Capítulo 69: Fuga y Noviazgo
11:13 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.
Fobétor:
Corrí lo más rápido que pude.
Mis maltrechas piernas apenas si podían sostenerme, mas era imperativo que siguiera adelante. El mordisco de Gadreel aún continuaba escociéndome, un pequeño recordatorio de la humillación que me había hecho sufrir.
Una vergüenza lacerante me trepó por el pecho al recordar lo cobarde que había sido... Con tal de evitar que el Caído volviera a atacarme, había revelado todo cuanto sabía de la mujer que amaba.
Sus encantos, traumático pasado familiar, debilidades...
Incluso me vi abocado a hablar de nuestra historia juntos, de la visión de futuro que una vez tuve para ambos. Aún podía recordar las carcajadas de Semyazza, seguidas de aquella maldita frase.
Esas seis palabras endiabladas que me rompieron, un poco más si cabe, el corazón.
— Creo que ya te ha olvidado... Y si no es así, yo mismo me encargaré de que lo haga — me susurró el alado, relamiéndose los labios.
Sin molestarse en disimular el brillo lujurioso de su mirada.
Conocía a Eris. Sabía que había tenido muchos más amantes después de mí... Al contrario que yo. De hecho, su afición por coquetear con jóvenes y apuestos semidioses o mortales solía ser un tema recurrente en las tertulias de los oniros. A Fantaso siempre le encantaba restregármelo por la cara...
A veces, mi hermano pequeño podía llegar a ser insufrible.
No obstante, siempre me había enorgullecido, en cierta forma, de ocupar un lugar especial para ella. Compartimos lecho durante un par de siglos... Nos convertimos en amigos y confidentes. Luego, pese a haberme abandonado, ella volvió a mí, una y otra vez.
Eso tenía que significar algo, ¿verdad?
No obstante... A ver, sé que va a sonar muy mal admitirlo en voz alta, pero... Semyazza era mejor que yo. En todos los aspectos (y hablo en serio... en la Titanomaquia lo vi desnudo una vez). Más alto, fornido, peligroso, atractivo. Con un par de sexis alas negras de propina.
¿Qué pasaría si Eris caía en sus encantos, y me olvidaba?
Él podría convertirse en su nuevo pasatiempo con mucha facilidad. Pero además, al hablar con el ángel, me di cuenta de lo mucho que la deseaba. Él no se conformaría con pasar una noche con la Discordia... Lo querría todo de ella.
Y puedo juraros (aún a riesgo de parecer un tóxico), que si hacía que derramara solo una lágrima, haría de su vida un infierno. No pararía hasta acabar con él, arrastrarlo al Mundo de las Pesadillas, y torturarlo por el resto de la eternidad.
Bueno, dejando de lado el tema de Eris, quizá ya va siendo hora de que os hable de mi pequeño plan de fuga.
Sí, me escapé de mi celda.
Puede parecer una maldita locura (sobre todo teniendo en cuenta que me encontraba en el corazón del mismísimo Laberinto de Satán), pero lo cierto es que había sido mucho más sencillo de lo que esperaba.
Primero, apareció ese bonachón de Remiel. Estuvimos hablando un rato, un poco de todo: la moda mortal, relaciones amorosas que no salieron del todo bien, las torturas que se habían popularizado en el Infierno...
De pronto, el sonidito de una molesta campanilla se hizo presente en la sala. Casi de inmediato, el alado se puso rojo como un tomate.
— ¿Por qué me habrá llamado ahora? ¿Qué he podido hacer mal? ¿Querrá romper conmigo? — comenzó a farfullar, al tiempo que gesticulaba con un poco de histeria.
Estallé en carcajadas sin poder evitarlo, pese al dolor físico y emocional que me embargaba. Lo que no sé es de qué os extrañáis... ¡Parecía un adolescente en su primera cita!
No paraba de retocarse el pelo y echarse colonia compulsivamente.
— ¿Todo bien? — inquirí, alzando una ceja de forma pícara —. ¿Vas a ver... a alguien especial? — sugerí, deleitándome viendo al ángel convertido en un amasijo nervioso.
El Caído enrojeció todavía más.
— ¿Cómo lo has sabido? — masculló, cabizbajo, como un niño descubierto en plena travesura.
Me esforcé por reprimir un nuevo acceso de risa.
— Podría decirse que tengo un sexto sentido para estas cosas...
Tras un par de segundos de largo silencio, una ligera y soñadora sonrisa revoloteó en los labios del alado. Un par de hoyuelos se le dibujaron en las mejillas, al tiempo que los ojos se le iluminaron con un brillo radiante.
Por un segundo, creí verme a mí mismo, al despertar cada mañana junto a Eris.
— Voy a ver a mi novia — me confesó, alborotándose el pelo por décima vez.
Por todas las Pesadillas... ¿Por qué tenía que ser tan adorable? Manipularlo en semejantes circunstancias incluso me produciría algo de culpa. Pero todo fuera por escapar, y volver a ver a la diosa que amaba.
— ¿Y quién es la afortunada? — inquirí, siguiéndole el juego —. ¿Tengo el placer de conocerla?
Remiel se dejó caer al suelo, sentándose con las piernas cruzadas. Asintió con vehemencia.
— Es tu tía... Alecto — reveló, deslizando las manos tras su cuello.
¿Ese ángel estaba saliendo con una de las Erinias?
Cierto es que nunca había tenido contacto directo con ellas... Mas los rumores y habladurías que las rodeaban me proporcionaban información más que suficiente. Diosas menores dedicadas en cuerpo y alma a atormentar a los mortales.
En fin... Supuse que polos opuestos se atraen.
— ¿Y cómo os conocisteis? — seguí preguntando, ahora un tanto intrigado por aquella poco ortodoxa relación. Era casi un amor prohibido digno de telenovelas mortales.
¿Qué? ¡No me juzguéis! Ese tipo de producciones pueden llegar a ser muy útiles para superar rupturas dolorosas...
— ¡Fue amor a primera vista! — exclamó, lleno de pasión —. Ella estaba en el Infierno, recorriendo el Noveno Círculo... Buscaba el cuerpo de un pecador que en vida traicionó a su familia, para remolcarlo a su Purgatorio. Era un encargo de Megera...
— ¿Qué pasó? — repuse, inclinándome hacia delante.
¡Qué lástima no haber tenido un bol de palomitas a mano!
— ¡Había ido a Antenora! — narró el alado, entre risas nerviosas —. Yo me presenté, aunque admito que balbuceé un poco al verla... Era muy guapa.
Desde luego, no me costaba nada imaginarme la estampa. La confusa Moral, observando a Remiel de arriba a abajo, mientras este le devolvía una mirada embobada.
— Le hice de guía, y de la que excavábamos en el hielo, empezamos a conocernos mejor. Pasamos un muy buen rato juntos... Hacía milenios que no me sentía así con alguien. Cuando se fue, creí que no volvería a verla. Pero, ¿puedes creerlo? ¡Volvió al día siguiente!
Total, que ambos se siguieron viendo cada día, quedando en distintos puntos del Infierno. Al final, Remiel se declaró a Alecto entre tartamudeos, y ambos empezaron una bonita relación. Y no, no es sarcasmo.
Tras finalizar su relato, el ángel acabó entristeciendo.
— Por desgracia, mis hermanos no me respetan. Solo Azazel sabe de nuestra relación, y no para de juzgarme con dureza. Dice que mi actitud es inapropiada, que debería solo centrarme en traer a Lucifer de vuelta a la vida. Ojalá pudiera hablar con ellos de esto... ¿Tú tienes algún consejo para mí? — me preguntó, mirándome con ojos de cachorrito.
Sin poder evitarlo, esbocé una sonrisa torcida y provocadora.
— Si vas a ir a verla... Mejor vete descalzo. Uno nunca sabe lo puede llegar a suceder al ir a ver a su amor en privado.
Ahora sí que el ángel se puso rojo. Un par de gotitas de sudor le resbalaron por la frente, al tiempo que se frotaba nerviosamente las manos.
— ¿T-tú crees q-que ella querrá..? Ya sabes, hacer eso — insinuó, muerto de la vergüenza.
Una nueva carcajada escapó de mis labios. ¿Cómo podía ser este ángel tan tímido? Y pensar que la Corte Celestial lo hizo Caer por su supuesta lujuria...
Aunque claro, todos sabíamos que era mentira. El verdadero motivo era mucho más polémico.
— Tú solo haz lo que te digo, y triunfarás — le aconsejé, fulminándolo con la mirada.
Y de hecho, no paré hasta que el alado se retiró ambas zapatillas, y las dejó tiradas en medio de la celda. Desde luego, sí que parecía un adolescente.
