Capítulo 23
Mark Latimer se ha reunido a los pies de la falda de la colina con su abogada, Jocelyn Knight. La sesión del juicio de hoy no ha ido como esperaban, y ha visto necesario hablar con ella tras su conversación con Beth. Quiere que deje de tenerle miedo al futuro. A lo que pueda pasar. La abogada de ojos verdes suspira pesadamente, pues ella tampoco está demasiado contenta por cómo van las cosas. El panorama empieza a oscurecerse ligeramente.
—La defensa quiere que el jurado crea que yo maté a Dan y que le pedí a Nige que se deshiciera del cuerpo, ¿verdad? —expone el argumento para la defensa que Sharon ha establecido en estas últimas sesiones del juicio, y por desgracia, la propia mujer de cabello rubio-platino debe admitir que es una buena defensa.
—Sí, eso es lo que pretenden.
—He estado leyendo sobre otra familia —admite el patriarca de los Latimer en un tono amigable—. Decían que el juicio había sido tan duro como el asesinato en sí, y pensé: «es imposible» —comparte una sonrisa ligeramente irónica, pues el resultado es muy distinto a lo que todos imaginaban—. Pero entrar ahí todos los días, y ver cómo exponen nuestras vidas... —da un suspiro que casi se asemeja a un grito ahogado—. Lo único que hicimos fue querer a nuestro hijo —Mark parece a punto de derrumbarse por la pena en este preciso instante—. Lo entiendo: quiere que suba al estrado, ¿verdad? —posa sus ojos castaños en ella tras tragar saliva, obligándose a permanecer firme y no desvanecer.
—¿Sinceramente? No lo sé —se sincera con él la abogada—. Tiene una hora sin coartada la noche que Danny fue asesinado.
—No tiene que protegerme, Jocelyn —intenta calmarla el fontanero, pues incluso él advierte la inseguridad y el nerviosismo que irradia la veterana letrada—. Usted misma dijo que alguien tenía que defender a Danny —le recuerda, y ella asiente lentamente—. Bueno, soy su padre... Debería hacerlo yo, ¿no? —sabe exactamente a lo que se estará exponiendo al declarar en el estrado, pero el ejemplo de Coraline, que tenía tanto que perder y tanto por lo que ser juzgada, y aun así decidió testificar, le ha dado fuerzas para querer enfrentar esa eventualidad.
A varios kilómetros de allí, en la iglesia del pueblo, Paul Coates y Maggie Radcliffe esperan a Beth Latimer. Ésta, vestida con una chaqueta azul marina, camisa verde turquesa, pantalones vaqueros y deportivas blancas, llega caminando a paso ligero. Parece decidida, o por lo menos eso parece al observar su rostro. Los dos amigos contemplan que viene sola, sin su marido.
—¿Mark no viene? —cuestiona la editora del periódico local.
—No —niega la joven madre casi sin aliento, pues ha salido con prisas de casa, esperando lograr llegar a tiempo a la cita con el grupo que le mencionaron—. ¿Están aquí? —cuestiona en un tono que se resquebraja ligeramente, algo temerosa.
—Sí, están dentro, con el líder del grupo —responde el vicario tras dar una mirada al interior de la iglesia, antes de posar sus ojos azules en la madre de Danny, quien ahora tiene una expresión menos segur, casi pálida y nerviosa.
—¿Por qué estoy haciendo esto? —se pregunta en voz alta la joven castaña, provocando que Coates y Radcliffe intercambien una mirada preocupada. Es la segunda quien decide hablar, dándole a Beth la oportunidad de pensárselo nuevamente, para así, posponerlo para otro momento.
—Quizás es demasiado pronto...
—No, no, no... Puedo enfrentarme a ellos —sabe que necesita hacerlo, aunque, por otro lado, algo en su interior le pida que salga corriendo en dirección contraria y que no mire atrás. Algo le dice que no está preparada, que aún necesita tiempo, pero elige ignorar esa sensación.
Entra a la iglesia con pasos ligeramente vacilantes, apoyada en todo momento por la presencia de Paul y Maggie a su espalda. Cuando posa sus ojos en el primer hombre que queda a la vista, siente que la bilis se le sube a la garganta: es un hombre blanco, de complexión musculosa, joven, alopécico... Igual que Joe Miller. Comprueba que la mayoría de los hombres allí reunidos comparten esa última característica. Pasea su mirada por todos ellos, y algunos se atreven a girarse para observarla. La mayoría le sostiene la mirada, y siente ganas de gritar, de espetarles que no tienen derecho a hacerlo cuando les han arruinado la vida a tantos niños. Hay hombre que incluso podrían ser su propio padre. Siente escalofríos al plantearse esa posibilidad. El terror comienza a invadirla poco a poco solo de imaginarse que Danny pudiera estar chateando con alguno de ellos. Su Danny, que aún era tan pequeño... Charlando con un adulto que quiere hacerle ese tipo de daño. No lo soporta. No puede enfrentarse a ello. Ahora no. Pasa entre Maggie y Paul, y está corriendo lejos de allí antes siquiera de percatarse de ello. Es como si su cuerpo se hubiera empezado a mover solo, por inercia, y no puede hacerlo parar. Cuando finalmente lo hace, el atardecer ha comenzado. Las lágrimas brotan de sus ojos, y los gritos desesperados llegan a su garganta, soltando toda su frustración, su impotencia, su tristeza, al aire. A la nada. A quienquiera que la escuche. Porque no es justo. No es justo que su hijo tuviera que morir... Y el hombre que lo asesinó intente librarse de su culpa.
En el hotel Traders, Abby Thompson está en su habitación privada revisando algunos de los documentos pertinentes al caso. Necesitan a un testigo que pueda hacer hincapié en su defensa de que Mark Latimer es el verdadero asesino, y que Nige lo ayudó a encubrir el cuerpo. Ahora que Sharon se ha ido a toda prisa nada más entregarle la nota que decía que Jonah estaba en problemas, la joven abogada de cabello castaño se ha quedado a solas. Aunque claro, su socia y jefa volverá antes de la madrugada, y se leerá todos los documentos para preparar su defesa perfecta. No tiene de qué preocuparse. El caso está prácticamente ganado. En ese momento, un leve toque en la puerta la distrae de sus ensoñaciones. Alza la vista y contempla cómo entra un joven, un adolescente, vestido con el uniforme escolar, con la mochila aún a la espalda. Tiene el cabello rubio y los ojos azules, y Abby no puede evitar pensar que le recuerda a alguien, aunque en este preciso instante, no sabría decir a quien. Tiene demasiados archivos memorizados en su cabeza, y el recordar una cara no está ahora mismo entre su lista de prioridades.
—Hola —lo saluda cortésmente—. Te equivocas de habitación.
—Soy Tom Miller —se presenta el jovencito, provocando que Thompson, que había bajado su vista a sus archivos, vuelva a posarla en él—. Joe Miller es mi padre —acara, y la abogada siente cómo el parecido se hace evidente.
—¡Claro que sí! —la abogada deja el archivo a un lado—. No te había reconocido —admite en un tono amistoso, pues no quiere parecerle antipática al hijo de su defendido—. ¿Qué haces aquí? —es la pregunta que le lleva rondando la cabeza desde que lo ha visto aparecer allí.
—¿Por qué no me han llamado a declarar? —cuestiona Tom en un tono confuso—. Quiero testificar —sentencia, aunque tras sus palabras se esconde un leve resquicio de rencor, envidia, frustración y perdición.
Necesita apoyo, respuestas... Lo que sea. Necesita creer que su padre no lo hizo. Que no es culpable. Necesita creer que su vida no se reduce a ser el hijo de un asesino de niños. Tiene que encontrarle un sentido a lo que ha pasado, y cree que, haciendo esto, podrá conseguirlo. Abby sonríe con alivio: parece que ya tienen a su testigo sorpresa de mañana. Seguro que Sharon estará contenta con esto. Pasa unas pocas horas escuchando la declaración de Tom, antes de darle indicaciones sobre qué debe decir en el tribunal cuando testifique mañana.
El día siguiente, el 24 de mayo, amanece sin pena ni gloria. El día es soleado, con el cielo ligeramente salpicado de pigmento blanco por todas partes. Son las 07:00h de la mañana. Con una confianza que se advierte en su caminar, Jocelyn Knight entra al juzgado de Wessex, dispuesta a prepararse para esta sesión del juicio. Sin embargo, mientras pasea por los pasillos hacia su sala privada para hablar con Ben sobre su estrategia, se cruza con las abogadas de Joe. La mujer de cabello rubio-platino no puede resistirse a lanzarle una pequeña pulla a la que antaño fuera su alumna predilecta.
