Capítulo 1: Los lamentos del cazador
En las sombrías profundidades de la Ciudad Central de Londonveil, donde los edificios góticos se alzaban como guardianes antiguos y las callejuelas empedradas resonaban con ecos del pasado, el cazador William Loughty cabalgaba con determinación. Sobre su yegua negra con manchas blancas, que parecía llevar las estrellas de la noche impresas en su pelaje, William avanzaba con una mezcla de melancolía y resolución en su mirada.
La noche estaba envuelta en un manto de oscuridad, solo roto por las tenues luces de las farolas y las sombras que se agazapaban entre los rincones de la arquitectura gótica que dominaba el Distrito Central. Cada paso de la yegua resonaba en las calles adoquinadas, acompañado por el tintineo de la espalda en la cintura de William y el suave susurro del viento que parecía llevar consigo susurros del pasado y secretos insondables.
El cazador tenía un sombrero, vestía una gabardina sobre un guardapolvo, pantalones y botas de cuero marrones, y en las manos tenía guantes negros con ornamentos dorados.
William Loughty no era un hombre común. Había dedicado su vida a la caza de criaturas malditas y fenómenos sobrenaturales que amenazaban a la población de Londonveil. La última maldición que asolaba la ciudad había tomado formas siniestras, y William estaba decidido a encontrar su origen y poner fin a su reinado de terror. Sin embargo, mientras se adentraba en los oscuros bosques urbanos, su mente se desviaba hacia pensamientos más personales y dolorosos.
Los recuerdos de su esposa Adeline lo acompañaban como un susurro constante en el viento nocturno. Habían compartido muchos años juntos, enfrentando los desafíos del mundo con valentía y amor. Adeline había sido su compañera, quién lo apoyaba en todas sus cacerías y su luz en los momentos más oscuros. Su imagen, con su sonrisa cálida y su cabello ondeando al viento, se deslizaba a través de su mente como un faro en la niebla.
Sin embargo, junto con la dulzura de los recuerdos de Adeline, había un dolor que nunca se desvanecerá. El recuerdo de su hijo, cuya vida había sido arrebatada en circunstancias incomprensibles, atormentaba a William como una sombra perpetua. Había sido un día sombrío en una iglesia olvidada, un lugar que solía ser un santuario de paz. Pero ese día, se había convertido en el escenario de una tragedia inimaginable.
El asesinato de su propio hijo a manos de su madre había dejado una herida en el corazón de William que nunca sanaría por completo. La traición y el horror de aquel acto habían oscurecido su alma y dejado cicatrices que ninguna victoria en la caza de criaturas malditas podría curar. A medida que cabalgaba por el Distrito Central, cada esquina oscura, cada rincón oculto, parecía reflejar la oscuridad que había invadido su vida.
Las agujas del reloj avanzaban lentamente mientras William avanzaba por las calles adoquinadas. Las cúpulas góticas de las iglesias y las torres de los edificios se alzaban como monumentos a un pasado lleno de misterios y leyendas. Gárgolas talladas en piedra observaban desde las cornisas, sus ojos parecían seguir a William mientras avanzaba en su búsqueda.
El silencio de la noche solo se rompía por el crujido de las hojas secas bajo las pezuñas de la yegua y el resonar distante de las campanas de la ciudad. William mantenía los sentidos alerta, su mirada escudriñando cada rincón en busca de pistas. Habían muchos rumores de criaturas desconocidas que merodeaba por las calles de la ciudad, y las que si conocía estaban causando miedo y desesperación entre los habitantes, pero los cazadores lograban mantenerlas a raya. Eran un enigma que parecía conectarse de alguna manera con la maldición que había llevado a la pérdida de su hijo.
La yegua avanzaba con confianza, guiada por la intuición de William. A medida que avanzaban, el Distrito Central comenzaba a revelar sus secretos más oscuros. Pasajes subterráneos y pasadizos secretos emergían de las sombras, recordándole a William que la ciudad tenía capas ocultas, historias olvidadas que esperaban ser descubiertas. En cada esquina, las calles se cruzaban con callejones estrechos y escaleras que descendían a la penumbra.
El viento susurraba historias olvidadas, susurros de almas que habían vagado por estas calles siglos atrás. La arquitectura gótica parecía tener una vida propia, sus detalles intrincados y sus adornos misteriosos, derrochaban una inquietante historia.
El cuerpo de William estaba marcado por las heridas de su última cacería, una batalla intensa contra la temible Bestia Ancestral. El recuerdo de esa encarnizada lucha estaba grabado en su mente, y cada cicatriz en su piel contaba la historia de su lucha.
Había pasado semanas rastreando a la bestia a lo largo de las estrechas callejuelas y los callejones olvidados de la ciudad. Sus pasos resonaban como ecos perdidos en la noche. Los habitantes del Distrito Central vivían con miedo, encerrados en sus hogares, temerosos de salir a la luz de la luna. Los relatos sobre la Bestia Ancestral habían atormentado sus sueños, y la gente susurraba historias horripilantes sobre su ferocidad y su sed insaciable de sangre.
La lucha contra aquellos monstruos que habían sumido a Londonveil en un estado de pánico y desesperación parecía interminable. Sin embargo, su voluntad inquebrantable lo llevaron a un momento de victoria: la derrota de la temida Bestia Ancestral, una criatura de pesadilla que había sido la fuente de tantos horrores en aquella región.
La Bestia Ancestral, una abominación grotesca que se creía que había existido desde tiempos inmemoriales, había estado sembrando el caos y la destrucción en el corazón de la ciudad. Sus aspecto era una amalgama de terrores indescriptibles.
La habilidad que hacía a la Bestia Ancestral aún más espantosa era su capacidad para resucitar a voluntad. Cada vez que caía bajo la espada o el conjuro, parecía renacer de las sombras, desafiando la lógica y desafiando las leyes de la naturaleza. Esta habilidad única llenaba los corazones de aquellos que luchaban contra ella con una sensación de impotencia abrumadora, ya que no importaba cuánto se esforzaran, la Bestia siempre regresaba, como una pesadilla recurrente que se negaba a desvanecer.
Los relatos sobre la Bestia Ancestral habían circulado entre los habitantes del Distrito Central durante generaciones. Se decía que esta criatura estaba conectada con los abismos más oscuros de la existencia, capaz de atravesar el limbo mismo sin limitaciones. Esta característica la distinguía de todas las demás criaturas que habían asolado la ciudad en el pasado. Se rumoreaba que había sido una creación de fuerzas antiguas y olvidadas, un ser nacido de la oscuridad primordial y destinado a sembrar el terror en el mundo de los vivos.
Así que lo más probable es que la Bestia Ancestral regresaría en algún momento.
Sin embargo, William no se dejó intimidar por las leyendas ni por las historias escalofriantes que rodeaban a la Bestia Ancestral.
Todo esto lo sabía gracias a sus padres, Albert y Elizabeth Loughty, respetados cazadores, que le habían transmitido sus habilidades y conocimientos. William heredó conocimientos que sus padres descubrieron en sus viajes y siguió investigando y leyendo por su cuenta. Ahora, con su espada y su corazón en sus manos, él sabía que no estaba preparado para este momento difícil, al igual que con la muerte de sus padres.
La noticia de la victoria de William se extendió como un reguero de pólvora por todo el Distrito. Los habitantes del Distrito Central salieron de sus escondites, atreviéndose a enfrentar la luz del día una vez más. Pero ellos no confían en los cazadores y creen que todos son unos imbéciles sin corazón.
Se enteró de la muerte de su hijo llegó a él en un momento de descanso en una taberna.
Llovía afuera, las gotas golpeaban con insistencia los cristales empañados de la taberna. En el interior, el lugar estaba iluminado por tenues lámparas de aceite que arrojaban sombras danzantes sobre las paredes de madera envejecida. La taberna se encontraba en un rincón oscuro y tranquilo de Wysterville, una pequeña ciudad atrapada en el abrazo de la época victoriana. La decoración era rústica y sobria, con mesas y sillas de madera desgastada por el tiempo y el uso.
William se sentó en un rincón apartado de la taberna, una mesa solitaria junto a la ventana empañada. Su mente estaba en un estado de letargo, como si el mundo a su alrededor se hubiera vuelto borroso y distante. Sostenía una jarra de cerveza en sus manos, pero apenas le prestaba atención. Observaba las gotas de lluvia resbalar por el vidrio, como lágrimas del cielo que compartían su pesar.
