Epílogo: Pasado y Futuro
01:41 A.M, sábado día 26 de septiembre, año 2023.
Prometeo:
Lucifer me estaba mirando fijamente.
Sus ojos sangrientos seguían cada uno de mis movimientos sin vacilar. Contemplaba cada una de mis desesperadas arremetidas con grotesco placer, recostado sobre el trono de la Mujer del Llanto. Los últimos estertores del diluvio se filtraban a través de la abertura en el techo de la caverna.
La Purificación, como él la llamaba, estaba completa.
Su corona de espinas refulgía con el resplandor del rocío, enmarcando el rostro que creía conocer, que por tantos años estuve viendo cada día. La inmaculada túnica que portaba estaba salpicada de pequeñas manchas rojizas... La sangre de Eris, derramada gota a gota.
La Discordia había muerto hacía horas, crucificada sobre el Lucero del Alba. Aún ahora, tras toda la devastación causada por Torres, su cadáver permanecía allí, inmóvil. Las muñecas fijadas por fríos clavos, su rostro extendido en dirección al suelo, capturado en un instante de terror mudo, cuando el Primer Caído acabó con ella.
Había sido de las últimas en abandonarme.
Todos se habían ido yendo, poco a poco. Remiel, Alecto, Tánatos, Laura, Irene... Ya no quedaba nadie. Solo un maltrecho Cronos, derribado a los pies del cuerpo sin vida de Gadreel, junto con Malakar. El rubio que conocí en el Tártaro... Al que Mefistófeles le arrancó la caja torácica de cuajo.
Y Krysael... No quería siquiera pensar en él.
Se me rompía el corazón el recordar la noche que pasamos juntos, solo hace unos pocos días, en la que nos entregamos el uno al otro de nuevo, reafirmando la unidad que siempre fuimos. En sus brazos encontré el consuelo que siempre tuve prometido, desde la primera vez que lo volví a ver en esta vida.
Ahora mi marido estaba destrozado.
Sus alas, convertidas en un amasijo de plumas carmesí, flotaban por la cavernosa estancia, como resistiéndose a desplomarse sobre la roca. Su herido cuerpo, el mismo que acaricié lleno de pasión, agonizaba.
Tratar de contener el poder de la Manzana Dorada solo fue una gran imprudencia por su parte... Una que le costó la vida. Todo, para salvar una realidad que ahora vivía su último aliento.
Frente a mi escasez de aliados, ¿qué podía decir de mis enemigos?
Semyazza y Yekun me observaban, reclinados sobre sus sendos tronos de huesos humanos. Susurraban palabras inaudibles, perdidas por el fragor de los retazos finales de la batalla. Seguro que teorizaban cuánto tiempo me quedaba... Cuánto más podría resistir.
Y es que todavía no os había hablado de aquel que estaba justo delante mía. O, mejor dicho, aquellos.
La forma física de Azazel se había desdoblado. Solo su figura central, la más corpórea, conservaba su ostentosa armadura negra, combinada con aquel yelmo obscuro, cuyos dos grandes cuernos parecían desgarrar el firmamento mismo. Shamsiel, Zaqiel, y Kesabel no se quedaban atrás, con sus floridas túnicas y trajes.
De hecho, creo que podría decirse que lo único que tenían los cuatro en común (más allá de compartir un mismo cuerpo) era la paliza que me estaban dando.
El fuego del Sol del Demiurgo extinguía las llamas que me empeñaba en avivar, surgidas de mis mismas manos. Por más tempestades de ascuas o avalanchas de cenizas que vertiera sobre él, su magma siempre vencía, amenazando con carbonizarme a cada segundo.
Yo me afanaba en esquivar sus ataques, por supuesto mientras trataba de contrarrestar el poder de Zaqiel.
Su voz reverberaba dentro de mi mente, instándome a entregarme a mis deseos más oscuros... Podía sentir su poder palpitando por mis venas, producto de los tres mordiscos que descansaban sobre mi cuello.
Kesabel solo se preocupaba por ralentizarme. Incrementar todos y cada uno de los poderes de sus hermanos, y dejarme a mí atrapado en una esfera de éter que titilaba en el aire. Cada vez que me movía, daba la impresión de que el aire se tornaba mantequilla, logrando que pareciera insufriblemente lento.
Azazel se limitaba a observar, y cuando estaba cerca de dar un golpe fatal a alguna de sus muchas almas, lanzaba algún que otro conjuro para hacerme retroceder. Puede que fuera un titán...
Pero el poder de cuatro Caídos estaba muy por encima de mis posibilidades.
Jamás podría igualarlos, y eso ellos lo sabían. Solo estaban jugando conmigo, divirtiéndose con el último de los enemigos que les quedaba.
Hasta que se hartaron.
— ¡Muere! — exclamó el Nigromante.
En su mano derecha tomó forma una ominosa esfera de sombras, un proyectil que fue creciendo hasta recubrirlo por completo, ocultando su silueta. El manto de oscuridad se proyectó en mi dirección, surcando el aire cuán lenguas llameantes. Me protegí con ambas manos, consciente de mi final.
El poder de Azazel me destruiría por completo.
Por lo menos, eso habría sucedido... De no ser porque alguien más se interpuso. Cuando las tinieblas acabaron por disiparse, fui consciente de la silueta que se encontraba ante mí. Un joven que se tambaleaba, ensangrentado, cerca del final de su inmortal existencia.
Cronos acababa de salvarme la vida.
Mi tío escupió sangre, de la que su piel se empezaba a tornar grisácea. Sin más fuerzas, cayó al suelo de rodillas. El Tiempo rendido frente al Lucero del Alba, el Hijo Predilecto del Demiurgo que lo acabó traicionando. Que se convirtió en el Soberano de las Sombras, el Eterno Prisionero del Cocitos por su rebelión.
Y que ahora había poseído el cuerpo de aquel que mi tío una vez amó. Félix Durand... Tan complicado, y a la vez sencillo.
Todos estábamos conectados.
No tuve más tiempo para reflexionar. Shamsiel se abalanzó sobre mí, agarrándome del cuello hasta que mis pies dejaron de tocar el suelo. Presionó con fuerza, amenazando con romperme la tráquea...
Puede que mi alma fuera la del Ladrón del Fuego Divino, hijo de Japeto. Sin embargo, el cuerpo que ocupaba también era mortal. Moriría como el resto.
Las palabras de Luzbel me sobresaltaron.
— Detente, Azazel — proclamó el Diablo, poniéndose en pie frente a su trono, batiendo sus blancas alas —. Déjalo ir... Es una orden.
El Nigromante se volvió hacia su Señor, atónito por lo que acababa de escuchar.
— Pero, Amo... ¿Acaso debemos mostrar piedad ante semejante rata?
La sonrisa de Lucifer me arrancó un escalofrío de puro horror.
— ¿Quién habló de piedad? — pronunció con desprecio, deleitándose con cada una de sus palabras —. No quiero derramar más sangre en el inicio de mi Nuevo Mundo. Mancharla con el icor de este inútil sería una afrenta. En todo caso, le daré el lujo de presenciar cómo la Creación Renace.
Y dicho esto, comenzó el final.
— Yekun, tráeme el Llamador de Ángeles — ordenó Satán.
El ángel de las sombras, el padre del Caído que una vez amé, se inclinó en su dirección, tendiéndole la pequeña campanilla arrancada del cuello de Alecto.
— Ahora que he recuperado todo mi poder, repararlo será un juego de niños...
En efecto, así fue. Tras ser bañado por el sanguinario resplandor de los ojos de Lucifer, el delicado objeto brilló con todo su celestial esplendor. Al hacerlo sonar, el tañido de la campana rasgó la realidad, abriendo una brecha con el Noveno Cielo, el Primer Móvil o Cristalino.
La bóveda celeste se materializó sobre su cabeza, el gigantesco Reloj Estelar tomando forma.
Las cientos de agujas doradas compuestas por miles de estrellas apuntaban en direcciones desconocidas, prolongándose hasta perderse de vista. Las galaxias se aglutinaban a su alrededor, en consonancia con el vasto vacío del universo.
Aquel era el Primer Movimiento. La estela astral surgida en el Principio de los Tiempos, cuando el Demiurgo, en su impulso creador, materializó el Universo, Caos, Gea y Tártaro. Todo comenzó entonces...
Y estaba a punto de acabar ahora.
El poder de Lucifer se equiparaba al de su padre. Y con solo tocar el Reloj, todo volvería al punto de inicio. Humanos, dioses, titanes, la Corte Celestial... Desaparecerían. Solo quedarían el Diablo y sus Caídos, ante un lienzo en blanco, una nueva Creación para moldear a su antojo.
Tras milenios, por fin Satán se había alzado con la victoria.
Al menos, así fue durante unos escasos segundos. Hasta que Cronos alzó la cabeza, y me sonrió, tendiéndome una aparente ficha de póquer. Aunque ambos sabíamos que era mucho más que eso.
— Apresúrate — balbuceó, depositando el sagrado artefacto en mi mano —. No podemos permitir que Félix... Lucifer gane.
Observé el disco con tristeza, la desesperación apoderándose de mi pecho.
— ¿Y qué puedo hacer? — susurré, abatido —. Todo ha terminado. Está consumando su victoria, aquí y ahora.
En efecto, así era.
Suspendido en el aire, cada batir de sus alas un presagio siniestro, la mano del Maligno había alcanzado el Reloj. Al solo contacto con la bóveda celeste, el manto azulado se corrompió. La oscuridad fue engullendo cada galaxia, cegando el resplandor de cada estrella, hasta teñir la creación de una completa negrura.
Entonces, y solo entonces, las agujas empezaron a girar. Los cimientos del espacio-tiempo se tambalearon, a medida que el universo se descomponía hasta su estado de origen.
— ¿Te olvidas ante quién estas? — replicó mi tío, un asomo de humor acudiendo a su rostro —. Esto no se acabará hasta que yo lo diga.
Su afirmación habría sido impactante, quizá incluso memorable, de no haber sido por el acceso de tos sangrienta que lo asaltó. Y de su piel cenicienta, que empezó a tornarse ceniza. El cuerpo de Cronos se descompuso, derribándose cuán castillo de arena.
— Aún queda una última esperanza. La última vuelta del reloj... — musitó, canalizando sus últimas fuerzas. Antes de que su sonrisa se congelara, los ojos color de la miel convertidos en piedra.
Y se deshiciera, convertido en un puñado de polvo.
Aferré la grisácea sustancia entre los dedos, empapándome de cada mota, queriendo absorberla, tratando de recomponer las piezas perdidas de mi ser querido. Mas sabía que era imposible. Él había muerto...
No sin antes hacerme un regalo de despedida.
Me giré, contemplando el portal a los Confines del Tiempo que el titán había abierto justo antes de desaparecer. Apenas era un rectángulo de luz, una titilante esperanza frente a la marea de oscuridad que estaba haciendo Renacer la Creación. Podía sentir cómo cada uno de los átomos que conformaba mi cuerpo se retorcía, atraído por el flujo cambiante del Reloj Estelar.
Sin embargo, la pequeña ficha brilló en mi mano, concediéndome el poder de la Oportunidad. Aunque solo fuera por unos escasos segundos, podría imponerme a lo que fuera, incluso a la voluntad del mismísimo Primer Caído.
Para cuando este quiso darse cuenta era muy tarde.
Semyazza, Yekun, Azazel... Incluso Gadreel volvió de entre los muertos para tratar de detenerme. Estaban demasiado lejos. No pudieron impedir que cruzara el portal, que viajara un año atrás para arreglarlo todo.
Esta vez no dejaría cabos sueltos. Los salvaría, a todos y cada uno de mis compañeros caídos. Aplastaría las ambiciones de Lucifer. Ese fue mi juramento. Y sabed que haré lo que sea necesario para cumplirlo.
No dudaría, no esta vez. Era conocedor del destino que a todos nos aguardaba, de la muerte cruel que se abalanzaría sobre nosotros si se lo permitía. Pero aún quedaba una última vuelta del reloj. Todo podía cambiarse... Si tomaba la vida de Félix Durand.
Mi propia vida.
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