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Capítulo 21

El amanecer llega a Broadchurch con presteza ese lunes 21 de mayo. El juicio contra Joe Miller se reanudará entonces, y los tres agentes de policía se han personado allí. Como ya va siendo habitual, Cora ha recogido a Alec en su casa y lo ha acercado con su coche al juzgado de Wessex, mientras que Ellie ha llegado allí con su propio vehículo. El trío de amigos se ha reunido en el aparcamiento, con el escocés aun ajustándose correctamente la corbata. Ellie, quien aún tiene ojeras bajo los ojos al haber tenido que conducir hasta Broadchurch la noche anterior, llegando a su casa alrededor de las 03:15h, reprime un bostezo, tapándose la boca con la mano derecha.

—Me he pasado toda la noche conduciendo, y no ha dicho ni una palabra —le espeta la castaña a su superior con un tono ligeramente molesto—. ¿Qué le preocupa?

—Ricky Gillespie —sentencia el escocés en un tono sereno, bajándose el cuello de la camisa una vez se anuda correctamente la corbata—. ¿Por qué un padre no querría que se reabriese la investigación sobre la muerte de su hija?

—Eso sería preocupante —intercede Lina, asintiendo con la cabeza—. Porque significaría que Lee Ashworth ha dicho la verdad todo este tiempo...

—Sí, Cora —afirma su inspector en un tono algo pesimista—. Y también significaría que he estado equivocado —nota al momento un amistoso apretón en su mano derecha, y una leve sonrisa aparece en sus labios: son esos pequeños gestos de su querida novata los que lo ayudan a calmar sus pensamientos. No es excesivamente intrusiva en sus muestras de apoyo o cariño, y es lo que necesita en este momento.

Los ojos castaños de Ellie, que se han entrecerrado al contemplar tal gesto tierno entre sus amigos, se abren de pronto, pues ha recordado algo de suma importancia. Rápidamente le propina un golpecito en el antebrazo izquierdo al taciturno inspector, quien gira su rostro para observarla.

—Oh, Dios, olvidé decíroslo —comienza, antes de hablar rápidamente, deseando comunicarles esta información lo antes posible—. Cuando Claire y yo salimos a tomar algo, miré su móvil. El que usted le dio.

Empiezan a bajar las escaleras que conducen al juzgado.

—¿Sí? —Alec la anima a continuar.

—Primero todas las búsquedas en internet eran sobre Lee —continúa la exsargento de cabello castaño—: «Lee Ashworth, culpable», «Lee Ashworth, colgante». Es raro.

—¿Y lo segundo? —interviene Coraline con curiosidad, caminando al paso de sus amigos.

—Solo tenía dos números en el móvil —responde Ellie—. El primero era el del Inspector Hardy, y el segundo no lo reconocí —añade, rememorando los eventos de aquella noche tan extraña, mientras atraviesan las puertas del juzgado—. Lo copié en mi móvil —saca dicho teléfono para demostrarles a sus amigos la veracidad de sus palabras, enseñándoles la pantalla. Tras pasar el control de seguridad, prueba a llamar a ese número, escuchando el tono de llamada—. Nada. Solo suena —sentencia Miller con un tono claramente decepcionado, colgando el teléfono en un gesto hastiado.

—Ya habrá forma de comprobar quién es su destinatario, Ell —sentencia Coraline en un tono amigable, recogiendo sus pertenencias de la bandeja del control. Por una vez, no se ha puesto a pitar como loco.

—Espero que tengas razón, Cora —sentencia Ellie con una sonrisa, guardando su teléfono tras dejarlo en silencio.

—Apresurémonos: llegamos tarde —intercede Alec, aligerando sus pasos hacia las escaleras del primer piso, con sus dos amigas casi pisándoles los talones. Entran a la sala del juzgado número uno tras unos segundos, encontrando sus habituales sitios aún vacíos, por lo que proceden a sentarse en ellos.

—Solo es online. Dijiste que podía publicar online —escuchan decir a Olly Stevens.

—¡Te estás pasando de la raya, Oliver! —masculla por lo bajo a Maggie, quien tiene en su mano izquierda un teléfono móvil.

Cuando el sobrino pródigo de Ellie se percata de la presencia de su tía, el Inspector Hardy y Coraline Harper, se acerca a ellos. Tiene algo muy importante que comunicarles. Algo que, seguramente, sea determinante para el juicio.

—La defensa no va a llamar a Joe.

—¿Qué? ¿Por qué no? —Ellie se indigna y mortifica a partes iguales.

Maggie, por su parte, se ha acercado a Alec Hardy, que aún no ha ocupado su lugar entre sus dos compañeras de profesión, y le enseña el teléfono móvil. Allí, en la pantalla, está la nueva noticia que Oliver ha publicado: es sobre Lee Ashworth. El escocés siente que la bilis le sube a la garganta. Cómo le encantaría estrangular a ese reportero metiche...

—Lo siento. No lo sabía —se disculpa la editora jefe del Eco de Broadchurch, ocupando su asiento correspondiente tras recuperar su teléfono de las manos pálidas del hombre de delgada complexión.

—¡Todos en pie! —sentencia uno de los alguaciles en cuanto la jueza Sonia Sharma entra.

Todos los asistentes se ponen en pie, con Alec posicionándose entre Ellie y Coraline, sujetando sus manos en un gesto de respeto. Sin embargo, esto no evita que le dirija una mirada severa y nada amigable a Oliver Stevens, quien, por vez primera, siente que los ojos castaños de Hardy le provocan un escalofrío nada placentero. Una vez se sientan, los tres compañeros no pueden evitar lanzarle una mirada incrédula y acusadora a Joe Miller: es un cobarde que ni siquiera se atreve a testificar en el estrado.

Sharon Bishop se levanta de su asiento con solemnidad.

—La defensa llama a Susan Wright.

Cora intercambia una mirada preocupada con Alec y Ellie, pues si es Susan Wright a quien llaman al estrado, la culpabilidad de Joe podría verse comprometida. Al fin y al cabo, esta testigo en concreto estaba convencida de que vio a Nigel Carter dejar el cuerpo de Danny en la playa, y no al marido de la castaña. Si continúa con esa ligera vendetta personal contra su propio hijo, no saben de lo que será capaz en esta sesión del juicio.

La aludida entra a la sala del juzgado con una actitud y una expresión facial soberbias, cosa que logra molestar de forma inmediata a los tres agentes de policía. Sin embargo, a la única agente a quien dirige una mirada mínimamente amable, es a la Sargento Harper. Susan pasa frente a Maggie Radcliffe, quien aún recuerda vívidamente las amenazas que hizo en su contra y en contra de Liv, su expareja. Aún le dan escalofríos.

—Esto es todo lo que he podido encontrar —sentencia Ben Haywood, quien hace entrega a Jocelyn Knight de un fichero referente a la testigo de la defensa, la cual ha subido ya al estrado.

La veterana abogada de ojos verdes y cabello rubio-platino, se coloca sus gafas de cerca, solo para comprobar, para su desgracia y horror, que su visión se ve impedida por una mancha blanca. Empiezan las consecuencias de su enfermedad, y esto la hace rechinar los dientes con frustración: si no puede leer el informe de Susan Wright, tendrá que prestar especial atención a sus palabras para poder interrogarla. Deberá improvisar, algo que es, casi siempre, un gran riesgo en un juicio.

—¿Podría decir su nombre completo al tribunal? —pide Sharon Bishop una vez la testigo ha realizado el juramento de decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad.

—Susan Wright.

—¿Y estaba viviendo en el parque de caravanas Tides, el 18 de julio de 2013?

—Así es.

—Señora Wright, ¿dónde estaba usted a primera hora de la mañana, del 18 de julio de 2013? —Sharon continúa con sus preguntas rutinarias, mientras que Jocelyn entrecierra los ojos en un fútil intento por enfocar su visión, optando finalmente por quitarse las gafas.

—¿Estás bien, Jocelyn? —susurra Ben, claramente preocupado por ella.

—Estoy bien —responde ella en voz baja, sonriéndole.