—Buenos días.
Esa sola palabra parece hacer que Sharon Bishop se convierta en la niña del Exorcista. Gira tan rápido la cabeza en dirección a la abogada de ojos verdes, que Abby, su socia, está por jurar que la verá desnucarse allí mismo. Intentando gobernar la ira y la impotencia que la corroen desde su visita ayer a la prisión de Jonah, la abogada negra consigue hablar.
—¿Qué has dicho?
Jocelyn, quien se disponía a seguir su camino como si nada, se voltea hacia ella.
—«Buenos días» —repite con un tono claro—. ¿No es lo que dice la gente normal?
—No me hables de ser normal... —esta es la gota que colma el vaso para Sharon, quien camina hasta su antigua mentora, sacando una fotografía del rostro magullado de Jonah de su carpeta roja—. ¡Este es mi hijo! —le entrega la fotografía a la abogada de ojos oliva, quien la observa, claramente consternada—. ¡Eso es lo que le han hecho en prisión!
—No te atrevas a hacerme responsable de esto —responde Jocelyn, devolviéndole la foto.
—¡No, claro que no! —exclama Bishop en un tono irónico—. Porque a ti la vida no te afecta, ¿verdad? —le espeta en un tono claramente vengativo, antes de escuchar el tono algo preocupado de su socia, a su espalda.
—Tranquila, Sharon...
—¡Me pasé siete años aguantando tus mierdas! —la abogada negra ni siquiera repara en las palabras de su compañera, optando por dirigirle un ligero gesto con la mano derecha a modo de silencio—. Siete años —suspira para intentar controlarse—, ¡y la única vez que te pedí algo, no moviste ni un dedo!
—¿Por qué siempre tengo que ir limpiando tus desastres? —cuestiona la veterana abogada de cabello rubio-platino, acercándose un paso hacia su antigua alumna.
—¿Qué...?
—Durante todo el tiempo que trabajaste para mí, aguanté esos discursos de «pobre de mí, soy madre soltera» —le espeta, recordándole aquellos tiempos pasados en los que se encontraban en el mismo lado del tribunal—. ¡No me eches la culpa! Esto es cosa tuya, y de nadie más.
—¿¡Qué vas a saber tú sobre ser madre!? —Sharon estalla ante sus acusaciones. Su hijo y su maternidad son temas sensibles para ella—. ¡Apenas eres humana!
—Un hombre murió por culpa de tu hijo... —asevera fríamente la abogada vestida con una gabardina blanca, observando casi con condescendencia a la abogada con una gabardina azul oscuro.
—Sí, estaba intentando ayudar a alguien con problemas —lo defiende la mujer negra.
—Oh, ¿no hemos oído esa defensa ya?
—¿¡Por qué no aceptaste su caso!? —Sharon necesita saberlo.
Lleva años con esa pregunta surcando su mente, y quiere sabe la respuesta: ¿qué razón de peso tuvo Jocelyn para rechazarlo? La abogada de ojos oliva parece necesitar unos segundos para recuperar la compostura antes de suspirar. Decide responderle con la verdad, ya que tan insistentemente la busca.
—Porque no me caías muy bien —espera unos segundos antes de continuar, pues sabe que esas palabras caerán como un jarro de agua fría sobre la mujer frente a ella—. Y siempre supe que me culparías si perdías, porque eso era lo que hacías siempre —argumenta en un tono más severo—. Cada vez que no ganabas, o que perdías un caso importante, siempre le echabas la culpa a otra persona —ante sus palabras, Abby, que hace pocos días fue reprendida por su socia, agacha la cabeza levemente—. Tenía unas expectativas altísimas contigo...
Sharon parece reflexionar sobre las palabras de su antigua jefa por unos instantes, debatiendo en su mente, si realmente fueron sus acciones y su comportamiento de hace varios años, los que llevaron a Jocelyn a no aceptar el caso de su hijo. Traga saliva y toma aliento para recomponer su compostura, antes de fijar su mirada castaña en los ojos verdes de ella.
—Deberías haber seguido retirada, Jocelyn —comienza su amenaza en un tono que hiela la sangre, pues es demasiado sereno—, porque me aseguraré de que acabes este juicio fracasando.
Las dos partes se retiran entonces, yendo en direcciones opuestas del pasillo, dirigiéndose a sus respectivas salas privadas para preparar su estrategia para el juicio de hoy. En un gesto amigable, Knight posa una mano en el hombro de Ben, quien se ha quedado sin palabras ante el enfrentamiento que ha presenciado entre ambas abogadas. Lo insta a seguirla, y ambos continúan su camino, sin siquiera mirar atrás, hacia el lugar por el que han discurrido Abby y Sharon a paso ligero.
Entretanto, en casa del Inspector Hardy, Ellie Miller y Coraline Harper se encuentran allí con el susodicho, revisando su investigación del día anterior. El escocés se ha despojado de su habitual chaqueta, quedándose en su camisa blanca, además de colocarse sus gafas de cerca. Está observando los movimientos de la mano de su novata, quien está exponiendo sus datos acerca de Thorp Agri Services, habiéndolos indicado con notas adhesivas en la pared.
—Como ya os dije, es una empresa de la zona de Sandbrook, a ocho kilómetros de la casa de los Gillespie —sentencia en un tono suave, intercambiando una mirada con sus dos compañeros, quienes asienten lentamente—. Que no haya más información al respecto es ciertamente sospechoso, ¿no crees, Ell?
—Pues sí —afirma la castaña—. Creo que lo mejor será que vayamos allí —sugiere en un tono decidido—. Encontrar la finca de Agri Services, ver el lugar en el que se encontró a Pippa y el bosque junto al río —da una mirada a su jefe—. Empezaremos de cero, Cora y yo —ambas asienten al unísono—. Como quería.
La pelirroja, quien parece ser la única del grupo que está prestando alguna mínima atención a todo aquello que la rodea, se percata de que la verja exterior de la casa de su inspector se abre y se cierra rápidamente, y que unos pasos se dirigen a su dirección. Esto provoca que gire la cabeza hacia la puerta principal, encontrándose con Lucy Stevens, la hermana de Ellie. Tiene una expresión preocupada en el rostro.
—¡Aquí estás! ¿Por qué no coges el teléfono? —cuestiona la madre de Olly, colgando el teléfono, claramente consternada y casi sin aliento—. Te he estado buscando por todas partes —sentencia en un tono nervioso, antes de posar su mirada en la pared llena de archivos y notas adhesivas, abriéndose sus ojos con pasmo—. ¿Qué coño es todo esto?
—Disculpe, ¡esta es mi casa! —exclama el hombre con cabello castaño en un tono ligeramente incrédulo por la intromisión, colocando sus manos en sus caderas en un gesto ligeramente molesto.
—Yo diría que no lo parece —masculla Coraline por lo bajo, habiéndose acercado a él—. Quiero decir, Ellie y yo nos aparecemos aquí cuando nos da la gana —bromea, logrando que él sonría, antes de acercarse al infante que está jugando en el sofá, revolviéndole el pelo—. ¿A que sí, Fred? —cuestiona, antes de ver por la periferia de su visión cómo Lucy y su hermana se encaminan afuera para hablar con mayor privacidad y espacio.
—Lina —el hombre con vello facial apela a ella en un tono bajo, por lo que se gira hacia él.
—¿Qué ocurre? —cuestiona ella casi en un susurro.
—Mañana... Voy al hospital —le cuenta, y la joven apenas necesita tiempo para entenderlo.
—El marcapasos —sentencia, y el escocés de ojos castaños asiente lentamente—. Te acompañaré —asevera con decisión, y nota cómo parece más aliviado de pronto—. ¿Estás bien?
—En caso de que... Ya sabes —no quiere decir «en caso de que me muera», porque siente que lo estaría gafando, pero ella sobreentiende a qué se refiere—. He hecho testamento —confiesa, y los bellos ojos azules celestes de la joven se abren con horror y pasmo a partes iguales.
Ahora comparte su preocupación. Siente un escalofrío: no quiere plantearse esa posibilidad.
—Alec... —la muchacha taheña posa una mano en su mejilla izquierda, acariciándola.
—Si... —traga saliva—. Si algo fuera mal, me he asegurado de que Daisy esté cubierta.
—No esperaba menos.
—Y he dado instrucciones para que tú seas nombrada su tutora legal.
—¿¡Qué has hecho qué!? —exclama la muchacha, intentando contener el grito que casi se escapa por su garganta. Se tapa la boca momentáneamente con su mano izquierda en un gesto incrédulo—. ¿¡Yo!? —consigue bajar el tono de forma que Lucy y Ellie no se enteren de su conversación—. ¿Pero por qué yo? Daisy no...
—Daisy se ha encariñado contigo de una manera que nunca he visto —la corta él en un tono suave, pues conoce bien a su hija, y ésta le ha expresado ya su cariño por la joven sargento frente a él—. Y no tengo a nadie más a quien acudir para que cuide de ella —le comenta, y la analista del comportamiento acaricia nuevamente su mejilla—. Eres la persona de confianza más capaz que conozco, y sé que cuidarías bien de ella.
—Alec, yo... —no tiene palabras, de modo que se interrumpe, suspirando pesadamente, intentando que no le caigan las lágrimas por los ojos, pues este gesto suyo la ha conmovido desde los tuétanos—. Todo irá bien —decide asegurarle que la intervención de mañana irá sobre ruedas, pues ambos saben que, en caso de darse esa situación tan terrible, cuidaría sin lugar a duda de la adolescente—. Estaré ahí en todo momento, no te preocupes.
—Gracias, Lina —dice suavemente, y posa su mano sobre la que ella tiene en su mejilla.
—Ya sabes que no tienes por qué dármelas.
Por su parte, Ellie Miller ha salido de la casa de su jefe junto a su hermana, pues quiere mantener esta conversación en un lugar menos abarrotado de gente.
—¿Qué quieres, Luce? —cuestiona la mujer de cabello rizado una vez se encuentran fuera de la vivienda, observando la expresión contrariada y nerviosa de su hermana.
—Solo quería que sepas que no sabía nada...
—¿Nada sobre qué?
—Tom va a testificar a favor de Joe —Lucy no ve una mayor manera de decírselo, de modo que opta por la vía más directa posible. Conoce bien a su hermana como para saber que no le gusta andarse por las ramas.
—¿¡Qué!? —Miller siente que un escalofrío la recorre y la bilis le sube a la garganta.
—Ayer, fue a ver al equipo legal de Joe sin que yo lo supiera —se explica la pelirroja teñida.
—Pero no puede hacer eso sin mi permiso, ¿verdad? —para este momento, Alec y su buena amiga se encuentran en el umbral de la puerta, ambos con expresiones realmente preocupadas y llenas de lástima por la castaña de cabello rizado.
—Por desgracia, Ell —interviene la taheña, pues nota que su buena amiga busca su consejo—, la Ley establece que los menores han de declarar, en general, en presencia de quién ejerza su Patria Potestad o Tutela, y Lucy en este caso, cumple este rol, pues Tom ha estado viviendo con ella durante un periodo de tiempo que excede los cinco meses —se cruza de brazos en cuanto pronuncia esas palabras, deseosa por poder decirle lo contrario—. Según la Ley, puede comparecer ante un jurado todo niño capaz de formarse un juicio propio sobre el caso en cuestión, y todos sabemos que Tom es capaz de sacar sus propias conclusiones al respecto —añade, y le parte el corazón, ver cómo la mujer vestida con su habitual atuendo de trabajo agacha el rostro—. La Convención Internacional de Derechos del Niño estipula, además, que debe siempre presumirse que no hay límites mínimos de edad para hacerlo.
—He intentado quitarle esa idea de la cabeza —indica Lucy en un tono realmente apenado—. Pero está convencido de que debe hacer esto... —esta última frase parece sellar el disgusto de la castaña de cabello rizado, quien da la espalda a su hermana, alejándose de ella, observando el río que discurre junto a la casa con una mirada desolada—. Ellie...
—No —la mujer trajeada no deja que la toque—. Márchate, Luce —le pide con un tono bajo, resignado, pues ahora mismo no quiere hablar con ella. Necesita tiempo para pensar sobre todo esto que acaba de venírsele encima—. Márchate...
Lucy intercambia una mirada con los dos compañeros de su hermana, y la joven sargento de ojos azules, vestida con su habitual atuendo de trabajo —camisa, chaleco, pantalones y zapatos de tacón—, le dedica un gesto de asentimiento, asegurándole que ellos van a vigilar a Ellie. A cuidar de ella. Lucy corresponde ese gesto con otro asentimiento de la cabeza, antes de alejarse de allí, pues debe prepararse con Tom para el juicio de esta mañana.
El hombre de cabello castaño lacio se acerca a su amiga y posa una mano en su hombro. Ellie no se la aparta en esta ocasión. Puede que no necesite el consuelo y la presencia de su hermana, pero sí el de sus amigos. Ellos la conocen muy bien, y saben que los necesita, allí y ahora. En el otro hombro de la veterana policía, otra cálida y amigable mano se posa: es la de su buena amiga de piel clara. Sus dos compañeros se mantienen en silencio, de modo que Miller pueda reflexionar para sus adentros, y de modo que sepa que no piensan dejarla sola en esto.
Pasan unos minutos hasta que finalmente la agente de cabello castaño suspira.
—Gracias —es lo único que dice, pero es suficiente para ambos—. Voy a dejar a Fred con la canguro... —empieza, antes de rodar los ojos—. Oh, hoy no está disponible —recuerda, cerrando los ojos con fuerza—. Mierda —masculla por lo bajo en un tono hastiado.
—No te preocupes, Ell —le dice su buena amiga, sacando su teléfono móvil—. Puedo preguntarle a mi madre si no le importaría vigilarlo —comenta antes de que su amiga pueda objetar algo, marcando el teléfono de Tara—. ¡Hola, mamá! —la saluda en un tono alegre, observando a sus amigos, y en especial a Ellie, quien tiene una expresión avergonzada en el rostro, como si no quisiera poner a su madre en un brete.
—¡Hola, estrellita! —la saluda Tara al otro lado de la línea telefónica, evidentemente complacida por escuchar su voz—. Imagino que estás con Ellie y Alec... ¿Están bien?
—Sí, están bien —responde a su pregunta con un tono enternecido, provocando que dichos amigos suyos sonrían ligeramente—. Oye, mamá, ¿te importaría cuidar de Fred por unas horas? Tenemos que revisar algo de un caso y...
—¿Cómo me iba a importar? ¡Claro que puedo cuidar de él! —exclama Tara nada más escuchar la pregunta que su hija le hace, dejando a un lado el correo electrónico que acaba de recibir, en cuyo asunto pone «manutención»—. ¡Ya estás tardando en traerlo aquí!
—¿En serio? ¡Gracias! —exclama con evidente satisfacción, haciéndole un gesto de pulgares arriba a Ellie, quien se carcajea por lo bajo—. Eres genial, mamá, en serio.
—Oh, me halagas demasiado, Lina.
—Enseguida vamos hacia allá.
—Os espero impaciente —responde su madre antes de despedirse—. ¡Te quiero, estrellita!
—¡Ídem, mamá! —la analista del comportamiento cuelga la llamada—. Todo arreglado: mamá puede hacerse cargo de Fred hasta que volvamos de Sandbrook —añade con una sonrisa, guardando su teléfono móvil, antes de sentir que Ellie le da un abrazo.
Tras dejar a Fred con Tara Williams, al cabo de aproximadamente una hora, a las 08:50h, los tres amigos ya están en el coche de la controladora de tráfico. Se han sentado como de costumbre: con los veteranos al frente, mientras que la más novata de ellos, queda relegada al asiento trasero del vehículo. Al cabo de unos minutos, gracias a que Ellie pisa ligeramente el acelerador, probablemente debido a que aún está nerviosa porque su hijo testifique en el juicio, llegan rápidamente a la carretera de entrada a Sandbrook.
—Bien, tenemos la localización del móvil de Lisa en Portsmouth —comenta la mentalista.
—¿Y qué más se puede hacer en Portsmouth aparte de estar en la marina o ver los barcos?
—Adelante, sorpréndame —dice Alec tras escuchar la pregunta de Ellie.
—Se puede coger un ferry a Francia —explica la castaña en un tono sereno—. De Portsmouth a Cherburgo —añade, girando en una intersección, habiendo entrado en los terrenos de la fábrica de Agri Services.
—¿Y?
—¿Quién más estuvo en Francia, jefe? —intercede la muchacha de veintinueve años, provocando que el hombre que admira la observe a través del espejo retrovisor interior, percatándose al fin de su razonamiento.
—Lee Ashworth.
—Exacto —afirma la de piel de alabastro, antes de fijar sus ojos en la edificación que ahora tienen delante—. Es aquí —comenta tras bajarse del coche, contemplando que, para su buena suerte, la valla de este lugar es vieja y está abierta, como si no se hubiera usado en mucho tiempo—. Al menos podemos pasar sin demasiados problemas —masculla para sí misma, caminando hasta la verja, empujándola ligeramente para abrirla un poco más, dejándoles así un paso a sus dos compañeros.
—Para ser un sitio que se dedica a dar servicios agrícolas, este lugar está en bastante mal estado... —comenta Ellie tras bajarse del coche, ataviada con su chaquetón naranja, caminando tras su compañera—. Y no parece lo más usual para un negocio así —advierte, contemplando lo envejecido y dejado que parece el lugar.
—Y no parece la clase de sitio con el que Lee Ashworth tendría relación —sentencia Alec, caminando junto a sus compañeras de aventuras, dando pasos ligeros hacia la infraestructura que aún se conserva.
—Y eso nos hace preguntarnos —intercede su protegida en un tono curioso a la par que reflexivo, como si quisiera recomponer un puzle empezando por las esquinas—: ¿qué es lo que está ocultando con tanto ahínco? —cuestiona, y su jefe asiente ante sus palabras, pues realmente echaba de menos esa mente analítica suya.
—Esto está abandonado —comenta Ellie observando el edificio—. Parece que han cerrado...
—Echemos un vistazo detrás: puede que haya una puerta abierta que podamos usar —propone la muchacha, apresurándose, con sus dos compañeros siguiéndola. A los pocos segundos, como por arte de magia, encuentra una puerta algo vieja, pero que aún permite ser movida—. Siempre hay una puerta de emergencia que sigue operativa, en caso de que alguien necesite entrar nuevamente, o el negocio cambie de manos —se explica, abriendo la puerta de par en par, antes de taparse la nariz—. Desde luego, confirmo que tu suposición es correcta, Ell —comenta con un tono claramente asqueado—: llevan mucho tiempo fuera del negocio...
El inspector escocés con vello facial tantea ligeramente por la pared, antes de dar con los interruptores de la luz. Los presiona, y para su sorpresa, la electricidad de este lugar sigue operativa, y las luces se encienden poco a poco. Entra al lugar el primero, pues sus compañeras parecen ligeramente reticentes a hacerlo debido al olor que emana.
—¿Va a hablar con Tom antes de que suba al estrado? —cuestiona de pronto el hombre de ojos castaños, claramente intentando hacer conversación para rellenar ese silencio que se ha formado entre ellos.
—No quiero hablar de eso —responde la mujer con el chaquetón naranja, contemplando cómo el inspector y la sargento apartan una pared de plástico con sus manos, profundizando más hacia el interior del viejo y oxidado complejo—. ¿Qué es ese olor? —se horroriza la castaña tras atravesar una nueva capa de pared plastificada, contemplando que múltiples ganchos y cadenas cuelgan del techo: parece el escenario de una película de terror.
—Es sangre seca —sentencia la joven de veintinueve años, con sus ojos cerúleos escaneando su entorno, posándose en aquellas manchas secas de color rojo oscuro, casi negro. El olor le es tremendamente familiar, por desgracia. Su tono asqueado provoca que su compañero y protector la observe con preocupación—. Mirad: allí —la joven señala lo que parece una cámara de metal inoxidable, tras atravesar una nueva pared de plástico, haciendo caso omiso a los ganchos que caen desde el techo.
—¿Qué es eso? —se pregunta Ellie en voz alta, acercándose al aparato junto a sus amigos.
Hardy, que se ha acercado primero, se agacha ligeramente frente a la pequeña ventana que hay en el aparato, intentando contemplar aquello que hay en su interior. Sin embargo, no le es posible, pues el polvo que se ha acumulado por los años de inactividad le dificulta la visión. Busca alguna forma de abrir esta cámara de metal, hasta que un sonido a su espalda lo sobresalta ligeramente: Ellie y Coraline han encontrado el controlador de la máquina, provocando que la puerta se abra, comenzando a elevarse poco a poco.
En el interior de esta hay un montón de lo que parecen ser cenizas, y a juzgar por el color y el olor, no son nada recientes. La joven taheña masculla con un ligero toque de horror lo que los tres están pensando.
—Es un horno.
—Servicios agrícolas —recuerda el hombre trajeado—. Ahora tiene sentido: aquí quemaban animales muertos —sus palabras caen como un peso pesado sobre los hombros de sus dos compañeras, quienes intercambian una mirada entre horrorizada y desesperanzada—. ¿Siguen pensando que Lisa Newbery está viva?
Al cabo de unos minutos, los tres agentes de la ley se han acercado al bosque que queda junto al río en el que el escocés encontró a Pippa Gillespie. El bosque, aún en plena floración primaveral, resulta casi onírico, como sacado de un sueño. Alec tiene su mirada castaña clara fija en el río, rememorando una y otra vez cómo encontró a la niña, cómo cargó con su cuerpo hasta la orilla, y cómo el agua hacía lo posible por arrastrarlo hacia el fondo. Gira su rostro, observando a la mujer que ama y a su compañera y amiga, antes de hablar.
—Hay un camino estrecho a unos 500 metros en esa dirección —señala con la cabeza, y las nota posar su vista hacia esa dirección que ha marcado—. Este camino y ese sendero fueron examinados por los forenses en busca de huellas de neumático y pisadas, pero no encontraron nada.
—Es un camino muy largo para transportar un cuerpo sin que te vean —apostilla Ellie en un tono reflexivo, observando el camino con calma.
—Es un tramo poco frecuentado, y por lo que veo, ni siquiera pasean a los perros —sentencia la joven mentalista, habiéndose puesto en cuclillas, observando el barro con atención—. Lo que significa, que la persona que la asesinó conocía bien la zona y cómo llegar a este río sin dejar ni una sola pista de su presencia aquí. También sabía que había pocas probabilidades de que lo vieran.
—Tienes razón, Cora —afirma el inspector en un tono calmado, antes de girarse hacia otro sendero más oculto—. Otro punto de acceso es a través de esos árboles —los señala con la vista mientras la muchacha de veintinueve años se incorpora.
—Por lo que, un coche pequeño, o alguien con un buen calzado podría haber accedido por allí sin dejar rastro —asevera la muchacha de piel de alabastro en un tono serio, antes de desviar su mirada a su buena amiga de cabello castaño, quien observa su reloj con nerviosismo—. ¿A qué hora subirá Tom al estrado, Ell?
—A las 09:55h —responde finalmente la mujer ataviada con el chaquetón naranja, antes de empezar a caminar con sus compañeros por el bosque cerca del río.
Tom entra en el juzgado de Wessex vestido para la ocasión con unos pantalones lisos de color negro, una camisa blanca inmaculada, y una cazadora negra. Su tía Lucy está con él, dándole la mano con fuerza para transmitirle su ánimo, pues lo que está a punto de hacer el adolescente no es nada fácil. Lucy tiene una expresión entre preocupada y nerviosa en cuanto ve a los Latimer observándolos con pasmo. Por su parte, Abby Thompson, que está a la izquierda de Tom, los acompaña hasta la sala del tribunal con pasos ligeros y una expresión serena en el rostro.
—¿Por qué han llamado a Tom? —cuestiona Beth, claramente mortificada.
—El amor de un hijo por su padre —responde Ben intentando calmarla, habiéndose girado también junto a Mark y su mujer, posando sus ojos azules en el adolescente de cabello rubio, que camina con decisión hacia las escaleras del juzgado—. Supongo que será por eso.
Tom siente las miradas sorprendidas de todos aquellos que conoce en su persona, incluso de Oliver, su primo, a quien ni Lucy ni él ha dicho nada acerca de su testimonio de hoy en la sala del juzgado de Wessex. Mientras camina, el adolescente rubio se digna a posar una mirada rencorosa en Mark Latimer, quien le devuelve esa mirada con desasosiego. Tom vuelve la vista al frente y continúa su camino con la mayor calma de la que dispone.
Los tres compañeros llevan caminando varios minutos en silencio por el bosque lleno de capullos de campanillas silvestres, las cuales no han florecido en esta ocasión debido a las altas temperaturas de los últimos meses, probablemente debiéndose al cambio climático. Como ya va siendo costumbre, el inspector de cabello lacio, que no soporta los silencios incómodos, decide hablar.
