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Capítulo 8: La Gran Revelación II

21:33 P.M, día 7 de septiembre, año 2023

Félix:

Al percatarme del destino que me aguardaba, traté de hacer un último esfuerzo por liberarme. Me debatí en medio de aquella luz interminable, ese horizonte sin fin en el que solo despuntaban los apagados resplandores de sus cautivos. 

Pero al final, todo fue en vano. 

Aquellas cadenas doradas que aprisionaban al resto de almas se ciñeron a mi alrededor, cortándome la respiración. De pronto, ya no estaba en todas partes, sino concentrado en un solo punto, como atrapado en un cofre de cristal. 

Los párpados empezaron a pesarme (supongo que todo esto era cosa de mi mente, porque lo que son ojos pues ya no tenía) y, por más paradójico que pueda parecer, el radiante brillo se fue difuminando poco a poco. 

Justo entonces las palabras de Eris acudieron a mi mente. 

Si lo que había dicho era cierto... No, no podía ser. De ser verdad, me esperaba un destino mucho peor que la muerte misma. Una tortura eterna de la que jamás podría evadirme, que nunca llegaría a recordar. Un bucle en el que me retorcería por la eternidad. Mientras tanto, quién sabe lo que pasaría con mi cuerpo. 

Prefería no pensar en las utilidades que la deidad podría darle. 

Todo mi entorno comenzó a disolverse en pequeñas partículas, como si se deshiciera, para luego volver a agruparse de forma diferente. Lloré en silencio, conteniendo los sollozos. Llegados a este punto, ya no me importaba lo que Eris pudiera hacer conmigo... Incluso habría sido capaz de satisfacer todos sus caprichos con gusto. 

Pero no quería volver a aquel sótano. 

Había sido la etapa más oscura de mi vida. Y saber que tendría que revivirla para siempre me rompía el alma. ¿Cómo podía ser tan cruel una diosa? ¿Por qué me hacía esto, si yo la había salvado a ella mientras viajábamos hacia esta época? Sin lugar a dudas era la viva encarnación del odio. 

A fin de cuentas, supongo que hay ciertas cosas que no tienen explicación. La crueldad puede llegar a ser un instinto para muchos seres, y al parecer también para los dioses. 

Casi podía escuchar la voz de Primitivo, insultándome. Ya podía sentir el el gélido líquido en torno a mi cuello, mientras él trataba de ahogarme en una pila de agua bendita. El tacto de su sello de metal rompiéndome la nariz. La sangre que cubría cada centímetro de aquel cuchitril. Mis muñecas sujetas por cadenas a aquella fría pared. 

Y de pronto, apareció un destello. 

En un principio, no le di importancia, pues pensé que se trataba de aquel infernal resplandor de la Manzana Dorada. Mas pronto noté cómo el entorno a mi alrededor comenzaba a cambiar, a transformarse de nuevo. 

Al alzar la mirada, pude verlo. 

Era la imagen espectral de un reloj de agujas, suspendida en el mismo aire. Las manecillas iban en reversa, haciendo que todo a mi alrededor... Se invirtiera. La profunda oscuridad que precedería a revivir mis peores recuerdos se disipó, devolviéndome al vacío dorado de Eris. 

No solo eso, sino que las cadenas también se desvanecieron en el aire. Con un chasquido, mi esencia comenzó a alejarse de aquella espantosa prisión. A cada segundo, iba tomando mayor distancia hasta que pude dejar de ver las almas capturadas por la diosa de la Discordia. 

El reloj no parecía detenerse, y de hecho, no lo hizo hasta que el resplandor de la fruta sagrada remitió por completo, revelando de nuevo los contornos de mi salón. 

Por mi parte, gracias a aquella milagrosa intervención, mi mente dejó de ser una nube flotante para de nuevo estar contenida en mi cuerpo. No pude evitar suspirar de alivio cuando volví a sentir el familiar peso de los brazos y piernas en su lugar. 

¿Qué había sido todo aquello? ¿Acaso un sueño, una ilusión inducida por Eris? Sin embargo, aquella sensación de opresión, el terror... No, tenía claro que la experiencia había sido completamente real. 

Entonces, ¿quién me había salvado?

La respuesta se presentó en forma de un titán alto y apuesto, de pelo cano, que me sostuvo entre sus brazos instantes antes de que cayera al suelo. Acomodó la palma de su mano derecha tras mi cabeza, alzándola ligeramente. Veía algo borroso, pero pude distinguir el impacto de su mirada sobre la mía. 

Para mi sorpresa, parecía cargada de una preocupación sincera. 

Se inclinó hacia mí y nuestros labios se rozaron por unos breves instantes, haciendo que un escalofrío me recorriera todo el cuerpo. 

— ¿Estás bien? — susurró, con voz grave. 

Por un instante fuimos solo él y yo, en un momento que se me antojó mágico. Ni siquiera se me pasó la cabeza que Eris pudiera estar manipulándome de nuevo. Sin más, supe que no era eso lo que estaba sucediendo. Aquello era real. 

Hasta que la diosa se cargó nuestro momento. 

— ¡Cronos! — exclamó, indignada, como una niña a la que le han arrebatado su juguete preferido —. ¿Se puede saber qué estás haciendo? ¡Estaba a punto de someterlo! ¡Habría sido nuestro esclavo por toda la eternidad!

El titán me depositó tiernamente en una silla junto a la suya, y se volvió hacia su compañera, enfurecido. Pese a estar pálido y asaltado por un ligero temblor, transmitía el aplomo del Tiempo mismo. 

 — Eris, eso ha estado fuera de lugar — le reprochó, su voz bañada en una mezcla de serenidad con un matiz rabioso —. Tu actitud es inaceptable. ¿Tengo acaso que recordarte que este mortal te salvó la vida en los Confines del Tiempo? De no haber sido por él, la oscuridad de Nix te habría consumido y destrozado al igual que al resto de Olímpicos.

Eris se revolvió, de pronto incómoda en su asiento. Su fachada de bravuconería y arrogancia parecía haberse desvanecido de un momento a otro. 

— Yo no pedí su ayuda. Lo tenía todo bajo control — trató de defenderse, cruzándose de brazos.

Sin embargo, ¿quién dijo que Cronos se lo fuera a permitir?

— No podrían importarme menos tus palabras — proclamó, causando que me ruborizara un poquito —. De ahora en adelante, Félix nos ayudará a detener el apocalipsis, no como un lacayo, sino como nuestro igual. ¿Queda claro, diosa de la Discordia? — le preguntó Cronos, aunque sin lugar a dudas no parecía que Eris tuviera mucho margen de maniobra. 

Al fin fue sensata, pues optó por guardar silencio. 

Por mi parte, tras unos instantes, el mareo y la debilidad que me envolvían cesaron. Sin embargo, la confusión por lo que acababa de suceder no terminaba por disiparse. No me refería al hecho de que mi alma casi termina atrapada y torturada por toda la eternidad en un limbo sin fin. 

Sino a que Cronos me había salvado. 

Y lejos de acabar ahí la cosa, lo hizo con tal cercanía y afecto, que había logrado despertar algo en mí. Una serie de emociones que me abstendré de nombrar y que solo Carlos había sido capaz de remover. ¿Qué me estaba pasando?

Sin embargo, mis reflexiones se vieron cortadas por las palabras de aquel arrogante a la par que encantador titán. 

— Muy bien. Solucionado este pequeño problema, es hora de que nos pongamos en marcha — comenzó, refiriéndose al apocalipsis que acabábamos de vivir en nuestras propias carnes —. Con toda seguridad os estaréis preguntando por qué hemos retrocedido justo a este tiempo específico. 

Eris intervino, impidiéndome hablar. 

— Pues sí, la verdad. ¿Qué hacemos aquí? Deberíamos haber vuelto a la Era Mitológica y quemado vivo a Tártaro. Por algo eres el dios del Tiempo... 

— Titán del Tiempo — la corrigió —. Y no, venir aquí era la decisión más prudente. 

La diosa alzó una ceja en gesto interrogante.

— ¿Para nosotros o para ti? — inquirió, con una ligera prepotencia —. ¿O es que al titán del Tiempo le asusta admitir lo débil que está?

Cronos enrojeció por la rabia, y se dedicó a fulminar a su compañera con la mirada a modo de respuesta. 

— ¿Vas a dejarme hablar?

Ante la sonrisa burlona de Eris, el joven acabó tomando la palabra de nuevo.

— Hace aproximadamente cuatro días mortales, el dios Tártaro y Nix tomaron el inframundo, y consumaron la ejecución pública de mi hijo Hades — reveló Cronos, sus últimas palabras cargadas con cierto dolor paternal.

La diosa, por el contrario, pareció entusiasmarse, su silencio olvidado, y se giró hacia mí. 

— Fue un momento espectacular. Yo lo vi a través de un alma que atrapé y tengo que admitir que me encantó. Robespierre estuvo al mando, y la guillotina que usaron era preciosa, toda hecha de huesos humanos... Tendrías que haberlo visto — me contó, emocionada, como si se hubiera olvidado de que me había intentado matar hacía dos minutos. 

Aquella diosa era de lo que no hay. 

El titán carraspeó, tratando de recobrar el control de la situación. Sus ojos chispeaban de ira, lo cual era bastante normal teniendo en cuenta que Eris se acababa de reír de la muerte de su hijo en su cara. 

— Volviendo al tema — repuso —. Ese hecho marcó un giró crucial en el conflicto. Fue una declaración de guerra en toda regla. Tártaro y Nix se trasladaron al Infierno y establecieron su base en el Octavo Círculo. Si lo hubiéramos sabido antes, habríamos organizado un ataque directo en su contra...

Finalmente, reuní valor para intervenir en la conversación. 

— Pero ahora ya estás enterado de sus planes, ¿no, Cronos? No podríais, no sé, reunir a los dioses Olímpicos, y atacarlos ahora — sugerí. 

Pero el titán negó con la cabeza. 

— Tras el ataque sorpresa de Tártaro, todo el panteón Olímpico fue asesinado, y sus almas quedaron selladas en el mismo Olimpo. Mucho me temo que, aunque hayamos retrocedido en el tiempo, esa situación no ha cambiado. 

Sus palabras me dejaron más confuso que antes. ¿Acaso al viajar en el tiempo no quedan anuladas las consecuencias de una acción futura? Era la regla fundamental de todas las películas de viajes temporales. 

No obstante, Eris se encargó de explicármelo. 

— El Olimpo, al contrario que la Tierra, el inframundo, o el Averno en sí, no se rige por el tiempo. Es decir, el Olimpo es el que es. Siempre. Si ahora fuéramos allí, seguiría en el mismo estado en que lo dejamos al huir, y lo que es peor, volveríamos al presente que dejamos atrás al regresar a la Tierra.

Otra duda se encendió en mi mente. 

— ¿Y Tártaro y Nix? ¿El viaje en el tiempo les afectó a ellos también? 

Cronos se revolvió su cabello plateado, dudando por primera vez desde que nuestra conversación sobre la guerra había comenzado. 

— Teóricamente — habló, usando un tono que transmitía más incertidumbre que certeza —, Nix y Tártaro estaban en la Tierra cuando viajamos. Así que, además de revertir el apocalipsis y hacer que sus ejércitos retrocedieran hasta el Meikai, ellos deberían haber perdido la memoria. Sin embargo, son dioses muy fuertes, así que hay una pequeña probabilidad de que recuerden todo lo sucedido — sentenció, sumiéndonos en un silencio incómodo. 

Y no era para menos. 

¿Qué sentido tendría todo aquel viaje, si nuestros enemigos recordaban lo ocurrido? Cierto era que habríamos logrado aguarles los planes, al menos por una temporada. Sin embargo, serían conscientes de nuestra presencia en la Tierra, y lo que es peor: trazarían una nueva estrategia. 

Nos sería imposible anticiparnos a sus movimientos, lo que conllevaría nuestra inevitable derrota. Además, si los dioses más poderosos estaban sellados, ¿cómo podríamos vencer a los responsables de la destrucción de la humanidad?

A juzgar por sus rostros, Eris y Cronos parecían pensar lo mismo que yo. 

Serían dioses, pero en este instante parecían cachorritos indefensos. Estoy casi seguro de que, en aquel momento, vi a la diosa de la Discordia enjugarse una lágrima fugaz. Lo cierto es que la situación era la que era. Y si esto continuaba así, acabaríamos desmoralizados, incapaces de hacer nada. No podía permitirlo. 

Fue entonces cuando me vinieron a la mente las palabras de mi padre. 

— Chicos — hablé, captando la atención de ambas deidades —. Sé que nos hemos conocido hace poco, y no precisamente en las mejores circunstancias. Tendremos nuestras diferencias — continué, mirando de reojo a Eris, que no se dio por aludida —, pero también un propósito común. Pase lo que pase, el mundo todavía existe, aún hay esperanza. 

Cronos me interrumpió. 

— Pero solo somos nosotros tres contra ellos. Mis poderes están sellados casi por completo, y Eris también se encuentra muy limitada, aunque no lo parezca. ¿Qué posibilidades tenemos, Félix? — me interrogó, su tono cargado de desesperación. 

Había algo en el fondo de sus ojos, una emoción que no alcanzaba a descifrar, que me provocó un pequeño escalofrío. 

Le respondí sonriendo, aunque en el fondo querría haberme puesto a llorar. 

— Tenemos vida, Cronos. Los tres estamos vivos y mientras nos quede el más mínimo aliento, aún habrá esperanza. Sé que lo lograremos, pero solo si creemos que podemos hacerlo.  Porque aquellos que renuncian a la idea de salir victoriosos sin antes luchar siquiera, ya han perdido la batalla — pronuncié, aparentando toda la seguridad que pude. 

Lo que acababa de decir, fue la última frase de mi padre. Las últimas palabras que escaparon de sus maltrechos labios antes de morir calcinado en el incendio. Su voz ronca las susurró con asperezas, deseándome suerte para una vida que no estaba preparado para afrontar. 

A pesar de mi corta edad, recordaba el momento con claridad. 

La casa estaba hundida. El piso superior se había derrumbado, y las llamas estaban por todas partes. El humo hacía que me escociera la garganta y me lloraran los ojos. Con apenas seis años, caminé de un lado a otro, sujetando con fuerza mi conejo de peluche, mientras llamaba a gritos a mi padre y abuela. 

Estaba solo y tenía mucho miedo. Empezaba a marearme, y tenía la sensación de que no podría mantenerme en pie mucho más tiempo. El suelo de madera crujía a cada paso que daba, las siluetas de las puertas desdibujadas por el velo que se cernía sobre el que hasta ahora había sido mi hogar. 

Fue entonces cuando llegué a la habitación de mis abuelos, de Carmen y Primitivo. 

Ella estaba plácidamente sentada en su mecedora. Su barbilla reposaba inmóvil contra su pecho, y sus agujas de punto estaban tiradas en el suelo, junto con la bufanda que me había estado tejiendo. 

— ¡Abuela! — lloriqueé desesperado, corriendo a subirme a su regazo. 

Sin embargo, su cuerpo estaba frío y ni siquiera respiraba. Intenté abrirle los ojos, despertarla, sin éxito. El informe forense demostró más adelante que había muerto hacía cosa de cinco minutos, mientras dormía. Si tan solo hubiera podido llegar antes...

Fue entonces cuando la voz de mi padre me distrajo. Provenía de la cocina. 

Al llegar, vi una imagen que jamás se borrará de mi mente: papá aplastado bajo las vigas de madera del techo, la mitad de su cara quemada. Nada más verlo solo pude echarme a llorar, impotente, mientras caía de rodillas al suelo y tomaba su mano.

Poco después, él pronunció aquellas palabras, y murió en medio de un gran dolor. Yo también debí haber muerto aquel día, mas aquel demonio de Primitivo entró a salvarme. Me sacó de un infierno, para meterme de cabeza en otro diferente. 

Si alguna vez había guardado algo de gratitud hacia él por haberme salvado la vida en esa ocasión, ese sentimiento había muerto con mi anterior yo en aquel sótano mugriento. 

Solo tenía una cosa clara, y es que, pasara lo que pasara, lucharía hasta el final. Aunque tuviera miedo, no iba a dejar que mi alma gemela, ni la humanidad misma se sumiera en la oscuridad. 

Vencería, tal y como se lo prometí a papá. 

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