Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 66: Liberación y Profecía II

10:17 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.

Tánatos:

La batalla había comenzado. 

— Yo no soy como Alecto, hermana — gruñó Megera, un aura carmesí surgiendo de su piel —. Me ha costado mucho tomar esta decisión... Pero la mantendré hasta el final. 

A modo de respuesta, Tisífone alzó el vuelo, e hizo restallar su látigo en el aire. 

— Ven pues a pelear, Segunda Erinia — contestó, la dulzura de su vez entremezclada con un veneno latente. 

El aire en la Cámara del Juicio estaba cargado de tensión. Los gemidos de Casandra fueron disminuyendo de volumen, a medida que las heridas que la Venganza le había infligido se iban cerrando. 

Por un segundo, me planteé si debía intervenir. 

Ambas eran mis hermanas... Llevaban toda la eternidad juntas. Sin lugar a dudas, debían amarse tanto como yo quería a Eris. Sin embargo, la expresión desquiciada de la Tercera parecía sugerir todo lo contrario. La forma en que torturó a Alecto, su desprecio y violencia hacia Megera, la crueldad de sus castigos. 

Todo indicaba que estaba fuera de control. 

Pero era imposible que esta fuera la solución. Una pelea no arreglaría nada... Solo lo empeoraría más, si cabe.

Como si me hubiera leído el pensamiento, la Segunda arrojó el cuerpo inerte de la profetisa a mis brazos. 

— Esto es entre nosotras, hermano — me advirtió, acariciando el rostro de Casandra por última vez —. Viva o muera, gane o pierda... No te atrevas a intervenir. Esta es mi batalla. 

Los aplausos de Tisífone resonaron desde el aire. 

— ¡Qué bonito discurso, Megera! Pero no dudes que el resultado será el mismo. Nadie puede desafiar mi poder. 

Dado que ya no quedaba palabra alguna que pronunciar, aquel espantoso duelo dio inicio. 

***

10:18 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.

Megera:

No había vuelta atrás. 

Eso lo supe en cuanto Tisífone me azotó con su látigo, capturando mi muñeca, alzándome en volandas. El suelo bajo mis pies se esfumó en pocos segundos, dejándome suspendida a metros de altura. 

— Prepárate para arder, hermana — proclamó mi ahora enemiga, aferrando la empuñadura del arma con ambas manos. 

Echando mano de su descomunal fuerza, me catapultó en el aire, arrojándome contra el fuego fatuo que lamía la cúpula de la Cámara. Por un instante, perdí el control de la situación. El lugar se convirtió en un vórtice de colores desdibujados, un amasijo de formas borrosas. 

Y es que, mal que me pesara, estaba débil. 

El mortal que hasta hacía poco estaba juzgando (y que, irónicamente, ahora trataba de salvar), era diferente... La batalla que sostuve con él me dejó destrozada. Poco le faltó para acabar con mi vida. De no haber sido por las capacidades curativas de mi icor, que sanaron mis heridas en cuestión de minutos, mi inmortal existencia habría tocado a su fin. 

Sin embargo, aún no me había recuperado. Sin importar cuánto me esforzara por fingir lo contrario, aquella lucha me dejó secuelas de lo más molestas: mareos, migrañas... Incluso me desmayé un par de veces. 

Por eso había tratado de rehuir este conflicto lo máximo posible. 

Presencié cómo Tisífone tomaba la vida de Alecto sin contemplaciones, juzgándola como si fuera una pecadora cualquiera. Sé que, basándome en mi código de honor, me habría sido imposible intervenir: un duelo entre Erinias de semejante calibre era sagrado. 

Pero no pude evitar que la sangre me hirviera al hundir la mirada en los ojos suplicantes de mi querida hermana mayor, segundos antes de que las llamas verdosas de Nekroflamma la consumieran por completo. 

Soporté una sentencia injusta... 

Porque puede que Carlos Espinosa fuera un pecador repugnante, responsable de cientos de atrocidades. Mas tenía derecho a redimirse, como todos. A sufrir un castigo que le ayudara a mejorar. 

El rayo de esperanza que sentí con la intervención de Tánatos, se desvaneció al ver cómo Tisífone acababa con Casandra. Y ahí supe que había llegado demasiado lejos. 

Que era hora de tomar cartas en el asunto de una vez por todas. 

Así que allí estaba, luchando contra mi líder, la mujer a la que admiré durante siglos, enfrentando su locura. Todo para defender a mi otro hermano y al pecador que buscaba liberar.