—Podríamos haber vuelto a tiempo —sentencia Hardy en un tono apenado, como si quisiera apoyar a su amiga, pero no quisiera hacerla pasar por el calvario de ver testificar a Tom, aunque advierte que Ellie preferiría estar allí.
—Tom dijo que, si iba, pediría que me echasen de la sala desde el estrado.
—Dios, lo siento —sentencia el inspector escocés, claramente empatizando con ella, pues como padre, entiende lo que su amiga siente ahora mismo: la impotencia de no poder hacer nada y no poder estar ahí para su hijo.
—¿Estás bien? —intercede la joven taheña, pues ha notado que su inspector parece más nervioso que de costumbre al caminar por esta zona.
—Caminé por aquí justo antes de encontrar a Pippa —le contesta su jefe en un tono suave.
—¿A cuánta distancia estamos de la casa de los Gillespie?
—Si no lo he calculado mal, a casi cinco kilómetros —calcula la analista del comportamiento rápidamente en su mente—. Sin duda, alguien podría haber traído el cuerpo de Pippa por aquí...
—Sí, eso fue lo que siempre pensé, pero era imposible saberlo —corrobora su protector mientras observa su alrededor—. Era primavera, así que toda esta zona estaba llena de campanillas silvestres.
—Y a Claire Ripley le enviaron una campanilla silvestre por correo —dice Ellie con un tono inequívocamente lleno de sospecha, pues es una coincidencia demasiado casual como para pasarla por alto.
—O se la envió a sí misma, y la escondió en el armario donde alguien pudiera encontrarla.
—¿Por qué haría eso, Cora?
—Para jugar con nosotros, Ellie —responde la muchacha de ojos cerúleos, quien poco a poco, ha ido determinando que, su primera impresión de la peluquera no iba tan desencaminada. Hay algo en ella que no termina de gustarle.
—Harper tiene razón —sentencia el inspector de rasgos afilados en un tono severo, entrecerrando los ojos de forma suspicaz—. Es lo que hacen todos: Claire, Ashworth... Hasta los Gillespie. No creo que ninguno haya dicho nunca la verdad.
—Pues es el momento de devolverles el estrés al que te han sometido —el tono de su protegida es ciertamente severo, con un tinte inequívocamente malicioso—. Empieza por Claire.
En ese preciso momento, el teléfono móvil de Ellie Miller empieza a sonar, y la susodicha se apresura en observar la pantalla del dispositivo electrónico: ha recibido un mensaje.
—Es de Lucy —abre el mensaje tras unos segundos de duda, sintiendo que le va a estallar la cabeza—. Tom va a subir al estrado... —sentencia en un tono casi atormentado, y nota cómo casi al momento de decir esas palabras, la mano cálida y llena de apoyo de la que antaño fuera su subordinada se posa en su espalda a modo de consuelo. La veterana agente suspira—. ¿Por qué no llama a Claire? —propone a su jefe—. Dígale que no piensa seguir ayudándola. Póngala contra las cuerdas, y esperemos su reacción.
El hombre de cabello castaño y delgada complexión intercambia una mirada con su protegida, y la observa asentir: está de acuerdo con el plan de Ellie. Como analista del comportamiento, sabe que no hay mejor manera de leer las intenciones de una persona que al ponerla en apuros. Comprueba cómo Alec saca su teléfono móvil tras vacilar mínimamente.
Entretanto, Tom Miller acaba de subir al estrado de la sala del juzgado número uno. La juez Sharma, al tratarse de un menor de edad, lo ha instado a decir la verdad en todo momento, de forma que el jurado pueda tener una idea clara de aquello que cuente. El adolescente ha indicado que lo entiende, y Sharon Bishop se ha levantado de su asiento, comenzando su interrogatorio.
Decide abrir esta sesión con una pregunta fácil para el adolescente.
—¿Te llevas bien con tu padre, Tom?
—Lo quiero —responde el muchacho con afecto, sintiendo la mirada de Joe en él.
El reo siente cómo se le empaña la vista al escuchar a su hijo decir esas palabras. Oh, qué mayor está... ¡Y qué alto! No ve el momento de volver a casa, salir de esa prisión, y abrazar a sus hijos. Quiere decirles que todo va a salir bien. Hace un esfuerzo por contener las lágrimas. Que Tom haya decidido testificar a su favor lo conmueve y llena de orgullo.
—¿Alguna vez te ha hecho algo que te haya hecho sentir incómodo? —la estrategia de Sharon en este interrogatorio es sencilla: demostrar que Joe no tiene ese interés y tendencia para abusar de menores de edad, y al mismo tiempo, debe demostrar que Mark Latimer es alguien con un perfil mucho más adecuado para ser el asesino de Danny.
—No.
—¿Estabas al tanto de la relación entre Danny y tu padre?
—No —niega categóricamente con un punto de dureza en la voz—. Danny era amigo mío, no suyo —asevera, y por un momento, Joe agacha el rostro, recordando claramente sus momentos de intimidad y privacidad con Danny.
—El día que encontraron el cuerpo de Danny, ¿cómo se comportó tu padre?
—Normal —responde Tom, recordando aquel día con claridad—. Volví a casa del colegio y me preparó un té —detalla, explicando el comportamiento de su padre con calma.
—¿Cómo estuvo los días posteriores?
—Estuvo triste, como todos.
Sharon observa los archivos que le coloca Abby en la mesa.
—¿Cómo llegaste a conocer a Susan Wright?
—Bueno, la conocí en los recreativos —se explica en un tono ligeramente incómodo, bamboleándose nervioso en el estrado—. Me gustaba su perro, Vince —sonríe al recordar el pelaje suave y el ademán cariñoso y juguetón del canino—. Me dejaba visitar su caravana.
Ese es exactamente el punto que piensa explotar la defensa de Joe. Es el punto clave de su defensa: demostrar que había alguien, que no era Joe Miller, con el aliciente suficiente y un comportamiento equiparablemente inquietante, dispuesto a asesinar a Danny.
—¿Y has quedado con alguien más en esa caravana? —cuestiona la abogada negra, provocando que Mark, cuyo rostro ha palidecido nada más escuchar esas palabras, se incline hacia su mujer, sentada a su lado.
—Beth, escucha... —ella se gira para observarlo, y justo en ese momento, Mark y Tom hacen contacto visual, lo que provoca que ambos permanezcan callados unos segundos, observándose.
Mark le hace un gesto con la cabeza de manera imperceptible al chaval, pero éste lo ignora.
—Sí —finalmente responde a la pregunta con un tono tembloroso—. Con el padre de Danny, Mark.
La confusión se adueña de la sala en este preciso instante.
—¿De qué está hablando? —Beth se vuelve hacia su marido, exponiendo esa pregunta en un tono bajo, lleno de confusión y suspicacia, pues si lo que dice Tom es cierto, eso explicaría dónde había estado su marido desde hace semanas.
—De nada —Mark cierra los ojos con fuerza, como si quisiera desaparecer.
—¿Por qué Mark no nos lo ha contado? —susurra Jocelyn en un tono bajo, dirigiéndose a su compañero y socio, Ben Haywood, quien se encoge de hombros, pues está tan perdido como ella respecto a este asunto. Él también desconocía esta información.
—Dijo que... —traga saliva—. Podíamos quedar y que la gente no tenía por qué enterarse.
Esas palabras hacen que un escalofrío recorra a Joe desde los tuétanos hasta sus extremidades, pues es la misma frase que usó para hacer que Danny confiase en él, para hacer que se acercase a él... Y que lo abrazase. Se horroriza al pensar que Mark haya podido intentar acercarse a su hijo con esa intención, y no es siquiera consciente de la ironía de sus pensamientos.
—¿Qué hacías allí con Mark?
—Jugábamos al FIFA en la PlayStation —responde el jovencito en un tono suave.
—¿Alguna vez hablasteis sobre Danny? —la pregunta de Sharon es directa, buscando la respuesta que necesita para continuar con la defensa de Joe.
Por un momento, Tom, indefenso y perdido, sin saber qué hacer, mira a Mark, quien le hace un gesto con la cabeza a modo de asentimiento: debe decir la verdad. Aunque eso signifique que pueda afectarle a él. No quiere que este chaval lo pase mal.
—Sí —afirma el muchacho antes de suspirar—. Me dijo que era culpable.
—¿Culpable de qué? —Bishop parece momentáneamente sorprendida por sus palabras.