Un olor a madera y humedad llenaba el aire, mezclado con el aroma a tabaco y whisky que flotaba entre las mesas ocupadas por hombres que buscaban olvidar sus penas por unas horas. El murmullo constante de voces creaba un zumbido de fondo, interrumpido ocasionalmente por risas forzadas y suspiros cansados. A medida que la noticia de la tragedia se propagaba, una sensación de pesadez invadía la atmósfera de la taberna, como si el luto se hubiera filtrado incluso en los corazones de los borrachos y los bebedores habituales.
En ese momento, el anciano cazador entró en la taberna. Su presencia parecía traer consigo una energía sombría, un aura de tristeza que envolvía cada uno de sus movimientos. Caminó con lentitud hacia la barra y pidió una copa de whisky. Sus ojos cansados recorrian la taberna hasta que finalmente encontraron a William sentado solo en su rincón.
Con una mirada cargada de preocupación y simpatía, el anciano cazador se acercaba a la mesa de William y se sentó frente a él. Su figura era encorvada por los años de caza y lucha, y su cabello blanco como la nieve caía en cascada sobre sus hombros.
«Lo siento mucho, amigo —dijo el anciano con una voz grave y serena —. Acabo de enterarme de que Adeline ha asesinado a tu hijo en una iglesia».
Las palabras golpearon a William como un mazazo. Su mente luchaba por asimilar la información, como si su cerebro se hubiera desconectado momentáneamente. Miraba fijamente al anciano, buscando desesperadamente una señal de que todo fuera una cruel broma, pero la expresión en los ojos del cazador no dejaba lugar a dudas.
Un escalofrío recorrió la espalda de William mientras las palabras se repetían en su mente. «Adeline ha asesinado a tu hijo en una iglesia». Era como si su realidad se hubiera vuelto del revés, como si el mundo hubiera perdido todo sentido y orden. No podía comprender cómo su esposa, la mujer que había amado y con la que había compartido su vida, podría haber llevado a cabo tal acto atroz.
El anciano cazador, viendo la conmoción en los ojos de William, continuaba hablando con una mezcla de pesar y resignación:
«Adeline perdió la cabeza por la maldición que estaba afectando a Wysterville. Había llevado a su hijo a la iglesia como si fuera un sacrificio, después lo mató, vio algo que la horrorizó y luego se quitó la vida. Eso según los rumores. Y ahora la ciudad está en un estado catatónico» —explicó el anciano.
El corazón de William latía con fuerza, como si estuviera a punto de salir disparado de su pecho. El dolor y la incredulidad se entrelazaban en su interior, creando una tormenta emocional que amenazaba con arrastrarlo a un abismo de desesperación.
«¿Por qué me cuentas esto ahora?» —preguntó el cazador, su voz quebrada por la angustia. Pero, aun así, trató de mantener la calma.
El anciano cazador suspiraba profundamente antes de responder:
«Porque sé que buscarás venganza —respondió el anciano—. Y yo quiero ayudarte a encontrar al responsable de todo esto».
«No, estoy bien. Pero gracias igualmente» —dijo el cazador sintiendo que su corazón amenazaba con salir de su pecho.
La mente de William era un torbellino de emociones. Sus pensamientos se atropellaban unos a otros en busca de respuestas que no podían encontrar. ¿Cómo había llegado Adeline a tal extremo? ¿Qué podía haber hecho él para evitarlo? La idea de que su amada esposa había perdido la razón de esa manera lo dejó sin aliento.
William se levantó de su silla, abrumado por la magnitud de la tragedia. La cerveza en su vaso había perdido todo su sabor, y su mente estaba atrapada en una espiral de preguntas sin respuesta. ¿Cómo iba a sobrevivir a esto? ¿Cómo podría enfrentar el futuro sin Adeline y su hijo? ¿Cómo sería su vida ahora como un padre que había perdido a su propio hijo a manos de su esposa?
Sus ojos llenos de angustia, se formaron tan rondodos con la luna, mientras su mente luchaba por asimilar la impactante verdad que acababa de descubrir. Su amada esposa, la madre de su hijo, había sido la responsable de la tragedia que había sacudido su vida. El niño, su pequeño y vulnerable hijo, había sido víctima de la maldición de la sangre que asolaba su pueblo. La noticia le golpeó como un mazazo en el corazón, dejando un dolor indescriptible que se mezclaba con la rabia y la confusión.
Abandonaba la taberna con pasos vacilantes, sintiendo cómo la noche cerraba su manto oscuro alrededor de él.
Ahora, en el presente, está solo.
Las farolas de gas emite una luz temblorosa que apenas lograba disipar las sombras inquietantes que se agolpaban en su mente. Cada paso que daba su yegua parecía llevarlo más lejos de la realidad que conocía, adentrándolo en un mundo retorcido y lleno de secretos ocultos. El viento gélido soplaba a su alrededor, como si la naturaleza misma compartiera su dolor y desconcierto.
Los murmullos de la ciudad resuenan en sus oídos mientras caminaba sin rumbo fijo. La maldición de la sangre, un término que antes solo había sido una advertencia lejana, ahora tenía un significado personal y devastador. Recordó los murmullos que circulaban en los oscuros callejones del Distrito Central, sobre familias que habían sido destruidas por la maldición, sobre tragedias inexplicables y muertes prematuras. Antes sus padres le contaban cuentos, y cuando creció se dio cuenta que no eran tan falsos, ahora sabía que eran una realidad aterradora que había llegado hasta su propio hogar.
Entonces, recordó a su esposa entre sus brazos, su sonrisa amorosa y sus dulces palabras de consuelo, se mezclaba con la imagen de su mano manchada de sangre. ¿Cómo podía reconciliar la imagen de la mujer que amaba con el monstruo que había cometido un acto tan aberrante? El caos reinaba en su mente, una tormenta de emociones contradictorias que amenazaban con desgarrarlo desde adentro.
Los recuerdos de su esposa se repetían en su mente una y otra vez, como si buscaran respuestas que nunca podrían encontrar. El caos en su interior se reflejaba en las calles del Distrito Central, donde las sombras parecían cobrar vida y los edificios antiguos parecían susurrar secretos ancestrales. Los habitantes del pueblo caminan con expresiones tensas y miradas aprensivas, conscientes de que la maldición de la sangre había alcanzado un nivel de malevolencia.
William se encontró en el corazón de un callejón entre dos edificios, donde la oscuridad era más densa y, desde la lejanía, las criaturas nocturnas emitían sus llamadas inquietantes. Se bajó de la montura de su yegua, y se dejó caer sobre un banquillo, sintiendo la rugosidad bajo sus manos mientras se sumía en sus pensamientos. La noche parecía envolverlo en una capa de soledad y desolación, como si el universo mismo compartiera su pesar.
Cada sentimiento que William experimentaba estaba agravado por la ciudad en la que vivía. Las estrictas normas sociales y la rigidez de la moralidad imponían una carga adicional sobre sus hombros. La traición de su esposa y la maldición que la había impulsado eran temas que no podía discutir abiertamente, y mucho menos compartir con otros. Esto solo amplificaba su sensación de aislamiento, atrapado en un torbellino de caos y desesperación.
Sus ojos seguían inmersos en el vacío mientras William luchaba por encontrar un camino a través del laberinto emocional que había surgido en su interior. La maldición de la sangre había cambiado su vida de formas inimaginables, habiendo transformado a su familia en víctimas de una fuerza oscura e insidiosa. Sentía una mezcla de tristeza por la pérdida de su hijo, ira hacia la maldición que había robado su felicidad.
Se levantó, se subió a la montura de su fiel corcel y se adentró a las calles nuevamente.
El cazador se moví como una sombra entre los edificios decrépitos y las callejuelas retorcidas. La atmósfera estaba cargada de una tensión palpable, el aire estaba impregnado de un olor metálico y enfermizo. Cada paso resonaba como un eco en la desolación que había tomado posesión de este lugar. Sin embargo, el cazador tenía un objetivo en mente: encontrar la verdad sobre la muerte de Adeline y su hijo. Y para ello debía pasar por un rincón más tranquilo.
Guiado por la luna pálida y los susurros del viento, el cazador dejó atrás los muros altos del Distrito Central. Cada paso, creía que se alejaría de las grotescas criaturas y la maldad latente que acechaba en cada esquina, pero él sabía que no era cierto. A medida que avanzaba, las nubes grises se disipaban gradualmente, revelando un cielo estrellado y sereno. La luna arrojaba su débil luz sobre el camino que tenía por delante, revelando el sendero que lo llevaría lejos de la pesadilla que había dejado atrás.
El terreno comenzó a cambiar gradualmente a medida que el cazador se adentraba en la periferia de Londonveil. Los edificios decadentes dieron paso a árboles retorcidos que parecían retener secretos antiguos en sus ramas retorcidas. Las calles pavimentadas se convirtieron en senderos de tierra cubiertos por una alfombra de hojas crujientes. El silencio en este lugar era un regalo, un oasis de tranquilidad en medio de la desesperación.
El camino llevó al cazador a través de colinas suaves y prados cubiertos de hierba alta. A lo lejos, se vislumbraba un río que serpenteaba a través del paisaje, pero este río estaba contaminado, sus aguas eran tan negras con la noche. Después se bajó de la yegua, y la arreó por las riendas.
Los reflejos plateados de sus aguas destellaban bajo la luz de la luna, notó que el río tenía algo en el fondo, un cadáver, uno de una criatura. La observó con mayor cuidado.
Su apariencia evocaba la imagen de una babosa horripilante, con tentáculos similares a los de un calamar que emergen de su espalda. Su rostro está dividido en dos mitades y está cubierto por un conjunto de protuberancias que se asemejan a hongos y rodean su zona más vulnerable. Esta criatura destaca por la presencia de sus ojos verdosos y la falta de estos en su anatomía, estando repartidos de manera extraña por todo su cuerpo.
En la parte posterior de su figura, posee un par de alas casi esqueléticas, las cuáles parecen que se salen de su cuerpo, estando casi separadas de la criatura. Esta particularidad añade a su naturaleza un aspecto aún más misterioso y desconcertante.
Era Ermaint: la bestia del caos, hija del abismo, y terror de la oscuridad.
Las bestias antiguas eran seres que protegían el mundo del mal, eran seres benevolentes, la mayoría sin malicia. Pero, entonces, un día, todas las bestias se volvieron locos y decidieron acabar con la vida en el mundo.
Tras la muerte de las bestias antiguas, aparecieron las nuevas bestias, criaturas salidas de las profundidades de la mente, las cuáles provenían del limbo. Estas compartían lugar con algunas bestias antiguas que aún seguían con vida. Y, la bestia del caos, era una de las tantas nuevas bestias que surgieron luego del Primer Abismo. Ahora algunas personas creían que, con la llegada de la maldición de sangre, este era el Segundo Abismo.
Luego, el cazador continúo su camino descendió por la ladera, siguiendo el murmullo suave del agua que crecía a medida que se acercaba.
Al llegar al borde del río, el cazador encontró un puente de madera antiguo pero sólido que cruzaba las aguas. Cautelosamente, cruzó el puente, escuchando el suave crujido de la madera bajo sus botas. En el centro del puente, se detuvo por un momento y observó cómo el río ennegrecido fluía con una cadencia constante. El sonido del agua burbujeante era como una canción que le recordaba que la vida seguía latiendo, incluso en medio de la oscuridad más profunda.
Al otro lado del puente, el paisaje se transformó nuevamente. El terreno se volvió más accidentado, con colinas que se alzaban y caían en formas caprichosas. Rocas cubiertas de musgo y líquenes adornaban el terreno, como reliquias de una era olvidada. El cazador ascendió una de las colinas más altas y se detuvo en la cima para contemplar la vista.
Desde este punto elevado, podía ver el río serpenteando a lo largo de su camino, flanqueado por bosques oscuros en ambos lados. Más allá de los bosques, las colinas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, formando una sucesión interminable de formas ondulantes. En la distancia, una fina niebla comenzaba a elevarse de los valles, otorgando al paisaje un aire de misterio y encanto.
A medida que el cazador descendía por la colina, entró en el espeso bosque. Los árboles se cerraban a su alrededor, formando un dosel oscuro que filtraba la luz de la luna. El suelo estaba cubierto de hojas y ramitas secas, creando una alfombra crujiente bajo sus pies. A medida que avanzaba, el cazador notó que el bosque parecía tener vida propia: los arbustos se mecían suavemente y el viento susurraba secretos entre las ramas.
En lo profundo del bosque, el cazador descubrió un claro bañado por la luz de la luna. En el centro del claro, había una pequeña fuente rodeada de piedras cubiertas de musgo. El agua fluía con un suave murmullo, esta vez era un agua cristalina, llenando el aire de tranquilidad, aunque ello estuviera lejos de ser tranquilo. Alrededor de la fuente, flores silvestres de colores brillantes crecían en profusión, creando un espectáculo de belleza natural en medio de la oscuridad circundante.