No, esto no lo hacía solo por ellos.

Sino por las almas de todos aquellos que habían caído en las garras de la Venganza. Por la justicia que ellos merecían, que les fue negada sin contemplaciones. Por ellos, pelearía con todo mi ser. 

— ¡No será tan sencillo! — exclamé, sintiendo una nueva energía palpitando por mis venas. 

Mi visión al fin se enfocó, pocos segundos antes de que el fuego fatuo me consumiera. Desplegué mis alas con un chasquido, y planeé en torno a la madera, quedando frente por frente con mi hermana. 

— Siento que hayamos tenido que llegar a esto... — musité, permitiendo que mis garras brotaran en todo su afilado esplendor. 

Antes de abalanzarme sobre ella.  

Danzamos juntas, como en los viejos tiempos. Levitando, bajo la luz crepitante de las llamas, y el clamor apagado del agua. Revoloteamos una junto a la otra, moviéndonos en círculos. Solo que en vez de cantar, bailar y sonreír, luchábamos a muerte. 

Tras un par de minutos, al fin obtuve mi ansiada oportunidad: por un segundo, Tisífone bajó la guardia, sosteniendo la empuñadura de su látigo con ambas manos. 

— ¡Prepárate, hermana! — clamé, esquivando la punta metálica de su arma, apuntándole directamente al corazón. 

Mis blancas uñas debieron haber desgarrado su carne, penetrándola hasta cercenarle las arterias y arrancarle el corazón de cuajo.

Puedo adelantaros que nada de eso sucedió.

Y es que, segundos antes de alcanzarla, un manto blanco se desplegó, y envolvió su figura de la cabeza los pies. Una tenebrosa armadura compuesta de restos de huesos humanos, angelicales y divinos, combinada con un oscuro metal que parecía absorber la luz de la habitación. 

Un cráneo humano, deformado y agrandado a forma de grotesco yelmo, recubría su cabeza. Sin embargo, era incapaz de disimular su sonrisa siniestra y ojos de color cambiante. 

— No importa cuánto te esfuerces, Segunda — ronroneó, acariciando una de sus serpientes —. Yo siempre estaré un paso por delante. 

Un nuevo mareo sobrevino a aquellas palabras, haciendo que trastabillara, inclinándome peligrosamente hacia el suelo. 

Sin embargo, me negaba a darme por vencida. Había empezado esta batalla y la iba a terminar, me costara lo que me costase. Mi causa lo merecía. 

Así, volví a la carga. 

Descargué toda mi rabia hacia Tisífone con cada uno de mis zarpazos. Observé su manto óseo, escaneándolo con la mirada en busca de cualquier debilidad. Arremetí contra cada posible vulnerabilidad que creí atisbar... Sin resultado alguno. 

Cada uno de mis arañazos era repelido sin esfuerzo, mis uñas incapaces siquiera de astillar aquella coraza. 

La Venganza no opuso resistencia. De hecho, abrió los brazos, permitiéndome golpearla tanto como deseara. Era obvio que la situación la estaba divirtiendo. Sin saberlo, me había convertido en su presa. 

Y fue esa realización la que hizo que el miedo brotara de nuevo. 

— Mi turno — comentó, entre pequeñas risas. 

Para comenzar, empleando su fuerza sobrenatural, me propinó una fuerte patada que hizo que retrocediera varios metros. Antes de que pudiera recuperarme, su látigo ya me había hecho un corte. 

La primera sangre. 

Tisífone hizo restallar su arma al ritmo de una música invisible, la afilada punta metálica siguiendo el compás marcado por su dueña. Me retorcí, haciendo batir mis alas con toda la fuerza que me fue posible reunir. 

No obstante, no pude evitar que varias lenguas rojizas se abrieran paso en mi dermis, dejándome un rastro de surcos sangrantes. 

— Veo que este látigo no es suficiente para acabar contigo, Megera... — comentó mi rival, con cierto aire reflexivo, antes de esbozar una sonrisa burlona —. Supongo que es hora de sacar la artillería pesada.  

Sin perder un segundo, abrió su mano derecha, y la silueta de una antorcha de hierro forjado se materializó en ella. Labrada de forma intrincada, con numerosas tallas y runas que narraban historias de amor, odio, venganza... Una llama verde se prendió en su extremo, refulgiendo de forma ominosa. 

Era Nekroflamma. 

La Llama de los Muertos, capaz de resquebrajar el velo entre el mundo de los vivos y el Infierno mismo. El arma que, cuán fénix, renacía de sus cenizas, tornándose más poderosa por cada vez que fuera destruida. La flama verdosa que la gobernaba era la encarnación misma del ardor de la destrucción. 

Mientras un solo corazón mortal albergara sed de venganza, la llama permanecería eterna e inextinguible. Como un faro que guiaba a los humanos hacia su perdición. 

— ¡Muere!

Esquivé su primera arremetida a duras penas, sintiendo aquel calor vibrante haciendo ascuas mi flequillo. 

Soporté sus siguientes embates a duras penas. Si me esforzaba por evitar las mortales flamas, el frío hierro abría senderos en mi piel. En cambio, rehuir el metal solo habría logrado que me convirtiera en pasto del fuego, hasta tornarme ceniza. 

— ¿Por qué no me entregas tu vida ya, y así acabamos con esta inutilidad? ¡Ríndete de una vez! — me ordenó Tisífone, logrando acertarme de lleno en el ala derecha. 

Ahogando un gemido de dolor, comencé a perder altura, trazando espirales sinuosas. Por fortuna, logré detenerme poco antes de tocar el suelo, evitando que el impacto me causara heridas mayores.

— N-no puedo... — musité, cayendo de rodillas. 

Era como si las fuerzas me estuvieran abandonando. Con la Venganza blandiendo su más potente arma, no tenía opción alguna. Mis pocas posibilidades de ganar ya se habían esfumado.

A no ser que...

No, era inviable. La última vez que invoqué mis artefactos sagrados fue en la Era Mitológica. Y su poder combinado era tan grande, que poco les faltó para consumirme. Incluso un ser divino como yo era incapaz de dominar la inmensa energía que emanaba, aún con mi salud plena. 

Para colmo, ahora que estaba debilitada, mis propias armas terminarían conmigo.

Además, ni siquiera tenía a mi disposición la más poderosa: Katoptromanteion. El Escudo del Reflejo Implacable, coronado por el poderoso Ojo de Horus, se perdió hace eones, enterrado entre las ruinas del castillo de mi padre. 

Eso solo dejaba el pequeño regalo de madre...

Sin embargo, al ver cómo Tisífone descendía en mi dirección, trazando un arco con su antorcha, incendiada en llamas esmeralda cuán cometa, tomé una decisión. Hiciera lo que hiciese, mi vida iba a acabar. 

Al menos, moriría luchando. 

Con esa resolución en mente, cerré los ojos. Dejé que la fuerza antigua me invadiera, el clamor de las voces de los traicionados llenando mi mente. Cada maldición susurrada al viento, ignorada e inútil ante la inclemencia de los traidores, dio forma a Góes.

El Martillo de las Maldiciones Eternas. 

Un arma imponente, elaborada a partir de oscuro metal y blanco mármol que parecía destruir el resplandor de la vida a su paso. La empuñadura de cálido cuero contrastaba con su helada cabeza, marcada a fuego con el legado de las generaciones pasadas. 

La maza se materializó en mi mano izquierda, adaptándose perfectamente a mi tacto. En cuanto entré en contacto con ella, un cosquilleo me recorrió la columna vertebral. De forma casi automática, bloqueé el golpe de una sorprendida Tisífone, y con una nueva acometida la lancé por los aires. 

Me sentía en total armonía con Góes, como si fuéramos un solo ser. 

— Te digo lo mismo que a Alecto... Tus trucos baratos no funcionarán conmigo — gruñó la Venganza, poniéndose en pie de un salto. 

Por primera vez desde que comenzó la batalla, sonreí con confianza. 

— Esto no se trata de un truco barato... Sino de tu peor pesadilla. 

Al sopesar el martillo, pequeños susurros espectrales llenaron el aire. Eran los ecos de las maldiciones que mi arma contenía, las voces ahogadas de aquellos que fueron obligados a callar en vida. 

— ¿De qué estás hablando? — inquirió Tisífone, emitiendo una carcajada nerviosa.  

Pero a mí no me engañaba: una mueca de crispación se había apoderado de su rostro, un ligero temor frente al poder que blandía contra ella. 

— Lo sabes muy bien — afirmé, acortando la distancia entre nosotras, paso a paso —. Góes no es un arma ordinaria... Es el receptáculo de las maldiciones que no recayeron sobre aquellos que lo merecían. Mi martillo canalizará la ira de los espíritus rabiosos contra ti, ¡destruyéndote con sus maleficios!

— ¡No seas ridícula! Nunca podrás vencer a la encarnación de la Justicia que soy — respondió la Venganza, lanzándose de nuevo en mi dirección. 

Nuestras armas resonaron una y otra vez, llenando la Cámara del Juicio del fragor de la batalla. Cada golpe reverberaba a causa del eco que gobernaba el lugar, como si fuera un ejército el que estaba combatiendo. 

Las llamas verdes de Nekroflamma se afanaban en consumir el metal de Góes, haciendo su mejor esfuerzo por fundirlo y llegar hasta mí. Por su parte, mi maza avanzaba impertérrita, envuelta en un halo de sombras, cada estocada cargada de furiosas súplicas, de una implícita sed de sangre. 

Las flamas de la antorcha envolvían a la Tercera, tiñendo su armadura de huesos del color del manto arbóreo. El instrumento de hierro se movía con presteza en sus manos, pugnando por desviar cada uno de mis golpes. La muy ingenua creyó que así lograría eludir la fuerza de mis ataques. 

Sin embargo, lo que Tisífone no sabía, era que las maldiciones de la maza también estaban afectando a su propia arma. 

Y se dio cuenta demasiado tarde. 

Cuando al arremeter por última vez, Nekroflamma quedó escindida en dos partes. Sencillamente, el metal corroído y emponzoñado por los espectrales lamentos no dio más de sí. El extremo superior, el que contenía la ansiada llama verdosa, salió desprendido dando vueltas en el aire hasta aterrizar sobre la marchita pradera. 

Al momento en que hizo contacto con la hierba muerta, esta prendió de inmediato, el fuego propagándose en todas direcciones. En pocos segundos, nos vimos envueltas en un infierno viviente. 

Las fogaradas se alzaban varios metros sobre el suelo, el humo llenando la sala hasta el punto en que perdí de vista a Tánatos, que contemplaba atónito la lucha junto a Carlos y Casandra. 

La Venganza no podía dar crédito a lo que veía: su preciada arma se había hecho pedazos. 

— ¡Esta vez no escaparás, Tisífone! — exclamé, logrando que su mirada se desviara en mi dirección. 

Alzó las manos, tratando de hacer resurgir la maltrecha antorcha de sus cenizas. 

En efecto, el metal empezó a recomponerse, centímetro a centímetro. En minutos, o quizá incluso segundos, Nekroflamma podría haber recobrado todo su esplendor.

Pero no pensaba concederle semejante lujo. 

La cabeza de Góes impactó de lleno contra su coraza de huesos, esta vez, haciéndola añicos. Fragmentos de costillas, tibias, e incluso un esternón salieron despedidos, a medida que el mazo golpeaba a Tisífone en el estómago, haciendo que soltara un grito de dolor. 

Sin darle tregua, la ataqué por la espalda, provocando que lo poco que restaba de la parte superior de su armadura saltara por los aires. 

Mi hermana se desplomó sin aliento, confusa ante el giro que había tomado la batalla. 

Con el siguiente impacto, le reventé el yelmo, enfrentando a las serpientes que le hacían las veces de cuero cabelludo. 

Sus siseos y mordiscos apenas eran visibles a través del denso humo que nos rodeaba. No obstante, no tuvo importancia alguna. Sin importarme la ira de aquellos ofidios, esquivé cada una de sus acometidas, pese a estar amparadas en la oscuridad. 

Y sirviéndome de las sombras que emitía Góes, acabé con ellas. 

Liberé el torrente de maldiciones, cada una de las palabras bañadas de veneno hundiéndose como puñales en la cabeza de la Venganza. Cayeron como una lluvia de cristales, atravesando sus huesos con golpes sordos, hasta quebrar su propio cráneo. 

La Tercera cayó fulminada. Los reptiles, muertos. 

Por fin todo había terminado. Con el corazón lleno de tristeza, observé cómo Tisífone se retorcía, atrapada en los últimos estertores de su inmortal vida. 

Viéndola ahí, tendida sobre la hierba, no pude evitar rememorar los buenos momentos que habíamos pasado juntas. 

Desde que éramos unas bebés, compartiendo la misma habitación del castillo del Inframundo. Aferrando los pálidos dedos de papá cuando venía a visitarnos, jugueteando con sus gruesos anillos de metal. La forma en que mamá nos acunaba antes de ir a dormir, susurrándonos pequeñas nanas y contándonos cuentos sobre los castigos de cada uno de los Círculos del Meikai.

Fuimos creciendo poco a poco, apoyándonos las unas en las otras. 