—Dijo que la muerte de Danny había sido culpa suya —Tom está ahora mismo mintiendo en el estrado, y Mark lo sabe, pues una expresión de sorpresa e incredulidad cruza su rostro en este mismo instante.
—¿Qué? —parece haberse quedado sin aliento con esa acusación sobre él.
La sesión decide descansar en ese preciso instante. La acusación debe prepararse para interrogar a este testigo con las pocas pruebas que tienen. Por su parte, Beth y Mark se reúnen en el rellano de la escalera del interior del juzgado para hablar acerca de la declaración de Tom.
—Ahí era donde estabas todas esas veces que te llamé —finalmente ha unido los puntos.
—Me hacía sentirme más cerca de Dan —responde su marido en un tono apenado, con la cabeza gacha—. Lo siento... —musita, rompiendo en un casi inconsolable llanto, que provoca que Beth lo abrace con ternura y cariño contra ella.
—Tranquilo... —musita ella, intentando calmarlo.
Jocelyn Knight desciende en ese momento las escaleras, pues ha estado desde el primer minuto del descanso debatiendo con su asistente y socio sobre la estrategia a seguir. Ya se han decantado por una, pero deben pensar en cómo implementarla correctamente sin perjudicar a su acusación ni a su propia imagen.
El matrimonio Latimer se separa entonces, observando a la abogada.
—No me ayuda si no sé esta clase de cosas —asevera en un tono ciertamente amonestante.
—No pensé que fuera a formar parte de esto —se disculpa Mark—. Lo siento.
—Todo forma parte de esto, Mark.
—¿Qué va a hacer? —cuestiona Beth, quien está interesada en saberlo.
—Intentar desmontar la versión de Tom Miller con tacto y precisión, para que el jurado no me odie, ni a vosotros —responde con un tono ligeramente dubitativo, pues sabe lo sensible que debe ser el jurado frente al testimonio de un menor de edad, y lo influenciables que pueden ser sus palabras. No será una batalla fácil de ganar.
A varios kilómetros lejos de Broadchurch, Claire Ripley está tomándose un tentempié en la cocina de su rústica y acogedora casa de campo, cuando suena su teléfono móvil. Comprueba el número y sonríe ligeramente: es Alec. Seguro que ha recapacitado y va a volver a ser todo como antes. Descuelga casi al momento, pero intenta aparentar indiferencia. No debe dejar que él note su satisfacción debido a su llamada.
—¿Hola? —se levanta de la silla para hablar con él.
—Soy yo —escucha la voz del inspector al otro lado de la línea—. Esto se ha terminado.
—¿Qué? —Claire está confusa, y poco a poco, la serenidad que estaba intentando reflejar, da paso a un aterrorizante presentimiento: Hardy no parece contento, y no parece querer continuar ayudándola.
—Te estaba protegiendo de Lee, y ya no lo necesitas —se explica el escocés—. No dejas de cambiar tu versión sobre lo que pasó —añade, acusándola de mentirle todas y cada una de las veces—. Esto no funciona, Claire: necesito que te marches —recalca cada palabra en cuanto la dice, para que quede claro que no piensa seguir protegiéndola y ayudándola.
El objetivo del Inspector Hardy es que la peluquera de cabello moreno entre en tensión y se desquicie: y tiene éxito. La mano derecha de Claire, que sujeta su teléfono móvil junto a su oreja, empieza a temblar ligeramente, y siente cómo se le enfrían los dedos. La tensión le baja por momentos, y siente que está cayendo por un precipicio sin un paracaídas. Al fin y al cabo, eso es Alec para ella: un paracaídas, y ahora se ha roto.
—Alec, ¿dónde estás? —cuestiona en un tono más serio, como si quisiera convencerlo de hacer su voluntad. Le ha funcionado en el pasado, y está convencida de que volverá a hacerlo—. Hablemos de esto cara a cara.
Pero para su sorpresa, en esta ocasión, el truco no funciona. La voz del hombre con cabello castaño es férrea al otro lado de la línea telefónica.
—No, te doy 48 horas.
—¿Qué pasa? —Claire está atónita y aterrorizada a partes iguales—. ¡No puedes hacer eso!
—Sí puedo —reafirma él en un tono serio, y un escalofrío recorre a la que antaño fuera una peluquera: está hablando realmente en serio—. Se acabó, Claire —el hombre de delgada complexión vestido con un traje mira a su espalda, observando a Miller y Lina: ellas lo están apoyando en todo momento—. ¿Vale? —cuelga entonces la llamada, suspirando aliviado, mientras sus dos amigas asienten con una sonrisa orgullosa: ya es hora de que dejen de pisotearlo.
Claire cuelga la llamada tras escuchar las palabras y el ultimátum del que antaño fuera su tabla de salvación, y empieza a desesperarse terriblemente. Deja el teléfono en la mesa de la cocina, antes de acercarse a las encimaras. Su mente empieza a discurrir vertiginosamente, intentando encontrar un sentido a su conversación de ahora, pero no logra encontrarle uno. Piensa en qué debe hacer ahora, en un plan que le permita conseguir de nuevo la confianza de ese hombre, pero su mente está llena de miedo, y no es capaz de pensar con claridad.
—Mierda, mierda, mierda... —musita una y otra vez como un mantra, antes de pasear de un lado a otro, frente a la encimera de la cocina—. No, no, no... ¡Mierda! ¡Mierda! —empieza a golpear con sus puños desnudos la superficie de la mesa de la cocina—. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —lanza una caj de cereales por la habitación, saliendo estos de la caja, desparramándose por el suelo.
La mujer de cabello moreno y ojos verdes arremete entonces contra las sillas de la cocina, tomando estas y lanzándolas por la habitación. Toma en sus manos algunos platos y los estrella contra la superficie de la mesa, sin importarle que puedan saltarle virutas de la cerámica. La emprende con los cubiertos entonces, esparciéndolos por todos sitios sin contemplación alguna. Por último, se ensaña con la mesa, volcando esta de lado con toda la fuerza que es capaz de utilizar en este momento debido a la rabia que la invade. Finalmente, cuando su ataque de histeria llega a su fin, toma su teléfono móvil en sus manos: tiene que avisar a Lee.
En el juzgado de Wessex, en la sala del tribunal número uno, se reanuda la sesión judicial. Una vez decidida su estrategia, Jocelyn se levanta de su asiento y procede con su interrogatorio. Posa sus ojos verdes en el adolescente, no, en el niño, que hay en el estrado, y siente una gran compasión por él: está claro que está confuso y solo quiere respuestas ante un momento tan confuso como éste.
—Tom, ¿sabes que cuando a alguien lo declaran culpable de asesinato, va a la cárcel durante muchos años?
—Sí —por un momento, la voz de Tom tiembla ante el planteamiento que le hace la abogada de la familia Latimer.
—Tú quieres mucho a tu padre, ¿verdad?
—Es un gran padre —no contesta a la pregunta directamente, pero se sobreentiende.
—¿Pero sabes que contar mentiras, aunque sea para proteger a alguien a quien quieres, está mal?
—No estoy mintiendo por mi padre.
—Tom, estoy sugiriendo que eso es exactamente lo que estás haciendo —sentencia Knight en un tono amable, pues comprende perfectamente que el chico no quiera ver la verdad que, tan flagrantemente, se encuentra ante sus ojos. El rostro de Tom palidece al escucharla—. Mark Latimer no dijo que había matado a Danny, ¿verdad?
—Dijo que era culpable —se defiende el chico, quien empieza a sentirse arrinconado.
—¿Dijo que «era» culpable, o que «se sentía» culpable? —matiza Jocelyn con un tono sereno, pues es importante distinguir esos dos términos—. Hay una gran diferencia.
—Mi padre jamás habría matado a Danny.
Tom Miller ahora está expresando un tipo bastante común de negación, que es uno de los momentos iniciales de la etapa de duelo, pues, muy en el fondo, sabe la verdad. Pero todo este tiempo no ha sido capaz de aceptarla, y se ha recluido en sí mismo, convenciéndose de que todo era una mentira y una ilusión. Que debía haber un error.
—Déjame preguntarte algo —insiste Jocelyn, quien no quiere prolongarle más sufrimiento a este pobre chico, que tan desesperadamente se aferra a la idea de que su padre, a quien ama profundamente, no es culpable del asesinato de su mejor amigo—. ¿Cada una de las palabras que has dicho ante este tribunal, han sido ciertas al cien por cien? —el niño parece quedarse momentáneamente sin habla, como si estuviera petrificado en el sitio—. ¿Tom? —la abogada lo ve buscar apoyo en los rostros de las personas que conoce, pero al no encontrarlo, finalmente decide rendirse, y cuando habla, su voz se entrecorta ligeramente.