Finalmente, el ángel terminó de alistarse, y dirigiéndome una última mirada cargada de timidez y rubor, chascó los dedos. Al instante, tres pequeñas motas de luz brillaron en el aire, en formación triangular.
El ya familiar sonido de la campanilla llenó el aire, a medida que cada delicada nota musical parecía perforar la realidad misma. El resultado fue una brecha luminosa triangular, un portal de luz radiante que conduciría vete tú a saber dónde.
El nerviosismo de Remiel llegó a su punto álgido, de la que el alado se esforzaba por componer una sonrisa amigable y susurraba algo entre dientes... Por los dioses, ¿se estaba preparando lo que iba a decir?
Bueno, sea como fuere, era mi oportunidad.
— Remiel... Una última cosa antes de que te vayas. Las esposas me aprietan mucho — me quejé, haciendo tintinear mis ligaduras metálicas en el aire —. ¿Podrías aflojármelas un poco?
El tono malicioso de mi voz pasó inadvertido al Caído, que asintió con gesto distraído. Con un chasquido de dedos, las cadenas se ensancharon.
— Un poco más, ¡por favor! — imploré, casi sintiéndome mal por aprovecharme de aquel ingenuo ángel.
Una palmadita, y las esposas se aflojaron tanto que tuve que sostenerme a ellas para no caer al suelo.
Envuelto en murmullos susurrados al aire, Remiel cruzó la abertura, que acto seguido procedió a desintegrarse. Adiós a mi vía de escape rápida.
No obstante, a partir de ahí todo fue muy fácil.
Me zafé de las cadenas que me aprisionaban, soltando un suspiro de alivio al frotarme las adoloridas muñecas. Luego, canalicé mi poder, logrando que una tenue oscuridad me brotara de las yemas de los dedos. Los grilletes de los tobillos se hicieron pedazos en cuestión de segundos.
Aterricé con un golpeteo sordo, contemplando la celda con burla.
Las imponentes vidrieras que actuaban a modo de muros ahora se me antojaban de lo más inofensivas. El techo de la habitación se perdía en la altura, dando una sensación de infinitud al espacio. Con el suelo ocurría prácticamente lo mismo: mis pasos provocaban pequeñas ondas en el aire, como si estuviera flotando.
Ya doblegado el primer problema, llegamos al segundo obstáculo... ¿Dónde demonios estaba la puerta?
Tras una afanosa y exhaustiva búsqueda, encontré la solución. Debo admitir que nunca me gustaron demasiado las manualidades... Eso siempre fue más cosa de Eris. Sin embargo, me las apañé a las mil maravillas para abrir un boquete de cuerpo entero en una de las paredes cristalinas de la celda.
A continuación, procedí a poner pies en polvorosa.
Corrí como alma que lleva el Diablo, internándome cada vez más en los monótonos corredores del Pandemonio. El triunfo y adrenalina que gobernaron mis primeros pasos se acabaron mucho antes de lo que me habría gustado. ¿Cómo describirlo?
El lugar era un maldito laberinto.
Los pasillos cambiaban a cada segundo. Un instante, estabas corriendo por un elegante espacio digno de la época victoriana: papel pintado, molduras de madera de primera categoría, moqueta de verde terciopelo... Al doblar la esquina, el glamour se iba a pique, sustituido por el agonizante corredor de un psiquiátrico.
Luces parpadeantes, paredes manchadas de sangre o impregnadas de heces humanas, junto con salas de observación resquebrajadas y pacientes mirando al vacío.
Y cada recodo era peor.
Callejones repletos de vagabundos, campos de batalla en ruinas, sembrados de cadáveres... Plantaciones de maíz y también casas abandonadas. Daba igual que dirección tomase, o que incluso volviera sobre mis pasos: el espacio siempre cambiaba.
Era como estar dando vueltas en círculos, inmerso en un juego que era imposible de ganar.
El tiempo pareció alargarse, prolongarse como si no tuviera final. Cada segundo era una agonía... Deseaba detenerme, pero la desesperación me impulsaba a seguir avanzando. A correr más deprisa, a adentrarme en más lugares siniestros.
Supongo que alcancé mi límite cuando llegué al único lugar que conocía.
Acabé desembocando en otro pasillo de hospital. Como ya me había tocado ver en otras veces, la iluminación brillaba por su ausencia. El lugar estaba recubierto de escarcha rojiza, sangre congelada que estallaba en pedazos a cada segundo.
Mas en esta ocasión no estaba solo.