Juntas, Tisífone y yo, mano a mano, afrontamos mil desafíos. Consolamos a nuestra frágil hermana mayor cuando algún mortal rufián del Segundo Círculo le partía el corazón. Pasamos la infancia entre algodones, criándonos en el corazón del Inframundo.

Prácticamente, podía presumir de haber sido vecina de Lucifer. 

Luego todo fue de mal en peor... Mamá nos abandonó, desolada por la traición de nuestro padre. Y Perséfone, la que se convirtió en nuestra madrastra, no nos quería cerca. Así que optamos por irnos las tres, acercarnos a la superficie para al fin cumplir nuestro rol. 

Sobrevolamos los campos de batalla de día y noche, llevándonos a los moribundos, juzgando a los vivos, despedazando a los muertos... Cada vez que dudé, o estuve a punto de ser prisionera, Tisífone estuvo ahí, para protegerme y guiarme. Solía dedicarme una de sus sonrisas y decirme:

— Recuerda que somos mejores que ellos. 

¿En qué momento mi hermana se convirtió en el monstruo que acababa de vencer? ¿Cuándo dejó de lado su superioridad moral para tornarse en una psicópata? 

Supongo que nunca obtendría la respuesta a esas preguntas. 

De todas formas, ya nada importaba, pues todos estábamos a punto de morir. Y es que, de la que estaba perdida en mis pensamientos y memorias de juventud, había olvidado un pequeñísimo detalle: el fuego que inundaba la Cámara del Juicio. 

Si hubieran sido fogaradas corrientes, o fatuas, tampoco habría pasado nada. Con solo chascar los dedos habría podido extinguirlas sin mayor problema. Sin embargo, aquellas eran las flamas de Nekroflamma, capaces de abrir una brecha entre realidades.

Justo eso sucedió. 

El espacio a nuestro alrededor comenzó a rasgarse, dando paso a una oscuridad insondable, y a los gritos de los condenados en eterna agonía.

— ¿Qué está pasando? — exclamó Tánatos, luchando por hacerse oír en medio de aquel incendio. 

Las llamas me rodeaban en todas direcciones, sin siquiera dejarme entrever su silueta. 

— ¡Hay una brecha entre el Purgatorio y el Infierno! — respondí, usando a Góes para tratar de sofocar las llamas —. ¡Si esto continúa así, caeremos todos al Meikai!

Sabía lo que eso significaba. 

Mi padre ya no gobernaba ese lugar... Ahora estaba bajo la influencia de Tártaro. Y por mucho que hubiera optado por liberarnos de nuestras cadenas para desatar el caos, no dudaría en acabar con todos nosotros si se le presentaba la menor oportunidad. 

Las flamas evaporaron el agua que nos rodeaba, lamiendo las paredes, consumiéndolas también a ellas. La Cámara del Juicio empezó a colapsar, cayéndose a pedazos a medida que era devorada por la oscuridad. 

Justo cuando todo parecía perdido... Sucedió un milagro. 

— ¡Por aquí! — tronó una voz conocida, pero que hacía milenios que no escuchaba. 

Me giré a tiempo para ver cómo se abría un camino a través de aquel infierno, un sendero libre de llamas que conducía a una abertura situada sobre la decimotercera cascada. El agua se había arremolinado hasta formar un vórtice, un portal que, por la energía que emanaba, deduje que conducía al plano terrenal.

Y ahí estaba Prometeo. 

Ataviado con una armadura que emitía el apagado brillo de la plata bruñida. Las lenguas llameantes parecían plegarse a su voluntad, como arcilla en sus manos. Una ornamentada máscara dorada en forma de demonio le recubría el rostro, solo dejando ver sus ojos verde esmeralda. 

En pocos segundos, Tánatos llegó al camino entre jadeos, cargando con un inconsciente Carlos. Casandra emergió a mi lado, posándome una mano en el hombro. 

— Todo ha terminado — anunció, el alivio en su voz palpable —. Gracias... Por todo — me susurró, dedicándome una sonrisa sincera. 

Le respondí con una semejante. La primera que esbozaba en muchos milenios.

— Hora de irse — anunció Prometeo.

Pero, como cabría esperar, no iba a ser tan sencillo. A mi hermana aún le quedaba una última carta por jugar...

Y no dudó en hacerlo.

***

Nota del autor: Os adjunto varias imágenes (generadas a partir de Dall-E 3), de las armas Nekroflamma Góes. ¿Qué os parecen? ¿Os las imaginabais así? ¿Cuáles son vuestras favoritas? ¡Os animo a que dejéis vuestra opinión en comentarios, y mil gracias por leer!

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro