Prólogo: El nacimiento de una maldición
Era una noche oscura y tormentosa en la pequeña aldea de Wysterville, que se ubicaba al noroeste de Londonveil. La lluvia caía torrencialmente sobre las calles empedradas y el viento soplaba con fuerza, golpeando las ventanas y las puertas de las casas. En medio de todo este caos, una mujer solitaria yacía en el suelo de su humilde hogar, dando a luz a su primer hijo.
La mujer, llamada Adeline, había sido advertida por los aldeanos de que su embarazo no era normal. Había algo extraño en su vientre, algo que no era humano. Pero Adeline había desechado las advertencias, creyendo que su amor por su esposo y su fe en Dios serían suficientes para proteger a su hijo. Adeline era hermosa, sus ojos eran marrones, su tez era blanca y tenía un cabello rubio largo.
Pero a medida que el niño salía de su cuerpo, Adeline se dio cuenta de que algo andaba mal. Había un aura siniestra en el aire, algo que ella no podía explicar. Y cuando finalmente vio el rostro de su hijo, supo que había cometido un gran error al ignorar las advertencias de los aldeanos.
El niño era hermoso, con cabello oscuro y ojos profundos como el mar. Pero su piel era pálida como la nieve y había una extraña marca en su frente que parecía un pentagrama invertido. Adeline sintió un miedo profundo en su interior, pero también sintió un amor inmenso por su hijo recién nacido. Tomó al niño en brazos y lo sostuvo cerca de su pecho, sintiendo su corazón latir en armonía con el suyo.
Pero entonces, algo sucedió. El niño empezó a temblar violentamente en sus brazos, y Adeline sintió un dolor agudo en su pecho. Miró hacia abajo y vio que el niño había mordido su pezón, bebiendo su sangre con ansia. Adeline intentó separarse, pero el niño se aferró con fuerza a ella, hundiendo sus afilados colmillos en su carne.
Gritó de dolor y horror, sintiendo que algo malvado había nacido de ella. El niño la había mordido, y ella sabía que eso significaba que estaba maldito. Pero no podía soltar al niño, no podía abandonarlo en su momento de necesidad.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, el niño se separó de ella y cayó en un profundo sueño. Adeline lo envolvió en una manta y lo sostuvo cerca de ella, sintiendo que su mundo había cambiado para siempre.
La noche pasó rápidamente, y cuando amaneció, Adeline decidió llevar a su hijo a la iglesia local para que fuera bautizado. Sabía que tenía que hacer algo para protegerlo de la maldición que había nacido con él.
Mientras caminaba por las calles de la aldea, Adeline sintió los ojos de los aldeanos clavados en ella. Sabía que todos sabían que algo andaba mal con su hijo, que había algo malvado en él. Pero ella siguió adelante, sosteniendo a su hijo cerca de su corazón.
Finalmente, llegó a la iglesia y se arrodilló frente al sacerdote. Le suplicó que bautizara a su hijo, que lo protegiera de la maldición que lo había nacido. Pero el sacerdote se negó, diciendo que el niño era una abominación y que no podía ser salvado.
Adeline lloró lágrimas amargas, sintiendo que su mundo se desmoronaba a su alrededor. Pero entonces, algo sucedió. El niño despertó de su sueño y se levantó en los brazos de su madre. Sus ojos se volvieron rojos como la sangre, y su piel se volvió fría como el hielo.
Adeline supo en ese momento que la maldición había ganado. Su hijo estaba perdido para ella, para Dios y para el mundo. Y entonces el niño habló por primera vez, con una voz que no era humana.
—Mamá —dijo—. Soy tuyo. Pero también soy de otra cosa. Soy la maldición que nació contigo, la oscuridad que siempre estuvo latente en tu interior. Soy la muerte que viene a reclamarte, y también a reclamar al mundo entero. Soy la maldición de la sangre.
Estando horrorizada Adeline sacó un cuchillo de su bota, sostuvo a su hijo del cuello y lo sometió contra el piso con los ojos abiertos y temblando del miedo.
—¡Vuelve al infierno demonio! —dijo gritando.
Entonces levantó el cuchillo. Sangre. Gritos. Miedo. Fuego del infierno. Adeline apuñaló al niño en todas las partes de su pequeño y frágil cuerpo, mientras de las heridas se disparaban chorros de sangre y se escuchaban los gritos de dolor del recién nacido.
Adeline tenía a su hijo en sus manos. Todo alrededor estaba empapado en pura sangre. La madre abrazó a su hijo y gritó de dolor e ira al mismo tiempo que las tripas del pequeño salían de sus entrañas.
—¡Ahhhh! —De los ojos de Adeline salía una lluvia de lágrimas —. Me voy contigo hijo —Levantó el cuchillo.
Adeline sufriendo de dolor por la culpa decidió cortarse la garganta y luego cayo moribunda, inerte, junto al cadáver de su hijo muerto.
Los sacerdotes miraron la escena horrorizados, preguntándose si la maldición pudo haber sido curada. Y luego decidieron comenzar a rezar y dar sus plegarias a Dios para que salvara a esas dos almas.
En la mañana después del nacimiento de la maldición, el pueblo de Wysterville despertó con un sentimiento de inquietud. La niebla densa cubría las calles y los edificios, dándole un aire siniestro y amenazador a la ciudad. Los habitantes del pueblo se apresuraron a sus trabajos diarios, tratando de ignorar el ambiente pesado que colgaba en el aire.
Sin embargo, había algo que no podían ignorar. Los gritos y gemidos que provenían de la plaza central eran cada vez más fuertes y desesperados. Los habitantes del pueblo sabían que algo terrible estaba sucediendo allí, pero se sentían impotentes para hacer algo al respecto.
La gente comenzó a enfermarse y morir a causa de una enfermedad desconocida que se extendía rápidamente por toda la ciudad. A pesar de los esfuerzos de los médicos y los alquimistas, no se encontró una cura para la enfermedad, lo que llevó a muchos a buscar desesperadamente una forma de sobrevivir.
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