar contra la madera. Abby mira sorprendida a su amiga, jefa y compañera de profesión.

—¡Fuera lo viejo! —dice Sharon en un tono aliviado, como si estuviera deshaciéndose de una pesada carga.

—¿En serio estás limpiando?

—¿Qué crees que hago? —cuestiona Sharon, encaminándose hacia el despacho particular de Abby, con la castaña siguiéndola—. ¿Dónde están las bolsitas de té?

—Se acabaron dos días antes de que el recepcionista dimitiera —responde Abby, dejando sus pertenencias en su mesa.

—No dimitió —se apresura en rectificarla Sharon, tomando en sus manos un dichero verde—. Le despedí —sentencia, caminando fuera del pequeño despacho de Abby.

—Sharon, me pasó al correo una copia de su email de dimisión —sentencia la abogada en un tono factual, tomando en sus manos el expediente y el caso de Joe Miller, siguiendo a su jefa hacia su despacho. Por el camino saluda a Frankie, uno de sus abogados, el cual está hablando por teléfono en su propio despacho. Éste la ve, y alza una mano a modo de saludo, antes de continuar con su conversación.

—Sabías lo del té y aun así has vuelto sin comprar más —la regaña la mujer de piel negra en un tono amonestante.

Abby pone los ojos en blanco: esta mujer es una adicta al té. Eso no ha cambiado desde que la conoció. Si no bebe su taza de té por las mañanas, está de un humor sarcástico y cínico durante todo el día, hasta que llega la hora del almuerzo, donde baja a la cafetería de la esquina a por su chute de teína.

—Soy tu abogada —le recuerda la joven—. No tu chica de los recados —menciona, antes de suspirar pesadamente, observando que su jefa se coloca tras su escritorio, revisando ese archivo cuya carpeta es verde. Se apresura en comentarle los datos referentes al caso de Joe Miller. Quizás consiga picarle la curiosidad, y si recompensa esa curiosidad con una buena taza de té, es posible que acabe aceptando el caso. Sí, es una técnica de refuerzo pavloviano, pero ¿qué más se puede hacer con una jefa tan testaruda como Sharon?—. Ese asesinato de Dorset: el niño de la playa del verano pasado —comienza en un tono calmado, sacando el expediente de caso de su carpeta particular—. Ese tío ha decidido declararse no culpable en el banquillo —deja el expediente del caso y el de Joe Miller en el escritorio de su jefa con un ligero golpe—. Necesita un abogado.

—No, no me interesa...

Ya se esperaba algo así. Suerte que viene preparada.

—Lee el expediente —la anima, señalándolo.

—¿En Londres?

—En West County —responde Abby, mordiéndose el labio inferior. Sabe que, al no ser un lugar reconocido, Sharon va a perder el interés bastante rápido. Tiene que darle algo a lo que hincarle el diente.

—¿West County? —se mofa.

—Tendrá repercusión.

—No quiero repercusiones —la mujer negra parece cada vez más aburrida.

—¡Solo léelo! —exclama Thompson, perdiendo un poco los estribos. Vuelve a tomar el expediente en sus manos, dejándolo caer nuevamente al escritorio con fuerza.

—No quiero.

—Nuestro recepcionista ha dimitido —le recuerda la joven abogada a su compañera, quien apoya sus posaderas en su silla de oficina, en sus manos la carpeta de color verde—. ¿Qué más casos tenemos?

—Estamos esperando uno bueno.

—Este es muy bueno —insiste la muchacha—. Le he echado un ojo al expediente en el tren. Ya sabes que soy muy concienzuda —Sharon asiente ante sus palabras, aunque de momento no le presta toda su atención. La escucha, eso sí—. Hay discrepancias —menciona la de piel bronceada, acercándose a la silla de su compañera, con el expediente en sus manos. Esa última palabra parece llamar por fin la atención que Abby deseaba. Solo necesita darle un empujoncito a la situación.

—¿Qué clase de discrepancias?