Su caballo bajó el cuello y masticó maleza.
El cazador se dejó caer junto a la fuente, sintiendo el agua fría y revitalizante en sus manos. Cerró los ojos por un momento, permitiéndose sumergirse en la serenidad del lugar, y hundido en los propios tormentos.
El cazador estaba deprimido y abatido, pero sabía que tenía una misión que cumplir. Tenía que encontrar una manera de detener la maldición y vengarse de una vez por todas. Solo así podría encontrar la redención por la muerte de su hijo y por la locura que había afectado a su esposa. Con esa determinación, el cazador salió de las profundidades del bosque, dispuesto a luchar hasta el final para lograr su objetivo.
La primera parada le condujo hasta la aldea de Keywel, un rincón pintado con los matices verdeantes de los bosques circundantes y los dorados campos de cultivo que se extendían hacia el horizonte. A primera vista, este remanso de serenidad parecía un refugio de paz y tranquilidad, una joya escondida entre la naturaleza. Sin embargo, William sabía mejor que dejarse engañar por las fachadas idílicas que enmascaraban secretos profundos y peligros latentes.
A medida que se aproximaban a la entrada de la aldea, un grupo misterioso de mujeres, ataviadas con capas oscuras que parecían fusionarse con las sombras del bosque, emergieron de entre los árboles y avanzaron hacia ellos con pasos sigilosos. Los rostros de estas mujeres permanecían ocultos bajo las capuchas, añadiendo un aire de enigma a su presencia. Observaban al cazador con una mezcla de curiosidad y precaución, sus ojos revelando una mezcla de desconfianza y aprehensión arraigada en las leyendas y rumores que circulaban por los poblados cercanos.
—¿Qué buscas aquí, extranjero? —preguntó una de ellas, con voz ronca.
—Voy de paso, solo debo descansar un poco antes de seguir mi camino —respondió el cazador, tratando de ser amable.
Las mujeres lo observaron con recelo, pero finalmente le permitieron la entrada. El cazador caminó por las calles de Keywel, observando a los aldeanos mientras realizaban sus tareas diarias.
Desde lo lejos, el resto de la aldea lo observaba con cautela, hombres y mujeres por igual, sus miradas cargadas de suspicacia y dudas. Durante años, habían llevado el estigma impregnado en la mente colectiva, fruto de historias tergiversadas que retrataban a los cazadores como meros mercenarios despiadados, preocupados exclusivamente por sus propias ganancias y recompensas. Estos rumores se habían tejido con hilos de incomprensión y temor, forjando un retrato distorsionado que daba forma a la percepción que la gente tenía de ellos.
Un murmullo inaudible se extendía entre los aldeanos mientras el cazador avanzaba por las callejuelas empedradas. Las palabras compartidas en voz baja eran portadoras de advertencias y consejos a medias, mezclados con historias escalofriantes que habían sido transmitidas de generación en generación. Los murmullos eran como el viento susurrante que soplaba a través de los árboles, portadores de la memoria colectiva que añadía una capa adicional de misterio y peligro a la atmósfera tensa.
—Algunos de ellos comen carne humana —susurró un hombre.
—Solo están aquí por su podrido dinero —comentó una mujer.
—Tal vez deberíamos matar al bastardo de ahí —Un anciano señaló a William.
En esta tierra, donde la realidad y lo sobrenatural se entrelazaban en una danza siniestra, el cazador se encontraba en un terreno incierto, desafiando las expectativas arraigadas y luchando por demostrar su verdadera intención. Los verdaderos propósitos del cazador, al igual que los secretos de Londonveil, yacían ocultos bajo la superficie, esperando ser desentrañados.
William sabía que su viaje estaba lejos de terminar, pero estaba listo para seguir adelante. Su próxima parada sería más adelante en el Distrito de la Catedral, que cubría desde Keywel, la Gran Catedral hasta Owl Town. En la Gran Catedral había escuchado rumores sobre múltiples desapariciones de personas. Sabía que sería una misión peligrosa, pero estaba dispuesto a enfrentar cualquier cosa por encontrar las respuestas que buscaba.
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