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Capítulo 20 - Ártika: La alternativa sin retorno

Otra vez estaba allí.

Ya había perdido la cuenta de todas veces consecutivas que había estado en ese oscuro lugar, bajo la débil luz que proporcionaba el foco. Por lo general iba para aprender más sobre esos libros extraños, aunque ya había comenzado a practicar; en algunas ocaciones realizaba ciertas "ofrendas" con tal de comprobar la vercidad de algunos de esos párrafos.

Pero esta vez iba a ser diferente. Esta vez fue diferente. Esta vez ya no iba únicamente a leer un par de textos.

Exactamente al frente de ella, en el suelo, un libro reposaba abierto sobre la base de una biblioteca. Y lo observaba. Lo observaba fijamente y sin la intención de sacarle los ojos de encima, quizás porque era todo lo que le quedaba. La muchacha estaba agitada, casi exhausta, con sus antebrazos cortados y ensangrentados producto de una pequeña, fina y victimaria cuchilla que reposaba en una de sus manos. Por último, sus brazos se apoyaban débilmente sobre sus piernas, lo que permitía que la sangre se escurriera hacia sus dedos y cayera al suelo.

El silencio de esa habitación era atroz, cargado de tragedias y de lamentos que se traducían en el ruido seco de las gotas de sangre, las cuales caían sobre un charco rojo que rodeaba a la pequeña Arlet:

—¿Sabes...? Mi vida fue una mierda.

Pero nadie contestó. Entonces, sin apartar su espeluznante mirada de aquel libro, continuó con su confesión:

—Jamás fui querida. Ni aceptada. Ni antes de existir, ni antes de nacer, ni en vida. Y tampoco tuve siquiera la posibilidad de evitarlo.

Una dolorosa herida de su alma volvía a abrirse. Y para tapar ese incurable dolor, apoyó con fuerza la pequeña cuchilla sobre su antebrazo izquierdo y comenzó a atravesar lentamente cada una de las llagas, que no habían coagulado ni un poco:

—Yo no debería haber existido. Soy un error. Soy el producto y desperdicio del deseo de placer de un inmundo empresario corrupto y de una prostituta barata y drogadicta. Incluso iban a matarme. Iban a abortarme para no interrumpir sus mugrientas vidas, pero a pesar de su afán para que no viera la luz del sol, nací luego de un intento fallido de aborto.

Cuando menos lo había pensado, sus ojos se encontraban humedecidos y totalmente desbordados:

—No... no lo entiendo... ¿Por qué no morí antes de nacer? No es justo.

Así, Arlet llegó con la pieza de metal hasta la muñeca y se detuvo. Luego de que su brazo quedara a carne viva, lo contempló por unos segundos para seguir con la mirada el recorrido de la sangre. Esta comenzó a gotear más rápido cuando llegaba a sus dedos.

De todas formas, no era suficiente. Tomó la chapa con su otra mano y prosiguió a dejar igual su brazo derecho:

—Ese pedazo de carne penetrada por más mil hombres, quien dice ser mi "madre", jamás quiso hacerse cargo de mí. Solo se aprovechó de la situación y amenazó con delatar a ese gordo abusador y explotador que dice ser mi "padre". Porque claro, él era millonario ¿Qué le costaba?

Ella hizo silencio y continuó con su labor. El leve sonido que hacía su piel al ser cortada la serenaba; le hacía tener más conciencia de su cuerpo que de su moribunda alma. Y una vez que llegó hasta su muñeca y dejó su otro brazo a carne viva, dejó reposar el objeto metálico sobre su sangrienta mano, que goteaba cada vez más:

—¿Por qué no me dejaron en un orfanato? Quizás tenía un poco de suerte y me tocaba una familia de verdad.

Repentinamente quedó inmóvil. Con la misma mirada inquietante que no se apartaba del libro, Arlet comenzó a temblar con su cuerpo entero mientras una sonrisa ajena se apoderaba de ella:

—Es curioso ¿No, pequeña Arlet? ¿Cómo puedes llegar a decir que es una tragedia que tus propios padres te hayan criado? —dijo ella, a punto de estallar de la risa—. Eres una desagradecida y con razón tus padres jamás quisieron criarte. Ellos sabían que ibas a ser una carga para ellos desde un principio ¡Tú deberías ser rechazada para siempre!

