Capítulo 3
Tras el final de la vista, Ellie Miller se ha refugiado en los aseos del palacio de justicia. Necesita alejarse de todos, evitar que la vean derrumbarse. Tampoco quiere enfrentarse a la ira de Beth. Ya tiene bastante con tener a Tom enfadado con ella y sin dirigirle la palabra. No necesita más desplantes por parte de las personas que le importan. No puede creer que Joe esté haciéndoles esto. A todos ellos. Parece una locura. Es una locura. Esto no hace sino confirmar la frase de que nunca se conoce del todo a alguien. Sentada en el retrete, abraza su bolso, intentando refrenar el rio de lágrimas saladas que caen como una catarata por sus mejillas.
Está tan metida en sus pensamientos que ni siquiera es consciente de que alguien entra a los aseos, colocando un cartel de «¡CUIDADO! LIMPIEZA EN CURSO» en el pasillo, para así, bloquear la entrada.
A los pocos segundos, tocan la puerta de su compartimento.
—¡Está ocupado! —exclama la que antaño fuera sargento de policía en un tono airado.
Ni en un millar de años habría adivinado la voz que escucha a continuación.
—Lo sé —afirma Hardy en un tono calmado, conciliador—. Salga, Miller.
Como si su cuerpo recordase el protocolo, sigue las órdenes de su anterior superior al pie de la letra. Odia esa sensación. Siente como si estuviera cumpliendo las órdenes que le da un militar. Aunque admite ligeramente que es algo que echaba de menos estos meses. La idea de Alec Hardy dándole órdenes nuevamente le da una mínima sensación de seguridad y normalidad, como antaño hiciera. En cuanto abre la puerta de su compartimento, se encuentra cara a cara con el escocés y su compañera y buena amiga taheña.
—¡Márchese! —exclama, alarmada—. ¡Es el aseo de mujeres! ¡No puede entrar aquí!
—Ya se lo he dicho yo, Ellie —menciona Cora, asintiendo—, pero ya lo conoces... Ni caso.
—Estaba tardando mucho —se justifica él, antes de percatarse de que una mujer ha entrado—. ¡Eh, hay un cartel! ¡Lo están limpiando! —indica elevando ligeramente la voz, lo que no deja de ser un momento sutilmente cómico, provocando que la pelirroja y la castaña se tapen las bocas, reprimiendo una breve carcajada—. ¡Fuera, fuera! —hace un gesto con el brazo izquierdo, como si espantase moscas, y la mujer que apenas ha puesto un pie en el aseo, sale escopeteada.
Ellie se seca las lágrimas con un pañuelo que le entrega su amiga de ojos azules, tras brindarle un beso en la mejilla a modo de saludo. Se coloca frente a uno de los lavabos que hay allí dispuestos, mirándose en el espejo, intentando adecentarse, disimular la rojez que han dejado las lágrimas saladas en su piel. Se aclara el rostro con algo de agua fría. Por su parte, sus dos amigos se apoyan en los lavabos que hay tras ella, observándola.
—No dejes que te afecte —aconseja Cora una vez la castaña se ha girado para mirarlos, apoyándose ella también en la superficie en la que se encuentran los lavabos.
—Muchas gracias —responde la exmujer del reo con un tono sarcástico—. Gran consejo.
—Lo siento —se disculpa la de piel de alabastro, y Ellie le dedica una leve sonrisa, indicándole que no le ha molestado.
—No pasa nada —niega con la cabeza, despojándose de sus lágrimas—. Sé que solo intentas ayudar —asegura, sintiéndose reconfortada por el apoyo de Alec y Coraline—. Pillasteis a Joe. Tenía el móvil de Danny. Lo detuvisteis y lo interrogasteis —rememora el día de la detención de su marido. No hay forma de que pueda olvidarlo. Lleva semanas repasándolo en su mente, cada vez que se despierta por las mañanas—. No se resistió. Es culpable —sentencia, como si intentase convencerse de que lo que ha escuchado en la vista no es más que una ilusión.
—Y el caso contra él es fuerte —afirma Hardy factualmente—. La fiscalía no ha tenido ninguna duda a la hora de acusarle.
—¿Es que no sabe cómo le afectará a Beth y a Mark? ¿A todos nosotros?
—Me temo que lo sabe perfectamente —sentencia la analista del comportamiento, habiéndose cruzado de brazos—. No quiere pagar por lo que hizo, y está asegurándose de que no va a ser la única persona en ser juzgada por este crimen —añade, y tanto Hardy como Miller la miran con algo de pasmo—. Sabe que, mientras exista una duda mínimamente razonable, podrá librarse de la condena convenciendo al jurado, y para ello, debe haber un juicio, con testigos y pruebas —continúa hablando, recolectando en su mente analítica todo aquello que ha analizado del preso durante la vista—. Va a arrastrarnos a todos al infierno, y está disfrutando de cada maldito segundo —escupe las últimas palabras como si fueran ponzoñosas—. Lo siento: he perdido el control —parpadea rápidamente y se disculpa al percatarse de las expresiones atónitas y algo temerosas en sus rostros. No es la primera vez que, al empatizar con alguien, pierde el control y termina casi mimetizándose con la persona, hablando más de la cuenta.
—Oh, Dios —se horroriza de pronto Ellie, sintiendo que casi le falta el aire—: ¿quién se lo dirá a Tom? —ante la mención del nombre de su hijo, su voz se quiebra ligeramente—. Está en el colegio. Si sus amigos se enteran antes que él...
Alec interviene entonces, no dejándola terminar.
—Tranquila —comienza en un tono sereno—. Hemos hablado con su hermana.
—Ella y Olly se lo llevarán a casa a la hora de comer —finaliza Harper.
Ellie continúa enjugándose las lágrimas que han comenzado a brotar de nuevo de sus ojos. Por un momento parece que la esperanza y el ánimo la recorren como una sacudida eléctrica.
—Podría ir con ellos —sugiere—. Podría verle...
—Sabes que no quiere eso, Ellie —menciona Coraline en un tono sereno, intentando causarle el menor daño posible con sus palabras, a pesar de que sabe que es prácticamente imposible.
Desde que Joe fue arrestado, Tom ha sido categórico a la hora de expresar su rechazo hacia su madre, aunque la pelirroja comprende que es debido a la incomprensión de las circunstancias y a su deseo de creer en la inocencia de su padre. Pero tampoco está siendo justo con su madre.
La mentalista ve cómo la castaña se desmorona frente a ella tras escuchar sus palabras.
—¡Soy su madre! —solloza Miller—. Me acabará culpando aún más —comenta, claramente horrorizada ante esa perspectiva—. ¿Cómo voy a recuperarlo si hay un juicio? —la situación está pudiendo con ella, y siente que se ha abierto un agujero a sus pies. Siente que cae por él, sin ninguna forma de sujetarse a algo. La caída es libre e infinita. No hay tabla de salvación. Nada. Solo la soledad y la oscuridad—. ¿Cómo puede ser esta mi vida ahora?
Alec y Cora la observan con una ingente compasión tras sus propios ojos. No pueden siquiera imaginar por lo que estará pasando su amiga, y ni siquiera saben qué pueden decirle para intentar animarla. Incluso si lo intentan, solo va a dar la impresión de que lo hacen por lástima. No quieren eso. Pero entonces, ¿cómo pueden hacerle entender que ellos están ahí para ella? ¿Que están dispuestos a apoyarla?
—Lo siento —dice Alec en un tono muy bajo, asemejándose a un susurro. Recuerda que su compañera pelirroja suele ser quien normalmente lo consuela, por lo que, en un esfuerzo por ayudar a Miller, se le ocurre una idea. Deja de apoyarse en la superficie de los lavabos y se incorpora. A los pocos segundos, extiende los brazos hacia los lados. Cuando habla, su voz es dubitativa, algo nerviosa—. ¿Quiere un abrazo?
Aunque no consigue el efecto deseado, sirve para zarandear a Ellie en cierta forma, devolviéndole algo de su habitual energía. En cuanto escucha la propuesta de su jefe, la castaña niega con la cabeza, apresurándose en tomar su bolso en sus manos.
—¿¡Qué!? ¡No!
—Vale, no... —Alec mete las manos en los bolsillos del pantalón, claramente avergonzado.
—Pero ¿¡qué le pasa!?
—Solo intenta ayudar —menciona Coraline en un tono suave, agradeciendo el esfuerzo de su compañero por intentar animar a su amiga. Nota lo avergonzado y nervioso que se ha puesto Alec, por lo que posa una mano en su hombro a modo de ánimo, intentando transmitirle que al menos, lo ha intentado. Es un buen intento.
—¡Un abrazo! ¡Venga ya! —exclama Ellie, aunque por el tono de sus palabras, la pelirroja de ojos azules logra captar un resquicio de felicidad y divertimento.
—La gente lo hace —insiste Cora.
—Pero no él —contraataca Ellie, colgándose el bolso a modo de bandolera.
—Intente no estar sola hoy, Miller —el tono de Alec se ha vuelto nuevamente suave, no apartando su vista castaña de su compañera y amiga. La mujer empieza a caminar, dirigiéndose a la salida del aseo.
—Estoy sola, señor.
"No lo estás, Ellie", rebate Cora en su mente, deseando que ella cuente con ellos. No puede soportar ver a su amiga en ese talante tan derrotista y desolado. Esa no es la Sargento Miller con la que empezó a trabajar en la comisaría. Espera poder ayudarla a recuperar su antiguo ser, aunque tenga que animarla a recomponerse pedazo a pedazo.
—No tiene que seguir llamándome «señor» —menciona Hardy, dejando claro que, de quererlo, puede llamarle por su nombre, algo que, al menos de momento, solo permite a unas pocas personas que él considera dignas de confianza, como Harper. La relación con la que fuera su sargento ha evolucionado desde que trabajasen juntos, y ahora son buenos amigos. No necesita distanciarse, ya no.
—Lo sé —afirma Miller, pasando a su lado, sin siquiera advertir el cartel que Hardy ha colocado para evitar que alguien los interrumpa y se inmiscuya en la conversación. Por ello, la mujer de cabello rizado se tropieza con el cartel, casi cayendo al suelo. Vuelve a asomarse al aseo a los pocos segundos tras escucharse el estrépito de ella chocando con él—. ¡Por Dios! ¿¡Por qué ha puesto esto aquí!?
En el exterior de la sala de juicio número uno, los Latimer se han reunido con su abogado, Ben Haywood. Necesitan respuestas. Saber a qué atenerse en el juicio que se les viene encima. Ni siquiera han podido procesar todavía que Joe Miller se haya declarado no culpable, pero no pueden hacer nada por evitarlo. Ahora solo les queda pelear. Pelear por la justicia que Danny merece. Pelear porque su asesino vaya a la cárcel. Bob procede entonces a contarles cómo se desenvolverá todo, además claro, asegurándose de recomendarles encontrar a un buen abogado, pues hasta ahora él no ha llevado un litigio como este. No se siente o suficientemente preparado como para defender los intereses y los deseos de los Latimer tal y como se merecen.
—¿Ahora que pasará? —cuestiona Beth, acariciando su ovalado vientre con movimientos lentos.
—Habrá un juicio largo, supongo —responde Ben en un tono algo inseguro. Se siente frente a Beth en los asientos correderos provistos, quedando al lado de Mark, cuyo rostro sigue lívido—. Debemos asegurarnos de que la fiscalía les asigna al mejor abogado, y... No será fácil.