Desparramada sobre el suelo, con brazos y piernas amputadas, Eris me devolvió la mirada... De la que un ser igual a mí la arrastraba con violencia por el suelo resquebrajado. La Discordia se retorcía y gritaba, implorando clemencia.
El sonido de sus uñas arañando las baldosas, en un vano intento de resistencia, me atravesó el corazón como una daga. A fin de cuentas, no hay nada más desgarrador que la pura realidad.
Cuando Nix convocó una reunión de urgencia en su fortaleza del Octavo Círculo, las sospechas arraigaron en mi interior. Ya desde el amanecer había estado notando algo extraño... Un dolor de cabeza lacerante, la sensación de que estaba olvidando algo importante, como si no perteneciera al mundo que me rodeaba.
Claro que entonces no sabía que esos eran los efectos de la pequeña travesía temporal de Cronos.
Una vez la diosa de la Oscuridad nos lo reveló todo, y encomendó a Bía la misión de asesinar a los rebeldes, supe que debía hacer algo. Ella era la personificación de la violencia... No quería imaginarme lo que pudiera hacerle a la Discordia.
Así que yo asumí el rol en su lugar, y descendí a la Tierra.
Nunca quise hacerle daño alguno a Eris. Solo deseaba terminar con ella lo antes posible, darle una muerte rápida... O mejor, enviarla al Mundo de las Pesadillas para tenerla protegida. Allí le habría obsequiado un palacio, a la par que me aseguraba que nunca más pasara miedo.
Pero perdí los papeles.
Su último rechazo, unido a su insólita resurrección, me hizo volverme loco. Todos esos años de odios y resentimientos acumulados estallaron. Esa impotencia que sentía al buscar a Eris con la mirada en cada sala, y no encontrarla. Al despertarme cada mañana en un frío lecho que solo ella podría calentar.
Ahora, al ver esa escena, solo pude llorar.
La ansiedad me consumía por dentro, cuán fuego asentado en mi estómago, alimentado a base de mis vísceras. Eché a correr, incapaz de mirar atrás, de volver a ver el rostro de la única mujer a la que he amado marcado por el sufrimiento. El dolor que yo mismo le provoqué una vez.
En el fondo, incluso antes de girar por última vez, lo asumí. Nunca saldría de este lugar. Tampoco volvería a ver a Eris.
¿Para qué engañarnos?
Después de todo lo que había hecho, a estas alturas, ella ya se habría olvidado por completo de mí. A fin de cuentas, por más que intentara mentirme a mí mismo, nunca signifiqué nada para ella. Solo un nombre más en su larguísima lista de amantes.
Seguro que ni siquiera era de los mejores.
Solo otro dios mediocre más, el Amo de las Pesadillas... Siempre a la sombra de mi padre, Hipnos, y sus queridos hijos Fantaso y Morfeo. Un imbécil segundón que no le importaba a nadie, al que venía mejor tener lejos.
Cuando al fin desemboqué en un espacio diferente, dos rastros de humedad me recorrían las mejillas. Tropecé con un adoquín suelto, y acabé cayendo al suelo, embargado por la frustración y el desamor. No podía sacarme de la cabeza la imagen de la Discordia besando a Semyazza.
Porque seguro que lo habrían hecho ya, ¿verdad?
— ¿Sobrino? — inquirió con extrañeza, una voz que me resultaba vagamente familiar.
Alcé la mirada justo a tiempo para escuchar a Remiel soltar un taco.
El Caído (todavía descalzo), cargaba en brazos a una Alecto desbordante de felicidad. Estaba aferrada al cuello de su novio como si de un koala se tratara, y a juzgar por el rubor que los embargaba a ambos, parecía que los había interrumpido en un momento... Íntimo.
¿Queréis saber lo mejor?
Había regresado al punto de partida. El pequeño boquete que había abierto en el vidrio me saludó como si de un viejo amigo se tratara, e incluso mi querida celda me devolvió la mirada con avidez.
— Podéis olvidaros de que me habéis visto... Vosotros seguid a lo vuestro — traté de excusarme, girando sobre mis talones para huir. Ni muerto volvía ahí dentro.
Como no podía ser de otra manera, me topé con un muro que segundos antes no existía. ¡Malditos sean todos los laberintos! La única salida... Se encontraba de espaldas a la parejita feliz.
Y algo me decía que no me iban a dejar pasar.
Agaché la cabeza, esperando un estallido de rabia por parte de Remiel. La Primera habría emitido unas súplicas ahogadas, de la que el alado alzaba Astraphel para rebanarme el cuello, o dejarme frito con un rayo.
Sin embargo, cuando el ángel habló, lo hizo con un tono marcado por el nerviosismo.
— ¡Azazel no puede verte aquí! — exclamó, depositando a la Moral en el suelo y tomándome del brazo —. Si se entera de que te has escapado durante mi guardia... Seguro que me mata.
Avanzamos a trompicones por el agujero del vidrio, a medida que una curiosidad desenfrenada crecía en mi interior. Por octava vez aquel día.
— ¿No estás enfadado? — le pregunté a mi captor, quien me miró con el ceño fruncido —. Me he aprovechado de tu romance adolescente para escapar... ¿No vas a achicharrarme con tu hacha sagrada?
A modo de respuesta, Remiel me arrojó sin contemplaciones al suelo.
— ¡Por supuesto que estoy furioso! — repuso, dándome la espalda —. Pero me preocupa más la ira de mi hermano mayor que tu burdo intento de escape... De todas formas, tampoco se puede decir que tuvieras ninguna posibilidad.
— ¿De qué hablas?
El Caído soltó una risa grave, una carcajada ronca que le arrancó un par de suspiros a mi querida tía.
— Cuando el Laberinto de Satán detecta un intruso, se pliega sobre sí mismo — me explicó el alado, la vista fija en su amada —. Se alimenta de los peores miedos y recuerdos de sus reclusos, para proyectar esas imágenes. Darles vida, por así decirlo. Y las usa a modo de red para capturar a cualquier ser, ya sea un ángel, mortal o dios. No hay escapatoria.
Y mientras me daba esta siniestra explicación, ¿podéis adivinar qué estaba haciendo?
Yo os lo diré: coquetear. Mientras yo me moría de desesperación, él le tendió la mano de forma galante a su amada, para ayudarle a cruzar aquella brecha en el vidrio sin que sufriera daño alguno. Una acción un tanto innecesaria, teniendo en cuenta que era una diosa que torturaba a miles de humanos al día.
Lo peor es que ella le siguió el juego.
Al cruzar la abertura, fingió tropezarse, todo para desplomarse sobre el cuerpo del ángel, y deslizar una mano furtiva sobre su torso y pecho. Él, además de atraparla con sus maquiavélicamente fornidos brazos, también lo hizo con su mirada.
Los ojos dorados de Alecto se hundieron en los luceros celestes de Remiel, a medida que ambos sucumbían a la magia del momento. La química que había entre ellos era palpable, una especie de electricidad estática que me puso los pelos de punta incluso a mí.
No quería siquiera imaginar lo que ellos estuvieran sintiendo.
De un segundo a otro, la barrera invisible que los frenaba se quebró. Las manos de la Moral treparon hasta acariciar las mejillas de su amado. Ambos entreabrieron los labios, y muy poco a poco, comenzaron a acortar la distancia que los separaba.
Su ansiado primer beso estaba a punto de tener lugar.
Aunque yo no lo supiera, Alecto llevaba meses soñando con este contacto. Cada noche, miraba con fijeza su almohada, e imaginaba las comisuras del ángel chocando con las suyas, el sabor de su lengua y la forma en que ambas danzarían.
El alado tampoco se quedaba lejos... Desde el primer día deseó besarla. Estrechar su cuerpo contra el suyo, sentir cómo el calor de la vida que habitaba en ella pasaba a él, permitiéndole saber lo que era estar vivo de nuevo. Siempre rodeado por la frialdad e indómita crueldad de sus hermanos, Remiel había olvidado lo que era amar y ser amado. Y se moría de ganas por recordarlo.
Sin lugar a dudas, era un momento muy especial para los dos. Justo por eso, me aseguré de interrumpirlo en el último momento.
— ¿No habías dicho algo de Azazel? — repliqué, haciendo que el Caído volviera bruscamente la cabeza, acabando con la alegría de ambos.
¿Qué puedo decir? Aunque estuviera privado de mis poderes, me gustaba seguir siendo una pesadilla en todos los sentidos.
Antes de que el ángel pudiera responder, una nueva voz hizo acto de presencia.
—¿Hermano, qué es esto? — preguntó Azazel, entrando a la estancia con paso lento, gesticulando en mi dirección (y la de Alecto) con gesto despectivo.
Creo que a alguien le iba a tocar dar muchas explicaciones.
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