Una risa desaforada salió repentinamente de su interior y se mantuvo por unos minutos. Y durante ese tiempo, la muchachita sintió una extraña pero liberadora y reconfortante sensación. Sin embargo, no duró por mucho; una vez que se quedó sin fuerza y sin aire para continuar, se calló inmediatamente y retomó su anterior estado de ánimo:

—Ellos no querían criarme. Y tampoco lo hicieron. Jamás me criaron. Jamás aceptaron mi llegada a este mundo. Mi padre accedió a darme una casa, dinero para estudiar y todos los caprichos que quisiera con la condición de compartir los lujos con la perra de mi madre, para que cuide de mí —. Hizo una pausa. Lo pensó mejor y dio una pequeña carcajada vacía—. "Cuidar de mí".

Arlet hizo silencio para chequear su entorno: tanto sus oídos como la sensibilidad de sus dedos le dieron aviso de que la sangre estaba goteando con más lentitud.

Eso no era suficiente. Ella necesitaba más.

Pero sus brazos estaban al límite, y si continuaba, no iba a tener las fuerzas suficientes para sostener la pequeña cuchilla. Entonces, sin más opciones, estiró sus piernas y comenzó a cortarse los muslos sin seguir patrón alguno, empezando concretamente por el muslo derecho:

—Nadie me cuidó. Yo lo hice sola. Ni mi inmundo "padre" me vio crecer... Ni mi inmunda "madre" se interesó en mí. A ella solo le interesaba seguir siendo una prostituta mugrienta y llevar a tantos hombres como podía a su habitación...

Se detuvo repentinamente. Sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas mientras ella, a su vez, comenzó a enterrar más y más aquel pedazo de metal dentro de su pierna.

—Yo solo quería dejar de escuchar sus malditos... gritos de... Argh ¡Solo quería que se muriera de una vez!

Luego de unos segundos de contenerse, Arlet liberó un grito ensordecedor y se rajó la pierna hacia un costado, lo que provocó que unos cuantos libros se tiñeran con manchas de color rojo. Y aunque aquel tajo le permitía aliviar su interior, la pequeña jovencita a veces olvidaba que su cuerpo era limitado y débil; el daño que se había provocado a sí misma le había resultado más intenso del que podía soportar, de manera que chilló agonizante a la espera de que éste se aliviara lentamente.

Y mientras desaparecía, Arlet se sumió en un llanto de profunda tristeza, que logró esconder con las palabras que continuaban con su relato:

—No importaba cuántas cosas materiales tuviera. Necesitaba encontrar a alguien que sí me quisiera. Y lo necesitaba lo antes posible si no quería morir en la angustia y la depresión.

Se sentía un poco agotada. "Débil" quizás era la palabra más apropiada. Pero eso no la iba a detener; se tomó un pequeño tiempo mientras observaba a la fina pieza metálica reposando sobre la palma de su mano:

—Lo intenté... juro que lo intenté. Fui a diferentes colegios, escuelas... pero nunca podía integrarme. No sabía tratar con los demás y en todos lados a los que fui me trataron de "rarita". Y si no era porque me convertía en el hazmerreír de todos, era porque de un modo u otro terminaban enterándose que mi madre era una prostituta.

Luego de sus palabras, sintió nuevamente esa sensación incontrolable. Los músculos de su cara, como si actuaran por cuenta propia, tensaron ambos costados de la boca de Arlet y provocaron una sonrisa que se iba acentuando lentamente, a su vez que sus pulmones comenzaron a inflarse y contraerse de manera frenética, provocando una escalofriante risa inhumana:

—Incluso te apodaron "la hija prosti" ¿Lo recuerdas, pequeña Arlet?—salió de sus cuerdas vocales, sin poder detener su risa—. Eres patética. Tan patética como tu estúpido apodo ¡¿Cuándo te darás cuenta de que tu vida no puede ser más miserable de lo que es ahora?!

Y no paraba de reír. Los músculos de su mano se tensaron repentinamente y la pequeña cuchilla que había en ella comenzó a enterrarse lentamente dentro de su palma. Acto seguido, extendió su mano hacia el frente y apretó más y más para que su sangre callera con mayor fluidez hacia el suelo. Sin embargo, una vez que el líquido dejó de brotar en abundancia desde su mano, detuvo nuevamente su risa en seco y abrió su mano, contemplando la profunda herida que se había provocado.

—La academia estatal de Gaudiúminis era mi última oportunidad. De lo contrario debía comenzar a pensar en buscar otra vida... si es que mi voluntad lo permitía.

Repentinamente, un haz de esperanzas iluminó por un momento la oscurecida y deshabitada alma de Arlet. Sus ojos dejaron de largar lágrimas y, por primera vez, parecían no estar inundados de vacío. Parecía que al fin había encontrado una luz en medio de tanta tiniebla y desorientación:

—Y aquí fue diferente. A pesar de la indiferencia de la mayoría, solo una persona me recibió con alegría. La misma persona que me protegió de las bravuconas, fue la misma que me enseñó a defenderme y fue la misma persona que, luego de mis dieciseis años de vida, me aceptó como... una amiga...

Comenzó a escarbar en su herida para extraer la hoja metálica. Pero una vez que pudo sostenerla firmemente con la otra mano, su luz de esperanza se apagó. Su mirada volvió a estar vacía y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas. Mas no así su sonrisa, que volvió a actuar por cuenta propia:

—¿Amiga? ¡Ja! ¿¡Amiga!? No fuiste más que un simple trapo descartable ¡Jamás fuiste prioridad para él!

Su falsa alegría desapareció nuevamente. Ella apoyó la pequeña hoja de metal sobre su muslo ileso y sintió que algo comenzaba a quemar dentro de ella. Su ceño se frunció, cada fibra muscular de su cuerpo se endureció y su ira empezó a manifestarse nuevamente con más presión sobre la cuchilla.

—Me dejó... me dejó por una chica que ya no cree en él. Me abandonó para recuperar el amor... de esa maldita zorra.

No lo aguantó más. Su ira incendiaba por todo su cuerpo y tuvo que desahogarla con un furioso grito lleno del odio más puro que se encontraba dentro de su ser:

—Malditos Yeik... ¡Maldita Yésika! ¡Estúpidos! ¡Yo solo quería ser feliz!

Y nada la detuvo. Se cortó una vez... y otra vez... y otra, y otra, y otra vez. Y tampoco se detuvo allí. La piel de su muslo comenzó a ser despedazada frenéticamente hasta no dejar absolutamente ningún espacio sin trazar.

No obstante, la pequeña había vuelto a olvidar que su cuerpo era muy limitado; luego de incluso haberse lastimado la musculatura, sintió nuevamente un sufrimiento insoportable, sumado al inevitable debilitamiento debido a toda su autoflagelación. Por ende, ya sin fuerza alguna, Arlet cayó vencida sobre la silla mientras dejaba escapar el objeto cortante de sus manos. Acto seguido dio otro alarido de agonía y desesperación, que lentamente fueron disminuyendo a leves sollozos y lamentos que solo ella podía entender.

Lo sentía en su cuerpo. Aunque se encontraba totalmente exhausta, ella aún podía sentir a su cálido fluido corporal escurrirse por sus extremidades para unirse al ya considerable charco de sangre que se había formado debajo de ella.

—Pero esto ya no será más así —dijo casi como un suspiro—. Se acabó para mí. Basta de intentar en vano. Basta ya de sufrir. Es el momento de darme una verdadera oportunidad.

Fue entonces cuando de las sombras de aquel pequeño cuarto, se asomó el encapuchado, quien tenía una postura relajada y pasiva.

—¿Entonces...?

—Sí —contestó la muchacha suavemente—. Quiero llevarlo a cabo. Solo necesitaré a tres personas más.

El extraño hizo silencio. Arlet, adivinando sus pensamientos, rió débilmente:

—No —se adelantó la pequeña inmediatamente—. A esos tres no. Yeik, Yésika y Gache no me sirven.

—¿Entonces quienes?

—Ve a la cárcel principal de Gaudiúminis. Ahí sabrás a quiénes me refiero.

—Bien —concluyó el encapuchado, quien comenzó a subir las escaleras del cuarto para retirarse—. Más te vale que sepas lo que haces, Arlet.

El extraño dio un portazo y se retiró del lugar, dejando a la joven a solas. Inmediatamente después, a lo lejos, en la gran biblioteca de la academia, el reloj comenzó a sonar para indicar que finalmente eran las tres de la mañana.

Entonces, ocurrió.

Mientras la sonrisa ajena e incomprencible de Arlet volvía a apoderarse de ella, sus heridas y cortes comenzaron a restaurarse a la perfección, sin dejar rastro de alguna cicatriz. A su vez, toda la sangre que cubría sus brazos, sus piernas y el suelo comenzó a dirigirse lentamente en dirección al libro que estaba al frente suyo, recostado en la biblioteca.

Y una vez que éste absorbió todo el fluido vital de Arlet, el ejemplar de tapa negra se cerró, dejando al descubierto la inconfundible estrella que tenía en su portada:

—Sé lo que hago —dijo para sí misma, al tiempo que dejó escapar una lágrima de angustia en medio de su forzada mueca sonriente—. Quizás más de lo que quisiera.

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