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Capítulo 9: Primeros días y últimos instantes

A la mañana siguiente, la tensión entre nosotros tres parecía haber desaparecido. Al menos, aparentemente. Tras darme una buena ducha, y vestirme en condiciones, me dispuse a bajar a la cocina, sin saber muy bien qué me iba a encontrar. 

Por lo que anoche me dijeron, los dioses y seres semidivinos no necesitan dormir. Así que Eris y Cronos se habían pasado toda la noche en vela, planeando el que al parecer sería nuestro siguiente movimiento en esta lucha contrarreloj que habíamos emprendido en contra de Tártaro y Nix. 

La verdad es que era bastante irónico. Yo, que siempre me había caracterizado por mi desconfianza hacia cualquier ser humano, ahora me veía obligado a salvar a la humanidad misma. 

Desde pequeño solo me habían inculcado dos valores: El primero era la disciplina. Había que saber mantener la compostura en cualquier tipo de situación, por muy desventajosa o colérica que resultase. Como solía decir Primitivo, debía conservar la gloria del apellido Durand. 

Ahora os estaréis preguntando cuál es la segunda, ¿verdad?

Pues bien, mi querido abuelo (nótese el sarcasmo), me había instruido en el arte de las relaciones humanas. Según él, las personas no eran más que marionetas, que había que saber usar en el momento y lugar correctos para hacerse más poderoso. Al final, la amistad, e incluso el amor mismo se basaban simplemente en el interés, en las dobles intenciones, pues el ser humano es egoísta y malicioso por naturaleza. En resumidas cuentas, el mal no es la excepción, sino la regla. 

¿Lo peor de todo? Que no se equivocaba en nada.

Dejando de lado mis reflexiones, me planté cauteloso ante la puerta de la cocina, con la curiosidad bullendo en mi interior. Agucé el oído, pero no pude distinguir siquiera una sola voz o susurro. ¿Qué estarían haciendo?

Al entrar, me encontré lo último que esperaba. 

La diosa de la Discordia estaba recostada sobre la isla de la cocina, completamente dormida, roncando. Y bastante, además. Por otro lado, Cronos había optado por tumbarse directamente en el suelo, como si se hubiera desmayado. Su respiración era calmada y profunda, y por primera vez, logré distinguir paz en su rostro. 

Desde luego, esa paz no duró mucho. Tomé un cazo del primer cajón que encontré, y acompañado de una cuchara, me dispuse a enseñarles a mis invitados divinos lo que era un despertador en la que probablemente fuera la primera noche de sueño de toda su larga existencia. 

Comencé a golpearlo una y otra vez con toda la fuerza que pude reunir. Cronos se incorporó de golpe, poniéndose de pie de un salto. 

— ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? — preguntó, mientras miraba a todas partes, con sus hermosos ojos cubiertos de legañas, y su cabello plateado completamente despeinado. La sorpresa en sus facciones fue dando paso a la ira conforme cobraba conciencia de la situación en que se encontraba. 

Eris, por su parte, comenzó a quejarse mientras se sujetaba la cabeza y se tapaba los oídos, gimiendo por lo bajo, mascullando algo sobre lo insoportable que era haberse convertido en una mortal. Estuvo a punto de darme pena, hasta que me acordé que había intentado condenarme eternamente el día anterior. 

— ¿Se puede saber qué haces? — me interrogó Cronos, lleno de furia. 

Sonreí maliciosamente. 

— La pregunta es ¿qué hacíais vosotros? Pensaba que los dioses no dormían... — insinué, escrutando los rostros de ambas deidades. 

El titán esbozó una mueca de fastidio. 

— Y de hecho, no acostumbramos a hacerlo. Pero ahora que parte de nuestros poderes divinos están sellados... Digamos que somos más mortales de lo que nos gustaría. Y sí — admitió, ante mi insistente mirada — Ello implica que también tenemos que dormir. 

Me recosté contra la pared, apoyando todo mi peso contra ella en una postura relajada, mientras continuaba recorriendo a Cronos con la mirada de los pies a la cabeza. Tengo que admitir que adoraba ponerlo nervioso. 

— Habrás soñado con algo bonito al menos, ¿no Cronos? — le repliqué. 

Ante mi pregunta, él enrojeció repentinamente, y se marchó de inmediato, argumentando que iba a ducharse, dejándome con más preguntas que respuestas. Y antes de que pudiera contenerme, mis labios se movieron solos. 

— ¿Quieres que te acompañe? — pregunté, sugerente y seductor, dejando al amo del tiempo patidifuso. 

Cronos empezó a ruborizarse todavía más si cabe, hasta el punto de parecer una fresa andante, y evitó mirarme a los ojos mientras introducía con fuerza las manos en los bolsillos de los vaqueros que le había prestado. Antes de que pudiera decir nada más, él se marchó, completamente avergonzado. 

Y no me extrañaba. ¿Cómo se me ocurría decirle eso? ¿Qué demonios había pasado por mi cabeza?

— Eso te lo mereces por haberme despertado así, y haberme provocado este dichoso dolor de cabeza — proclamó Eris, mientras masticaba un paracetamol y sostenía la manzana dorada en su mano. 

Me volví hacia la diosa, completamente indignado. 

— ¿Has sido tú? — pregunté, atónito. ¿Cómo se atrevía a llegar tan lejos? Manipularme para humillarme así frente a Cronos... Era pura malicia. 

Ella se limitó a encogerse de hombros. 

— Digamos que yo solo di un empujón a tus labios. Tus hormonas alocadas se ocuparon del resto — me replicó, con una sonrisa juguetona en los labios. — Pero no me mientas Félix. Ambos sabemos que te gustó Cronos desde el momento en que lo viste. 

Me quedé sin palabras. Sencillamente, la arrogancia y atrevimiento de esta diosa iba más allá. Era tremenda. Toda una joyita.

— Pero déjame que te advierta una cosa — prosiguió, acercándose a mí, y golpeándome suavemente la punta de la nariz — Cronos es un titán casado. Tiene una esposa, Rea, y varios hijos. ¿Vas a convertirte en un rompe-hogares Durand?

Y como ya era costumbre en ella, comenzó a reírse. Ya me estaba cansando de todo esto. Decidí que era hora de ponerme en mi sitio. 

— Eris, ¿puedes subir a ver a Cronos y decirle que se dé prisa? — le sugerí, empleando un tono autoritario — Tenemos que... 

Pero, como no podía ser de otra forma, me interrumpió nuevamente. 

— ¿Y por qué no subes tú a verlo? ¿Temes no poder resistir la tentación? — sugirió, entre más carcajadas. 

Vale, ahora sí que era momento de ponerse firmes. 

— Vale ya Eris — le ordené, logrando hacer que se callara. — Avisa a Cronos. Salimos en veinte minutos. 

La diosa se limitó a poner los ojos en blanco. 

— ¿Y adónde vamos, si puede saberse? — me preguntó, con tono condescendiente. 

Ahora me tocaba a mí reírme. 

— A vuestro primer día de instituto. 

***

Cuando al fin cruzamos las elegantes puertas dobles de cristal que daban paso al edificio principal del instituto, me di cuenta de lo molesto que puede resultar explicar el mundo mortal a dos dioses. 

— ¿Podrías volver a repetir por qué tenemos que venir a este... lugar? — preguntó Cronos, señalando con gesto despectivo el vestíbulo del edificio. 

Era un espacio diáfano, de estilo Art déco, decorado a partir de tonos menta y tierra, con un pequeño sofá capitoné verde pegado al muro, y varias réplicas de obras de arte moderno y contemporáneo expuestas en las paredes. Unos metros por delante nuestra, se encontraba el puesto del portero: Un mostrador de mármol negro con vetas blancas, fijado al suelo. 

El señor Torres, el portero y conserje, un hombre de unos sesenta años, no estaba, así que nos tocó esperar mientras respondía por enésima vez a las dudas del titán. 

— Cronos, ni Eris ni tú estáis habituados al mundo mortal. Y lo que es peor, ambos, aunque ahora seáis un poco mortales, seguís teniendo parte de vuestros poderes divinos. Así que, en resumidas cuentas, no me fío un pelo de dejaros solos en mi casa — sentencié. 

Y entonces Eris intervino. 

— Pero, ¿por qué? ¿Qué crees que vamos a hacer si puede saberse? — replicó, poniendo un puchero. 

Suspiré, y ni siquiera me digné a mirarla. Aún no le había perdonado lo de esta mañana.

— Eris, no me gustaría volver a casa y descubrir que has condenado a una eternidad de sufrimiento al cartero, a los vecinos, o a un repartidor de comida rápida. No quiero tener esa carga sobre mi conciencia. Vendrás aquí, conmigo, y te pienso vigilar muy de cerca — me limité a responderle. 

— Coincido en tu planteamiento Félix — dijo Cronos — Eris es la esencia de la Discordia. Es impredecible y muy peligrosa para la humanidad. Ha provocado guerras, masacres, y devastación. Lo lleva haciendo desde la era mitológica, de hecho. Mas, ¿y yo?

En esta ocasión sí que me giré hacia él, para mirarlo a los ojos mientras le respondía. Sin embargo, tan pronto como nuestras miradas se conectaron, el titán bajó la cabeza, ligeramente sonrojado. Supuse que aún no había olvidado las palabras que Eris me había obligado a pronunciar. Debía aclarar ese asunto cuanto antes. 

— Querido Cronos — respondió Eris por mí — Serás el titán del tiempo y lo que tú quieras, pero sabes tan poco sobre los mortales y su mundo como yo. ¿Tengo que recordarte que esta mañana se te ha quedado cara de estúpido mientras intentabas averiguar cómo funcionaba la tostadora?

— No es culpa mía que los humanos sean tan ingeniosos — se defendió. 

Sin embargo, hice que ambos se callaran al instante, pues Torres acababa de llegar. 

Era un hombre anciano, con innumerables arrugas que le surcaban el rostro, y ojos azules como el mar que parecían haber visto siglos de historia. Afectuoso de trato, siempre estaba dispuesto a consolar a un alumno al que le hubiera salido mal un examen, y a veces hacía la vista gorda si llegábamos un poco tarde. Estaba seguro de que si hubiera buscado la palabra encantador en el diccionario, habría aparecido una foto de este hombre junto a la definición. 

Además, estaba hecho todo un casamentero. 

Junto al pequeño mostrador que constituía su puesto de trabajo tenía un tablero de corcho donde pendían decenas de fotografías de parejas de alumnos que había creado durante toda su carrera profesional, de más de treinta años. Muchas de esas parejas estaban casadas y con hijos, y de hecho, no era raro encontrárselos hablando con el viejo Torres, o incluso celebrando su aniversario con él. Era una estampa muy tierna, a decir verdad. 

En cuanto aquel hombre me vio, esbozó una sonrisa cargada de humildad y honestidad. 

— ¡Pero si está aquí el travieso Félix Durand! — exclamó, mientras se levantaba para darme un abrazo, que recibí con ganas — Y veo que tienes compañía...

— Estos son... mis primos — inventé, dejándome llevar por la alegría del momento — Llegaron ayer a la ciudad, y les ayudé a instalarse, por eso no pude pasarme al día de apertura. 

El hombre no pareció dudar de mis palabras, pues recibió a Cronos con un gran abrazo, y besó la mano de Eris. 

— Para mí es un placer conoceros a los dos. Siempre me encanta recibir a los alumnos nuevos — comentó, alegremente. 

— Una cosa más — empecé, cauteloso. 

— Dime Félix — me respondió, sin perder por un instante su alegre expresión.

— Mis primos desean inscribirse en el instituto para este último curso. Se quedarán una temporada aquí conmigo. 

— Perfecto. Solo tenéis que pasaros por secretaría y aportar el papeleo necesario — nos informó. 

Sin embargo, esa última frase me dejó confuso.

— ¿Papeleo? — pregunté, sin saber muy bien a qué se refería. 

Torres le quitó importancia con un gesto de la mano. 

— Ya sabes. Sus documentos de identidad, sus expedientes del anterior instituto, certificados de nacimiento y libro de familia. Nada fuera de lo normal — comentó, con tono despreocupado. 

Tras despedirnos cortesmente de él, tomamos las escaleras hacia la planta baja, donde se ubicaba el área administrativa del centro. 

— ¿Y bien experto mortal? ¿Qué hacemos ahora? — me preguntó irónicamente Eris. 

— No lo tengo del todo claro... — admití. 

Lo cierto es que no había esperado que nos solicitaran tantos documentos. Inocente de mí, creía que con mi palabra bastaría para obtener una matriculación en la escuela. Había pasado tanto tiempo con aquellos dioses que empezaba a olvidar cómo funcionaba el mundo mortal ¿Qué haríamos ahora? 

Contra todo pronóstico, una idea se empezó a formar en mi mente. 

— Eris. Tú eres la diosa del engaño, ¿cierto?

Ella asintió con la cabeza, sin entender el porqué de mi pregunta. 

— Entonces, ¿no podrías falsificar todos esos documentos para garantizar vuestra entrada sin problemas? — sugerí. 

Antes de que ella pudiera responder, Cronos nos interrumpió. 

— Félix, no es una buena idea — me advirtió. 

Pero yo, ajeno a las consecuencias que traería mi "fantástica" idea, lo ignoré. 

— ¿Y bien? — insistí. 

Eris esbozó una sonrisa maliciosa. 

— Por supuesto que puedo hacer eso querido Durand — afirmó, con un tono tan dulce como falso. — Pero habrá un precio a pagar. ¿Estás dispuesto a seguir adelante?

Asentí con la cabeza, dispuesto a todo para finalmente poder tener un poco de paz y sosiego entre tanto problema. Menudo error cometí. 

— Perfecto pues. Lo resolveré ya mismo — dijo la diosa, con un tono resuelto, mientras extraía la Manzana Dorada de su bolso y se daba la vuelta, deshaciendo el camino andado hasta el vestíbulo. 

Intrigado, decidí seguirla, con Cronos pisándome los talones. Cuando llegamos, Eris estaba a unos metros del mostrador de la portería. 

— Señor Torres — llamó Eris, con un tono de voz cándido e inocente. 

Él se volvió hacia ella, armado con su mejor sonrisa. 

— ¿Cómo puedo ayudarte querida Eris? — le preguntó. 

Y ahí es cuando supe que me había equivocado.

— ¿Le gusta mi manzana? — preguntó, mientras le mostraba aquella maldita fruta, blandiéndola frente a su rostro. 

Antes de que Torres pudiera responder, la Manzana Dorada comenzó a resplandecer fuertemente, creando ondas de luz dorada que se propagaron a través del vestíbulo. Un silencio ominoso flotaba en el aire, y el miedo se apoderó de mí. ¿Qué pretendía la diosa?

Conforme pasaban los segundos, el brillo solo fue aumentando, hasta que dio la impresión de que Eris sostenía un sol en miniatura en su mano. Tuve que cubrirme los ojos con el dorso de la mano ante semejante espectáculo. Aquello no era normal... No podía ser. 

La mirada de Torres estaba perdida dentro de la fruta, sus ojos completamente cubiertos por la aureola de luz. Su alma, una presencia amable repleta de tonos verdes que se armonizaban con la misma naturaleza, estaba desapareciendo de su cuerpo, siendo drenada por el poder de la Manzana Dorada. Eris estaba condenándolo, como ya había intentado hacer conmigo. No podía permitirlo. 

— ¡Torres! — exclamé, intentando correr hacia Eris. 

Sin embargo, Cronos me lo impidió, plantando su antebrazo frente a mi pecho mientras negaba con la cabeza. 

— Pero, si no lo salvamos ahora, será torturado por la eternidad — protesté. La mera impresión de ver a aquel amable hombre, que tanto bien había traído al mundo, sufriendo por siempre, me daba náuseas.  

— Si intervinieras ahora, solo te pondrías en riesgo. Tu alma, junto a la del conserje, desaparecerían dentro de la Manzana Dorada. Y mucho me temo que no tendría fuerzas para liberaros a los dos. Lo siento Félix, pero este era su destino — proclamó el titán, mientras contemplaba la escena, entristecido. 

Pero yo no estaba dispuesto a darme por vencido. No todavía. 

— Eris, ¡detén esta locura! — le ordené, dejándome llevar por la desesperación. 

— ¿No eras tú el que quería solucionar este problema? ¡Acepta las consecuencias de tus decisiones Durand! — se limitó a responder. 

Y en un instante, todo terminó. Eris arrojó la manzana, y esta, como un proyectil dorado, atravesó el pecho de Torres limpiamente para luego volver a la mano de su dueña. 

Horrorizado, solo pude contemplar como el cadáver del portero, completamente pálido, se desplomaba de espaldas. Su sonrisa aún seguía clavada en su rostro, como si se resistiera a abandonar su alegre actitud pese a su muerte. Sin embargo, esa mueca ya no volvería a reconfortar a nadie más. No volvería a unir los corazones de las personas. 

Cronos pasó su brazo por mis hombros, atrayéndome hacia él, intentando reconfortarme. Pero lo único que sentía era un intenso frío que abrasaba mi alma. Era la culpa, punzante y estremecedora. 

Torres había muerto por mi culpa. Yo lo había asesinado. 

— Bueno, pues esto ya está — afirmó Eris, tranquilamente, mientras pasaba a nuestro lado sin siquiera mirarnos dos veces — Ahora usaré la energía vital y del alma de este conserje para falsificar nuestras identidades. Es lo que querías, ¿verdad Félix? — me pinchó. 

No obstante, seguía en shock. Ni siquiera se me ocurría una respuesta contundente para rebatir sus acusaciones. 

— Voy a implantar recuerdos falsos en los funcionarios de la administración. Vosotros deshaceos del cuerpo, ¿OK? — proclamó la diosa, y sin esperar nuestra confirmación, desapareció escaleras arriba. 

El cuerpo del conserje estaba tirado tras su mostrador. El instituto estaba lleno de gente, y en cualquier momento alguien aparecería. ¿Qué íbamos a hacer ahora?

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