—De las que te gustan —una sonrisa pícara aparece en el rostro de Thompson—. Las he ido marcando —menciona, abriendo el expediente, dejándole ver a la mujer afroamericana todos los archivos que contiene. En muchas de las hojas hay detalles y frases subrayadas con un rotulador fosforito—. Si miras el procedimiento que se ha seguido, y el segundo párrafo de aquí —continúa, señalando una de las transcripciones—, la acusación es cuestionable —finaliza, y cuando nota el imperceptible arqueamiento de las cejas de su jefa, sabe que la tiene en el bote—. Si lo defiendes, le demostrarás a la gente que no nos ha afectado el caso de... Ya sabes.

—No, no lo sé —niega Sharon, plenamente consciente de a qué caso se refiere.

—Voy a por té —añade, pues ha notado que el talante de Sharon, a pesar de ser cínico, se ha quebrado ligeramente ante las palabras «acusación cuestionable».

Abby Thompson sabe que no hay nada que le guste más que la oportunidad de machacar a la fiscalía. Ese es su estilo. Camina con pasos acelerados hacia el ascensor, dispuesta a agenciarse una buena caja de té Earl Grey, que es el favorito de su jefa. Con esto, quedará sellado el acuerdo, y seguramente, defenderá a Joe Miller.

Tal y como esperaba Abby, en cuanto ella ha abandonado la estancia, la curiosidad de Sharon, que se ha acrecentado por las palabras de su compañera, da sus frutos. Desvía la mirada de su portátil, tomando una de las hojas del expediente del caso. Como decía su compañera, el caso presenta irregularidades en su acusación, y algunas son tan flagrantes que podrían echar por tierra toda la argumentación en contra del acusado. Si se juegan bien las cartas, podrían conseguir desestimar la confesión, e incluso podría conseguir un veredicto de no culpable, imposibilitado que el acusado sea juzgado nuevamente por un crimen así.


Coraline Harper, quien parece cadavérica a la luz del día, no tiene aspecto de haber dormido bien la noche anterior. Más bien parece enferma. Tiene unas profundas ojeras, y parece a punto de desmoronarse. Está ahora mismo apoyada en la barandilla del centro de investigación de Broadchurch. Ha pedido una excedencia por enfermedad, puesto que no se encontraba demasiado bien como para continuar trabajando.

La mujer de veintinueve años suspira con pesadez, acariciando con las yemas de sus dedos la cálida taza de cappuccino que tiene en sus manos. La conversación que mantuvo con su madre nada más volver de la vista no fue tampoco muy agradable. Arrojó luz sobre los acontecimientos de su pasado, y no solo eso, sino que consiguió que, en algunos de sus recuerdos sobre el incidente de abuso sexual, se destapase la niebla que los cubría. Ahora que ha atado todos los cabos, todo tiene sentido para ella. Todo se ha conectado, y el rompecabezas está completo una vez más. ¿Pero qué debe hacer ahora? ¿Utilizar esa información? ¿Quedarse callada? El delito no ha prescrito, ya que, por suerte, en el todo el territorio del Reino Unido los delitos sexuales contra menores no prescriben, pero... Sabe cómo acaban este tipo de casos en los tribunales. Ha visto demasiados antecedentes como para saber que, sin pruebas irrefutables del delito, no podrá hacer nada al respecto. Teme que sus pruebas no sean suficientes. Se lleva la taza de plástico a los labios, bebiendo su contenido. Ahora hasta el café le sabe amargo... Y eso que le ha echado el doble de azúcar.

Se da la vuelta, caminando hacia su casa, pues ha decidido dejar el coche en su hogar, ya que no se siente con ánimos para conducir, pero de pronto, ve a su inspector caminando hacia ella. Ambos caminan hasta encontrarse cara a cara. La muchacha de veintinueve años observa el rostro de Hardy, confusa por su presencia allí.

—Señor, ¿qué está haciendo aquí? —cuestiona ella de forma protocolaria, apelando a él con su título de superior, más por costumbre que por fastidiarlo.

Al escucharla, el escocés arquea una ceja.

—Mira quién es ahora la que no utiliza el nombre... —menciona en un tono ligeramente bromista. Intenta sonsacarle una sonrisa, pero al ver su expresión agotada y desanimada, empieza a preocuparse—. ¿Qué sucede, Coraline? ¿Estás bien? —le retira un mechón de cabello cobrizo de los ojos, colocándoselo detrás de la oreja. Al hacerlo, se percata al momento de las oscuras ojeras que rodean sus hermosos orbes cerúleos—. Vaya, no tienes buena cara...

—Gracias por el cumplido, Alec —responde ella, logrando sonreír momentáneamente—. Estoy francamente agotada —le comenta, cerrando los ojos con pesadez—. No he tenido una buena noche por varios motivos...

—¿Puedo ayudarte en algo?

—No. No puedes ayudarme en nada —niega ella de forma cortante, moviendo la cabeza de lado a lado—. A menos, claro, que sepas cómo llevar un caso de abuso sexual a los tribunales y que no te traten como a una provocadora, diciéndote poco menos que te lo merecías —espeta ella en un tono cansado, manteniendo la mirada fija en el suelo. No es que esté molesta con él claro que no. Es solo que su ánimo se torna extremadamente irritable cuando no ha dormido lo suficiente y no tiene las pilas cargadas. Aún no ha terminado de tomarse el café, y no está con la energía suficiente en este momento como para explicarle todo lo que ha averiguado. Además, los recuerdos de lo sucedido en la vista del día anterior aún están frescos en su mente, lo que únicamente aumentan su molestia—. Yo... Lo siento. Nada de esto es culpa tuya —se disculpa, percatándose de lo desconsiderada que está siendo con su inspector. Se frota el entrecejo con frustración. Siente que las lágrimas debido al estrés y al agotamiento están a punto de brotar de sus ojos—. Hoy no es un buen día para mí —niega con la cabeza, atreviéndose a mirarlo—. En cuanto me acabe el café prometo no estar tan irritable... Te lo compensaré de alguna manera.

Alec simplemente le sonríe amablemente.

—Ambos sabemos que no necesito una compensación —le recuerda el escocés, y ella asiente en silencio—. Aunque no me quejaré si por el camino me invitas a una tila —comenta, logrando hacerla carcajearse momentáneamente. El inspector, inseguro sobre qué más hacer para intentar animar a su subordinada, carraspea, algo incómodo—. ¿Quieres un abrazo? —extiende sus brazos a los lados, habiendo notado que la jovencita intenta no llorar.

Ella lo observa sorprendida. No esperaba este ofrecimiento, pero sería tonta si lo rechazase.

—Si no te molesta... —se ruboriza, secándose unas pocas lágrimas que han empezado a caer por sus mejillas—. Me vendría muy bien ahora.

Él asiente, y mantiene los brazos abiertos. Una agradable sensación se instala en su pecho al sentir que la joven se abraza a él, rodeando su torso con sus brazos. Siente su corazón latir con fuerza, aunque no es la misma sensación que conoce tan bien. Es completamente distinta a cuando está a punto de sufrir una arritmia. Ni siquiera es consciente de ello, pero algo en su interior le dice que esa sensación agradable que lo recorre al consolarla, al estar cerca de ella, es aquello que ha estado buscando desesperadamente. Mientras la abraza, rodeando su vulnerable cuerpo con sus brazos, pasa con suavidad y delicadeza el pulgar derecho por las mejillas de la pelirroja, y de esa forma, se deshace de las lágrimas que las recorren a raudales.

Cora apoya la cabeza contra el pecho de su jefe, y siente los brazos de él que rodean su espalda y extremidades, brindándole un cálido y reconfortante abrazo. Oh, cuanto necesitaba algo así... Sentirse apreciada y protegida no es una sensación que cualquier persona pueda darle, pero desde luego, y no sabe si Alec es consciente de esto, es único a la hora de calmarla y hacerla sentir mejor. Nota cómo el inspector de cabello castaño pasa su dedo con delicadeza por sus mejillas, quitándole las lágrimas que estaban empezando a dejar rojos surcos en su piel debido a la sal. Se acurruca un poco más contra él, buscando su consuelo y apoyo.

Él apoya su clavícula sobe la cabeza de la joven sargento, reconociendo aquel sutil aroma característico de su champú de coco. Ella por su parte, reconoce esa mezcla de colonia y pasta de dientes. Siente su corazón latir fuerte y veloz en su pecho, sintiéndose extremadamente dichosa. Poco a poco, sin que ella lo haya advertido, esa admiración por Alec Hardy ha comenzado a cambiar. Está transformándose en una bella sensación que la recorre de pies a cabeza cuando está en su compañía, otorgándole fuerza y energía sin límites.

Mientras se sumergen en este abrazo, ambos comienzan a recordar esos anteriores encuentros cercanos, cuando ambos se han ayudado y consolado. Han estado ahí para apoyarse mutuamente en los momentos más duros. Hardy ha estado ahí para ella desde que empezó a desentrañar la verdad sobre su TEPT, teniendo que aceptar las consecuencias de lo que le sucedió. La ha consolado y calmado cada vez que sus recuerdos o flashes eran demasiado, lo mismo que sus ataques de ansiedad. El inspector mantuvo —y aún lo hace— en secreto su trastorno psicológico, incluso si ello implicaba que pondría en riesgo su empleo. Cora por su parte, ha estado ahí para él durante sus desvanecimientos, apoyándolo incondicionalmente a lo largo del tiempo que han trabajado juntos. Al igual que él, mantuvo en secreto su condición, aun a riesgo de poner en juego su puesto como oficial.

No hay ninguna duda de la fuerte conexión entre ellos. La joven sargento hará lo que sea por él, y el inspector hará lo mismo por ella.

El hombre con vello facial acaricia la espalda de la taheña en movimientos lentos. Comprende lo estresada que debe estar su subordinada y protegida, y no cree que sea solo por el hecho de tener que testificar en el juicio que Joe Miller ha provocado. Probablemente, según le dijo ayer, también tiene que ver con aquello que Tara debía contarle. Según su reacción algo cortante, ha sido algo inesperado para ella. Incluso diría que ha sido capaz de dejarla en shock, aumentando su tensión y desánimo. No soporta verla en ese estado, pero no piensa presionarla, al igual que ella no lo hizo en su momento. Va a estar a su lado, apoyándola, y si en algún momento quiere contárselo, la escuchará. No va a dejarla sola. Y esta es una promesa que no piensa incumplir.

Se mantienen en ese ciertamente cercano e íntimo abrazo, y aunque en un principio era algo incómodo para Alec debido a su falta de interacción social, con el paso de los minutos se ha tornado en un gesto agradable y cómodo para ambos. Parece que ninguno quiere romper ese momento de paz, puesto que volver al mundo real, con todas sus tribulaciones, es como despertar de un bello sueño. Finalmente, es la muchacha de ojos azules como el cielo quien se separa, rompiendo el abrazo. Ha dejado de llorar, y su rostro expresa una felicidad que no sentía desde hacía semanas. La tensión que la invadía poco a poco ha ido disminuyendo, y en sus labios hay una sonrisa amable y dulce.

Alec suspira para sus adentros, aliviado de haber podido animar a Coraline. Ya es hora de devolverle un poco de la ayuda que tantas veces le ha prestado incondicionalmente. Aunque por desgracia, la necesita una vez más.

—Ahora cuéntamelo, Alec —menciona la pelirroja, tomando un sorbo de su café—: ¿qué te traes entre manos? —cuestiona tras ingerir el cálido líquido—. No me creo que hayas venido hasta aquí solo por el placer de mi compañía —bromea, y ambos se carcajean.

—Bueno, esa es una de las razones —rebate él, y se divierte al ver el ruborizado rostro de ella, lo que, en cierto modo, hace que su corazón pegue un brinco—. Pero tienes razón, como siempre —suspira el hombre de delgada complexión, su tono serio—: necesito tu ayuda con algo.

—¿Un nuevo caso? —ella arquea una ceja, terminándose la taza de café en unos pocos sorbos, arrojándola al cubo de basura cercano. Él asiente ante sus palabras, incapaz de decirle nada más, al menos por ahora.

"Tiene cara de no haber dormido demasiado, ¿aunque quién lo haría tras la vista de ayer? Hay algo que no me está contando... Algo que guarda celosamente en un secreto insondable. O al menos, no tiene la confianza de hablar de ello abiertamente. Conozco a Alec lo suficiente como para saber que hay pocos temas sobre los que no pueda hablar sin tapujos. Solo hay un motivo para que mi compañero y jefe mantenga este silencio y secretismo: Sandbrook. ¿Tiene que ver con ese caso de hace años? ¿Acaso ha encontrado una pista para reabrir la investigación?", reflexiona para sí misma, habiendo analizado el comportamiento no-verbal y las micro expresiones de su protector y persona admirada. "Oh, ¿tendrá algo que ver con la mujer que vino a la vista ayer? ¡Pues claro! ¡Tendría todo el sentido del mundo!", se entusiasma mentalmente una vez conecta los datos. También, sin percatarse de ello, al relacionar a esa mujer con el caso de Sandbrook, una ligera sensación de alivio la recorre de arriba-abajo. Se encuentra más animada debido a ello.

—De modo que es eso: Sandbrook —sentencia la de cabello cobrizo, pues tal y como Hardy esperaba que hiciera, su brillante mente analítica ha conectado los datos—. No logro comprenderlo del todo, pero tiene que ver con la mujer que vino ayer a la vista, ¿me equivoco?

—No te equivocas —reafirma Alec, confirmando sus palabras—. Ahora mismo no puedo decirte mucho más, lo siento —niega él en un tono suave, aunque en sus palabras se denota nuevamente ese orgullo que lo invade siempre que ella da en el clavo con sus análisis—. Te lo explicaré todo cuando recojamos a Miller —añade, comenzando a caminar—. Os necesitaré a ambas.

—Está bien. Cuenta conmigo —afirma la muchacha, caminando a su lado—. Reunamos al equipo —sonríe de oreja a oreja, feliz ante la perspectiva de volver a trabajar con ellos en un caso—. Por suerte para ti, se exactamente dónde está Ellie —añade, y ambos amigos se encaminan por las calles del pueblo, en busca de su buena amiga de cabello castaño.


Ellie Miller se ha despertado esa mañana con una sensación de opresión en el pecho. Apenas ha podido mantenerse serena cuando se ha vestido, se ha preparado, ha vestido a Fred, han desayunado, y lo ha dejado en la guardería. En todo momento parecía estar viendo a Joe con esa cara de superioridad, declarando su no culpabilidad, a pesar de las innumerables pruebas que hay en su contra, además de los testimonios, que lo sitúan en la escena del crimen. Como va a celebrarse un juicio, tiene perfectamente claro que la llamarán a declarar en calidad de testigo y agente a cargo de la investigación. Lo que le aterra es saber la fecha. Una vez empiece, no habrá forma de pararlo. Va a destrozar las vidas de muchas personas, como una gran pelota que bambolea y trastabillea. Esa mañana ha acudido a la cita que concertó ayer con su psicóloga, tras la vista rápida que se celebró. La mujer frente a ella la observa con una mirada compasiva, sin juzgarla. Solo la escucha.

—¿Cómo te sientes? —le pregunta nada más se sientan en las sillas, comenzando su sesión.

Ellie, que lleva un jersey azul marino sobre una camisa azul, pantalones vaqueros y deportivas, esboza una sonrisa irónica. Tiene la cara demacrada, un indicativo de que no ha conseguido dormir bien la noche anterior. Las oscuras ojeras han intentado ser disimuladas con una buena capa de maquillaje.

—¿Qué cómo me siento?

—Sobre Joe.

—¿Se refiere a si sigo fantaseando con pegarle con un martillo hasta que esté muerto? ¿Y a si sigo soñando despierta mientras preparo las tostadas? —inquiere en un tono sarcástico, intentando mantener el control sobre su voz—. ¿Y pensando cuántas veces le golpearía antes de limpiar la sangre y los sesos del martillo? ¿Y si me preocupa que esos pensamientos me hagan ser como él? —desvía la mirada arriba a la derecha, reflexionando. Suspira con pesadez. La respuesta es clara para ella—. Ya no tanto.

—¿Y después de lo sucedido en los juzgados?

—Lo llevaba bien, ¿sabe? —le comenta en un tono vulnerable—. Lo estaba conteniendo, enterrando —hace un gesto con la mano derecha, como si bajase la intensidad de sus emociones—. He aprendido a hacerlo los últimos meses para sobrevivir —se sincera, nada acostumbrada a contenerse y callar aquello que la inquieta—. Y entonces, en el tribunal, al verle ahí y que él dijera... —se interrumpe—. Porque pensé, fui ingenua, pero me dije: «se declarara culpable y le condenaran, y todo acabará, y en unas semanas o en un mes, podré volver a mi casa, a Broadchurch. Podré soportar las miradas y juicios porque se habrá hecho justicia, y él no volverá jamás. Y en algún momento, Tom querrá volver a vivir conmigo, y podremos arreglarlo» —con un gran dolor en cada una de sus palabras, detalla cómo sus esperanzas de recuperar un atisbo de su vida normal—. Pero... —los ojos se le empañan por las lágrimas—. Ahora veo todo eso muy lejano.

—¿Y cómo se siente al respecto?

—Culpable —sentencia la expolicía en un tono melancólico, sintiendo que está a punto de llorar. Pero necesita desahogarse. Expulsar esa pena que la carcome por dentro.

—¿Por qué?

—Porque es culpa mía.

Las lágrimas campan por sus anchas ahora, llenando sus mejillas de ríos color plata. El llanto sienta bien. Es liberador. Se limpia las lágrimas con un pañuelo de papel. Tiene que mejorar, recuperar su fortaleza. Solo así podrá decirse en voz alta que ella en realidad no es culpable. Nunca lo ha sido. Pero su mente no quiere aceptar la realidad. Al menos de momento. No está preparada. Por eso acude a las sesiones. Ayudan mucho.


Joe Miller, ataviado con un jersey gris claro, está sentado nuevamente en la sala de reuniones. Ayer le llegó la petición del vicario de reunirse con él nuevamente para charlar, y la aceptó. Espera que Paul pueda ayudarlo a volver a casa. Necesita que alguien lo apoye durante el juicio. Sentado ahora en la silla frente al rubio vicario, en su claro rostro se refleja una clara alegría y alivio. Sin embargo, Paul Coates tiene los brazos cruzados, observando a la persona que tiene frente a él con una mirada crítica, tratando de discernir cuál es su verdadero objetivo. Lo sucedido en la vista es inusual. Demencial, se atrevería a decir. Necesita contrastarlo con Joe. No puede creer que no haya tenido jamás la intención de declararse culpable.

—¿Has visto a Ellie? —cuestiona Joe con desfachatez y un tolo animado, iniciando la conversación—. ¿Cómo está? —añade, pues recuerda perfectamente la reacción de su mujer en la vista.

—¿A qué estás jugando, Joe? —la voz del vicario es tensa, demandante.

—Te molesta que no te lo dijera —comenta Joe, pensando que realmente, Coates está airado por el hecho de no haberle comentado que pensaba declararse no culpable. Se rasca la calva con la mano derecha, habiendo apoyado el codo en la mesa. Desvía la mirada por un momento, pero la vuelve a posar en el hombre de Dios con confianza.

—Vine cuando me lo pediste —dice Paul, rememorando la primera vez que Joe se puso en contacto con él—. Intenté guiarte —se inclina hacia el reo, trazando con sus manos un invisible camino—. Recé contigo porque... —se interrumpe, alzando la vista al cielo, tratando de controlar el quiebre de su voz: ¿acaso ha hecho más bien que mal al venir en su socorro? No sabría decirlo—. Pensé que estabas arrepentido...

—Lo sé, y te lo agradezco —afirma el reo en un tono cordial, relajado.

—Joe, no puedes hacernos pasar por un juicio —sentencia Paul en un tono confidente, bajo— Confesaste —le recuerda—. Las pruebas contra ti son claras, y...

—No solo contra mí —lo interrumpe Miller, negando con la cabeza—. Contra todos.

—Joe, eres el único al que están juzgando —recalca el vicario, dándose perfecta cuenta de que el asesino de Danny pretende arrastrarlos todos a las tinieblas—. Mataste a un niño. Solo tú —la mirada esperanzada de Joe le deja claro que está muy desconectado de la realidad. No ve cómo va a afectar al pueblo, a la familia, que haga algo así. O tal vez, sí lo ve. Lo ve, y está haciendo lo posible por prolongar su sufrimiento—. Nadie más.

—Nadie es inocente, Paul —sentencia Joe con un tono maquinador—. Todo el mundo esconde cosas.

Paul se echa hacia atrás. No puede creer lo que sale de la boca del preso. Es una atrocidad. Es inhumano. Y lo está disfrutando. Ahora lo ve, en sus ojos, llenos de esperanza y convencimiento. Como temía, ha estado tratando con el diablo todo este tiempo.


Ellie Miller recoge su chaquetón naranja del perchero de la consulta. Mira el reloj mientras sale del pequeño piso. Tiene cerca de media hora para pasar a recoger a Fred a la guardería. En cuanto cierra la puerta, dispuesta a dirigirse a su coche, por poco le da un ataque cardíaco al contemplar a las dos personas que no esperaba ver esa mañana. Alec Hardy y Cora Harper están apoyados en el capó de su coche, esperándola. La mujer recién ascendida le dedica una suave sonrisa, mientras que el inspector castaño arquea una de sus cejas, posando su vista parda en el edificio del que ha emergido.

—¡Marcharos! —exclama, sorprendida—. ¿Qué estáis haciendo aquí?

—¿Ha venido al psicólogo? —cuestiona el veterano policía con un tono irónico.

—¡Pero no se lo he contado a nadie...! —exclama la castaña, antes de posar su mirada en la joven de ojos azules—. Oh, venga ya: ¡Cora! —niega con la cabeza, pues recuerda habérselo comentado a la muchacha. Camina molesta hacia su coche, dispuesta a abrir la puerta del pasajero para dejar su abrigo en el interior.

—Lo siento, Ellie.

—¿Me habéis estado siguiendo?

—Cállese —ordena Hardy en un tono hosco, como es costumbre en él. Inmediatamente se arrepiente de hacerlo, pues no es el mejor modo de convencer a Miller para que los ayude con el caso de Sandbrook. Se apoya con la mano izquierda en el coche de la expolicía de cabello rizado.

—Muy bien —dice Ellie, abriendo la puerta del pasajero con un ademán tenso—: acóseme e insúlteme, y luego se pregunta por qué está divorciado —sentencia, dejando el abrigo en su interior, cerrando la puerta con un portazo.

En cuanto la escucha decir esas palabras, un ligero dolor punzante se abre paso hasta su pecho. Que lo acusen así de no tener una pareja es horrible. Suspira con pesadez. Necesita que lo escuche.

—Tengo un problema —intenta explicarse el escocés, pero la castaña lo interrumpe.

—Sí, y yo también lo tendré como no recoja a Fred de la guardería en los próximos veinte minutos —camina hacia el asiento del conductor, pasando junto al inspector y a la recién ascendida sargento.

—En serio, Ellie —recalca la muchacha—. Necesitamos tu ayuda.

La expolicía de cabello castaño tiene sus ojos posados en los azules de su buena amiga, y después los desvía hacia los pardos de su antiguo jefe. Los conoce bien. No la molestarían con tanta insistencia si no fuera algo importante. Y si es algo tan importante que requiere la colaboración de los tres, como en el caso de Danny, significa que es urgente a más no poder. Suspira pesadamente y pone los ojos en blanco. En cuanto la analista del comportamiento la ve hacer eso, esboza una sonrisa aliviada.

—Subid —sentencia la madre del infante, quien al momento recibe un abrazo entusiasta por parte de su amiga, correspondiéndolo a los pocos segundos. La muchacha pelirroja se apresura en sentarse en el asiento del pasajero, en la parte trasera del coche. Alec suspira aliviado y asiente a modo de agradecimiento, sentándose en el asiento del copiloto—. Por amor de Dios... —masculla Ellie por lo bajo, entrando a su coche, sentándose en el asiento del conductor.


La veterana policía pasa primero por la guardería a recoger a su pequeño, quien en cuanto la ve, se agarra a ella como una lapa. La ha echado de menos. Mientras Ellie guarda la sillita en el maletero de su coche, Coraline se encarga de sentarlo en su silla para bebés, dentro del coche, habiéndola colocado junto a ella. Lo abrocha y le hace cosquillas, provocando que se carcajee. Alec, sentado en el asiento del copiloto, observa esa interacción a través del espejo retrovisor del interior. Su mirada castaña se ha enternecido al observar a su protegida interactuar con el pequeño hijo de Miller. Ellie, que por su parte acaba de guardar la sillita, entra justo en ese momento al coche, percatándose al momento de la mirada algo embobada y dulce que el testarudo inspector le está dirigiendo a su amiga. Aquello la hace sonreír para sus adentros. Por suerte, Hardy no se percata de que Ellie lo ha visto, y borra esa sonrisa en cuanto la castaña enciende nuevamente el motor. Continúan el viaje, siguiendo las instrucciones que Hardy le da a la conductora del vehículo.

Cuando están cerca de la casa de Claire, en el camino hacia la verde campiña inglesa, el escocés decide hacerles prometer a sus amigas y compañeras que guardarán el secreto de su ubicación. No quiere, ni por todos sus demonios, que Lee Ashworth se acerque nuevamente a Claire, al menos, no sin su supervisión.

—Esto tiene que quedar entre nosotros —sentencia el hombre con vello facial y delgada complexión—. Prométanmelo —su tono vuelve a ser aquel que empleaba cuando estaban a sus órdenes, volviendo su trato protocolario. Esto significa que la situación es realmente seria. Nota cómo Cora asiente con la cabeza en la parte trasera del coche.

—Prometido, señor —responde afirmativamente la sargento de ojos azules.

—¿Cuánto nos va a llevar? —cuestiona Ellie, sin responder a su petición.

—Prométamelo, Miller.

—¿Es algo que no me va a gustar? —la castaña está confusa, conduciendo por una estrecha carretera.

—A la izquierda —dirige Alec mientras ella gira el volante.

El coche enfila la calle de entrada a la casa de Claire. El vergel que rodea la rústica vivienda de ladrillo rojo sigue tan exuberante como el día anterior. Casi parece la morada de una princesa de cuento de hadas. El vehículo se detiene a pocos metros de la entrada principal. Claire, que como es habitual, estaba vigilando la entrada al ser avisada por Hardy de que estaba llegando, sale de la casa. Al ver el coche y a sus ocupantes, una expresión confusa y hasta cierto punto irritada y atemorizada se hace presente en su rostro.

—¿¡Qué está pasando!? —exclama, confusa— ¿Quiénes son ellas?

—Miller, Harper, esta es Claire —las presenta rápidamente el escocés. No necesitan perder el tiempo. Tienen mucho de lo que hablar, y cuanto antes empiecen, antes podrá poner al corriente a la castaña y la pelirroja de los entresijos del caso que tiene entre manos.

—Ellie —corrige la expolicía, presentándose, extendiéndole la mano derecha para estrechársela—. Hola...

—Coraline —sentencia la de ojos azules, acercándose a su inspector. No le extiende la mano a la morena, pues la nota muy alterada. Es como si algo no estuviera bien. Parece que su presencia la inquieta y molesta. Definitivamente, aquella sensación extraña que notó en la vista se ha vuelto a hacer presente.

—¿Qué haces trayendo a alguien aquí? —le espeta Claire al inspector, sin siquiera reparar en los nombres de las mujeres que lo acompañan.

—Han venido a ayudar —Hardy dispone de poca paciencia ahora, y no quiere perderla discutiendo fútilmente.

—¿¡Después de todo lo que has dicho!? ¡Nadie debería saberlo! —exclama, airada.

—Estás preocupada —resume el escocés—. Ella cuidará de ti, al igual que Harper, si lo necesitas —hace un vago gesto hacia las mujeres que han salido del coche con él mientras camina hacia la casa.

—¿Qué? —cuestionan Ellie y Claire.

Cora no dice absolutamente nada, sino que, como viene siendo costumbre, decide amoldarse al plan de su jefe. Ha aprendido a esperarlo todo cuando se trata de él, y se alegra de no equivocarse. Como sabe que esta reunión irá para largo, la muchacha se acerca al coche, tomando a Fred en brazos. Después, camina tras Hardy, siguiéndolo.

—No hagamos esto aquí —indica el hombre de piel clara—. Entremos.

Las dos mujeres de cabello oscuro se miran, incrédulas. Tras suspirar pesadamente, sabiendo que no pueden razonar con el escocés una vez se le mete algo en la cabeza, deciden seguir sus pasos. Ellie agradece que su amiga de cabello taheño haya recogido a Fred, así como algunos juguetes para entretenerlo mientras estén allí. Disfruta con los niños, y le alegra tenerla apoyándola. Claire camina con pasos rápidos, dando ligeras miradas suspicaces a las dos mujeres que acaban de irrumpir en su vida de forma inusual. No confía en ellas... De momento.

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