—¿Puede conseguirnos a alguien? —cuestiona la joven madre, la esperanza luchando por salir a la superficie. Con un buen abogado, las posibilidades de que Joe Miller se salga con la suya son mínimas.
—Sé quién necesitan, pero no... —se interrumpe—. No la conseguirán. Hace mucho tiempo que no lleva un caso —se explica—. Es la mejor que hay: vive cerca, está aprobada por la fiscalía...
—Sé a quién se refiere —Maggie Radcliffe, que está con ellos, de pie, asiente con la cabeza.
Esa descripción encaja perfectamente con la mujer que conoce desde hace años. Lil, su exnovia, no paraba de ensalzar sus virtudes en algunas ocasiones, aunque claro, si hablaba de ella en su mayoría era para quejarse de su ademán tosco y huraño. Maggie no tiene esa impresión. No será fácil convencerla para que ayude a los Latimer, pero espera poder conseguirlo. No en vano, ya la ha persuadido en el pasado para conseguir que mejore su estilo de vida.
—¿Y cómo podemos conseguir que nos diga que sí?
La pregunta de Beth provoca que todos se queden en silencio. Maggie sabe cómo lograrlo, en caso de que las palabras y la persuasión fallen. Deberán presentarse ante ella, darle de bruces con la verdad. Que vea la gravedad y la importancia de este caso, y lo mucho que afecta a la familia Latimer. Al fin y al cabo, Jocelyn solo toma en cuenta las pruebas fehacientes, ¿y qué hay más fehaciente que aquello que pueden ver tus propios ojos?
Por su parte, Abby Thompson está que echa humo por las orejas. No puede creer que ese imbécil de cliente suyo la haya dejado en evidencia no solo frente a los asistentes a la vista, ¡sino frente al alguacil y el juez! Espera que tenga una buena explicación para su conducta y acciones, o jura que, no importa lo que haga, se asegurará de que se declare culpable. Entra con pasos rápidos a la antesala del tribunal, donde encuentra a Joe Miller, sentado con una inmutable calma. ¿Cómo puede estar tan tranquilo con la que ha liado ahí fuera? Decide empezar echándole un rapapolvo de lo más severo.
—¿¡No me vio aquí cinco minutos antes de sentarse en el banquillo!? —le espeta, y ve cómo Joe coloca sus manos frente a su boca, en posición de rezo, como si estuviera reflexionando sobre algo—. ¿¡No mantuvimos esta conversación!?
—Lo sé, lo sé —afirma Joe, saliendo de sus ensoñamientos—. Lo siento.
—Estoy aquí para representarle. Ese es el objetivo —le recuerda con un tono severo, cortante—. ¡Me ha vendido ahí fuera! —siente cómo la cólera fluye por sus venas, aumentando el latir de su corazón—. ¿¡Qué está haciendo!? —alza la voz nuevamente, adoptando una postura de superioridad.
Joe parece acobardarse por un momento, pero luego parece decidirse. Su rostro no expresa emociones negativas, sino una gran determinación. Ha decidido algo. Niega con la cabeza, como si quisiera acallar sus pensamientos para poder concentrarse en hablar.
—He tenido mucho tiempo para pensar, ¿vale? —le comenta a su abogada—. No puedo ir a prisión por la muerte de Danny —expresa con convicción, creyendo fervientemente que no se merece el castigo. Lo hecho, hecho está—. Encuentre a alguien que acepte mi caso.
Abby Thompson lo observa con las pupilas dilatadas y asombro en sus facciones bronceadas. Conoce a una excelente abogada que podría interesarse en el caso de Joe, pero para ello, deberá persuadirla. Debe encontrar indicios en el caso que les de pie a interponer una defensa sólida, cuestionando la acusación que se hace contra el señor Miller. Ha de encontrar irregularidades en el caso, testigos fehacientes, pruebas cuestionables... Solo así conseguirán ganarse al jurado que vaya a fallar a favor o en contra de la condena. La abogada de cabello moreno asiente lentamente, habiendo tomado una decisión, y sale de la estancia, preparándose para el lago viaje en tren que le espera hasta Londres.
Paul Coates, sentado en las escaleras del exterior del palacio de justicia, está apesadumbrado, perplejo... No puede creerlo. Ha estado rezando con Joe, ha ido a verlo cuando se lo pidió. ¿Acaso no ha servido para nada? ¿No está arrepentido por lo que hizo? Claramente, se dice, no es así. Joe no parece sentir ni la más mínima empatía o lastima por la familia de Danny, ni por su propia familia y vecinos de Broadchurch. ¿Tan ciego ha estado, que ha estado viéndose con el mismísimo diablo? La voz de Becca Fisher lo saca de sus pensamientos. La australiana se ha acercado a él con pasos rápidos.
—Eh, te he estado llamando.
—Oh, perdona, perdona —se disculpa Paul rápidamente, observando a la mujer de cabello rubio y piel clara—. Necesitaba ordenar mis ideas —se disculpa, con sus ojos claros encontrándose con los azules de ella.
Becca está airada, como todos los presentes en la vista.
—¿¡En qué estaba pensando Joe!?
—No tengo ni idea —se sincera el vicario, antes de reflexionar momentáneamente. Se levanta del escalón con una mirada más serena y decidida. Becca nota el cambio en su ademán.
—¿Va todo bien?
—Eh... Sí, sí —afirma dubitativamente—. Escucha: no voy a volver ahora —le indica, dejándole claro que no va a regresar a Broadchurch de momento—. Tengo que hacer una cosa... —añade, pues tiene la intención de pedir a la penitenciaría en la que se encuentra Joe, que le dejen hacerle una visita nuevamente el día siguiente. No quiere que nadie sepa dónde ha estado.
—Vale, pero pásate luego —le dice la australiana tras asentir lentamente—. Le diré a los de la cocina que te guarden algo —añade, antes de dar dos pasos más hacia él, alargando su brazo derecho, acariciando su mejilla derecha. Su vello facial le hace cosquillas en la palma de la mano. Se inclina hacia el vicario, y ambos comparten un beso amoroso.
Lucy y Olly Stevens, que están tomando un refrigerio en la terraza del palacio de justicia, están en un ángulo privilegiado que les permite distinguir a todas las personas que entran y salen del lugar. Por esto mismo, no es extraño que sean testigos del tórrido beso que la gerente del hotel Traders y su párroco comparten.
—¡No me jodas! —exclama Oliver, asombrado. La boca se le abre por el pasmo.
—¿No te lo dije? —cuestiona Lucy en un tono irónico, arqueando una de sus cejas pelirrojas—. Veinte libras, cariño —sentencia, pues habían apostado acerca de si el vicario mantenía una relación con la joven australiana. Su hijo se apresura a rebuscar en su cartera, entregándole el billete a su madre a los pocos segundos.
—¿Cómo no me he enterado de eso? —se pregunta en voz alta.
—Podría encontrar a alguien mejor —sentencia Lucy con un tono despectivo.
—No lo creo —niega su hijo casi al momento—. Becca está muy bien —la alaba—. Yo lo haría —menciona, refiriéndose al hecho de acostarse con ella. Lucy alza la mirada, observándolo con desaprobación—. ¿Qué? —Olly no comprende por qué su madre parece tan molesta—. Solo una vez. Ya sabes... —toma su teléfono móvil, el cual había depositado hace unos segundos en la mesa para rebuscar las veinte libras en su cartera—. Para probar.
—¡Oliver...! —se asquea Lucy.
—Vale... —concede el joven reportero en ciernes, suspirando pesadamente—. ¡Y... Artículo terminado! —menciona con alegría, escribiendo los últimos coletazos de su artículo del Eco de Broadchurch, dando detalles sobre la vista de hoy—. Listo para subirlo a Internet, y... —teclea, esperando a que el artículo se publique. Siente cómo una sensación de euforia desmedida lo recorre de arriba-abajo. Esta vista y el consiguiente juicio van a darle la oportunidad perfecta para escribir artículos espectaculares—. ¡Publicado! Genial.
Lucy, que ha tomado un sorbo de su té helado, posa su mirada en Olly con desaprobación. No puede creer que su propio hijo esté disfrutando con esta situación tan precaria que les está tocando vivir. Como si para Ellie y Tom no fuera ya lo suficientemente duro. Lo último que necesita ahora esa familia es que Oliver empiece a comportarse como un capullo... En eso se parece a su padre. Sabía cómo sacarle el máximo provecho a cualquier situación, por inmoral que fuera.
—Olly —apela a él, y el joven dirige su mirada hacia ella—, ¿qué tiene de genial que tu tío vaya a juicio? —le espeta, y el joven casi parece avergonzado—. ¿Qué pasa con Tom?
—Si, no, ya lo sé —dice él, intentando excusar su comportamiento—. Pobre chico. Deberíamos ir a recogerle...
Lucy se mantiene pensativa por unos momentos. Si el juicio se celebra, llamarán a todos los testigos posibles para demostrar la culpabilidad de Joe, lo mismo que intentará hacer la defensa, solo que buscando su no culpabilidad. Aquello no deja ninguna duda sobre su papel en todo esto.
—Supongo que eso significa que tendré que testificar...
—¿Por qué tendrás que testificar? —cuestiona Olly confuso. Evidentemente, está completamente ajeno a la declaración que hizo su madre hace tiempo. Al escuchar sus palabras, su madre se apresura en disimular.
—No sé —niega ella con una sonrisita nerviosa—. Creo que todos lo haremos —añade, y Oliver arquea una ceja: conoce esa sonrisa que su madre acaba de esbozar. Suele hacerlo cuando está tramando algo, y normalmente no es nada bueno—. ¿Nos vamos? —cuestiona, levantándose con celeridad de su asiento, apresurándose en caminar hacia su coche. Olly la sigue, preguntándose qué es exactamente lo que su madre está ocultándole.
Alec Hardy ha tomado un taxi tras despedirse de Coraline en las puertas del palacio de justicia. Habría preferido llevarla con él, claro está. Necesitará su ayuda para lo que tiene entre manos, pero primero, quiere asegurarse de que la alarma de Claire no es algo sin importancia. Por eso se dirige ahora a la casa que tiene alquilada. El estrecho camino pasto de una pequeña selva virgen, muy cercana a la playa de Broadchurch, se abre camino a un extenso campo inglés. A lo lejos hay una encantadora y rústica casita de ladrillo rojo, rodeada por un hermoso vergel. Tras pagar al taxista, se encamina hacia la puerta principal. Claire, que probablemente estaba vigilando su llegada a través de una de las ventanas, sale a su encuentro. Ni siquiera se ha cambiado de ropa. Lleva la misma con la que ha aparecido en el juzgado.
—Hola —lo saluda ella con una sonrisa perlada, enseñando sus blancos dientes. Lo invita a pasar, y ambos entran al acogedor hogar de la morena. Se dirigen a la cocina para charlar con más tranquilidad.
Alec es quien empieza la conversación. Sigue algo molesto todavía por su aparición en el palacio de justicia, aunque su ira ya se ha rebajado en extremo. Se siente como un padre, regañando a una hija que ha hecho una travesura. No es la primera vez que tiene que dejarle claras las cosas a la morena, y sinceramente, empieza a encontrar algo tediosa esa tarea. Necesita ayuda para manejar esta situación, y cada vez tiene más claro que va a tener que pedírsela a Coraline Harper y Ellie Miller.
—No deberías haber venido antes —el escocés no toma asiento, sino que se limita a apoyar sus manos en el respaldo de una silla de madera. No pretende quedarse mucho rato. Sabe que, si lo hace, Claire será capaz de manipularlo para que se quede con ella. No puede dejar que le afecte.
—Fue una estupidez...
—Sí —él apenas la deja terminar—. Sí que lo fue —afirma con convicción, antes de soltar su agarre sobre la silla, comenzando a caminar hacia ella— No hagas esa clase de cosas —le advierte, como tantas otras veces ha hecho—. La gente no sabe que estás aquí por una buena razón —se apoya en la encimera, al igual que Claire, quedando a su izquierda, a escasos centímetros.
—Vale, ya te he pedido perdón —comenta la morena en un tono algo hastiado. Él está harto de darle sermones, y ella está harta de recibirlos. Pero está sola y no tiene a nadie con quien hablar. Alec debería entenderlo: esa casa es como una prisión sin barrotes tangibles, por el amor de Dios—. Es que me asusté por esas llamadas y... —se interrumpe momentáneamente, girándose hacia el inspector. Cuando habla, su voz ha adquirido un tono meloso, dulce como la miel—. Te necesitaba...
Alec intenta distanciarse. No quiere complicar la situación más de lo que ya lo está. No puede permitirse distracciones, y menos ahora. Es consciente de lo que Claire está intentando hacer, y tiene que recordarse que ahora mismo, tiene otras prioridades. No le interesa de esa manera. Tiene que cuidar de ella. Nada más. Inhalando hondamente, el escocés responde, con las arrugas en su frente acentuándose debido a la presión que ejerce esta situación, y este caso concreto, en su persona.
—Haremos lo acordado.
—Prométeme que estoy a salvo, Alec.
—Tranquila —él desvía la mirada. No soporta que Claire use sus ojos de cachorrito abandonado para manipularlo—. Todo va bien.
—¿Te quedarás? —cuestiona ella en un tono edulcorado, intentando que el hombre a su lado se mantenga a su lado el mayor tiempo posible. Está a punto de posar una mano en su brazo, pero él se aparta, como si ese gesto lo quemase.
—No —niega con vehemencia—. Tengo cosas que hacer.
Claire no parece satisfecha por su rechazo, ni por sus palabras. Cuando vuelve a hablar, pareciera que está actuando como una niña caprichosa que necesita que todo se haga tal y como ella quiere. Sabe que puede hacer que Alec obedezca su voluntad si lo presiona lo suficiente, e incluso si demuestra su vulnerabilidad. En el pasado le ha funcionado, pero algo le dice que en este hombre ha cambiado algo. No sabe muy bien lo que es. Pero le necesita a su lado, y no puede permitirse perder la influencia que tiene sobre él.
—No quiero quedarme aquí sola —su voz se quiebra voluntariamente en cada palabra, intentando apelar a la humanidad y compasión del escocés.
—Deja de preocuparte —el ademán de Hardy ahora parece indicar que quiere marcharse.
—No sabes de lo que es capaz.
—Lo sé —recalca él en un tono severo, volviendo su vista hacia ella—. Lo tengo controlado.
Maggie Radcliffe se ha encaminado desde el palacio de justicia hasta Broadchurch. Una vez allí, pide al taxi que la deje apearse del vehículo justo al pie de una bella colina, llena de margaritas en flor, propias de la primavera. Los pájaros entonan sus cantarinas sinfonías mientras camina paso a paso hacia la casa que hay situada sobre la colina.
Siempre ha adorado esta casa, y no por las bellas vistas que tiene al mar del pueblo. Hace años que conoce a su inquilina. Prácticamente desde que eran unas jovenzuelas y recorrían las calles en busca de algo que hacer. Por desgracia, el tiempo acabó separándolas, yendo cada una por caminos distintos. Maggie se enfocó en el periodismo y conoció a Lil, y ahora solamente tiene su trabajo como refugio de la realidad. Por su parte, Jocelyn se enfocó en el derecho, representando a sus clientes con una gran eficacia, ganando todos —o casi todos— los casos de los que se hacía cargo. Ahora vive en esta casa de la colina, cerca de uno de los acantilados, recluida. Se ha retirado de su profesión. Su madre vive en una residencia para la tercera edad, y es el único contacto humano de Jocelyn a excepción de Maggie, quien de vez en cuando, se pasa a hacerle una visita.
No es raro entonces que Maggie, nada más entrar por la cancela del pequeño jardín, se acerque con confianza a la puerta corredera que da al interior. Las ventanas están todas cerradas, y las cortinas están corridas. Sin embargo, a través del cristal de la puerta corredera, Maggie puede ver a Jocelyn, quien está recostada en una butaca acolchada, con unos auriculares negros en las orejas. Su cabello rubio, ahora empezando a teñirse de canas, está peinado en un corte clásico, corto, elegante. Maggie toca el cristal de la puerta con dos golpes de sus nudillos. Jocelyn hace amago de girar la cabeza en su dirección, lo que deja claro que es capaz de escuchar los sonidos a su alrededor. Pero no hace ademán de levantarse. Maggie chasquea la lengua, y como conoce muy bien a la mujer, se acerca a un pequeño cesto, sacando la llave de la puerta de debajo de la maceta interior.
Abre la puerta corredera tras introducir la llave en la puerta, dejando que el aire fresco de la mañana entre a la oscura estancia. El calor del interior choca con ella como un vendaval.
