Cambio
El domingo, veinte de julio de 1890, dormir era tarea imposible para Leonore. Estaba agotada, lo notaba por el ardor en sus ojos, por el dolor en sus manos al amasar en la panadería; pero no podía hacer más que mirar fijamente al lienzo en blanco que ocupaba el centro de su pequeña habitación. ¿Qué ocurriría el día de mañana?
En la mesita al lado del taburete que ocupaba, descansaban una taza de café, su faltriquera —con los pocos pesos que le pagaron de sueldo—, papel y la estilográfica. De tanto en tanto observaba la última, el único lujo que se había permitido desde que se había mudado, reluciendo con su brillo metálico a la luz de la vela, todos sus engranajes detenidos, dorados, que al empezar a correr la tinta giraban. Había intentado escribirle a su hermana pero, una vez más, no pudo; no lo hizo cuando murió su madre, ni lo haría en ese momento.
Escuchaba, como una chirriante canción de cuna, el traqueteo del monstruoso ferrocarril de El Retiro, que no había manera de insonorizar por más que lo había intentando. Se imaginaba a la maquinaría, enorme, haciendo girar la bielas y cada una de sus pequeñas partes, rápidamente, mientras expulsaba el humo negro por su chimenea y viciaba el aire; se imaginaba a los tristes pobres, que rebuscaban cerca por algo que comer; se imaginaba que, en poco tiempo, ahí tendría lugar una tragedia.
¿Cómo había acabado mezclada en eso? Iba en contra de su propia política. Luego de tanto viajar, sabía que solo una idea podía ayudarte a sobrevivir: no involucrarse. Entonces, ¿por qué había aceptado a participar de aquello? Cuando se le acercaron una noche en la biblioteca y el hombre de la prótesis metálica de brazo le planteó la idea, tuvo que decir que no; cuando empezó a pintar su realidad, cuando empezó a pintar la decadencia social, tuvo que haberse detenido y botar sus lienzos; cuando cumplió el año en Buenos Aires, tuvo que haberse marchado en el primer barco a cualquier sitio, porque ahora estaba muy relacionada con el lugar.
Tenía que satisfacerse con dar algunas monedas a los niños que vendían tarjetas perforadas oxidadas en la calles; con dar un pan a alguna de las trabajadoras de las fábricas que, al dañarse algunos de sus miembros artificiales, eran despedidas; con esas acciones pequeñas debió haberse dado por bien servida. Pero no. Cuando el hombre le dijo que podía provocar el cambio, que ella podía actuar para cambiar algo en medio de aquél pánico económico, en medio de aquel progreso desmesurado que cada día vaciaba más los estómagos, un calor la invadió por dentro, justo con en ese instante la invadía el miedo. Le entregó, con las falanges fabricadas chirreando, la dirección de la primera reunión del futuro partido.
Una revolución. Hasta el momento había tenido un papel pasivo, pintando propagandas, pero solo le restaban cuatro horas para que eso acabase cuando, en el parque, se tomasen las armas.
Cambio. ¿Para la situación o para ella?
Leonore quería escribirle a su hermana, por si algo le pasaba, escribirle pidiéndole disculpas por haberlas abandonado, por haber escapado de aquella manera; ya no guardaba el resentimiento porque quisieran obligarla a casarse y añoraba con locura su tierra natal, víctima de la industrialización desde hacía tiempo, de ese mal de metales que poco a poco iba apresándola otra vez en Argentina y del que había querido escapar.
El reloj dio otro chasquido, menos audible que el anterior, cuando un par de engranajes chocaron. ¿Ya había pasado media hora?
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