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Capítulo 70: Romance, Pesadilla y Diablo

11:27 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.

Remiel:

El mundo se me cayó a pedazos en cuanto vi a mi hermano entrar en la celda.

Contemplaba impertérrito la escena, con esa expresión de frialdad tan suya grabada en el rostro. La negra túnica que portaba iba a juego con la oscuridad de sus opacos ojos, desprovistos de cualquier emoción. 

— ¿Y bien, Remiel? — inquirió, ladeando la cabeza con impaciencia —. Estoy esperando una explicación...

No supe qué decir. 

¿Cómo podría explicarle a mi hermano, el calculador obsesivo, que me había visto obligado a traer a mi novia a nuestra base, y que mientras tanto nuestro preso de mayor importancia había aprovechado para fugarse? 

Se suponía que yo debía estar vigilando... Y de nuevo había vuelto a fallar. Ese dios insolente y travieso se había aprovechado de mí de la peor manera posible, haciéndome quedar como lo que era: un inútil. 

— ¡Maldita sea, di algo! — me ordenó Azazel, la sombra que recubría su iris reemplazada por una furia helada. 

Por un instante, me asaltó una punzada de nostalgia.

¿Dónde quedaron aquellos días, cuando todos morábamos en el Noveno Cielo? Aquellos malnacidos de la Corte Celestial nos atormentaban con sus órdenes y caprichos, mas éramos felices. Pude pasar mi infancia en compañía del resto de mis hermanos, creciendo entre verdes prados poblados de flores. 

¿En qué momento acabamos así?

— Remiel, querido hermano — ronroneó el alado, su pálida piel oscureciéndose por momentos: Kesabel se estaba manifestando. De hecho, cuando habló, pude distinguir un eco de su voz distorsionada —. ¿Por qué permitiste a Fobétor escapar? Sabes muy bien que el siguiente paso de mi plan depende de él...

Al fin, me armé de valor para articular dos palabras seguidas.

— Yo no quería... — comencé, tratando de elucubrar alguna excusa convincente. 

Mirando el lado positivo, al menos pronuncié tres vocablos. Todo un récord. 

La mala noticia es que el segundo seguidor del Amo Lucifer perdió el control del cuerpo de Azazel. Y en su lugar, lo reemplazó una compañía mucho menos agradable... En cuestión de segundos la piel de mi hermano se tornó rojiza, sus ojos convertidos en dos ardientes discos solares. 

Shamsiel, el Sol del Demiurgo, acababa de llegar.

Y si algo caracterizaba al antiguo Guardián del Edén, era su insólita propensión a la violencia. De hecho, no tardé mucho en comprobarlo de nuevo. 

— ¡Inútil! — bramó, derribándome de una sola bofetada —. ¡Solo tenías una misión! ¡UNA! Y fallaste... ¿Por qué? ¡Por traer a tu sucia meretriz! — escupió, señalando a Alecto de forma despectiva. La miraba con asco.

Yo me quedé ahí, tirado e inmóvil. Sin saber qué responder, o cómo actuar. 

Por experiencia, cuando Azazel entraba en uno de sus puntos de ruptura, lo más conveniente era alejarse lo máximo posible. Su conciencia se fusionaba con la de uno de nuestros hermanos, los que no pudieron soportar la Caída del Cielo de la Luna y acabaron por perder su forma física.

El Nigromante, negándose a desperdiciar el potencial de aquellos seres de sombras caídos, optó por invocar sus espíritus... Y albergarlos en su propio cuerpo. También sus poderes se entremezclaban, haciendo del alado uno de los seres más poderosos de toda la Creación. 

Sin embargo, la Moral no se quedó callada. 

Dio un paso adelante, alzando la barbilla, apretando los puños a ambos lados del costado. Cuando habló, su voz quedó impregnada de una autoridad que pretendía ser suave y atenuada, lo suficiente como para razonar con él. 

No obstante, su actitud combativa la delataba.

— Escúchame, Caído. No te permito que hables así de mi novio, ni mucho menos de mí — proclamó, sin ceder lo más mínimo al contemplar la macabra sonrisa de Azazel —. Te recomiendo que te des media vuelta, y te marches por donde has venido.

La genuina risotada de Shamsiel me sobresaltó. Él no acostumbraba a manifestar muestra alguna de humor o alegría. Un presagio funesto tomó forma al fondo de mi mente. 

¿Sería posible que...?

— ¿O qué harás, pequeña diosa? ¿Tratarás de herirme con tus juguetitos infantiles? — insinuó el alado, acortando la distancia con la Moral. 

Esta, en un principio, permaneció inamovible. El tenue halo luminoso que su piel irradiaba se recortaba contra la imponente silueta de Azazel. El aire en la celda se tornó opresivo, los colores palideciendo ante el avance de aquel ser.

Pero algo cambió de un momento a otro. 

La mirada de Alecto quedó transfigurada en una de puro horror, su compostura perdida al tiempo que retrocedía hasta chocar con la pared. Frente a mis atónitos ojos, las peores sospechas que albergaba se vieron confirmadas. 

La complexión delgaducha de mi hermano menor empezó a transformarse. Sus hombros se ensancharon, al tiempo que su altura se elevaba varios centímetros, y su musculatura hacía acto de aparición. 

Antes de volverse, supe que los rasgos faciales que creía conocer también habían sido pasto de aquel cambio. Ahora, una corona dorada se cerraba en torno a su frente, una indómita mata de cabello castaño sustituyendo el pulcro y negro cabello del Nigromante. 

— Ha pasado mucho tiempo, Remiel — me saludó Zaqiel, palpando los contornos de su nuevo cuerpo con avidez. Su voz sonaba desdoblada, señal de que Shamsiel seguía fusionado con él. Tres ángeles en uno —. Demasiado, para mi gusto. Aunque veo que la espera ha merecido la pena... Hacía tanto que no veía a una mujer tan hermosa.

La sonrisa, en apariencia sincera, del que otrora fuera la viva manifestación de la Pureza del Demiurgo, contrastaba con su sucia mirada, cargada de lujuria. Y dirigida hacia Alecto. 

Una chispa de ira palpitó en mi interior.

— ¿Qué pasa, hermanito? ¿No te gusta compartir? — preguntó, torciendo el gesto.

Fobétor nos observaba a los tres de hito en hito, seguramente sin tener idea alguna de lo que estaba sucediendo. 

Fruncí los labios, tratando de no dejarme llevar por la furia.

— Déjala fuera de esto... Azazel quería castigarme a mí.

— ¡Pero ese aguafiestas ya no está aquí, Trueno! — me recordó, dando un par de palmaditas en el aire —. He llegado en su lugar... Y quiero divertirme.

La Moral estalló.

Adoptó una postura combativa, un ligero rubor ascendiendo a sus mejillas. Me dirigió una larga y penetrante mirada con sus ojos dorados, al tiempo que desplegaba aquellos mosaicos de color a los que llamaba alas. 

Al verla así, no pude evitar sonrojarme. Era esa actitud luchadora e incansable la que me había hecho enamorarme de ella, ese empeño idealista y crudo de sacar lo mejor de las personas, aunque le costara la vida. 

El corazón se me aceleró, justo cuando ella movió los labios, articulando un silencioso te quiero

— ¿¡Por qué no vas a divertirte con...!? — lo increpó, reuniendo todas sus fuerzas, tratando de asestarle un puñetazo. 

No pudo. 

Zaqiel detuvo su brazo en el aire, y recorrió su oscura piel con las yemas de los dedos. Luego, la hizo girar abruptamente, situándose justo tras ella. Su mirada puesta en el grácil cuello de mi amada. 

— ¡Detente, hermano! — exclamé, logrando captar su atención por dos escasos segundos —. Yo la amo...

Mas no le importó en lo absoluto. De hecho, fue su negativa la que me acabó por hacer polvo el corazón. 

— Pues tendrás que buscarte otra, Remiel... A esta la quiero solo para mí — comentó, relamiéndose los labios. 

Traté de abalanzarme sobre él, materializando a Astraphel del vacío. 

Supe que era tarde cuando fui testigo de cómo en sus labios aleteaba un resplandor verdoso, llamas similares a las de Tisífone, aunque con un objetivo muy diferente: hacer sucumbir a quien fuera a sus deseos y fantasías más oscuras, a menudo impuestas por su agresor.

Los colmillos de Zaqiel se hundieron en la piel de Alecto, haciendo que parte de su icor dorado se derramara sobre el suelo. 

Mi amada se contorsionó, un grito de dolor escapando de sus labios. Un alarido que fue profundizándose hasta convertirse en un sonido gutural, una expresión de su yo reprimido, de la verdad que pugnaba por ocultar. 

Su aura blanquecina se tornó esmeralda, adoptando la forma de un huracán llameante, como si hubiera vuelto a ser víctima de la crueldad de la Venganza. Sus luceros se abrieron como platos, ahora teñidos de un gastado tono amarillento.

La Moral había sucumbido.

— Tu icor es delicioso — murmuró la Pureza, bebiendo de ella sin contemplaciones. Algo de lo más preocupante... Pues ingerir la sangre de sus víctimas lo hacía más poderoso, e incluso reforzaba el control que poseía sobre ellas. 

No era la primera vez que me tocaba verlo.

Antes de que pudiera intervenir, sucedió lo inevitable. Y pese a saber que aquella era una situación forzada, me asaltó una punzada de dolorosos celos.

Alecto dejó que los dientes del Caído se hundieran más y más en su cuello, soltando pequeños gemidos placenteros. Sin poder resistir más la tentación, lo tomó de la barbilla, forzándole a levantar la cabeza.

Sus labios se acabaron uniendo. 

Las acciones de la Primera estaban guiadas por un desenfreno galopante, la necesidad de verse rodeada por los brazos del que ahora era su amo. Zaqiel la correspondió con idéntica ansia, apretándola contra su pecho, soltando un gruñido grave.

— Creo que ya ha llegado la hora de traer a un nuevo Caelideoi al mundo... ¿Dónde están mis aposentos, hermano? — gimió el ángel, dirigiéndome una mirada burlona tras los labios de la Erinia.

Apreté los puños, presa de la rabia y la frustración. Mi hacha sagrada reposaba en mi mano derecha, la fuerza de la tormenta reposando en su interior. Solo esperando a ser desatada. 

Y a este paso, no creí que tardara mucho.

— ¿Qué? No me mires así... Hay más mujeres en el mundo — repuso la Pureza, quitándole importancia a mi corazón roto con un gesto de la mano —. Además, ya lo sabes. Ahora que Alecto ha caído presa de mi poder, me he convertido en su Señor. Solo tendrá ojos para mí... Me amará con locura por el resto de su inmortal existencia. 

Una fría verdad me estalló en la cara. 

La Moral de la que me había enamorado, a la que creía conocer tras estos escasos meses de noviazgo, acababa de desaparecer. Había sido asesinada frente a mis ojos. En el mismo momento en que mi hermano bebió de su icor, su conciencia se había quebrado. El sentir que la gobernaba desapareció sin dejar rastro alguno.

Ya solo quedaba un cascarón vacío. Un cuerpo que Zaqiel usaría para saciar su sed carnal.

— Lo entiendo — musité, sintiéndome impotente al no poder impedir que una lágrima resbalara por mi mejilla.

El alado no respondió de inmediato, pues estaba demasiado ocupado besándola, rasgando la fina tela blanca que recubría su espalda, deslizando sus manos por ella. 

Al despegarse, celebró mi rendición con una sonrisa torcida.

— Perfecto... Veo que sigues siendo el mismo crío manso de siempre. Ahora, Trueno, sé un niño bueno y guíame hasta tu dormitorio. Me encantaría dejar embarazada cuanto antes a la diosa que tanto decías amar — dejó caer, con una carcajada cruel.

Agaché la cabeza, y cumplí sus órdenes, sabiendo que ya no tenía alternativa alguna. Sin embargo, antes de que pudiera dar un solo paso adelante, sentí cómo una mano se cerraba en torno a mi brazo. 

Me giré, para toparme con un Fobétor que me observaba con mezcla de sorpresa, pena y... ¿nostalgia? Sus labios temblaban ligeramente, presa de la pena. Sin articular siquiera una sola palabra, me envolvió en un abrazo que me dejó boquiabierto.

Me aferré al cuerpo del Amo de las Pesadillas como si fuera lo único que me quedara. El último bastión ante la frialdad y crueldad de todos mis hermanos, de su actitud impasible y carente de compasión. 

— No lo hagas — me susurró al oído, negando con la cabeza —. No la dejes marchar así.

Mi llanto se intensificó, acuciado por la impotencia.

— Tampoco es que tenga opción. Ya la he perdido — admití. Y fue aquella certeza la que terminó de romperme por dentro. 

Alecto era lo único bueno que me había sucedido desde... Desde siempre. Quizá fuera lo único decente de toda mi existencia. Me volví a sentir vivo a su lado, algo más que un monstruo retorcido: un ser digno de ser amado.

Ahora se había acabado. De nuevo, por culpa de mis hermanos.

— Yo una vez me rendí con la mujer a la que quise — continuó Fobétor, sus lágrimas derramándose por mi hombro —. Nunca pude perdonármelo... Si no luchas por ella ahora, lo lamentarás por siempre. Debe haber alguna manera de romper ese hechizo. 

Esta vez, me tocó negar a mí. 

— No la hay... Créeme, no es la primera vez que esto sucede. Zaqiel tiene como afición arrebatarme todo aquello que amo. No hay salida. A veces, luchar hasta el final no es suficiente. 

Rompí el abrazo con un suspiro de resignación. 

Al dar la espalda al dios, contuve la desgarradora punzada de dolor que me rasgó el corazón, viendo a Alecto en brazos de la Pureza. Él, lejos siquiera de mirarla, tenía su vista fija en mí. En el sufrimiento que me estaba causando, la pena que me desbordaba. 

Alcé la barbilla, y me limpié las lágrimas de un manotazo. No dejaría que aquel perverso alado se alimentara de mi dolor. Cumpliría mi cometido con dignidad. Luego... Sucumbiría a las sombras en soledad. 

Las últimas palabras del oniro me sobresaltaron. 

— Yo no pienso irme a ninguna parte, Remiel — declaró, logrando captar mi atención de nuevo. Estuve tentado de creer que me engañaba de nuevo, mas el brillo de la sinceridad en sus ojos era indiscutible —. Estaré ahí para ti, siempre. Y tus hermanos jamás podrán cambiar eso. 

Sonreí, al saber que me encontraba ante alguien igual que yo. Alguien que había sufrido mi mismo dolor, que podría entenderme y consolarme. Pero no era suficiente. Nunca lo sería. 

Mi vida no sería la misma sin Alecto. 

— Disfruta de tus últimos minutos de libertad, Fobétor — alardeó Zaqiel, tomando en brazos a la Moral, logrando que mi nuevo amigo se tensara —. Los demás llegarán pronto...

Y acto seguido, atravesó el vidrio de la celda. 

Yo lo seguí, obligándome a encadenar un paso tras otro. Soporté todas y cada una de las pullas que la Pureza me lanzó, todas sus peticiones para que incrementara la velocidad con quien guiaba a ambos. Cuando llegamos me obligó a sujetarle la puerta, a presenciar cómo arrojaba a la Erinia a mi cama. 

— Ya puedes irte, hermanito — me susurró, relamiéndose los labios.

Me fui.

Primero andando, luego corriendo. Dejé que el Laberinto de Satán me engullera, que se alimentara de mí. Me convertí en su víctima, rememorando todos y cada uno de los más dolorosos y traumáticos momentos de mi inmortal existencia. 

Quizá, si reabría las suficientes heridas, podría olvidar el ardiente tajo que me partía el corazón en dos. 

***

11:46 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.

Fobétor:

Tal y como Azazel dijo, mi libertad fue efímera.

Apenas un par de minutos después de que abandonara la celda, mientras yo aún procesaba el dolor que había visto relucir en los ojos de Remiel, llegaron. Gadreel entró en el habitáculo con grandes zancadas, frunciendo el ceño al verme liberado. Segundos después, apareció el malnacido de Semyazza. 

Con varias marcas rojizas surcándole el cuello.

— ¿Es que Remiel no puede hacer nada bien? — suspiró el Caído de pelo cobrizo, bostezando con sonoro aburrimiento.

— Yo me encargo — gruñó el líder de los Grigori. 

Sin perder un segundo, expandió sus negras alas, abalanzándose sobre mí sin contemplaciones. Me atrapó con sus ojos violetas, logrando que mis músculos se tornaran de piedra, interrumpiendo todas y cada una de mis conexiones neuronales. 

A efectos prácticos, me convertí en un muñeco de carne divina.

No obstante, pese a mi inmovilidad, procuré revolverme lo máximo posible de la que el alado me recolocaba las cadenas. De hecho, puedo afirmar con orgullo que le metí un buen mordisco en la mejilla. 

Aunque claro, el Ángel del Recuerdo logró volver ese pequeño logro en mi contra. 

— Muerdes bien... Pero no tanto como Eris — me susurró, señalándose el cuello —. Ella es mucho más apasionada que tú, en todos los sentidos.  

La furia (y celos, aunque suena mejor decir furia), prendieron en mi interior, dándome la fuerza que necesitaba para evadirme del control mental del ángel. Así que, tal y como hice con su hermano días antes, le propiné un buen cabezazo que, con suerte, le rompió la nariz.

— ¡Malnacido! — estalló Semyazza. 

Se le veía visiblemente apenado por haberme cargado su rostro perfecto. De la que se recolocaba el tabique nasal desviado, me dirigió una mirada asesina. Y unas palabras imbuidas en puro veneno que solo acrecentaron mi ira. 

— ¿Sabes, Fobétor? — canturreó, de nuevo fijando sus ojos en mí —. Eris se quedó conmigo. 

Se me cortó el aliento. 

— ¿Qué dices? 

— Digo que se rumoreaba que ella nunca se quedaba con sus amantes... Incluso a ti te abandonó en plena noche. En cambio, no pudo resistirse a mí. Despertó a la mañana siguiente, implorando mi atención. ¿Quieres verlo? — susurró, con un deje de pura satisfacción.

Aquel brillo violeta me estaba taladrando la mente. 

De pronto, sin venir a cuento, empezaron a aparecer imágenes. Fogonazos difusos, fragmentos de recuerdos del propio Semyazza, en los que podía verse... A la Discordia y él juntos. En su casa. 

Una vena palpitó con fuerza en mi cuello. 

— Conmigo se quedó dos siglos — repuse, con un hilo de voz, tratando de aparentar un aplomo que no sentía. 

Aquellas imágenes... Era como si todas mis inseguridades hubieran cobrado vida de golpe. Pero me rehusaba a creerlo. Era bien sabido que el Ángel del Recuerdo era un maestro ilusionista. Seguro que estaba tratando de confundirme, romperme de alguna forma, tal y como Zaqiel hizo con Remiel. 

La Eris que yo conocía nunca se quedaría prendada de un Caído. Mucho menos pasaría más de una noche con él. 

— ¡Déjate de juegos infantiles, Semyazza! — tronó Gadreel, de pronto emocionado. Sus ojos brillaban con una alegría macabra —. Ya va a llegar... Arrodíllate. 

La expresión del Caído se demudó. 

Me dejó de lado de inmediato, como si no fuera más que alguien insignificante para él. Aterrizó junto a su hermano, y ambos quedaron mirando a la vidriera, expectantes. En un inicio no entendí por qué lo hacían. Ni a qué se debía esa excitación que ambos estaban demostrando. 

Luego, cuando el panel de cristal se deslizó, abriendo paso a una siniestra comitiva, lo entendí todo. Y creedme cuando os digo, mortales, que preferiría no haberlo hecho. 

Dos siluetas encapuchadas, vestidas de negro de la cabeza a los pies, escoltaban a un joven vestido con una túnica de un blanco inmaculado. La vestidura dejaba al aire sus brazos, y solo le cubría hasta la altura de las rodillas. 

Iba descalzo, sus pies salpicados de arañazos sangrantes, tal como si hubiera recorrido un camino de zarzas. 

Su pálida piel se encontraba bañada en inscripciones de un profundo color negro. Se asemejaban a cicatrices, grietas en el cuerpo de aquel joven, con ramificaciones rojizas que le trepaban hasta el cuello. De la figura emanaba un gran y terrible poder, un aura estremecedora que me puso los pelos de punta. 

Sobre su cabeza rapada portaba una corona de espinas entrelazadas.

Sin embargo, en cuanto le vi el rostro, exhalé un suspiro de alivio. No entendía muy bien qué hacía él aquí... Pero desde luego no suponía una amenaza. Ante mí, solo estaba Félix Durand. Aquel mortal insolente que osó dañar mi alma, y que, junto con Cronos y Eris, logró retroceder al pasado. 

Nadie especial, más allá de su contacto con la divinidad. Un humano como cualquier otro, del montón. 

O eso era lo que yo creía. 

Pues al abrir sus ojos, estos ya no eran verdes. Un vivo e infernal color rojo los dominaba, con pequeñas motas negras retorciéndose en su interior, atrapadas en aquella sádica mirada. El poder que lo envolvía creció vertiginosamente en cuestión de segundos, llenando la sala entera de un resplandor carmesí. 

El terrorífico ser se desasió del contacto con las figuras, y avanzó en mi dirección. Al pasar junto a Semyazza y Gadreel, se limitó a dirigirles una mueca de desprecio, que ambos ángeles no vieron. Estaban demasiado ocupados posando la cabeza sobre el suelo, en total señal de rendición y pleitesía. 

Se detuvo a pocos pasos de mí. 

Cuando me clavó sus ojos, fue como si el mundo se detuviera. Un pánico antinatural se adueñó de mi persona, haciendo que palideciera, y chorretones de frío sudor se derramaran por mi espalda. Me retorcí, debatiéndome contra las cadenas, haciendo lo imposible por escapar de allí. Por alejarme de aquella figura lo máximo posible. 

Al final, entre lágrimas, me acabé rindiendo. Y sí, también sufrí un pequeño escape de esfínteres. En mi defensa, solo me queda decir que estaba aterrorizado. Esas cosas pasan... Sobre todo, si te encuentras ante alguien como Él. 

Cuando Félix vio la acusadora mancha que se extendía por mi pantalón, soltó una carcajada cruel. 

— Eres más patético de lo que este cuerpo recordaba — pronunció, cada palabra cargada de una infinita superioridad y arrogancia. 

Me temblaron los labios, de la que trataba de reunir fuerzas para plantear la pregunta cuya respuesta tanto anhelaba saber. ¿Quién era ese ser?

Sin embargo, sonido alguno escapó de ellos. No podía hablar. Tampoco moverme, y por un breve lapso de tiempo, ni respirar siquiera. Era como si la misma realidad se plegara en torno a aquel individuo, modificando todo a su antojo. 

No obstante, fue generoso. Respondió a mi silencio, como si supiera todas y cada una de las dudas que albergaba en mi ser. 

De la que dos descomunales alas blancas se desplegaban a su espalda. 

— Tengo muchos nombres. Hay quienes me llaman el Señor de las Tinieblas. Otros, prefieren el nombre del Primer Caído. Mis seguidores me ovacionan como el Lucero del Alba. Pero tú, dios insignificante, puedes llamarme Lucifer, el Rey de Reyes. 

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