—¡Oh, qué calor hace aquí! —exclama, asombrada por la temperatura que Jocelyn tiene en la sala de estar—. Tienes todos los radiadores encendidos, y hace un día estupendo —comenta, dejando su bolso en una silla cercana a la puerta de entrada, caminando hacia la abogada—. ¡Oh, por el amor de Dios...!
—No sigas —sentencia Jocelyn con una voz serena, sin despojarse de sus auriculares—. Déjame en paz, ¿quieres?
—No —Maggie es categórica en sus palabras. Ni hablar. No piensa dejarla tranquila. No ahora, que hay alguien que la necesita desesperadamente—. Mírate —le dice, observándola una vez se coloca frente a ella—, regocijándote en la autocompasión...
Ante sus palabras, Jocelyn finalmente se despoja de los auriculares, conectados a su tableta digital. Deja ambos objetos en la mesita junto a la butaca.
—No me estoy regocijando en nada —la corrige con un punto de dureza en la voz—. Estoy escuchando un libro —sentencia, y Maggie, que sabe la razón tras ello, no le comenta nada al respecto—. Recuerdas los libros, ¿eh? —indaga la abogada retirada, levantándose de su butaca, caminando hacia su estudio con pasos ligeros. Maggie la sigue—. Algunos podemos asumir más de trescientas palabras a la vez.
Maggie esboza una sonrisa, y una carcajada llega hasta su garganta antes de percatarse de ello y poder impedirlo. Sin embargo, borra su sonrisa de un plumazo. No ha venido allí solo a ver a Jocelyn, sino a pedirle ayuda. A exigirle que salga de su espiral depresiva y autocompasiva, para ayudar a alguien que realmente la necesita.
—¿Has oído lo que les ha pasado? ¿A los Latimer?
—Sí —afirma Jocelyn, revisando algunos manuscritos y papeles de su escritorio—. ¿Están bien? —pregunta de forma distraída, como intentando abstenerse del horror que están pasando.
—Pues claro que no están bien —niega la jefa del Eco de Broadchurch—. Tendrán que pasar por la humillación de un juicio muy largo —añade, esperando que Jocelyn sepa leer entre líneas, y renuncie a su exilio/retiro para ayudar a esa pobre familia.
—¿A qué está jugando él?
—No lo sé —se sincera la rubia—. Pero la familia necesita ayuda —menciona, sacando un papel de su bolsillo. Es una tarjeta de un bufete de abogados—. Este es su abogado —se la enseña a Jocelyn—. Muy joven...
—No —sentencia con firmeza, su rostro contrayéndose en una expresión sombría. Al escuchar esas palabras, Jocelyn al fin parece captar lo que Maggie pretende con su presencia en su casa.
Al fin ha comprendido a qué viene tanta charla sobre el caso de los Latimer. Quiere que se ocupe de ello, a pesar de que sabe perfectamente que no va a hacerlo. Maggie es consciente de por qué dejó de ejercer la abogacía. ¿Acaso no se da cuenta de que al pedirle que vuelva a su trabajo, estaría pidiéndole un sacrificio que podría llegar a lamentar en el futuro?
—¡Pero ni siquiera he dicho lo que quiero decir! —exclama Maggie, siguiendo a su amiga hasta un pequeño comedor, cuya mesa está a rebosar de papeles, carpetas, archivos y demás parafernalia de derecho.
—He dicho que no. Márchate.
—Les preocupa que la fiscalía les asigne a cualquiera —sentencia la redactora.
—Hacen bien en preocuparse —afirma Jocelyn sin un ápice de remordimiento, al menos superficialmente. Internamente, eso ya es otra cosa. Sabe que puede ayudar a esa familia, que están en terribles apuros, pero no puede arriesgarlo todo. Ahora no—. Pero no es mi problema.
—Jocelyn...
—No, Maggie —la interrumpe al momento—. Estoy segura de que habrás preparado un buen discurso, pero no quiero oírlo. Ahórratelo —su voz es seca, y deja claro que, para ella, esta conversación se ha acabado.
—Jocelyn, los conoces.
—Apenas —la exabogada intenta distanciarse nuevamente, pero Maggie no se lo permite.
—Sabes lo que significa para todos nosotros —la rubia se acerca a ella nuevamente cuando ve que abandona la estancia. Logra detenerla en el estudio. Sus palabras parecen que al menos sirven para que reflexione—. ¡No puede salirse con la suya!
—Ahórrame el populismo sentimental. Ya lo leo en tu periodicucho...
—¡Por favor! —ruega la editora del Eco, con su voz adquiriendo un tono bajo, angustiado. Las arrugas en su rostro reaparecen provocadas por la tristeza, la tensión y la desesperación.
—No.
—¿Por qué no?
La abogada vuelve sobre sus pasos hasta la sala de estar, sentándose nuevamente en la butaca. Maggie, que la sigue insistentemente como un perro que ha olisqueado un hueso, se planta frente a su butaca, con las manos en las caderas. La congoja y la desilusión han cambiado de forma. Ahora la molestia y la ligera ira son los protagonistas inexcusables en su tono de voz y en la expresión de su rostro.
—Ya sabes por qué.
—Te buscaríamos un equipo para ayudarte —intenta convencerla—. No te quedes ahí sentada: ¡los Latimer te necesitan!
—Basta de violines —niega categóricamente la elegante mujer, colocándose sus gafas de lectura, las cuales ha tomado en sus manos en su vista al estudio—. La respuesta es no —cuando esas palabras salen de su boca, Jocelyn siente un ligero hormigueo apenado por la expresión desolada y el suspiro derrotista que Maggie exhala. No gira su rostro al escuchar los pasos que se alejan de su posición, hacia el exterior—. No te molestes en cerrar las cortinas, y cambiaré la llave de sitio —añade, antes de escuchar que los pasos se alejan definitivamente.
En casa de los Latimer, Beth y Chloe están solas, para variar. Mark, como va siendo costumbre estos días, ha desaparecido sin dejar rastro. Aunque siendo un lunes, lo más probable es que haya ido a trabajar con Nigel a alguna casa. Al fin y al cabo, últimamente el marido de la castaña está tremendamente preocupado por los gastos, debido en gran parte a la llegada del nuevo bebé. A pesar de que su madre, Liz, quien ha fallecido lamentablemente en marzo de ese año, dejó escrito que quería que su herencia se utilizase para procurar una buena estabilidad económica a su familia y al bebé, Beth y Mark no se han visto capaces de utilizar su herencia. Ni siquiera han decidido qué hacer con ello. Han pensado en ahorrarlo en caso de que se presente alguna necesidad, pero quizás deberían utilizarlo para los gastos actuales del bebé... Beth no ha podido hablar largo y tendido con su marido sobre ello porque casi nunca lo ve por casa. Es como si se hubiera esfumado en el aire. Quiere creer en él, de verdad que sí, pero le cuesta horrores no imaginarse ningún escenario potencialmente desgarrador. Mark ya tuvo una aventura con Becca Fisher, y una vez se ha roto esa confianza en un matrimonio, es muy difícil llegar a recuperarla. ¿Quién le asegura que no ha vuelto a hacer algo parecido? La duda le carcome las entrañas.
Esa mañana, tras volver de la vista, aún rondan por su mente las horribles palabras del asesino de su hijo. ¿Cómo ha tenido la desfachatez de declararse no culpable? ¡Todas las pruebas lo señalan como al único culpable del delito! ¿¡En qué está pensando!? No lo comprende.
La joven madre está sentada en la mesa de la cocina frente a su ordenador, frente a multitud de cuentas de gastos e ingresos. Se había propuesto hacer la contabilidad, pero ni siquiera es capaz de concentrarse en ello. Solo puede pensar en Joe Miller. Nota por el rabillo del ojo que su querida Chloe entra en la cocina. Gira la cabeza hacia ella y le sonríe dulcemente.
—Tu padre nos ha dejado todo este papeleo —le indica, haciendo un gesto hacia las hojas que hay dispersas por la mesa, además del archivo de procesador de texto que tiene en el portátil para hacer las cuentas—. No consigo concentrarme —se sincera con su hija, quien cada día, va adoptando una actitud más madura, adulta—. No dejo de pensar en Joe Miller. Debería haberse acabado.
—Lo sé —afirma Chloe, con su cabello rubio recogido en su típica trenza ladeada, cayendo por su hombro y pecho—. Pero nos prometimos que no dejaríamos que esto nos afectase —le recuerda con un tono factual, como si de pronto ella fuese la madre de Beth, y no al revés—. Vale... —da una mirada a las hojas y al ordenador—. ¿Qué hay que hacer? —cuestiona, ofreciéndole su ayuda a su madre, a quien ve algo distraída—. Aparta esa enorme tripa y déjame ayudar —menciona con un tono divertido, logrando hacer reír a la castaña, quien se aparta, levantándose de la silla, dejándole sitio para que ocupe su lugar.
—Lo sé —afirma Beth, carcajeándose—. Mírame, Clo —le indica, y la adolescente observa su redondo vientre—: estoy enorme —añade, contemplando cómo su hija se sienta en la silla, tomando en sus claras manos una de las hojas con gastos—. Ojalá naciera ya...
—Será cabezota —bromea Chloe, con sus ojos azules escaneando el documento—, como todos nosotros...
A joven madre, enternecida por las palabras de su hija, que están llenas de afecto, no solo por ella, su padre, y el bebé, sino también por Danny, acaricia su liso y suave cabello con afecto. Es increíble: su hija que hasta hace unos días era una recién nacida en sus brazos, es ahora toda una mujer. Puede apoyarse en ella, y lo sabe. Ambas lo saben.
—Este bebé... —comienza Beth en un tono suave—. No reemplazará a Danny.
—Ya lo sé —afirma Chloe, habiendo girado su rostro hacia su madre al sentir sus caricias.
En ese preciso instante, el teléfono móvil de Beth comienza a sonar. Es una llamada entrante. Esto rompe el pequeño momento de complicidad entre madre e hija, pero Beth piensa que podría ser importante. Camina dos pasos, tomando en sus manos su smartphone, el cual está sobre la tabla de cortar. Ni siquiera sabe por qué lo ha dejado ahí. Así de despistada está hoy. Ve el nombre que aparece en el identificador de llamada, y descuelga, extrañada. Comienza a pasear por la estancia mientras se acaricia el vientre con la mano izquierda. La derecha está sujetando el teléfono móvil contra su oreja.
—Nige —apela a él nada más responde—, ¿estás bien?
—Hola, querida —escucha el sonido de la voz de su amigo al otro lado de la línea, con ese tono algo despreocupado que lo caracteriza—. ¿Está Mark contigo?
La pregunta hace que un escalofrío recorra su columna vertebral. ¿Mark no está con Nige? ¿Entonces dónde está? ¿Con quién está? ¿Qué está haciendo? Las preguntas empiezan a colapsar en la mente de la castaña a un ritmo frenético, mezclándose unas con otras.
—Estaba contigo, ¿verdad? —inquiere, solo para asegurarse de que lo ha escuchado mal.
—Claro, sí... Eh... Seguro que llega tarde —intenta tranquilizarla el hombre alopécico.
—Se ha marchado hace horas... ¿No le has visto?
—No, pero seguro que estará trabajando en algo que se me ha olvidado —la voz de Nige continúa manteniendo ese optimismo que lo caracteriza, pero hay algo de preocupación impregnando sus palabras. A pesar de la calma que quiere transmitirle a Beth, esta capta ese matiz de preocupación, lo que, en consecuencia, hace que su ansiedad y las preguntas aumenten.
—Deja que lo intente en su móvil —sugiere la madre de Danny, pero Nige la corta en seco.
—No, ya lo he intentado yo, así que... —hace una pausa—. No te molestes —la castaña de pelo corto y piel clara se mantiene en silencio, pensando en todos los posibles escenarios que justifiquen la marcha de Mark, así como su incapacidad para contactar con él—. ¿Beth?
Finalmente, mordiéndose el labio inferior, cuelga la llamada, dejando a Nige Carter con la palabra en la boca. Marca el número de su marido sin siquiera mirar el teclado del teléfono móvil. Cada pulsación es furiosa, y casi está a punto de jurar que va a romper la pantalla del smartphone. El teléfono da tono, lo que significa que Mark lo tiene encendido, pero no responde. Salta el contestador de voz a los pocos segundos, y la embarazada suspira con hartazgo, colgando la llamada.
Ha atardecido cuando Alec Hardy camina por los campos de Broadchurch, cerca del río que lo lleva hasta su casa. Ha decidido caminar hasta su hogar debido a que el ejercicio pausado, como el paseo, es recomendable para mejorar su condición física. Pero en esta ocasión, sus pasos son rápidos, casi sin detenerse para tomar aliento. Ha pasado más tiempo del que esperaba convenciendo a Claire de que se encuentra a salvo, pero ahora echa chispas por los ojos. Lo ve todo rojo: acaba de llamarlo Craig, un agente de Sandbrook colega suyo, quien había trabajado a sus órdenes en el caso de Pippa Gillespie y Lisa Newbery. Ahora que está hablando con él, le ha dado las peores noticias que podía esperar este día.
—¿¡Hace tres días!? —brama al teléfono, notando cómo su compañero se achanta por su furia—. ¿¡Lee Ashworth entró en el país hace tres días, y me lo dices ahora!? —el escocés aprieta el paso, con el corazón latiéndole desbocado contra la caja torácica. Sabe que no debería alterarse, pero esto solo complicará más las cosas. ¿Por qué la gente se empeña en complicar las cosas y en ser incompetente? Es algo que aún no logra descifrar—. ¿¡Tienes idea...!? —se interrumpe al momento, tomando una bocanada de aire—. ¿¡En qué estabas pensando, Craig!? —exclama, colgando la llamada—. ¡Por el amor de Dios!
Aprieta el paso hacia su hogar. Intenta calmarse en el trayecto, recordándose que no debe alterarse. No le conviene para su salud. Craig ha cometido un error, sí, pero un error que podría costarle mucho en lo venidero. Está seguro de que, si se hubiera encargado de ello cierta sargento de cabello cobrizo, no habría pasado algo de esta envergadura por alto. Llega a su casa a los pocos minutos, y para entonces las luces de las calles ya se han encendido. Abre la cancela de madera que separa su casa de la calle principal. Está cansado, y solo quiere descansar. El día ha tenido demasiadas emociones, y no cree que pueda soportar alguna más. Sin embargo, parece que el día aún le tiene reservadas algunas sorpresas por lo que, en cuanto sus ojos pardos se posan en el cristal roto de su puerta principal, contemplando que está entreabierta, el corazón le da un salto en el pecho. En dos zancadas ya se ha acercado a la puerta, valorando los daños.
"Han entrado a la fuerza, forzando el cerrojo... Es alguien experimentado a juzgar por el trabajito. Pero ¿qué se han llevado? ¿Qué estaban buscando?", piensa el inspector, examinando su entorno. Lo primero que decide comprobar es la cómoda que tiene en la sala de estar. "Por favor, que no falte nada, por favor...", ruega mientras abre el primer cajón, encontrando que sus archivos de casos, entre ellos el de Sandbrook siguen intactos. No falta nada en ellos. "Si no han robado los expedientes... ¿Qué es entonces?", continúa reflexionando mientras examina su habitación y el aseo. El blíster de pastillas sigue allí, lo que descarta que haya sido un yonqui en busca de pastillas. Su mirada se posa entonces en la mesa de la cocina. "¡Mierda...! ¡La correspondencia, pues claro!", exclama en su mente, percatándose de que todas las cartas y recibos, incluidos aquellos que corresponden a la casa de Claire, han desaparecido de la lisa superficie.
El que antaño fuera inspector de policía sale de su vivienda a paso vivo, buscando con la mirada al responsable, a pesar de que sabe que ya se encuentra muy lejos. Por desgracia, ahora sabe perfectamente, gracias a Craig, de quien se trata.
Lee Ashworth no solo ha vuelto al país... Está en Broadchurch.
Y ha venido en busca de Claire.
En una marquesina, cerca de la playa, de espaldas a un hermoso atardecer de color dorado como el ámbar, una figura encapuchada de negro, con guantes en sus manos, ojea las cartas y correspondencia que se ha agenciado hace varios minutos. Su complexión indica que es un hombre joven, musculoso. Su piel es clara, de cabello castaño y ojos claros, azules como el cielo. Su boca sin embargo está tensa en una delgada línea. A pesar del atractivo que irradia de todos los poros de su piel, algo en su ademán y su mirada hace que no se le acerque nadie.
Pasa las cartas, como si estuviera barajando un mazo de cromos. En un momento dado, se detiene en una de ellas. Ojea la correspondencia médica del hospital de South Wessex, quienes dan luz verde a la operación de Alec Hardy, cuyos resultados han sido positivos. Si está enfermo, no supondrá un gran problema para él. Con una leve sonrisa complacida, Lee Ashworth se levanta del asiento en la marquesina, alejándose de allí, mimetizándose con el anochecer que empieza a caer sobre Broadchurch.
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