—Eso creo.
—Lo siento, «eso creo» no es suficiente —sentencia la abogada de cabello rubio-platino con un tono compasivo y amigable, a pesar de no dejar de lado su profesionalidad y seriedad—. El tribunal necesita que estés seguro —le indica, apelando a las personas que ahora lo observan en silencio—. Esto no es por tu padre. Esto tiene que ver con tu amigo, Danny —nada más escuchar el nombre de su mejor amigo, los ojos del chico rubio se tornan vidriosos—. Porque Danny ya no puede defenderse, así que, nuestro trabajo consiste en saber qué diría Danny si estuviera aquí —los ojos de Sharon y Beth Latimer están llenos de lágrimas al contemplar, por un lado, el amor que este adolescente le profesa a su padre, y por otro, cómo se conmueve tanto por Danny, a quien quería también como si fuera su hermano—. Lo entiendes, ¿verdad, Tom?
—Sí —responde el rubio, intentando no llorar en el estrado.
—Todos queremos justicia para Danny —utiliza un tono más bajo en sus siguientes palabras, para así, terminar de resquebrajar esa coraza que Tom ha erigido a su alrededor—. Así que, vuelvo a preguntártelo: ¿cada una de las palabras que has dicho, han sido ciertas al cien por cien?
Tom posa su vista en su padre, a quien ve conmovido y preocupado, colocando una mano frente a su boca para evitar llorar frente a él. Por un momento, el niño busca a su madre con la mirada, pero entonces recuerda que le dijo a su tía Lucy que no la quería tener presente en la sala cuando declarase, y se siente atrapado.
—¿Mark Latimer te dijo que era culpable?
—No —admite finalmente, logrando que Mark suspire aliviado, limpiándose las lágrimas, y que Beth lo observe con lágrimas que se deslizan por sus mejillas—. Lo siento —se disculpa, y Beth no lo culpa: comprende que está confuso y perdido, y que necesita el apoyo de todos para superar esta situación. Piensa está ahí para ayudarlo, porque Danny así lo habría querido.
—Gracias, Tom —sentencia la abogada de la familia en un tono amable, antes de sentarse en su asiento nuevamente.
Sharon Bishop por su parte, asiente, a pesar de que no hayan conseguido el testimonio que querían para su defensa, porque el niño, independientemente de lo sucedido, ha sido muy valiente por subir al estrado por el amor que le profesa a su padre. Y ha sido muy valiente también al atreverse a decir la verdad por el amor que le tenía a su mejor amigo. No puede reprochárselo, y jamás se le ocurriría hacerlo.
La sesión del juicio termina entonces en lo que podría decirse que es un empate.
En Sandbrook, Alec ha quedado con Tess en una cafetería cercana a la casa de los Gillespie, donde Lina y Ellie se han personado para interrogarlos discretamente sobre Thorp Agri Services. El hombre con cabello lacio está tomando una tila, y Tess se percata de ello casi al momento: es extraño ver al escocés tomando otra cosa que no sea té o café. Desde que lo conoció, hará varios años, nunca lo ha visto cambiar esas bebidas por algo tan insulso como una tila. Se pregunta qué lo habrá hecho cambiar de idea. De inmediato, y casi por reflejo, la imagen de cierta sargento más joven que ella llega a su mente. Tiene que resistir las ganas rodar los ojos. Observando a Alec con más atención, la mujer de cabello moreno se percata de que se ha aseado con mayor esmero y ha arreglado la barba. Siente que la envidia la invade poco a poco como un veneno. Él nunca se vestía así de impoluto cuando estaban casados —bueno, siendo justos, no tenía tiempo por los casos en los que trabajaban—, y eso la molesta terriblemente. Recuerda que él trabajaba dieciséis horas al día, que apenas estaba en casa, pero eso no era lo peor...
Lo peor era que Alec ni siquiera se fijaba en ella, ya fuera como esposa o como mujer. Cada vez que él pasaba cerca de su puesto de trabajo, cuando aún trabajaban juntos, la morena tenía a Dave, su amante, frente a su mesa de trabajo. Tess sentía una inconmensurable culpa y desprecio por su esposo. Culpa por el adulterio, desprecio porque Alec no pueda verlo. Si ella y Dave se hubieran si tan siquiera rozado en la escena del crimen, él se habría dado cuenta. Ese era el problema en pocas palabras: la visión del túnel que lo convierte en un detective brillante. Esa visión de túnel fue la causante de que no se fijara en Tess en años. De ahí que empezase su aventura. La mujer con ojos color verde sabe que no es motivo alguno para justificar el acostarse con otra persona, el romper de esa manera sus votos matrimoniales, pero ella no es la única culpable del deterioro de su relación. Él también tiene su parte de culpa al anteponer todo lo demás a su matrimonio.
Niega con la cabeza para desechar esos pensamientos, pues no es el momento más indicado para ese tipo de reminiscencias, y se concentra en aquello que su exmarido ha venido a pedirle.
—Solo quiero los detalles del merodeador al que vieron antes de que las chicas desaparecieran.
Tess sabía que, probablemente, vendría a pedirle ayuda con ese aspecto del caso de Sandbrook, de modo que se le ha adelantado. Rebusca en su bolso, sacando de él una pequeña memoria USB, en la cual están los datos que le ha pedido. Con un ademán ligeramente altanero, se la entrega.
—Y muy a mi pesar, he conseguido todas las declaraciones —sentencia con orgullo, antes de describir ligeramente su contenido—. Cuatro avistamientos la semana anterior.
—Gracias —él recoge la memoria USB y la guarda en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Más todas las grabaciones de las cámaras de seguridad del caso.
—Hay otra empresa... —insiste Alec, esperando que su exmujer sea magnánima con él—. Una empresa: Thorp Agri Services —la nombra, y ella asiente lentamente—. Si pudiéramos enviar un equipo forense al...
—¡Para! —lo interrumpe ella en un tono bajo tras darle un sorbo a su cappuccino—. Ni equipos forenses ni nada oficial: esto es todo lo que puedo hacer —se expresa en un tono nervioso, como si temiera que alguien la estuviera vigilando en todo momento—. No me metas en esto.
—Mañana voy a ir al hospital —el hombre trajeado de delgada complexión decide ser sincero con ella, informándola sobre sus planes, pues, al fin y al cabo, repercutirán directamente en su hija, Daisy—. Un marcapasos —cuando dice la última palabra, sus ojos se abren con pasmo por unos segundos, como si la perspectiva de enfrentarse a esa batalla fuera demasiado como para soportarla.
—Madre mía... —Tess parece igual de preocupada que lo ha estado Coraline, pero Alec detecta en su tono que no se preocupa exactamente por él, sino por cómo podría afectarle a Daisy. Eso provoca que una ligera herida del pasado se abra ligeramente, pero consigue soportar la sensación de dolor en el pecho—. ¿Te encuentras bien? —la misma pregunta que la pelirroja le ha hecho, pero a pesar de que ve las similitudes entre ambas, el hombre con cabello castaño no puede evitar notar lo distintas que son entre sí.
—Si me ocurre algo, he hecho testamento.
—Estás preocupado —que su exmarido haya hecho testamento es algo que la ha dejado momentáneamente descolocada, y ciertamente, debe admitir que una pequeña parte en su interior teme lo que vaya a ocurrir mañana—. ¿Se lo has dicho a Daisy? —él niega con la cabeza: es evidente que no quería preocuparla con una llamada telefónica—. Bueno... —la mujer de cabello moreno no sabe qué decir exactamente ante esta inusual situación—. Buena suerte.
Nuevamente, una diferencia flagrante entre ambas subordinadas suyas: la primera de ellas, quien estuvo a su lado por tantos años y quien traicionó su confianza y su amor de una manera tan cruel, simplemente le desea buena suerte, distanciándose lo máximo posible de aquello que pueda sucederle; la segunda, sin embargo, que ha trabajado con él cercanamente, y ha estado a su lado en todo momento desde que se conocieron, se ha involucrado a un nivel personal, casi íntimo, y le ha asegurado que no va a librarse de ella mañana. Que va a estar a su lado, tanto si quiere como si no, aunque esta última parte se la haya figurado el propio Alec, claro está.
