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Capítulo 67: Ruptura de Lazos

10:38 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.

Megera:

¿Era una deidad maligna?

Esa era la única pregunta que revoloteaba en mi cabeza de la que, ayudando a Casandra a andar, me encaminaba hacia el portal que Prometeo había abierto. El titán se había apresurado en ayudar a Tánatos, arrebatándole el peso del chico inconsciente. 

Aunque debo admitir que fue algo extraño... 

El Protector de la Humanidad parecía actuar con una especie de ansiedad. La sombra de un anhelo se dibujaba en el fondo de su mirada, una tenue esperanza que parecía negarse a perder. 

Y lo más raro llegó cuando aferró el cuerpo del pelirrojo inconsciente, apretándolo contra su pecho en un fuerte abrazo. Por unos segundos le acarició el rostro con delicadeza y dulzura, recorriendo con la mirada cada una de sus facciones, como si quisiera memorizarlas. 

En pocos segundos se acercó un indignado Tánatos. 

La Muerte se plantó frente al titán, encarándose cara a cara con él. Ambos se enzarzaron en una discusión susurrante, y conforme el tiempo pasaba, mi hermano parecía estar a punto de perder los nervios. Cosa muy extraña, dado que si algo lo caracterizaba, era la serenidad.

Intrigada, afiné el oído, provocando una pequeña risita por parte de Casandra. Pese a todo, solo pude discernir una frase, dicha por Prometeo. 

— Lo amé una vez. 

Y dicho esto, se dio media vuelta, encaminándose a la cascada sosteniendo a Carlos en volandas. 

¿De quién estaría hablando? Era imposible que de ese mortal... ¿Dónde podría Prometeo haberlo conocido? No, de seguro no estaba refiriéndose a él. Pero eso explicaría la fuente del poder que el humano había mostrado. Esa fuerza destructiva que casi acabó conmigo. 

Por primera vez, observé detenidamente al chico. 

La paz que gobernaba su rostro inconsciente. La forma en que su despeinado cabello rojizo oscuro se desparramaba en pequeños bucles sobre sus mejillas, una ligera barba incipiente que cubría sus mejillas... 

¿Quién sería aquel joven en realidad?

¡Ah! Si yo lo hubiera sabido en aquel entonces... ¡Cuántas calamidades me habría ahorrado! Volviendo la vista atrás, la respuesta a aquel interrogante era de lo más obvia. Y es que yo, queridos lectores, contaba con un conocimiento que nadie más poseía.

Milenios atrás, ya me había visto las caras con el Protector de la Humanidad. 

De hecho, si mal no recuerdo, fue el primer acusado en poner un pie en mi recién inaugurado tribunal. En efecto, acusado de infidelidad. Pocos años antes del inicio de la Titanomaquia, el titán contrajo matrimonio con una oceánide, cuyo nombre era Hesíone. Tuvieron un hijo, Deucalión. Parecían una familia perfecta...

Hasta que Prometeo engañó a su esposa. Para colmo, con el enemigo. 

La ninfa, sumida en el odio a causa de la traición de su marido, optó por realizar un ritual antiguo. Me invocó, solicitó mis servicios y yo me limité a aceptar su pequeño encargo. Asumí personalmente la responsabilidad de juzgar a un titán. 

El acusado no opuso resistencia alguna. 

Se personó en mi sala, afirmando que había dejado de amar a su consorte. Que ahora su corazón palpitaba por un hombre... Un ángel caído llamado Krysael. Alado que, para más inri, también se presentó a declarar. 

Recuerdo que aquella estampa me impactó. 

El aire entre ellos parecía cargado de electricidad. Sus miradas no se separaron en toda la vista, bañadas en un afecto profundo y sincero. Por primera vez, me percaté de cómo la sombra del amor se apoderaba de los ojos dorados del que debería haber sido uno de los seres más retorcidos de la Creación.

En parte, fue por eso que acepté la relación entre Alecto y Remiel. Al contrario que Tisífone, que solo veía oscuridad y perfidia en ellos, yo pude llegar a apreciar su lado bondadoso. 

Volviendo a Krysael... Cabe destacar que era idéntico a Carlos. Mismos rasgos faciales, color de pelo e incluso complexión física. El parecido era tan obvio que no sé cómo no pude darme cuenta antes. Estoy convencida de que, si me hubiera parado a pensar dos segundos largos, lo habría notado. Por supuesto, eso no sucedió. 

De nuevo, gracias a mi queridísima hermana menor. 

Y es que, de un segundo a otro, un hilo de oscuridad atravesó limpiamente la muñeca del pelirrojo, logrando atraer la atención de Prometeo, cuyos ojos se desorbitaron. 

— ¡No! — exclamó, presa del pánico. 

Cuando vi lo que Tisífone acababa de hacer, poco me faltó para desmayarme. 

Un oscuro tatuaje en forma de brazalete serpentino se había materializado en el antebrazo del joven. La tinta negra se extendía con pulso vacilante, invadiendo la piel de Carlos sin contemplaciones.

En pocos segundos, las líneas de aquella marca maldita treparon hasta alcanzar su cuello, bañar su rostro, y extenderse bajo los contornos de la ropa. 

Pese a saber que nada podía hacer, el desesperado titán le rasgó la camiseta al joven, tratando de impedir que los trazos alcanzaran su corazón. Recorrió su torso desnudo de arriba a abajo (de forma un tanto inapropiada, bajo mi punto de vista, pero en fin...), dando la mejor de sí, canalizando todo su poder. 

Sin embargo, ambos sabíamos que sería inútil. En cuanto el trazado culminó sobre su órgano vital, volvió a desdibujarse, reducido a las marcas bajo su muñeca. 

Mas su destino acababa de quedar sellado. 

— Hermana... ¿Cómo has podido? — la interrogué, girándome para enfrentarla cara a cara. 

Tisífone estaba de rodillas, la mano derecha extendida al frente. Su sonrisa siniestra y mirada satisfactoria contrastaba con viveza con su cráneo hundido, del que brotaban pequeños hilillos de sangre. 

— No pensarías que iba dejar escapar a ese pecador sin castigo, ¿verdad? — repuso la Venganza, poniéndose en pie —. Ambas sabemos que es lo menos que se merece. Ojalá pronto sea pasto de la locura...

Los labios de Prometeo se afinaron, instantes antes de dar un paso adelante. 

— Poned a Kr... a Carlos — se corrigió, tragando saliva — a salvo. Yo me encargaré de enseñarle a esta Erinia el precio a pagar por sus propios pecados.

Segundos después, sus manos estallaron en fuego, un remolino de ascuas llameantes envolviendo su figura. Pese a mantenerse firme, Tisífone no pudo disimular el brillo de terror que acudió a sus ojos. 

Yo fui la encargada de poner fin a su pesadilla. 

— Detente, titán — le ordené, cerrándole el paso —. Te digo lo mismo que a Tánatos... Esta es mi batalla. Como su hermana mayor, yo pondré fin a su locura. 

— Pero...

— ¡No hay pero que valga! — exclamé, dándole la espalda —. Debéis marcharos de aquí. Regresad al plano mortal... Yo os alcanzaré después. 

— ¡De ninguna manera! — intervino Muerte, la preocupación plasmada en su rostro. La ira que lo dominó por un instante se había disipado —. No podemos arriesgarnos a dejarte sola con ella... Podría acabar contigo, hermana. 

Tengo que admitir que su inquietud me conmovió ligeramente. 

Además de Tisífone y Alecto, Tánatos fue el único que estuvo a mi lado. A pesar de solo compartir la sangre de madre, él siempre me trató con gentileza y me ayudó en la medida de lo posible. 

Cuando la Venganza se distanció de nosotras, persiguiendo sus propios anhelos de justicia, oprimiendo también a la Implacable, era la cercanía de aquel dios la que me reconfortaba. Saber que estaba tan cerca de mí, que cuando quisiera podría ir a visitarlo... Me alegraba el corazón. 

Él de veras nos amaba. Era una lástima que no hubiéramos pasado más tiempo juntos...

— Tiene razón — coincidió Casandra, posándome la mano en el hombro —. No debes bajar la guardia así, Megera. De lo contrario, veo un gran dolor en tu futuro...

Las risas de Tisífone reverberaron por la maltrecha sala. 

— ¿Vas a esconderte detrás de tus aliados? ¿No darás la cara, hermana? 

Emití un pequeño gruñido... Antes de decidirme. 

— Marchaos — les ordené, señalando al portal —. Esto es entre ella y yo. Debo ser quien la derrote. 

La seriedad en mi voz logró disuadirlos. 

Prometeo soltó una réplica entre dientes, antes de adentrarse en el portal con Carlos en brazos. Tánatos se quedó quieto, cabizbajo. Una pequeña lágrima de frustración resbalaba por su infantil rostro, la certeza de un destino sellado de antemano impulsándola. 

Solo Casandra alzó la voz. 

— Ya te lo he dicho, Megera: no te dejaré sola — insistió, agarrándome de los hombros, intentando que reculara. Un color verde intenso se apoderó de sus ojos —. Un mal presagio se cierne sobre ti. 

Procuré esbozar mi más tranquilizadora sonrisa, antes de posarle la mano en la mejilla. Ahora me arrepiento de no haberla mirado más detenidamente...

No sabía que sería la última vez que la vería. 

— Estaré bien... — le susurré. 

Y antes de que pudiera hablar de nuevo, le propiné un pequeño toquecito en la frente con la cabeza de Góes. Una de las muchas maldiciones que se agitaba en su interior se propagó hasta la mente de la profetisa, dejándola inconsciente en cuestión de segundos. 

La sostuve entre mis brazos, antes de entregarle su cuerpo a Tánatos. 

— Hasta pronto, hermano — me despedí. 

— ¿Volveremos a vernos? — inquirió él, componiendo una sonrisa tambaleante. 

Le di un ligero beso en la mejilla.

— Te lo prometo. No os dejaré solos...

Por un instante, abrió la boca, como si quisiera decir algo más. 

Sin embargo, silencio fue todo lo que quedó entre los dos. La Muerte se dio la vuelta, y atravesó las gélidas Aguas de la Traición cargando a Casandra. Pude ver cómo aquella peculiar pareja se desvanecía entre la espuma, el blanco velo desdibujando su silueta hasta hacerlos desaparecer. 

Al fin estábamos solas, mi hermana y yo. 

— Es hora de poner fin a esto, Tisífone — proclamé, girándome en su dirección, preparándome para embestir con Góes una última vez. 

Sin siquiera comenzar la batalla, ya había cometido mi primer y fatal error. Para colmo, de principiante: nunca le des la espalda a tu enemigo. La Venganza se encargó muy bien de recordármelo...

Cuando me amputó la mano.

De sus dedos escapó una férrea corriente sombría, una línea de oscuridad que hendió el aire con sigilo. Hasta hundirse en mi carne, y cercenar la extremidad con la que sostenía el Martillo de las Maldiciones Eternas. Ambas volaron fuera de mi alcance, convirtiéndose en pasto de las verdes llamas. 

— ¿Se te ha caído algo? — preguntó mi rival, con tono inocente. 

Mi mirada de desesperación debió satisfacerla sobremanera, dada las risas histéricas que emitió. Sin embargo, me era imposible evitarlo.

Había perdido a Góes

Mi artefacto sagrado, el único que podía emplear para derrotar a Tisífone, yacía indemne rodeado de flamas que me calcinarían si llegaba a entrar en contacto con ellas. Era un jaque mate en toda regla. 

— Venga, hermana... ¡Vamos a jugar! — continuó la Tercera, abalanzándose sobre mí de nuevo —. Sin armas, o coraza alguna... ¡Solo tú y yo, como en los viejos tiempos!

— ¡Te has vuelto loca! — respondí, esforzándome por evitar sus acometidas —. ¿Acaso no puedes ver el mal que subyace tras...?

No pude terminar la frase. 

Mi hermana me aferró la garganta, cortándome la respiración. Y eso solo fue el preludio de lo que estaba por venir. Tras romperme el cuello con un chasquido, avanzó con paso trémulo hacia las llamas, arrastrándome con ella. 

— Moriremos juntas, querida Megera — canturreó, abrazándose a mi pecho. 

Nos situamos frente por frente al fuego, apenas separadas unos centímetros del mismo. 

El calor lamía mi piel, haciéndome sudar a mares. El olor a azufre era tan intenso que me dio ganas de vomitar. Del interior de aquellas flamas procedían voces susurrantes, cientos o quizá miles de ellas. 

Figuras vagamente humanoides que en vida sucumbieron a la sed de venganza, y cuyo destino ahora era alimentar sus llamas por la eternidad. 

— Daremos un salto de fe... ¿Confías en mí, hermana? — me interrogó Tisífone, manteniendo aquel desquiciado tono cantarín. 

Milímetro a milímetro, me empujó hacia ellas. Las voces se intensificaron, advirtiéndome, rogándome que me alejara antes de que fuera demasiado tarde. Antes de que acabara como ellos. 

Sus rostros quemados se manifestaron, uno tras otro, haciendo que me saltaran las lágrimas. Tantas vidas tomadas, tanta sangre derramada... En nombre de una justicia corrupta. Por los anhelos de una verdugo que ansiaba ver sufrir a sus víctimas. 

No podía terminar como ellos. Me negaba a que mi existencia acabara así. Sin embargo, ¿qué opciones tenía? Sabedora de la situación, cerré los ojos, aferrándome a mi frustración como ancla. Ya no restaba salida alguna. 

Solo una anhelada muerte. 

— Se acabó — concluyó la Venganza, arrojándome al fuego con una sonrisa de satisfacción.

O eso creía ella. 

Pues segundos más tarde, una mano me sostuvo. No, más de una... Múltiples manos que brotaron de la nada, desafiando la fuerza de mi hermana, impulsándome de vuelta a un terreno seguro. 

Lo primero que pensé fue que Prometeo había vuelto para rescatarme. O quizá mi hermano, o Casandra. Aliados a los que, sin duda alguna, había visto partir a través del portal acuático. No obstante, si pudieron irse... ¿También podrían regresar?

Nada más lejos de la realidad. 

— ¡Imposible! — exclamó mi enemiga, el terror hendiendo sus palabras. 

Y entonces lo comprendí, en cuanto asimilé una sencilla verdad: las manos que me habían salvado no procedían de fuera del fuego, sino de dentro de él. 

En efecto, al abrir los ojos, los vi. 

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