—Estaba paseando a mi perro, Vince, por la playa de Broadchurch —Susan no tiene reparo en responder a las preguntas de la abogada de la defensa—. Tengo una caravana cerca.

—¿Y vio algo significativo en la playa aquella mañana?

—Vi llegar un bote, y aun hombre cargando con el cuerpo de un niño —asevera con serenidad, mientras que Beth, como respuesta a sus palabras, se lleva una mano al pecho, sintiendo su corazón palpitar desbocado—. Luego lo dejó en la playa.

—¿Reconoció al hombre que llevaba el cuerpo? —Sharon empieza a ver su victoria incluso antes de acabar la pregunta. Esta testigo es su As en la manga, y piensa aprovechar al máximo su tiempo de interrogatorio.

—Sí, así es.

—¿Y podría darle su nombre al tribunal?

"No, no, no... Esto no puede estar pasando. Esto va a hacer que el juicio se tuerza y desvíe de la verdad de una forma terrible. Susan Wright, por lo que puedo ver, sigue empecinada en hundir a Nigel a menos que él la acepte en su vida", reflexiona para sus adentros la sargento de policía taheña.

—Nigel Carter —en cuanto ese nombre sale de sus labios, los rostros de Beth y Mark Latimer se giran hacia su amigo, quien tiene una expresión que varía entre horrorizada y enfurecida—. Es mi hijo... Y está sentado ahí —declara, y el asombro se apodera de la sala del juzgado.

Ellie intercambia una mirada preocupada con Hardy y Coraline, pues como ellos pensaban nada más escuchar que Susan era la testigo de la defensa, este juicio empieza a volverse en su contra, y las probabilidades de que Joe salga inocente se acrecientan, para su desgracia. Sharon Bishop está creando una duda razonable en el jurado, y es lo único que necesita.


Al día siguiente, el martes 22 de mayo, tras un día lleno de emociones tras el testimonio de Susan Wright, la joven Sargento Harper se encuentra en su casa, charlando animadamente con su madre, hasta que recibe varios mensajes en su teléfono móvil. Cuando los revisa, se percata de que son de Sakura, Elroy y Magnus. Cada uno ha localizado su sede correspondiente y van a empezar a recabar información sobre las personas allí congregadas, sus actividades, sus materiales, el terreno... Además, van a hacer todo lo que esté en su mano para encontrar las pruebas necesarias para acusar a esas ramificaciones y sedes de actividades delictivas en contra de la libertad y los derechos humanos. La pelirroja de ojos cerúleos les desea buena suerte, antes de borrar dichos mensajes, para así, evitar que alguien rastree el origen de éstos. En cuanto guarda su teléfono móvil en su chaqueta de trabajo, se levanta del sofá, pues es el momento de reunirse con su inspector. Tomando en sus manos las llaves de su Mercedez Venz Vegar C 220 BT azul brillante, la mujer de veintinueve años se despide de Tara con un beso en la mejilla y un abrazo, antes de ingresar el en interior de su vehículo, arrancando el motor, y conduciendo hacia la playa de Broadchurch, pues su jefe le ha comunicado que se encuentra allí.

Alec Hardy está en la playa de Broadchurch, sentado en la arena de la playa, con las rodillas casi pegadas al pecho, reflexionando sobre el caso de Sandbrook, sobre sus propias vivencias de hace varios años, y sobre Coraline Harper. Desde que leyó los mensajes de Daisy no ha dejado de preguntarse si debería arriesgarse y decirle lo que siente... Se obliga a guardar esos pensamientos tan íntimos bajo llave. Esta mañana necesita coger energías para la sesión judicial que está a punto de celebrarse. Y piensa ir hasta el lugar de trabajo de Tiffany Evans antes siquiera de asistir al juzgado. Logró localizar su actual lugar de trabajo sin demasiados problemas la tarde de ayer, con la inestimable ayuda de su brillante novata, por supuesto. Como tiene aún los ojos cerrados, escuchando el relajante sonido de las olas impactando contra la orilla, a sus pies, no se percata de que alguien se acerca a su posición. Sin embargo, de pronto es consciente de que alguien ha ocupado un sitio a su derecha. El aroma del champú de coco que conoce tan bien delata a su apreciada Lina, antes incluso de que diga algo para hacer notar su presencia.

La joven se mantiene en silencio, dejándole su espacio, algo que el escocés aprecia muchísimo. Ella imita su postura, llevando sus rodillas cerca de su pecho, rodeando estas con sus brazos, dejando que su cabello carmesí se meza con la brisa temprana. Ambos compañeros disfrutan de ese momento íntimo y a solas con su persona amada, y en un momento dado, sin ser demasiado conscientes de ello, sus hombros y brazos se tocan.

Por su parte, Ellie Miller se ha personado en la casa de su hermana Lucy. Quiere ver a Tom, y con suerte, convencerlo para que vuelva a vivir con ella en su casa. Piensa volver a Broadchurch y recuperar su antigua vida. Posa sus ojos castaños en una fotografía familiar: la misma que ella tuviera en su mesa de trabajo en la comisaría. Niega con la cabeza: ya está harta de huir. Y no piensa dejar que otras personas dicten cómo debe sentirse, o influyan lo más mínimamente en su vida. Ella es inocente. Joe es culpable. Ahora que tiene tan claros esos pensamientos, tiene la fuerza necesaria para ponerse en pie nuevamente. Admite que, sin la ayuda y el apoyo de Hardy y Cora, probablemente no habría sido capaz de hacerlo. Les está muy agradecida.

Sus pensamientos se cortan en seco cuando escucha la voz de Lucy.

—Adelante, cariño. No muerde.

La que antaño fuera una sargento de policía en la comisaría de Broadchurch se gira lentamente, encarando finalmente a su hijo: lleva el uniforme del colegio, y esta uy guapo. Ha crecido, como puede apreciar... Dios, cada día se aleja más y más de esa imagen de niño que ella tiene tan vívida en su memoria.

—Hola... —musita Ellie, intentando controlar el temblor y la emoción en su voz.

—No irás a llorar, ¿verdad, mamá? —indaga Tom en un tono algo serio, distante.

—No.

—No le hables así a tu madre —lo amonesta Lucy en un tono firme, pues no piensa permitir la más mínima falta de respeto contra su hermana. Y menos en su propia casa. Tom debe respetar sus normas, lo quiera o no.

—No pasa nada —dice Ellie, intentando quitarle el hierro al asunto—. Gracias, Lucy —en cuanto escucha a su hermana pronunciar esas palabras, la mujer con el cabello teñido de cobrizo sale de la estancia, dándoles algo de privacidad a madre e hijo—. Gracias por acceder a verme —le dice con una sonrisa conciliadora a su hijo mayor, quien simplemente la observa con mirada crítica.

—La tía Lucy me ha obligado —deja claro con sus palabras, a cada cual más hiriente, que no ha accedido a ver a su madre por voluntad propia. Esto resquebraja mínimamente la fachada feliz de la mujer con cabello castaño, pero hace lo posible porque no se le note.

—¿Qué tal el cole? —Ellie intenta hacer conversación, a pesar de que es plenamente consciente de que su hijo no está muy por la labor de hablar con ella en este preciso momento.

—Háblame sobre el juicio —la corta Tom de cuajo, colocando sus manos en los bolsillos de su pantalón de uniforme.

—¿En serio? —el rostro de la mujer de cabello rizado se desencaja momentáneamente.

—¿Creías que ibas a venir y que no íbamos a mencionarlo? —le espeta el adolescente con un tono severo, realmente molesto porque su madre haya intentado evitar el tema.

—Bueno, vale... —la controladora de tráfico hace lo posible por abordar el tema desde un punto de vista neutral, intentando dejar de lado sus sentimientos personales—. Bueno, es duro ver a tu padre ahí.

—Si tan segura estás de que lo hizo, ¿por qué se ha declarado «no culpable»?

—Ojalá lo supiera, pero creo que tiene miedo, y creo que no es capaz de asumir lo que ha pasado —Ellie intenta ahora encontrarle una lógica al comportamiento de Joe estas dos semanas del juicio—. La gente lo hace.

—O tú te has equivocado —rebate el chaval rubio, quien se ha dejado influir por aquellas noticias que han salido en la prensa, y aquellos tweets que Oliver ha publicado en su cuenta de Twitter.

No tiene una visión objetiva de lo que está pasando porque aún es demasiado joven como para aceptar que su padre hiciera algo tan horrible a su mejor amigo. Solo le queda culpar a alguien por esta situación, y en este caso, la culpa recae sobre su madre, quien nada más escuchar sus palabras, se horroriza y mortifica.

—Tom, sé que quieres que sea cierto y que me culpas a mí —hace caso a los consejos que le diera en su momento su psicóloga, utilizando un tono de voz calmado para hablar e intentar razonar con su hijo—. Pero tu padre mató a Danny, y si me hubiera dado cuenta de lo que pasaba, o si pudiera volver atrás y evitarlo, lo haría, pero... —nota cómo las lágrimas amenazan con caer de sus mejillas, pues sus ojos se han vuelto vidriosos—. ...No puedo.

—¿Quién está de su parte? —cuestiona el adolescente tras pasar su peso de un pie a otro—. ¿Quién le está defendiendo?

—No te preocupes por él —le pide con un tono suave—: tiene una buena abogada —utiliza ese término en el sentido ligeramente literal de la palabra, pues Sharon Bishop realmente es un perro de caza que va a por todos con tal de asegurar la inocencia de Joe. Si lo sabrán Cora y ella, que han estado frente a sus fauces—. Pero quería sugerirte que volvieras a vivir conmigo. Yo dejaría el piso, y volveríamos a vivir en casa.

—No —Tom apenas parpadea ni tartamudea al pronunciar esa negativa.

—¡Solo escúchame un momento...! —la desesperación de Ellie empieza a resurgir.

—No —el joven rubio vuelve a negar con la cabeza—. No voy a volver.

—Es pronto, ¿no? —la que antaño fuera una sargento de policía siente que está a punto de llorar, así que se obliga a sonreírle con cariño a su hijo.

—No —Tom, que no es de piedra, desvía la mirada en cuanto observa los ojos vidriosos de su madre. No quiere llorar delante de ella. No quiere que sepa que, muy en el fondo, le gustaría ir con ella. No quiere que sepa que se encuentra roto por dentro. Dividido entre su amor por su padre, su amor por su madre, y la verdad de la situación actual.

—Vale... —la mujer del acusado del juicio siente que está a punto de perder su autocontrol y compostura—. ¿Me das un abrazo? —pregunta en un tono algo tímido, pues se espera nuevamente un rechazo por su parte. Sin embargo, Tom, a pesar de que parece dubitativo, finalmente se acerca a ella, con Ellie brindándole un abrazo cálido y cariñoso, que él no corresponde. Pero el adolescente no puede evitar que le tiemble el labio, resistiéndose el impulso de llorar—. Te quiero más que al chocolate —sentencia entre lágrimas la exsargento de policía, y Tom, por un momento, recuerda aquellas veces en las que su madre siempre lo ha consolado con esas palabras, aseverando lo mucho que lo quiere y lo importante que es para ella.

Por desgracia, el abrazo se rompe más pronto de lo que Ellie habría deseado, y Tom desaparece por la puerta de la sala de estar, subiendo a su habitación con presteza. Ellie se enjuga las lágrimas con el dorso de la mano.

Cuando finalmente se recompone, tras limpiar por completos las lágrimas que caen incesantemente desde sus ojos, la mujer de cabello rizado y castaño se encamina hasta su casa, entrando en ella. Una vez allí, contacta a sus amigos acerca de su ubicación, y, por consiguiente, Alec Hardy y Coraline Harper no tardan en personarse allí con el coche de la sargento pelirroja. El inspector y su brillante subordinada observan una fotografía familiar de los Miller en la repisa de la chimenea de la sala de estar, rememorando el día en el que pisaron el parqué de aquella casa para detener a Joe por el asesinato de Danny. Se vuelven entonces con cierta lástima y comprensión hacia Ellie, quien está con su mirada castaña fija en el paisaje fuera de la ventana.

—No hace falta que venga con nosotros a interrogar a esa mujer —sentencia el escocés en un tono suave, pues ni siquiera le hace falta ser un analista del comportamiento para notar que su amiga se encuentra disgustada. No quiere darle más problemas en los que pensar, pero para su sorpresa, su amiga de cabello rizado, vestida con su habitual chaquetón de mamá naranja, niega con la cabeza.

—No, quiero hacerlo —sentencia con confianza, habiéndose cruzado de brazos—. Mi vida se ha ido a la mierda —simplifica con un tono irónico, sintiendo que su buena amiga taheña coloca una mano en su hombro derecho a modo de apoyo—. Ayudarlos a Cora y a usted a arreglar su desastre me distraerá un poco.

—¿Vas a volver aquí, Ell? —cuestiona en un tono suave y amigable la de ojos azules.

—Solo cuando recupere a Tom, Cora —responde la castaña con una leve sonrisa amigable, pues el ánimo de su buena amiga es contagioso—. ¿Nos vamos o no? —cuestiona, antes de dirigirse a la salida de su casa, dispuesta a coger el coche, con sus dos amigos yendo tras ella.

Por suerte, el nuevo trabajo de Tiffany Evans no se encuentra tan alejado de Broadchurch como esperaban, sino que se encuentra prácticamente en el siguiente pueblo. Apenas a varios kilómetros. Han decidido tomar el coche de la mujer de cabello castaño, pues ésta necesita desahogar un poco su pena y desazón al concentrarse en algo más que en sus propios problemas personales. Una vez estacionan el vehículo cerca de la entrada del bar, no tardan en identificar a su testigo: joven, piel morena, cabello azabache, vestida de camarera... Sí. Definitivamente, es Tiffany Evans.

—Será mejor que hable yo —menciona en un susurro la sargento de veintinueve años—. Al fin y al cabo, de los tres, soy la única que está en activo como policía de investigación criminal —añade, notando cómo sus amigos asienten al momento.

De todas formas, tanto el escocés como la mujer de cabello castaño quieren ver cuánto ha mejorado su amiga como sargento de policía, y están deseando ver cómo se desenvuelve en esta situación. Caminan tras ella mientras se dirige hacia su testigo, exhibiendo una sonrisa contagiosa y realmente agradable.

—Buenos días —saluda a la camarera con un tono suave, antes de sacar su libreta electrónica, dispuesta a anotar todo aquello que le diga—. Usted es Tiffany Evans, ¿cierto? —cuestiona, y la aludida asiente, algo confusa—. Policía. Me gustaría hacerle unas preguntas —a joven parece algo nerviosa nada más escuchar el término «policía».

—Perdone agente, ¿pero de dónde son?

—South Mercia —responde la de cabello carmesí, haciendo un gesto hacia sus dos amigos.

—Estamos investigando un viejo caso —añade Alec con cierto orgullo en sus palabras, pues su brillante subordinada ha mejorado mucho en estos últimos meses, y ha aprendido a guiarse por el protocolo, a pesar de continuar saltándose algún que otro pequeño procedimiento para aligerar las cosas.

—¿El 14 de abril de 2012, fue dama de honor en la boda de Martin y Esther Kelly, en el hotel Longthorne? —el tono de la sargento taheña es sereno y serio de pronto, dejando de lado las cordialidades: ahora mismo no tienen tiempo para frivolidades, sino que tienen que trabajar. Cuanto antes conteste Tiffany a las preguntas, antes podrán marcharse y compararlas con los datos de los que disponen.

—No recuerdo la fecha, pero sí, estuve en la boda —responde la camarera con un encogimiento de hombros, como si aquello no tuviera mayor trascendencia para ella.

—¿Se acostó con un hombre llamado Ricky Gillespie aquella noche? —intercede Hardy.

—Vaya, ¡no se andan por las ramas! —se sorprende la morena, advirtiendo que la pelirroja de ojos azules le propina un leve codazo en las costillas derechas a su compañero por su poca delicadeza—. ¿Ricky, cuya hija fue... Asesinada?

—Sí —afirma Ellie, intentando no hacer una mueca de disgusto ante esa última palabra.

—No —niega categóricamente la muchacha—. Él lo intentó: me persiguió durante toda la noche —asevera, sintiendo cómo un escalofrío la recorre de arriba-abajo—. Hasta me siguió a mi habitación cuando fui a cambiarme los zapatos, porque los tacones me estaban matando —añade con un gesto de desagrado—. Llevaba una pequeña petaca plateada, y no dejaba de insistir en que me tomase una copa con él —les comenta en un tono confidencial, provocando que los agentes de policía intercambien una mirada sorprendida a la par que preocupada por las acciones del padre de Pippa—. Pero lo rechacé: era demasiado. Estaba allí con su mujer —sentencia con un tono sereno—. La última vez que lo vi, volvía a la fiesta por el aparcamiento.

—¿Cuánto tiempo estuvo él en su habitación? —cuestiona la joven de cabello carmesí, quien ha anotado sus respuestas en su bloc de notas electrónico.

—¿Cinco o diez minutos? —Tiffany no parece segura—. No volví a verlo en toda la noche.

—Gracias por su colaboración, Tiffany —agradece la Sargento Harper, guardando su bloc de notas electrónico en el interior de su chaqueta, antes de estrecharle la mano en un gesto amable, despidiéndose de ella—. Esto es de lo más interesante —sentencia la joven mientras caminan de vuelta al coche de Miller—: si lo que ha asegurado Tiffany es cierto, la coartada de Ricky Gillespie empieza a tambalearse peligrosamente.

Sus dos amigos y compañeros asienten en silencio, reflexionando sobre sus palabras.

En esta ocasión, es Coraline quien conduce el coche de su buena amiga de vuelta al pueblo de Broadchurch. Tras estacionarlo en el exterior de la vivienda de la castaña de cabello rizado, los tres agentes de policía caminan hasta la playa para reflexionar sobre lo que han descubierto gracias al testimonio de Tiffany Evans. Alec Hardy es quien camina con pasos ligeros por la arena de la playa.

—Así que Cate Gillespie estaba equivocada —sentencia el escocés en un tono sereno, reflexionando en voz alta—. Ricky no estuvo con otra mujer —resume los pormenores de la declaración de Tiffany Evans.

—Pero nadie lo vio durante dos horas —sentencia Lina en un tono serio, cruzándose de brazos, intentando seguir su paso—. La cuestión es: ¿dónde estuvo? ¿Y por qué se llevó una petaca a una boda? —las preguntas empiezan a acumulársele en su mente, dejándolas salir a la superficie.

—Cora tiene razón —afirma Ellie, caminando al lado de su amiga, aún ataviada con su chaquetón naranja—. ¿Creéis que pensaba drogarla?

—No tengo constancia de que haya ninguna denuncia de que haya intentado algo así con nadie —sentencia el veterano inspector de cabello castaño lacio mientras caminan.

—Pero sabemos que Cate ha dejado caer que Ricky intentaba insinuarse a Claire —empieza a rememorar la analista del comportamiento, recordando la conversación de su protector con la madre de Pippa Gillespie—. Y la propia Claire ha mencionado que Lee solía hacerlo con ella —añade, colocando una mano en su mentón mientras reflexiona—. ¿Crees que es algo que solían hacer los cuatro?

—No lo sé, Cora —admite el hombre que ama en un tono agotado, antes de suspirar—. Cuando acabemos en los juzgados hoy, hablaremos con ella —añade, planteándoles el plan del día a sus compañeras, quienes asienten con vehemencia, dispuestas a comprobar si Claire sigue cambiando su versión, o si, por el contrario, la mantiene, y pueden fiarse de su palabra en esta ocasión.


Jocelyn Knight se encuentra en su casa del acantilado. Desde el día de ayer está sufriendo de un intermitente bloqueo de su campo de visión, lo que le imposibilita el leer los documentos sobre Susan Wright que Ben le facilitó ayer, por lo que le ha pedido, de nueva cuenta, que se los pase a archivos de audio. En este preciso instante, se encuentra memorizando las preguntas que quiere hacerle a la testigo de la defensa, de forma que consiga desestabilizar su credibilidad. Una vez las tiene memorizadas, se prepara para esta sesión del juzgado.

Una vez en la sala número uno del juzgado de Wessex, ya ataviada con su habitual conjunto de profesión, la veterana abogada de cabello rubio-platino, se levanta de su asiento, comenzando su interrogatorio.

—¿Cuándo fue la última vez que se graduó la vista? ¿Cómo ve por la noche? —sus preguntas van directamente al grano: desacreditar aquello que creyó ver aquella noche en la que Danny fue asesinado—. ¿Alguna vez se la han examinado?

—Nunca lo han hecho —niega Susan con un tono de voz algo solemne—. Pero como muchas zanahorias.

—¿Así que, no sabe lo lejos que puede llegar a ver, ni de día ni de noche?

—Puedo ver la luna, y está muy lejos —las respuestas de Susan empiezan a enervar a la abogada negra, quien comienza a ver que, tal vez, llamar a esta testigo al estrado ha sido una pésima idea.

—Muy bien —Jocelyn mantiene la calma: sus respuestas algo soberbias es lo que necesita exactamente para desestabilizar su credibilidad—. Volvamos a su hijo, el Sr. Carter —nada más escuchar su nombre, Nige agacha el rostro, definitivamente avergonzado por tener que escuchar estos alegatos—. Llevaba 28 años sin verlo, ¿verdad?

—Sé qué aspecto tiene, si es lo que me pregunta.

—En la declaración jurada del Sr. Carter a la policía, él afirmó: «Ni siquiera sé quién es. No quiero tener nada que ver con ella» —recita las palabras del informe de Alec Hardy y Coraline Harper de memoria, y consigue provocar una mínima reacción algo airada en la testigo.

—La policía se equivocó —sentencia Wright con evidente inquina—. La policía siempre se equivoca. Es un hecho.

—No lo es, en realidad —interviene la jueza Sharma en un tono amonestante, habiéndose despojado de sus gafas de lectura, posando su mirada castaña en la testigo que ahora está en el estrado.

—¡Creía que la habías preparado! —exclama Sharon en un tono bajo, apretando los puños con fuerza—. ¡Es un maldito lastre!

—¡No se comportó así conmigo! —exclama Abby también por lo bajo, provocando que una sonrisa entre divertida y satisfecha aparezca en el rostro de Jocelyn Knight.

—Limítese a responder a las preguntas que se le hacen, Sra. Wright —sentencia Sonia.

—Muy bien... —Susan acata sus órdenes de forma reticente, encogiéndose de hombros.

—Cuando vio el cuerpo de Danny en la playa, ¿por qué no llamó a una ambulancia?

—Ya era un poco tarde.

—Parece muy segura —se asombra Knight—. ¿Lo comprobó? ¿Está usted médicamente cualificada?

—Era obvio lo que había pasado —responde la testigo de cabello rubio, habiendo puesto los ojos en blanco, como si estas preguntas fueran una autentica bobada.

—¿Pero por qué no llamó a la policía?

—No quería meter a Nigel en esto —sentencia la madre del fontanero, lo que provoca que éste de una baja risotada irónica, pues, al final, acabó imputándolo por asesinato con su confesión en la comisaría.

—¿Cómo explica que la policía forense encontrara cuatro colillas, con su ADN, al lado del cuerpo de Danny?

—Me he fumado muchos cigarrillos en esa playa —intenta desviar las evidentes acusaciones que Knight está haciendo de su persona.

—¿Y por qué se llevó el monopatín?

—Pensé que podrían robarlo.

—Y así fue, ¿verdad? —Jocelyn pasea su verde mirada por el jurado—. Lo robó.

—Pensé que la familia querría recuperarlo —sentencia la testigo, provocando que Beth Latimer, que parece estar haciendo un soberano esfuerzo por contener su instinto de saltarle a la yugular, de un hondo suspiro.

—¿Sabe quién es Maggie Radcliffe?

Susan lo sabe. Claro que lo sabe. Recuerda perfectamente a esa periodista entrometida a la que amenazó en su propia editorial. Es capaz de rememorar las palabras que le dijo en ese momento, pues la reportera no paraba de investigar sobre ella y su pasado. No era asunto suyo, pero lo hizo igualmente. Solo quería darle una advertencia. Y parece que esa acción ahora viene para atormentarla. Decide intentar negar su relación con esa mujer.

—No.

—La editora del Eco de Broadchurch —responde Jocelyn, aclarando para todos los presentes la identidad de dicha mujer, así como su profesión—. En cuya oficina entró a las 23:37 de la noche del 24 de julio del 2013 —nada más decir esas palabras, la abogada siente cómo un escalofrío la recorre—, y a quien amenazó diciendo, y cito textualmente: «conozco a tipos que la violarían» —Jocelyn siente que una ligera ira, una gran antipatía, la recorre desde los tuétanos al recitar la amenaza que hizo a Maggie aquel día. No puede soportarlo, pero consigue mantener una expresión neutral en el rostro.

—¿Qué? —Bishop arquea las cejas, claramente incrédula, pues esa información es nueva.

—No, no tengo eso —musita Abby por lo bajo, revolviendo los papeles y documentos que tienen en su mesa, en busca de la más mínima información sobre ese hecho.

Todos en la estancia, a excepción de Ellie Miller, observan ahora a la editora del periódico local de Broadchurch con la boca abierta y una gran sorpresa en sus rostros. Coraline Harper tiene la ligera sensación de que una descarga eléctrica la recorre de arriba-abajo al escuchar las palabras que le dirigió Susan a Maggie, pues comprende lo aterradora que resulta esa amenaza, y en su caso, sabe de buena tinta lo que una experiencia así puede hacerle a una persona. Está mortificada.

El veterano y taciturno inspector de delgada complexión se mueve algo incómodo en su asiento, negando con la cabeza ante tan terribles palabras, pero al percatarse del leve estado de nerviosismo de su novata, posa una mano en su rodilla izquierda, logrando que la muchacha empiece a serenarse. Ha notado que, con cada vez más frecuencia, la taheña se relaja con facilidad en su presencia y cercanía. Le alegra que sea así. Intercambia una mirada con ella, preguntándole indirectamente si se encuentra bien, solo para recibir una leve sonrisa y un asentimiento por su parte, indicándole que así es.

Oliver Stevens observa a su jefa con evidente pasmo, pues no le ha contado nada de aquello. Ahora comprende por qué su jea estaba tan rara aquellos días tras su encuentro con Susan Wright: estaba aterrorizada. Pero al recordar lo corajuda que fue al tenderle una trampa y hacer que la policía la localizase, esa sorpresa se convierte en orgullo. Maggie es un gran ejemplo que seguir, y ahora empieza a ver, que se ha estado desviando de su propósito principal solo pro conseguir una buena historia: informar de forma fidedigna y concisa.

—No es cierto —niega la testigo en un tono serio, y Jocelyn tiene que aguantarse las ganas de gritar a los cuatro vientos que miente, porque Maggie será muchas cosas, pero no es una mentirosa. Además, la denuncia se interpuso y quedó registrada en la comisaría de Broadchurch por Ellie Miller.

—¿Qué no es cierto? —Jocelyn casi se ríe irónicamente—. ¿No conoce a tipos así, o sí?

—Nunca dije eso.

—¿Por qué iba ella a mentir?

—Es periodista.

—¡Claro! —Jocelyn no contiene su ironía ni se muerde la lengua—. Los periodistas y la policía mienten, y usted es la única persona sincera aquí —ante sus alegatos, incluso la jueza Sharma empieza a ver a la testigo como alguien carente de empatía o sentimientos, lanzándole una mirada crítica.

—Si usted lo dice... —sentencia Susan con un tono indiferente, atreviéndose incluso a esbozar una sonrisa llena de soberbia y superioridad.

—¿No es cierto, que cada palabra que le ha dicho a este tribunal, desde que ha subido al estrado, ha sido mentira? —la veterana abogada de mirada oliva comienza con sus últimos alegatos para destrozar la credibilidad de la versión de Susan Wright.

—No.

—Usted no vio a Nigel Carter —argumenta en un tono férreo, provocando que el reo empiece a ponerse nervioso, suspirando pesadamente, antes de agachar la vista, como si de pronto, el suelo fuera lo más interesante de esta sala—. Vio a Joe Miller.

—¡No!

—Pero quiere echarle la culpa, al hijo que la ha rechazado.

—¡No! —Susan empieza a desesperarse en el estrado, negando una y otra vez las acusaciones que la abogada de los Latimer lanza en su contra. Pero eso es exactamente lo que necesita Knight: presionarla hasta conseguir que deje salir su verdadero carácter.

—Le ha mentido a este tribunal una y otra vez, ¡igual que mintió a la policía!

—¡No!

—¿Por qué debería creer el jurado una sola palabra de lo que dice?

—Usted no vale nada.

La sesión del juicio termina entonces, con ese alegato final de Jocelyn y la respuesta de Susan Wright. Inmediatamente después de que la sesión se suspenda hasta el día siguiente, Sharon Bishop sale como una exhalación por la puerta de la sala del juzgado número uno. Está lívida. Casi siente cómo le arde la sangre por la cólera y la impotencia además de la vergüenza. Abby la sigue entonces, quedándose en el rellano de unas escaleras interiores del tribunal.

La abogada negra no lo soporta más, y arremete contra su asistenta.

—¡Ni me hubiera acercado a ella de haber visto esa actitud!

—¡Lo sé, lo siento! —se disculpa Thompson en un tono apenado y realmente preocupado, pues esta testigo ha sido un duro golpe para su defensa, y les costará mucho recuperarse del golpe que Jocelyn les ha propinado en su estrategia perfecta.

—¿Sabes qué? ¡Quizás si pasaras un poco menos de tiempo intentando decirme cómo hacer mi trabajo, y pasaras un poquito más haciendo el tuyo, aún tendríamos una oportunidad de exculparle! —le espeta en un tono severo, amonestante, antes de bajar las escaleras a paso vivo, saliendo a la terraza del juzgado, encontrándose con que Jocelyn está allí, fumándose un cigarro.

Cuando intenta encender el suyo, su mechero decide no funcionar, por lo que, a regañadientes, acepta el ofrecimiento de fuego por parte de su rival en la sala del tribunal.

—Ánimo —dice Jocelyn, esperando que Bishop no se venga abajo ahora.

Una vez Knight le enciende el cigarrillo, la abogada negra da una calada satisfecha, apoyándose en el pequeño muro de la terraza, dispuesta a desquitar sus frustraciones mediante caladas al cigarrillo.

Entretanto, en el interior del juzgado, los Latimer, junto con Nige Carter y algunos amigos del pueblo, observan cómo la Sargento Harper se acerca junto con Ellie Miller y Alec Hardy a la mujer que acaba de testificar en esta sesión del juicio de Joe. Cuando hablan, el eco que posee el amplio lugar provoca que sus palabras lleguen a sus oídos de forma clara, como si estuvieran hablando a pocos centímetros de ellos.

—¿Se ha divertido mintiendo ahí dentro? —cuestiona Ellie con un tono molesto.

—No es mi marido el que está en el banquillo —le espeta a la castaña en un tono indiferente—. Supongo que siempre lo supo.

—No.

—Claro que sí: todos sabemos cosas —asevera Susan con confianza, devolviéndole las palabras que alguna vez le dijera la agente de policía de cabello rizado—. Pero hacemos la vista gorda.

—Ese no fue el caso de Ellie, Susan —intercede la analista del comportamiento en un tono sereno, hablando con un tono que indica su disposición a proteger a su amiga—. Igual que usted no sabía lo que hacía su marido —apela a la humanidad de la mujer que tiene delante, quien, por un momento, recuerda que esta joven intentó ayudarla.

—Sigan repitiéndose eso —concluye la mujer de cabellera rubia, y Ellie tiene que hacer un gran esfuerzo por retener su estallido de furia, mientras que el inspector escocés es el encargado de retener el leve estallido de ira de la taheña, quien parece querer enzarzarse en una discusión factual sobre lo sucedido realmente.


Unos minutos más tarde, tras acompañar a la pelirroja a dejar su coche y las compras de alimento en casa de su madre, los tres compañeros se encuentran sentados en el interior del coche de Ellie Miller, cuya expresión facial es la viva imagen de la indignación y la impotencia. El hombre de delgada complexión da una mirada hacia atrás al sentir una mano en su hombro, y comprueba que la muchacha taheña le hace una señal con la cabeza hacia Ellie para que intente conversar con ella, para que intente aliviar su pesar.

—¿Está bien? —cuestiona el escocés de cabello castaño lacio, intentando conversar con ella.

—Siempre creerán que yo lo sabía —dice de pronto la expolicía sin responder técnicamente a su pregunta—. Da igual el veredicto: siempre creerán que lo sabía.

—Deles tiempo —sugiere el hombre sentado a su lado.

—Oh, estupendo —Ellie suelta una carcajada sarcástica—. Gracias por ese cliché de mierda: lo arreglará todo —esta frase provoca que la mentalista arquee una de sus cejas, pues no es la mejor forma de agradecer las palabras y el intento de consuelo de su amigo—. ¿Claire sabe que vamos? —cuestiona al fin, logrando calmarse lo suficiente como para centrarse en el asunto que los ocupa, conduciendo ahora su coche por el bello bosque que precede a la campiña inglesa en la que se encuentra la cabaña de su testigo.

—No, no lo sabe —responde la que antaño fuera una oficial de policía desde la parte trasera del vehículo—. Tenemos que pillarla con la guardia baja. Solo así podremos determinar si está diciéndonos la verdad, o está mintiendo nuevamente.

A los pocos minutos, Ellie ha estacionado su coche familiar frente a la casa de Claire Ripley. Tocan la puerta de la entrada con firmeza. La cara de sorpresa de la susodicha nada más abrirla, les indica, para su deleite, que no esperaba que fueran a visitarla esa mañana. Con algo de reticencia y sorpresa, deja entrar a los agentes de policía a su vivienda, caminando con ellos hasta la cocina. Allí, se sientan alrededor de la mesa: Ellie a la izquierda de Hardy y a la derecha de Claire, en la presidencia, mientras que Harper se sienta junto a su inspector, a su derecha.

—Quiero que nos cuentes a Cora y a mí lo que le contaste a Miller sobre aquella noche.

En cuanto esas palabras salen de los labios del hombre con vello facial, Claire pone una mueca de desagrado, pues evidentemente, esperaba que esas confidencias quedasen guardadas bajo llave, como indica el código no escrito de las amigas.

—Se suponía que era algo entre nosotras —se queja la morena de ojos verdes.

—No hay secretos entre ellos y yo —rebate Ellie con un tono sereno.

—Me doy cuenta —menciona Claire en un tono irónico, desviando su mirada intencionalmente hacia la sargento taheña.

La mujer de veintinueve años se cruza de brazos de pronto, como si estuviera a punto de analizar su comportamiento. Esto provoca que la peluquera vuelva su vista oliva hacia el inspector que tiene delante.

—Claire, me da igual lo que hayas dicho antes —asevera el hombre con problemas cardíacos—. Ahora quiero la verdad.

—Aquella noche fui a ver a una amiga, Marie, como ya te he contado —Claire repite esta versión de los hechos, que fue la misma que le dio al escocés al momento de ser interrogada en Sandbrook—. Salvo que... —hace una pausa, mordiéndose el labio—. No me quedé a dormir. Volví a casa y me tomé una copa con Lee —asevera en un tono determinante—. Y creo que me echó Rohipnol en la bebida.

"La primera parte de su testimonio es verídica: sus ojos apenas han parpadeado ni se han desviado al mencionar a Marie, su amiga, pero al momento de desvelarnos que volvió a casa, no es tan fidedigna al contar qué hizo", la analista del comportamiento se ha fijado en los gestos y las micro expresiones de su testigo para empezar su trabajo. "Definitivamente, por la forma en la que se ha mordido el labio, y teniendo en cuenta el leve aumento de su tono de voz al mencionar que se tomó una copa con Lee, puedo determinar que miente". Sabe lo suficiente de análisis para comprender en qué parte de un testimonio se dice la verdad, y cuándo se miente en otra, y Claire está haciendo eso mismo. La pregunta es: ¿por qué? De momento no cuenta con las piezas suficientes que le permitan ver la imagen completa del puzle. "Hay algo verídico acerca del Rohipnol, pero no se usó para drogarla aquella noche. Hay algo más escondido en los márgenes de su declaración".

Mientras Coraline continúa observándola con sus ojos azules fijos en ella, la peluquera que antaño residiera en Sandbrook, continúa informándolos sobre su versión de los hechos.

—Estuvo inconsciente bastante rato, y cuando me desperté, Lee estaba limpiando.

—¿Limpiando qué? —cuestiona el escocés en un tono férreo.

—El baño, lavando las sábanas, aspirando, fregando el suelo... Dijo que quería hacer una limpieza general.

"Nuevamente, empiezo a ver retazos de verdad escondidas tras una flagrante mentira. No es un recurso poco común: envolver la verdad con una mentira para que parezca más real y fidedigna. Pero, lo siento, Claire: no puedes esconderme por mucho más tiempo la verdad", piensa para sí misma la joven sargento de policía, finalmente desviando su mirada de la peluquera, pues no necesita analizarla más por hoy para saber que está mintiendo y ocultando cosas.

—Así que, te drogó —la mentalista empieza a enumerar los hechos en un tono factual—, se puso a limpiar la casa, y al día siguiente, cuando anunciaron la desaparición de las dos niñas, ¿no se te ocurrió decírselo a nadie? —la muchacha taheña niega con la cabeza lentamente, antes de posar sus ojos en los verdes de la peluquera, quien, por un momento, parece achantarse ante su cerúlea mirada—. Ni siquiera se te pasó por la cabeza que, quizás, solo quizás, Lee tuviera algo que ver...

—Claro que no —intenta defenderse Ripley—. No pensé que fuera posible, Coraline.

—¿Y qué piensas ahora? —intercede Ellie, quien parece tener la misma opinión que su buena amiga—. ¿Podría haber matado a esas chicas?

—No —la mujer de cabello moreno parece realmente segura tras sus palabras, aunque un ligero quiebre en su voz le indica a la mentalista que hay algo de mentira en esa negación.

—Es la tercera versión que me cuentas sobre aquella noche —sentencia Alec, quien ya empieza a hartarse de que su testigo no le cuente la verdad, y de que intente deliberadamente despistarlo y hacerlo dar vueltas como un pato mareado—. ¿Por qué no me lo contaste antes?

—No quería que supieras lo que Lee solía hacerme —intenta jugarse la carta de la víctima, pero en esta ocasión, gracias a la presencia de Miller y Lina, el escocés no cae en la trampa. Rápidamente toma en su mano derecha el teléfono móvil que le entregó a Claire para su protección—. Eh, ¿qué haces? —cuestiona, de pronto preocupada, contemplando cómo el hombre que la protege teclea en su teléfono, antes de enseñarle la pantalla: en ella hay dos números de teléfono.

—¿De quién es este número? —el tono del hombre con vello facial es peligrosamente gélido.

—No lo sé —Claire responde a toda prisa, intentando que no se la culpabilice—. Recibí una llamada, y pensé que se habían equivocado.

—No, Claire —intercede entonces la mentalista—. Llamaste tú.

—Sí, porque devolví la llamada para comprobarlo, pero solo daba tono... —intenta recuperar su teléfono, pero Hardy es más rápido que ella, y se lo impide, moviendo el brazo derecho, de forma que el teléfono queda fuera de su alcance.

—Este prefijo, es de donde vivías con Lee —asevera Alec, acusándola implícitamente.

—¡Siento que me estás interrogando! —finalmente, Claire parece estallar, arrebatándole el teléfono al inspector de delgada complexión.

—¡Y así es! —el escocés pierde la compostura, pues ya no quiere seguir dando palos de ciego. Ya está harto de que Claire lo haga correr como un perro amaestrado—. ¡Eras mi testigo clave, y ahora me dices que siempre me has mentido!

—¡No he mentido! —se defiende la peluquera, igual de molesta y enfadada que él.

—¿¡Entonces qué!?

—¡Solo intentaba protegerle!

—¿A él o a ti misma? —acusa Alec, quien consigue arrinconarla con sus palabras.

—¡Eso no es justo...!

—Así que... —Coraline vuelve a intervenir para intentar calmar los ánimos. A su inspector no le conviene agitarse de esta manera, y ambos lo saben. Entrelaza los dedos de las manos y coloca los brazos sobre la mesa, frente a ella en un gesto claro de negociación—. Esto es definitivamente lo que sucedió aquella noche.

—Sí —Claire parece a punto de romperse la mandíbula de lo fuerte que la aprieta.

—¿De verdad? —cuestiona Alec, pues ahora, después de tanto tiempo siguiendo pistas y declaraciones falsas, no la cree, al igual que Ellie y Coraline, quienes tienen una mirada llena de desprecio posada sobre la peluquera de cabello oscuro y ojos claros—. ¿Claire? —apela a ella, pues se ha quedado extremadamente quieta y callada, como si estuviera decidiendo qué hacer a continuación.

—Hay algo que... —hace una pausa efectista mientras se humedece los labios, preparándose para confesarles lo ocurrido ese fin de semana—. Estuvo aquí mientras estuvisteis fuera y nos acostamos arriba.

—¿Qué? ¡Claire! —exclama la castaña con el chaquetón naranja.

—Me dejaste sola, Alec —acusa entonces—. Te lo dije, para mi es como una droga: no puedo evitarlo —la mirada de la analista del comportamiento se ha tornado ligeramente más fría a cada palabra que sale de los labios de la morena. No hay nada en su ademán que indique un genuino arrepentimiento por sus actos, y no cree que vaya a haberlo—. ¡No puedo!

—Vamos, Miller, Cora —ordena Alec en un tono severo, levantándose de la silla de la cocina, con sus dos amigas haciendo lo propio, también bastante cansadas de este juego del gato y el ratón.

—¿Os vais? —por un momento, Claire parece aterrorizada—. No quiero estar sola, por favor.

—Debo recoger a mi hijo —sentencia la castaña de cabello rizado.

—Y yo debo hacer unos recados para mi madre —se excusa la pelirroja con un pretexto falso mientras cruza el umbral de la puerta de la cocina, siguiendo a su jefe.

Ni por todo el dinero del mundo piensa quedarse cerca de una persona tan toxica como Claire Ripley. Ellie, que va detrás de ella, se queda ligeramente rezagada, escuchando las últimas palabras de la mujer de Ashworth.

—¿Y qué pasará ahora?

—Vamos, Ell —la llama su buena amiga, por lo que la mujer con el chaquetón naranja la sigue casi al momento, dejando a la peluquera allí, sola con sus propios pensamientos y maquinaciones.

Cuando escucha la puerta principal cerrarse, Claire se muerde la lengua: ha calculado mal y ha cometido un error. Si esa tal Coraline no hubiera intercedido, está segura de que habría podido conseguir que Alec recapacitase y continuase protegiéndola, como siempre. Pero ahora está alerta, y se ha cansado de jugar. Tiene que encontrar la forma de arreglar todo esto. Y rápido. Su billete a la libertad empieza a escaparse rápidamente de entre sus dedos, y no tiene un plan B. En el peor de los casos, deberá recurrir a su As en la manga, aunque es algo que no desea hacer. Es su último recurso, en caso de verse totalmente arrinconada.


Beth Latimer está en su casa, hablando por teléfono con Paul Coates. Necesita hacer algo. Lo que sea. Algo por Danny. Aún debe hablarlo con Mark y concretar si debería hacerlo, porque quiere contar con su apoyo y su opinión le importa mucho. Son un matrimonio, al fin y al cabo. Y si ella va a dar un paso, necesita saber que Mark estará ahí para ella. Para ayudarla a levantarse si se cae en algún momento.

—Aquello de lo que hablamos... Sobre reunirnos con agresores sexuales rehabilitados —la voz de Paul Coates es algo dubitativa al otro lado de la línea telefónica—. He conseguido organizarlo —explica finalmente, lo que sorprende a la madre de Chloe, pues no esperaba que fuera algo tan fácil de organizar.

—Vaya, qué rápido.

—¿Sigues queriendo hacerlo?

—Eso creo... No lo sé —Beth tiene dudas y no tiene reparos en demostrarlo—. Me... Me da miedo —confiesa, pues no sabe cómo se sentirá al momento de tener que gestionar semejante situación llena de presión.

—Maggie y yo estaremos contigo —intenta animarla el vicario—. Sé que tienes mucho encima con lo del juicio, así que, si quieres retrasarlo...

—No, está bien —ella lo interrumpe, evitando que acabe la frase.

—¿Y qué dirá Mark?

—Hablaré con él —sentencia con un tono suave, habiéndose apoyado en la encimera de la cocina, observando a Mark a través de la ventana, quien está de espaldas a ella sobre el pequeño camino que recorre el perímetro de su casa, con Lizzie en brazos.

—Vale —Paul parece más animado—. Tengo que colgar, pero te avisaré con los detalles cuando esté todo listo —propone, y ella asiente con la cabeza a pesar de que es perfectamente consciente de que no puede verla—. Adiós.

—Adiós —se despide la joven madre, colgando el teléfono nada más dice esas palabras al mismo tiempo que su párroco. Al cabo de unos dos minutos, ya se ha vestido con un abrigo, se ha calzado unas deportivas y ha tomado las llaves de casa, reuniéndose con su marido en el pequeño camino—. ¿Enseñándole las vistas? —cuestiona cuando al fin llega a su lado, alargando su brazo izquierdo para acariciar esa pequeña mata de pelo rubio que empieza a formársele.

—Sí —niega Mark con una sonrisa—. Y contándole lo que pasa en los juzgados.

—No quiere oír eso, ¿verdad, cielo? —acaricia sus rechonchas mejillas y Lizzie se ríe.

—Claro que sí, le interesa —rebate Mark con una sonrisa enternecedora, sus ojos aún fijos en la bebé que lleva en sus brazos protectoramente—. Quién nos apoya, quién miente... —enumera, antes de observar a su mujer de arriba-abajo, notando que tiene una expresión algo preocupada en el rostro, como si estuviera cavilando algo—. ¿Estás bien?

—Sí —Beth toma aliento, pues esta conversación se le antoja complicada, aunque no parece encontrar una razón para ello—. ¿Recuerdas que hablamos sobre hacer algo por Danny? —casi en el mismo momento en el que esas palabras salen de su boca, Beth atisba cómo su marido parece fruncir levemente el ceño, como si ese tema lo disgustase.

—Claro... —contesta en un tono hastiado.

—¿Por qué lo dices así?

—No lo digo de ninguna manera.

—Claro que sí —genial, otra discusión marital. Esto es lo último que necesitan ahora mismo, por lo que Beth, intentando dominar su molestia, intenta comprender la razón tras el comportamiento de su marido—. Lo dices como si no te interesara.

—¿Tenemos que hablar de eso ahora? —cuestiona el fontanero en un tono severo.

—¿Por qué no quieres involucrarte?

Beth empieza a hartarse de tanta negatividad por su parte. No les está pidiendo mucho: solo que la apoye, como madre, como esposa. Y él se niega, una y otra, y otra vez. Cada vez que le saca el tema, recibe una negativa flagrante por su parte. Está saturada. Mark también lo está, y tiene que dominar la leve indignación e incomprensión en su voz cuando habla, a fin de no asustar a la pequeña Lizzie.

—Porque no entiendo por qué... —hace una pausa para respirar hondo—. No entiendo por qué necesitas hacerlo, Beth. De verdad que no lo entiendo —niega con la cabeza tras unos segundos, acariciando la cabecita de su bebé con dulzura para ayudarlo a calmarse—. Es como si hurgaras en una herida, intentando hacerla sangrar.

—¿Qué? —Beth no puede creer lo que está oyendo de los labios de Mark: ¿en serio piensa que hace esto por provocarle sufrimiento a su familia? Solo quiere que la muerte de Danny tenga un sentido, un significado.

—Mira lo que tenemos aquí —el patriarca de los Latimer hace un gesto hacia su bebé—. Sabes cómo es: crecerá antes de que nos demos cuenta, y no quiero perdérmelo otra vez. Quiero estar con ella en todo momento —se explica lo mejor que puede para que su mujer entienda su punto de vista.

Mark es plenamente consciente de que no hay nada que pueda hacer que el pasado cambie o vuelva, y no quiere torturarse pensando en todo aquello que han perdido. Quiere concentrarse en el ahora. En su familia. Y que Beth quiera mantener vivo a Danny de esa manera... Lo destroza por dentro. No sabe por qué quiere hacerlo. Por qué quiere prolongar su sufrimiento de esta manera. Es casi una tortura diaria. ¿Es que es incapaz de pasar página y concentrarse en sus hijas, que la necesitan? ¿En él? Nunca lo habría dicho antes, pero en este momento, su mujer le parece muy egoísta. Solo piensa en su propio dolor, y no en el de los demás.

—Yo también quiero estar con ella, pero no puedo dejar de pensar en Danny —argumenta Beth, quien también intenta que su marido comprenda su punto de vista—. No es uno u otro —añade antes de suspirar—. Necesito hacer esto, Mark.

Para la joven madre de cabello castaño, esta es la única forma en la que puede recordar a Danny y darle un sentido a su muerte. Es la única forma que tiene de pasar página para poder concentrarse en el presente, y le da la sensación de que Mark no la comprende. No puede ver lo mucho que necesita hacer esto para poder continuar viviendo una vida relativamente normal. Les han arrebatado algo que jamás podrán recuperar, y ella solo quiere que su pérdida no haya sido en vano. Parece que su marido intenta borrar el pasado, como si quisiera borrarlo o hacer como que nunca ha existido, y eso la destroza por dentro. En este momento, no cree estar pidiéndole la luna, y que Mark se niegue a, como mínimo, apoyarla, le parece en extremo egoísta.

—Bien —dice Mark en un tono férreo—. Yo no —da por terminada la discusión.


A unos cuantos kilómetros de la casa de los Latimer, en la iglesia, Paul Coates se ha visto arrinconado por el equipo legal de Joe Miller. Recibió una carta suya hace días, pidiéndole que acuda como testigo de la defensa. Maldice en su interior al pensar que, con casi toda seguridad, el reo les ha comunicado a sus abogadas que fue a visitarlo hace una semana para darle consejos y absolverlo de sus pecados. Se cruza de brazos para mantener algo de autoridad en su propio lugar de trabajo. Esta vez no piensa cometer el mismo error.

—Le hemos enviado una carta pidiéndole que testifique a favor de Joe Miller —sentencia Sharon Bishop en un tono factual, rememorándole que su respuesta fue negativa, por lo que, están allí para intentar que cambie de opinión—. Joe de verdad cuenta con usted...

—He dicho que no —sentencia con convicción el pastor, negando con la cabeza—. Joe Miller es culpable —sentencia con la gravedad que esa acusación conlleva, apenas disimulando su desagrado ante el descaro de ambas abogadas por intentar que testifique a favor de ese lobo con piel de cordero.

—¿Alguna vez le ha confesado su culpa de forma categórica? —para la abogada negra esto no es un tribunal, pero eso no significa que no pueda valerse de sus técnicas en él para intentar sonsacarle algo de información al pastor, y con suerte, coaccionarlo para que ceda ante ellas.

—No —responde Paul tras suspirar hondo.

—¿Y por qué no deja que lo decida el jurado? —cuestiona en un tono suave la abogada veterana, antes de lanzarle el dardo envenenado que estaba preparando desde su llegada al sacro lugar—. Además, si tan seguro está de su culpabilidad, ¿por qué lo ha estado visitando?

—Fui a visitarle porque creo en el perdón y en la redención —responde el vicario en un tono firme, pues esa fue siempre su intención desde el principio—. Esperaba encontrar a un hombre arrepentido, pero desde que aparecieron ustedes, eso se lo ha llevado el viento —acusa en un tono severo, provocando que Bishop lo observa con evidente interés: el cura ha sacado las uñas y no se anda con chiquitas.

—Usted ofició el funeral de Danny, ¿verdad? —cuestiona Abby, intentando descolocarlo.

—Así fue.

—¿Los Latimer saben que ha estado visitando a Joe? —indaga la abogada castaña en un tono dubitativo, dejando clara su amenaza de acudir a la familia del niño asesinado a contárselo todo.

—¿Qué es esto? ¿Poli malo, poli malo? —a Coates le falta poco para perder los estribos.

—Oiga... Lo entiendo —Sharon intenta jugarse la carta de abogada compasiva—. No quiere testificar porque tiene miedo de que los Latimer se sientan traicionados.

—¡No, eso no es así! —exclama el reverendo Coates en un tono contenido.

—«Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios». Romanos 3.23. —Sharon cita un pasaje de la Biblia que conoce bien por motivos personales—. Usted no es el único que va a la iglesia, reverendo —lo alecciona, aunque el rostro del hombre de cabello rubio apenas cambia de expresión—. Bien... Un hombre de su parroquia está en crisis —empieza por plantearle un problema moral y ético—. ¿De verdad que va a abandonarlo cuando más lo necesita? —cuestiona, y finalmente, Paul palidece de golpe—. Vuelva a pensarlo, ¿de acuerdo? —le sonríe antes de pasear su mirada por las paredes y las vidrieras del lugar—. Me gusta su iglesia —sentencia como despedida, antes de marcharse del sacro lugar a paso ligero, con Abby Thompson siguiéndola como un perrito faldero.

Al cabo de unos minutos, Paul, que ha quedado con su novia, Becca, está paseando por la playa de Broadchurch tras haber ido a comer un aperitivo rápido en el Hotel Traders. Ahora caminan abrazados por la blanca arena que poco a poco parece tragarse sus pies. La australiana, que ha notado lo silencioso que está su novio desde que ha salido de la iglesia, lleva cerca de una hora intentando entablar conversación con él, pero no ha conseguido que diga ni una palabra. Es inusual, y empieza a preocuparse.

—¿Lo ves? Está bien salir —le comenta mientras la brisa marina golpea sus rostros—. Pasas mucho tiempo rodeado de gente muerta —hace un leve chiste, buscando que él se carcajee, pero nuevamente, nada—. ¿Quieres que siga hablando yo sola, o piensas decir algo en algún momento? —cuestiona, deteniéndose ambos cerca de la orilla.

—Becca, hay algo que quiero contarte —el vicario ha estado pensando en la amenaza de las abogadas de hace unos minutos, y necesita quitarse la culpa que lo lleva carcomiendo desde que empezó a visitar a Joe en prisión. Si lo comparte con su pareja, está seguro de que no se sentirá tan mal, y al menos podrá hablar de ello con alguien que no lo odiará por ello. Suspira y toma aire varias veces para armarse de valor—. He estado visitando a Joe Miller en prisión —la sonrisa de su novia se borra poco a poco de sus labios sonrosados—. Rezando con él.

—Bromeas...

—Pensé que podría salvarle —intenta explicarse el hombre con alzacuellos—. Pensé que estaba arrepentido.

—¿Arrepentido? —Becca no puede creer lo que oye—. ¿Es que no has estado en el juicio?

—Becca, creo que he cometido un error —ante sus palabras, contempla cómo su pareja asiente y suspira pesadamente, como si esa afirmación fuera evidente hasta para los más densos—. Necesitaba contárselo a alguien —sentencia en un tono apenado y desesperado. La australiana de cabello rubio se queda en silencio por unos segundos, y para el vicario, es semejante a una tortura—. Di algo.

—Siento que me has hecho formar parte de ello.

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