Sin embargo, a pesar de todo el daño que pudiera haberle hecho en el pasado, una parte, ahora casi inexistente en el interior del escocés, reconoce que echa de menos a su familia: a Daisy, a Tess... Echa de menos el estar con ellas, el ser una familia. Y le apena enormemente que aquellos años felices no vuelvan jamás.
—Te echo de menos, Tess —las palabras salen de su boca antes siquiera de que pueda controlarlas, y se reprende mentalmente por ello.
—Alec, por favor, no...
—Ojalá pudiéramos volver a ser una familia.
Henchard niega con la cabeza casi al momento en cuanto escucha el tono de voz apenado de su exmarido: por mucho que ella continúe amándolo, jamás sería capaz de volver a estar junto a una persona a quien ella causó tanto daño, ni que, por el contrario, le causó tanto daño a ella.
Quizás, se dice a sí mismo Hardy, si hubiera hecho las cosas de un modo distinto, si se hubiera implicado más en su vida matrimonial en vez de en el trabajo... Aún estarían juntos. Estaría con Daisy, y no tendría que sufrir cada vez que se aleja de ella. Pero desecha esos pensamientos nada más cruzan su mente. No hay nada que pueda cambiar el pasado, y, de hecho, agradece no ser capaz de hacerlo, porque no sería la misma persona que es ahora. No habría conocido a Coraline, y no se habría enamorado de ella.
Recuerda entonces una frase que su subordinada le dijera una vez, uno de aquellos días en los que le llevó el desayuno a casa, porque se enteró de que no había comido nada desde la noche anterior: «Hay un dicho: el ayer es historia, el mañana es un misterio. Sin embargo, el hoy es un regalo, por eso se le llama presente». Sonríe al rememorar ese momento. Cuánta razón tiene su querida taheña: debe vivir el presente y no fustigarse de esta manera con el pasado.
Entretanto, en casa de los Gillespie, Coraline Harper y su amiga, Ellie Miller, ataviada aún con su chaquetón naranja, están charlando con Cate y Ricky acerca de lo sucedido hace años, intentando sonsacarles cualquier tipo de información. Claro que, por fortuna, la muchacha de veintinueve años es una analista del comportamiento, por lo que es experta en hacer que la gente le diga cosas sin tan siquiera intentarlo. Le han pedido a Ricky que les enseñe el libro de cuentas de los últimos siete años, a fin de comprobar si Lisa pudo hacer uso de algún fondo antes de «desaparecer» sin dejar rastro, así como posteriormente. También tienen que comprobar si hicieron algún pago por los servicios de la empresa Thorp Agri Services.
—Estas son las cuentas de los últimos siete años —sentencia el padre de Pippa, quien se ha personado en la vivienda tras escuchar que los agentes de policía habían vuelto a Sandbrook tras su visita a Broadchurch.
Ellie se pone a revisar las cuentas al momento, tomando la carpeta en sus manos.
—¿Recuerda haber trabajado alguna vez para una empresa llamada Thorp Agri Services? —cuestiona la pelirroja de piel clara, formulando la pregunta de forma que parezca que se la realiza a Cate, cuando en realidad, su interés y atención, están fijos en Ricky, quien, nada más escuchar el nombre, palidece ligeramente.
—No me suena —responde Cate en un tono serio, antes de darle un trago a la copa de vino.
—Me sorprende que recuerdes algo con todo lo que bebes —sentencia Ricky en un tono despectivo, denigrándola con ese comentario tan malintencionado, pero Cate, que ya parece estar acostumbrada tras años de abuso psicológico, simplemente lo observa de reojo con ironía: como si él pudiera ir dando lecciones de moral a la gente...
—Oh, sigues aquí...
Viendo que el ambiente se tensa de una manera demasiado rápida, y que cualquier comentario por parte de los excónyuges podría desatar una batalla campal, la mentalista de ojos azules hace un gesto a Ellie, dándole un leve codazo, para que intervenga, cambiando el tema de conversación. Ésta rápidamente comprende a qué se refiere su buena amiga, por lo que, dejando de lado el fichero, decide tomar una fotografía familiar de Pippa para cambiar el tema principal de conversación.
—Oh, es una fotografía preciosa —menciona la castaña mientras la observa con una sonrisa en el rostro—. Que guapa está aquí...
—Sí —afirma Cate con una sonrisa y un tono añorantes—. Es mi favorita de ella.
—Este colgante es el que se encontró en el coche de Ashworth, la prueba que se perdió, ¿correcto? —indaga la joven sargento de policía mientras observa la fotografía con una mirada entre apenada y enternecedora: apenada por la forma tan terrible de morir de esa pequeña, y enternecida porque, y está segura de esto, Pippa Gillespie era una buena niña.
—Sí —afirma Ricky, antes de que un toque en la puerta corredera del patio trasero los sobresalte ínfimamente a todos: es Alec Hardy, que acaba de llegar de su reunión con Tess.
—La puerta lateral estaba abierta —sentencia casi sin aliento, y Harper nota que su mirada ha cambiado ligeramente desde que se han despedido hace unos minutos: ahora parece que la observa de forma distinta. No sabe qué será, pero no la desagrada—. Siento mucho el retraso —su mirada continúa fija en la joven mentalista, quien rápidamente se levanta del sofá en el que se encontraba sentada, turbándose ligeramente al sentir su mirada en ella.
—No se preocupe, señor —sentencia la joven analista del comportamiento, dándole una última mirada al archivo de cuentas de los Gillespie—. De todos modos, ya nos íbamos, ¿verdad?
—Sí, por supuesto —asiente su compañera de profesión, levantándose del sofá también, saliendo con ella por la puerta corredera que da al patio trasero, reuniéndose con el Inspector Hardy—. Ningún mensaje. Lucy no me coge el teléfono —sentencia Ellie tras revisa su teléfono móvil en busca de novedades sobre el juicio—. Y Olly no está tuiteando nada.
—Quizá aún no hayan terminado —supone el castaño, intentando calmar su nerviosismo.
—Volvamos —ruega la mujer de cabello rizado—. Necesito saber qué ha pasado.
—¿Le han preguntado a Cate sobre Thorp Agri Services? —quiere saber el inspector.
Es su subordinada taheña quien da la respuesta.
—Sí —asiente rápidamente—. Ha dicho que no sabe nada, y la creo: no había nada en su lenguaje corporal que me sugiriera lo contrario —se explica antes de mantenerse silenciosa, cavilando para sus adentros.
—¿Y? —Alec la insta a continuar—. Conozco ese silencio: hay algo que no te ha gustado.
—Pero sí que he notado un cambio ligero en la actitud de Ricky Gillespie.
—¿Ligero? Yo más bien diría que ha sido notorio —menciona Ellie con ironía, pues tiene demasiado reciente el desprecio que le ha dirigido ese hombre a la que antaño fuera su mujer, y no puede personar haber presenciado semejante grosería.
—Miller... —la amonesta su jefe en un tono bajo.
—El caso es, que ha palidecido nada más escuchar ese nombre —la muchacha taheña continúa hablando como si tal cosa, ignorando la interrupción de su amiga—, y sus ojos se han movido nerviosamente hacia varios puntos de la habitación, lo que me da a entender, que como mínimo, conoce la empresa, o conoce a alguien que trabajaba allí, y, por tanto, podría saber algo.
—Excelente, Cora —la alaba el hombre que ama, provocando que la muchacha sienta mariposas en el estómago—. Excelente —añade, antes de acercarse a la valla que separa ambas viviendas propiedad de los Gillespie, abriendo la puerta entre ellas, que antaño Lee Ashworth construyera.
—¿Todos los jardines tienen una? —cuestiona Miller en un tono curioso.
—No —niega su compañera y buena amiga en un tono sereno, observando la puerta—. La instaló Lee Ashworth con el consentimiento de Ricky y Cate —se explica, recordando que, en los informes y la declaración de Lee de hace varios años, se estipulaba ese dato.
—¿Por qué no la han quitado? —se extraña el escocés, observando la puerta con curiosidad.
—Es para que los niños vayan de un jardín a otro, no para adultos —sentencia Ellie, observando que su jefe es ayudado por la joven sargento a cerrar y bloquear la puerta—. Lee y Claire no tenían niños: ¿por qué la instalaron entonces?
La pregunta queda en el aire mientras los tres investigadores se giran hacia la casa de Cate, donde la susodicha está observándolos, justo bajo el umbral de la puerta corredera que da a la sala de estar. Aún tiene una copa de vino en la mano.
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