Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 1

Coraline Harper, también conocida como Cora Harper, o Lina Harper —aunque este último apodo solo lo utiliza su madre, Tara—, despierta con un sobresalto en su cama, incorporándose rápidamente, sentándose. Su cabello taheño cae en suaves ondas por su espalda. Nota la boca seca, y las manos y piernas agarrotadas. Posa sus ojos cerúleos en sus claras manos. Están temblando. Nuevamente, ha tenido una pesadilla. Una de esas horribles pesadillas de las que siempre quiere despertar, pero nunca consigue. Llevan atormentando su sueño desde hace diez meses, cuando su madre, le dijo que sufría de un trauma psicológico.

Cora sufre de TEPT —más conocido como Trastorno de Estrés Post Traumático— debido a un asalto sexual que sufrió a los quince años.

La muchacha de veintinueve años suspira pesadamente, intentando desviar su atención lejos de sus dolorosos recuerdos. Había mejorado considerablemente desde que detuvieron a Joe Miller en septiembre del año pasado, pero sus síntomas han vuelto a acrecentarse de forma exponencial. Probablemente, deduce ella, se deba a que el juicio en su contra está a punto de celebrarse, y aquello la desestabiliza. Notó entonces (en el transcurso de la investigación) al igual que ahora, que algo en el marido de su buena amiga, Ellie, le provocaba los ataques de ansiedad, y se pregunta si tendrá algo que ver en ellos. Quizás algo en su persona le recuerda a su atacante, pero no puede estar segura.

Aún intenta recomponer las piezas que faltan en su memoria, pues cuando fue víctima de ese ataque, quedó prácticamente catatónica. Fue llevada por su madre a una psicóloga, quien colocó lo que ella denominó «fuertes mentales» para aislar su mente del trauma. Es por eso por lo que, incluso hoy en día, está luchando por dar un sentido a esos recuerdos.

Cuando sus fosas nasales captan el olor a café recién hecho, las comisuras de sus sonrosados labios se elevan en una suave sonrisa: su madre está despierta. Tras desperezarse, realmente sintiendo que ha descansado lo suficiente, posa sus ojos en el despertador, y éstos por poco se le salen de las órbitas al ver la hora: ¡llega tarde al trabajo!

Se destapa y sale de la cama casi escopeteada. Apenas hace cinco días —el 2 de mayo— que la han ascendido a sargento, y no quiere que la confianza que se ha depositado en ella se desmorone como un castillo de naipes. Tiene mucho trabajo por delante, y más le vale empezar con buen pie. Ahora que no tiene a su inspector y buen amigo, Alec Hardy, al mando para guiar sus pasos, admite que echa de menos ese anterior orden en su mundo, aunque por suerte, él sigue ayudándola incluso fuera del servicio activo. Aceleradamente, la ahora no tan novata pelirroja, se da una ducha en el aseo colindante a su habitación, vistiéndose con su habitual atuendo de trabajo. Tras colocarse la ropa interior, se abotona la camisa blanca, al igual que la chaqueta de color azul marino oscuro. Comprueba que los pantalones lisos del mismo color que la chaqueta estén impolutos y sin una mancha, y, por último, se coloca las medias color beige y sus queridos zapatos negros de tacón. Toma su bolso, se peina esa melena cobriza en una cola de caballo, y baja las escaleras de la casa de su madre.

La sala de estar está iluminada por la luz natural que entra por las ventanas, con los muebles de madera caoba siendo iluminados por los leves rayos del sol. Las lámparas de luces LED cálidas están apagadas. El sofá de color crema está lleno de cojines en tonos terrarios, y frente a él, una mesita de café, con múltiples flores encima, mientras que, a su lado, en el revistero, hay multitud de prensa y revistas del corazón. Frente a la mesa está la televisión, sobre un mueble color caoba. Están dando las noticias del día. A la izquierda de la mesita de café, se encuentra una alta estantería, rebosante de libros que versan sobre distintos temas, aunque en su mayoría se centran en investigaciones policiales y relojería. El suelo está recubierto por una moqueta sencilla de color gris claro, y las paredes de madera oscura dan un toque rústico a la estancia.

Saliendo de la sala de estar se encuentra la cocina, de cuyo interior emana el agradable aroma del café recién hecho. Tanto las paredes como el suelo están recubiertos por baldosas blancas, aunque la diferencia radica en el hecho de que las baldosas de las paredes poseen motivos florales. Por suerte, no hasta el punto de ser demasiado asfixiante. Las encimeras y electrodomésticos son grises, denotando al lugar de una ligera clase y estatus, aunque si eso se lo dijeras a Tara Williams, probablemente se echaría a reír.

La entrada, por su parte, únicamente tiene un perchero y un paragüero. La puerta principal cuenta con un revestimiento de madera y un cristal casi opaco por el cual entra la luz natural.

Cora entra apresurada a la cocina, encontrándose con su madre, cuyo cabello taheño como el de ella, casi se ha tornado blanco por las canas. El rostro algo sonrosado de su progenitora ya empieza a contar su edad a través de sus arrugas, pero Cora jamás podría decir que hay una mujer más bella que su madre, aunque, ¿qué hijo o hija no lo diría? Los ojos verdes de Tara se posan en su hija con una sonrisa amable, cálida. Tiene puesto un atuendo casual que consiste únicamente en una camisa holgada de color rosa chicle, unos pantalones de sport —o leggins como los llama ella— de color negro, zapatillas de casa turquesa, y un delantal de color blanco. Desde luego, Tara Williams tiene su propio sentido de la moda, aunque no parece importarle lo que la gente piense de ello. Entrega la taza de café a su hija cuando ésta se sienta en la mesa para desayunar.

—¿Has conseguido dormir algo, Lina? —cuestiona, apoyándose contra una de las encimeras, mientras que, en su mano izquierda, sujeta una taza de té—. Creo haberte escuchado gritar en sueños, estrellita... —menciona. El tono de su voz denota clara e inequívocamente su preocupación por su bienestar.

Cora sonríe ante su preocupación, tomando un sorbo de su cappuccino. En cuanto el cálido líquido baja por su garganta, siente un nuevo brote de energía. Ya está lista para afrontar el día.

Suspirando pesadamente, la joven taheña se apresura en responder.

—Lo cierto es que no, mamá —se sincera la chica de veintinueve años—. Entre otras cosas creo que es porque el juicio es dentro de cinco horas, además de que me acaban de ascender y tengo que trabajar más duro que antes —manifiesta, revolviendo distraídamente el café con su cuchara sujeta en la mano derecha—. Pero hay algo que no... Que no acaba de hacerme sentir bien —mira a su madre a los ojos, y Tara parece entender a qué se refiere, a pesar de que no puede ponerlo en palabras—. ¿Me explico?

—Es como si aun estuvieras intentando recordar las cosas, ¿verdad? —afirma la mujer entrada en años en un tono sereno, antes de dar un sorbo a su té. Desea poder ayudar a su hija en todo lo que pueda, pero no puede obligar a sus recuerdos a manifestarse rápidamente—. Quizás pueda arrojar un poco de luz sobre ello —se expresa con un tono algo esquivo, nervioso, dejando la taza de té en la fregadera nada más acabar de beber su contenido—. Cuando vuelvas del juicio, me gustaría enseñarte algo —le comenta, y la mirada cerúlea de su hija se torna expectante, curiosa, al mismo tiempo que precavida—. Es algo que trajiste a casa aquel día... Cuando te... Te... —incluso sabiendo lo que le sucedió a Cora a los quince años, Tara es incapaz de nombrarlo. Aun lucha con la impotencia que la ha consumido desde aquel día: ella es su madre. Debería haberla protegido.

Sin decir ni una palabra, Cora se levanta de su asiento, acercándose a su madre. La estrecha entre sus brazos cariñosamente. Ella no la culpa. Sabe que, de haber podido, habría hecho algo más por ella. Tiene esa certeza inamovible.

Tara devuelve el abrazo con el mismo cariño con el que lo recibe, y acaricia suavemente el cabello de su hija. Aún no se acostumbra a verla así: tan adulta. Para ella siempre será su niñita. Su adorable pequeña, que siempre volvía a casa con la ropa y las zapatillas sucias, de haber estado jugando por ahí. Odia pensar que le arrebataron su inocencia tan pronto, y solo espera —desea— que aquello que tiene que enseñarle a la muchacha, consiga darle las pocas respuestas que necesita para completar el rompecabezas que forman sus recuerdos del pasado.

—Te quiero, estrellita —le dice en un susurro, y nota cómo los músculos del rostro de su hija, cuya mejilla izquierda toca su derecha, se tensan en una sonrisa.

—Ídem, mamá —responde la sargento de cabello cobrizo—. Hasta el infinito y más allá, ida y vuelta infinitas veces —es entonces cuando la analista del comportamiento rompe el abrazo, apresurándose el tomar en sus manos la taza de cappuccino, terminándosela—. Bueno, será mejor que vaya a la comisaría y trabaje un poco —comenta, colgándose el bolso del hombro derecho—. Tengo que intentar adelantar el trabajo hoy antes de ir al juicio —menciona, encaminándose a la puerta principal.

Tara la sigue.

—¿Estás segura de que no quieres que vaya al juicio? —cuestiona la mujer del delantal.

—Es solo un procedimiento protocolario —comenta Cora, tomando sus llaves de la cómoda que antecede a la entrada—. Ni siquiera puede decirse que sea un juicio —añade—. Simplemente se dictará la sentencia, una vez Joe confiese su culpabilidad, en una vista rápida —incluso al decir esas palabras, la taheña sabe que hay algo extraño en ellas, casi de mal agüero. Espera que su corazonada o instinto profesional, se equivoque.

—De acuerdo entonces —afirma Tara, quedándose de pie en la puerta principal—. ¡Que tengas un buen día! —le desea, observando que accede al interior de su coche particular. Alzando el brazo y gesticulando un adiós, Tara sonríe al ver cómo su hija desaparca el coche, bajando la ventanilla del copiloto.

—¡Gracias, mamá! —exclama la muchacha—. ¡Te veo luego! —se despide, lanzándole un beso, antes de apretar el pedal del acelerador, comenzando su trayecto hacia el aparcamiento de la comisaría de Broadchurch.


Alec Hardy, quien antaño ocupase el puesto de inspector en la comisaría de Broadchurch, ahora está de baja del servicio. A diferencia de lo que muchos esperaban, el antiguo inspector ha permanecido en el pueblo. Creían que lo abandonaría una vez finalizado el caso de Danny Latimer, pero el hombre de origen escocés tiene un motivo (o varios) para quedarse, al menos de momento. Ha alquilado una pequeña casa cerca del rio que atraviesa Broadchurch, en el número 3 de Seafront Lane. La madera exterior es de color azul, y las ventanas y puerta tienen traslúcidos cristales por los que entra la luz natural. El interior es sobrio, minimalista y ordenado. Cuenta con dos habitaciones, una cocina, una sala de estar y un aseo. Nada mal teniendo en cuenta el precio que le dio el casero.

Se ha despertado esa mañana con una leve presión en el pecho que le impide respirar con normalidad en ocasiones. Nuevamente ha tenido esas terribles pesadillas, donde ve a esas dos chicas que lo atormentan. A la niña y a la adolescente. De nuevo ha sentido cómo se ahogaba. Aunque claro, lleva sufriendo de insomnio y arritmia cardíaca desde el fallido caso de Sandbrook. No consiguió atrapar al asesino de Pippa Gillespie y Lisa Newbery, a pesar de que consiguió hallar y recuperar el cadáver de la primera. Además, perdieron la prueba clave que los habría llevado a conseguir una resolución positiva para el caso. Bueno, lo justo sería decir que no fue él, sino su exmujer, quien perdió esa prueba. Pero él cargó con la culpa... Al menos hasta hace ocho meses, cuando concedió una entrevista en exclusiva a Maggie Radcliffe, redactora jefe del Eco de Broadchurch, y a Oliver Stevens, su reportero en potencia. Allí desveló lo que realmente sucedió en Sandbrook, y aquello contribuyó a lavar su nombre y reputación. Aunque tampoco es que él lo necesitase.

Se ha vestido en su habitual atuendo, aquel que llevase en su ámbito profesional, con una camisa abotonada blanca, pantalones lisos y chaqueta negra. También lleva unos mocasines masculinos de color negro. No se ha colocado una corbata, puesto que, debido a su enfermedad, le han aconsejado que no impida la llegada del oxígeno a los pulmones.

Se despereza, sentado en los escalones de su casa, con su mirada fija en el río que discurre ante él, taimado, sin apenas violencia. De pronto, nuevamente asaltado por sus terribles vivencias del pasado, baja su vista, ojeando la carta que tiene en sus manos. No tarda en escanearla por completo, levantándose de las escaleras, procediendo a entrar en la casa. La deja sobre la mesa del comedor. El remitente es su doctor particular, quien, en un comunicado oficial por parte del hospital de Broadchurch, lo informa sobre el estado en el que se encuentra, así como las posibles probabilidades del éxito o fracaso de su operación. Hace tiempo que le recomendaron que se colocase un marcapasos, pero ni siquiera saben si podrá sobrevivir a la operación.

Aquello, sinceramente, lo aterra. Aún tiene a Daisy, su hija de quince años —y a la que no ve desde hace mucho tiempo—, esperándolo en casa (aunque viva con Tess, su exmujer). No quiere correr el riesgo. No quiere abandonarla para siempre.

Su cabello castaño, lacio, que le cae sobre la frente clara en un leve flequillo, le oculta la vista por unos segundos. Esa mañana ha prometido a Olly y Maggie que les concedería una entrevista, y francamente, no tiene demasiadas ganas de hacerlo. Cierra sus ojos castaños con irritación. Tiene cosas más importantes que hacer, como intentar ponerse al día con la que antaño fuera su oficial: Coraline Harper. Lleva semanas sin saber nada de ella, aunque lo último que ha llegado a sus oídos es que la muchacha ha ascendido a sargento. No es para menos. La mente brillante de su subordinada —aún se le hace extraño no llamarla así— es algo que muchos envidian y pocos saben apreciar. Suerte que la Comisaria Jenkinson tomó en cuenta el consejo que le dio hace meses, cuando aún trabajaba en el caso de Danny Latimer.

Se dirige a la cocina, de donde toma un vaso de cristal, llenándolo con agua del grifo. Procede entonces a ingerir dos de las pastillas del blíster que le han facilitado. Al menos sirven para mantener a raya sus arritmias.

De pronto, su teléfono móvil, el cual reposa sobre la superficie de la mesa del comedor, comienza a sonar. El hombre de delgada complexión se apresura en tomarlo en sus manos. Suspira en cuanto ve el nombre en el identificador de llamadas. Es Oliver Stevens, el sobrino de Ellie Miller, también antaño compañera suya.

—¿Qué? —dice en cuanto descuelga la llamada—. No —responde a la pregunta de su interlocutor, quien necesita saber si está ocupado en este mismo instante—. ¿Qué, ahora? —se exaspera, su mirada castaña posándose en el exterior, a través de su ventana.

Camina unos pasos, hasta su puerta principal con una expresión incrédula en el rostro. No puede creer que le pidan hacer la entrevista hoy. Precisamente hoy.

Maggie Radcliffe y Olly Stevens están allí. El segundo, cuelga el teléfono con una sonrisa.

—Parece que sí —afirma el joven reportero.

Unos minutos más tarde en la playa de Broadchurch, Alec Hardy se halla cerca de los acantilados. Es un lugar icónico para el pueblo, y también para las tres personas allí reunidas. Allí fue, de hecho, el lugar en el que se encontró el cuerpo de Danny Latimer, el 18 de julio de 2013. Es simbólico. Aunque ahora mismo, para Hardy, la situación es del todo irónica. ¿No podían haber escogido un mejor lugar para hacer esa entrevista exprés? Rueda los ojos. Cómo no, hay gente que incluso, aunque les señales lo evidente con un cartel gigante o con rotuladores fosforitos, no diferencian lo que es apropiado de aquello que no lo es. Suspira pesadamente, deseando acabar rápido con esa entrevista. El juicio de Joe Miller se celebrará en aproximadamente dos horas, y no quiere perder el tiempo.

Oliver empieza con una pregunta rutinaria.

—Bien, Inspector Hardy —el sobrino de Miller apela a él con su cargo oficial—, supongo que es consciente del alivio que supone la vista judicial de hoy —acerca ligeramente su teléfono móvil, con el cual está grabando la entrevista, para que la voz del aludido pueda escucharse por encima del estruendo que provocan las olas del mar, chocando con las rocas y la orilla.

—Solo dirá cómo se declara en una vista rápida —corrige Alec en un tono sereno, pues no quiere entrar en ese jardín. No es asunto suyo. Solo necesita ver concluido este caso.

—Sí, pero seguro que se alegra de tener al culpable en el banquillo.

—¿Qué pregunta es esa? —cuestiona Alec, comenzando a perder la poca paciencia que tiene siempre que trata con el sobrino de Miller—. ¿«Alegrarme»? —su tono está cargado de sarcasmo, dirigiendo su voz y mirada a Maggie Radcliffe—. ¿Eso le enseña? —le espeta, antes de que sus palabras se corten por el sonido de una llamada entrante en su teléfono móvil.

Maggie no responde a su pregunta, sino que se limita a sonreír. Ajusta la lente de la cámara que tiene en sus manos, con la que pretende tomar una foto del retirado inspector. El escocés saca el teléfono de su bolsillo, observando el identificador de llamadas. Es Claire. Rueda los ojos con hastío. Es la decimoprimera llamada que hace en dos semanas. Duda sobre qué hacer. Tanto la editora del Eco como su compañero observan al retirado policía, quien aún mantiene fija su mirada castaña en la pantalla de su teléfono móvil.

—Puede cogerlo, si quiere —le dice Maggie.

Alec finalmente opta por colgar la llamada. Seguro que no es nada importante. Al menos esta vez, como las anteriores siete. Entiende que está preocupada y que está sola, pero no puede esperar que él esté pendiente de ella en todo momento, independientemente de lo que tenga entre manos. Necesita desapegarse de él. Aunque ni siquiera el expolicía sabría decir si realmente es ella la que no puede despegarse... Vuelve su vista hacia sus entrevistadores, dispuesto a seguir con la entrevista en exclusiva.

—Vale... —Maggie prepara la cámara, antes de que sus palabras vuelvan a ser interrumpidas por el sonido de la llamada entrante del teléfono del inspector. Este vuelve a suspirar pesadamente, y en esta ocasión apenas tarda unos segundos en colgar la llamada. Conociendo la insistencia de Claire, decide responder a la pregunta lo más rápidamente que pueda.

—La vista de hoy es el resultado de una meticulosa investigación, llevada a cabo por un equipo de agentes dedicados, que han trabajado día y noche bajo difíciles circunstancias —apenas respira entre palabra y palabra. Siente cómo su pecho se resiente al no tomar aliento.

—Oh, bueno, muchos dicen que la ayuda de la oficial Coraline Harper fue inestimable para la investigación —menciona Oliver con una sonrisa y un tono suaves, casi nostálgicos—. De hecho, se ha desempeñado tan bien, que ahora la han ascendido a sargento de policía. ¿Qué opina usted sobre esto?

Alec siente cómo una oleada de orgullo lo invade de pies a cabeza al escuchar hablar de su amiga, protegida y compañera de fatigas y trabajo.

—La Sargento Harper se ha dedicado en cuerpo y alma a su trabajo desde el primer momento, a pesar de que entonces solo fuera una oficial de policía —afirma con añoranza—. Creo hablar, no solo por mí, sino por el departamento de Broadchurch, cuando digo lo siguiente —al fin toma aliento, deshaciéndose en alabanzas hacia su amiga y compañera, quien tanto lo ha ayudado en el pasado—: sin su ayuda como analista del comportamiento, así como su mente analítica, no habríamos podido encontrar la mayoría de las pistas que nos han llevado hasta la vista que hoy se celebra.

—¿Y cómo cree que se sentirá al volver a ver a Joe Miller? —tercia entonces Maggie, y la expresión, hace unos segundos aliviada y orgullosa de Alec, se torna sombría y molesta. Niega con la cabeza vehementemente.

—No haga eso —es categórico en sus palabras—. No tiene que ver conmigo.

—Es el marido de su antigua compañera —insiste la rubia—. Seguro que querrá lo mismo que los demás —aventura, hablando ya en suposiciones—: a Joe Miller condenado por lo que hizo —asegura, e incluso Alec tiene que admitir que la idea ha pasado más de una vez por su mente en aquellos ocho meses. No puede contradecirla en ese punto—. Y cuando ocurra, podremos pasar página.

El inspector decide eludir la pregunta y la suposición lo más ágilmente posible.

—Bien saben que no puedo adelantarles nada —niega en un tono factual.

Oliver, claramente molesto por la poca colaboración de su entrevistado (y también, dicho sea de paso, porque nunca se han llevado bien), no puede evitarlo. Se lanza a por él como un sabueso que ha encontrado un hueso, pasando por sus labios la pregunta, antes siquiera de poder pensar bien en lo que está diciendo. Su mente ha decidido ir a por el punto débil del inspector.

—¿Echa de menos estar en activo como inspector? —el tono de su voz denota claramente su molestia además de ligera prepotencia.

Maggie, a su lado, no puede evitar sonreír. Ni siquiera se esfuerza en disimularlo. La respuesta del inspector aumenta su sonrisa, no solo por sus palabras, sino por el tono cínico que llevan impregnadas.

—Creo que no es necesario que seas tan capullo, Oliver —sentencia Alec, asqueado, desviando la mirada hacia los acantilados.

—Pensé que se iría —afirma el joven en un tono serio, que, para el escocés, se siente como si miles de afilados cuchillos atravesasen su carne—. Ya no tiene ninguna razón para seguir aquí.

Maggie, que nota claramente que estos dos hombres no se toleran, y que de tener la oportunidad se tirarían a por la yugular del otro, decide intervenir. Es el momento perfecto para sacar una foto para el artículo de ese día, y la luz que incide sobre ellos es la idónea.

—Muy bien —hace un gesto con las manos para intentar aliviar la tensión del momento—. Una foto —indica, dejando claras sus intenciones para el inspector, cuya expresión facial aún continúa con su cara de «odio este pueblo de mierda y a sus habitantes»—. Colóquese ahí —posa una mano en el antebrazo del escocés, señalándole el lugar en el que quiere que se quede de pie.

Alec se da media vuelta, y con una mirada ligeramente atemorizada por los altos acantilados que hay sobre ellos, camina unos seis pasos hasta quedarse de pie, cerca del lugar en el que se encontró el cuerpo de Danny. Cada paso que se hunde en la arena de la playa lo hace retroceder mentalmente hasta aquella mañana en la que dieron el aviso. No hay día que no recuerde ese caso que ha logrado resolver... A diferencia de Sandbrook. Una vez se ha colocado como debe, se voltea hacia Maggie y Olly con una expresión que denota su desconcierto y en cierta forma, su incredulidad.

—¿Aquí? ¿En serio? —cuestiona, no encontrándose demasiado cómodo al quedarse de pie cerca de ese lugar. Además, por si fuera poco, hay rastros de que los acantilados están erosionando por la sal que proviene del agua del mar. Teme que alguna parte de ellos se desprenda y le caiga encima.

—Sí —afirma Maggie, antes de percatarse de la expresión algo nerviosa del escocés—. Ha habido un desprendimiento reciente —le comenta, haciendo alusión a las grandes rocas que han caído a unos pocos metros de ellos—. Cada vez son más frecuentes...

Hardy voltea su mirada, observando a los viandantes de la playa. En su mayoría son familias jóvenes con hijos, o simplemente parejas, que buscan un lugar tranquilo para pasear y disfrutar de su mutua compañía. El hombre con vello facial se pregunta cómo es que hace casi un año ya desde el incidente. Es como si la calma que dominaba el pequeño pueblo de Dorset hubiera vuelto con más fuerza que antes.

—Las cosas se desmoronan —masculla para sus adentros el inspector, notando que el leve viento que se ha levantado en la playa le revuelve el cabello. Mantiene su vista fija en sus pies, recordando ciertos momentos de su vida: a Daisy corriendo hacia él a los siete años, cómo jugaba con ella con sus juguetes preferidos... Los viejos y buenos tiempos. La voz de Maggie lo saca de sus ensoñaciones.

—Ayudaría que mirase hacia arriba.

El escocés de delgada complexión deja escapar el aire por sus fosas nasales en un ademán algo hastiado, y alza el rostro, dejando que el sol acaricie su clara piel. Maggie alza la cámara, pegándola a su rostro, antes de empezar a presionar el botón del disparo. A su lado, Oliver sonríe con un ligero divertimento.

—Sonría —le dice el sobrino de Miller, y Alec tiene que contenerse para no soltarle un improperio.

Cómo odia a este chico... Si pudiera lo agarraría de las orejas y no le permitiría que informase sobre nada relacionado con él. Manteniendo sus instintos ligeramente homicidas a raya (aunque sabe perfectamente que jamás haría algo así), simplemente opta por dedicarle una mirada ladeada llena de sarcasmo. Oliver le devuelve la mirada con suficiencia.

—Vale —dice Maggie, revisando sus fotografías—: ¡perfecto!

En ese momento, el teléfono móvil del castaño empieza a vibrar insistentemente, por lo que nuevamente mete la mano en el bolsillo de su pantalón, sacando su BlackBerry.

Son mensajes de Claire:

08:26 Cógelo

08:26 Por favor, cógelo

Rueda los ojos. No puede creerlo, pero parece que la paranoia de Claire ha ido en aumento estos días. Si sigue insistiendo hasta ese punto, teme que no le va a quedar más remedio que ir a verla. Intentar calmar sus ánimos. Decide que, por el momento, ignorará sus mensajes. Puede que así, Claire aprenda a no depender tanto de él. Necesita su espacio para respirar. Tiene que acudir a la vista de Joe Miller, y ni siquiera Claire se lo va a impedir. Emprende su marcha, dispuesto a prepararse para dirigirse al juzgado, cuando se decide a preguntarle a Oliver por el hijo mayor de Ellie, Tom.

—¿Cómo lo está llevando Tom? —el tono de su voz se eleva por encima del murmullo de las olas.

Olly parece sorprendido por un momento, ligeramente asombrado de que el normalmente harisco inspector quiera hablar con él. O por lo menos, preguntarse a él, precisamente él, cómo se encuentra el hijo de su compañera de trabajo. Pero lo entiende. A pesar de las diferencias que hayan podido tener, le agrada que el Inspector Hardy y su tía Ellie se lleven bien.

—Mi madre y yo intentamos ayudarle a superarlo —comenta Olly—, pero no quiere estar con Ellie... —añade en un tono apenado, pues le duele saber que su primo culpabiliza a su tía de algo de lo que, claramente, no tiene la culpa—. Incluso Cora ha intentado interceder, porque Tom sigue enamorado de ella, aunque personalmente no lo culpo —menciona en un tono ligeramente picaresco, lo que provoca que Alec enarque las cejas. Olly rectifica al ver esa expresión en su rostro—. Pero ni siquiera ella ha conseguido que cambie de idea...

—Ya veo —afirma Alec, igual de apenado que él. Bien sabe que su antigua compañera no se merece esto—. ¿La has visto?

—No —niega Oliver con la cabeza—. Cora es quien se mantiene más en contacto con ella —responde—. ¿Y usted?

Alec niega con la cabeza vehementemente. Tras esa ligera charla con Oliver para ponerse al corriente del estado de Miller, el inspector de policía decide dirigirse al juzgado. Será mejor que no pierda el tiempo. Con suerte, toda esta pesadilla se acabará en cuanto el veredicto de culpabilidad quede sobre la mesa. Sus pasos son lentos, pesados, mientras se dirige hacia la parada de taxis.


Entretanto, en Devon, en una carretera alejada de Broadchurch, aproximadamente en el pueblo colindante, una patrulla de tráfico discurre por una desierta carretera. Está dando las luces al coche que tiene delante, pues ha concurrido en una infracción de velocidad habiendo pasado por un control. El coche, un BMW de color blanco, se detiene en el arcén nada más escucha la sirena policial y ve las luces azules del coche a través del espejo retrovisor. El coche policial se detiene justo tras él. De su interior se apean Ellie Miller, quien ahora trabaja controlando el tráfico —y cuyo aspecto está algo desarreglado debido a los acontecimientos de hace ocho meses—, y otra agente con una chaqueta fluorescente, afroamericana. El conductor del BMW baja la ventanilla en cuanto Ellie se le acerca.

—Lo siento mucho, agente —se excusa, y el rostro de Ellie se endurece imperceptiblemente. Aún tiene en su memoria la cara y las palabras excusadoras de su marido cuando lo confrontó sobre el asesinato de Danny—. No me he dado cuenta de que...

—Iba muy deprisa —lo corta ella en seco.

—Tengo cita en el hospital —le informa en un tono suave, pero para Ellie, ese tono de voz no le transmite total confianza. Su antiguo trabajo como sargento de policía la ha curtido para sospechar de todo y de todos, y el caso de Danny Latimer lo hizo igualmente—. Los resultados de una biopsia —añade, claramente nervioso por ese leve interrogatorio—. Mi última reunión ha acabado tarde y...

—No es excusa —sentencia la castaña en un tono férreo, sacando su libreta para escribir la multa. Por su visión periférica se percata de que su compañera se apea del coche patrulla, acercándose a ella.

El conductor del vehículo que han obligado a detenerse en el arcén busca entre los documentos que tiene en el asiento del copiloto. Encuentra la citación a la consulta médica, por lo que procede a enseñársela a la policía de cabello castaño y rizado.

—Mire: aquí puede ver mi cita...

Ellie ni siquiera le dirige una mirada, ocupada en escribir la multa.

—Venga, dale un respiro —menciona su compañera de uniforme.

Por un breve instante, la mujer de cabello castaño añora la compañía de su amiga pelirroja. De pronto siente como si estuviera con ella, recomendándole que no sea tan dura con este hombre, que no puede pagar sus frustraciones con este inocente. Ella suspira pesadamente.

—Carné de conducir, por favor —le pide, y el hombre se apresura en encontrar los papeles del coche, así como su identificación.

Tras recapitular levemente, Ellie ha considerado la idea de perdonar al hombre su infracción. Sin embargo, le ha aplicado una pequeña multa a pagar en una semana. Tampoco iba a dejar que se fuera de rositas tras una infracción de tráfico semejante. Cualquier otra persona le habría quitado puntos del carné de conducir, o incluso directamente haberle revocado la licencia de conducción.

—Relájate —le pide la de piel negra—. Hay que darles una oportunidad.

Ellie no dice nada, rememorando el horrible caso en el que tomo parte hace muchos meses ya, casi un año. Está segura de que jamás podrá olvidarlo. Ninguno en Broadchurch podría hacerlo, cuando sacudió a sus habitantes, a la comunidad de tal modo. Ese caso, Joe... Trastocó sus vidas para siempre. Es su culpa que ahora Tom, su propio hijo, no quiera ni verla. Su vida se ha derrumbado por completo. Es una paria en su pueblo natal.

Aunque, por suerte, continúa manteniendo el contacto con Cora, quien sigue apoyándola y animándola a pesar de las adversidades. Con un gesto severo, recordando que el juicio empezará dentro de dos horas aproximadamente, entra al coche patrulla, conduciendo lejos de allí.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro