Capítulo 65: Liberación y Profecía I
10:03 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.
Tánatos:
Ignoré el amasijo nervioso que se instaló en mi pecho al ver cómo Tisífone abofeteaba a Megera.
El conflicto entre ellas parecía haber alcanzado un punto culminante. Sin aliento, la Segunda Erinia se desplomó sobre su trono, la mirada vidriosa fija en el vacío. Negaba débilmente con la cabeza, mascullando palabras pérdidas en las brumas del tiempo. La Tercera se alzaba triunfal, una sonrisa maliciosa aleteando en sus labios.
Me sentí más impotente que nunca.
Aquella jaula ígnea parecía reírse de mí a la cara, enmascarando las palabras de mis propias hermanas. Deidades a las que siempre me había obligado a tratar con cordialidad, dado nuestro lazo de sangre, y que ahora me estaban obligando a arrastrarme en su presencia.
Tamaña humillación era indescriptible.
— Todo saldrá bien — susurró una voz a mis espaldas.
Me volví casi al instante, procurando guardar cierto disimulo. Era la última persona a la que esperaba encontrar aquí... Aunque, en cierta forma, debía habérmelo esperado.
A fin de cuentas, ella fue quien decidió jurar lealtad a Tisífone, poco antes de que fuera a verla por última vez. Tendida sobre un charco de su propia sangre, el puñal de Clitemnestra hundido en su vientre. El cuerpo de su amante ya frío.
Usando los últimos vestigios del poder maldito que poseía, invocó a la personificación de la Venganza, poniendo el don que poseía a su servicio. A partir de entonces, una máscara blanca cubrió su hermoso rostro.
El de mi mejor amiga.
— La situación no parece ser muy propicia... — comenté, intentando no mirar sus ojos plateados directamente.
Casandra esbozó una media sonrisa.
— ¿Acaso me he equivocado yo alguna vez? — comentó, entre risitas irónicas cargadas de una profunda amargura —. Otra cosa es que me creyeran.
Razón no le faltaba.
Casandra era la hija del rey de Troya, Príamo. La mujer de la que Apolo se enamoró con locura. Y con el fin de ganarse su afecto, le concedió el supremo don de la profecía. Luego, cuando ella se resistió a los requiebros eróticos de la deidad, la maldijo, condenándola a no ser escuchada.
A que sus advertencias, por más certeras que fuesen, acabaran siendo ignoradas.
— Yo siempre te creí — musité, mi corazón encogiéndose al recordar los buenos momentos que pasamos juntos.
— ¡Y qué remedio! — exclamó, esbozando una sonrisa triste —. Eras el encargado de llevar a cabo las sentencias que predecía, el responsable de recoger las almas de aquellos que ignoraron mis avisos.
Asentí de forma imperceptible, mi mente sumida en el pasado.
— El responsable de conducir a los mortales a su destino final — concluí, con un ligero deje de tristeza.
Sé que quizá os resulte extraño que yo, la misma Muerte, pueda lamentar el cierre inevitable que represento. Y lo cierto es que no lo hago. De hecho, bajo mi punto de vista, el Final es el único momento de paz que los mortales viven en su ajetreada existencia.
Lo único que no podía tolerar era el Meikai.
La crueldad del Infierno, sus castigos eternos... Antes tenían un propósito. Las penas infernales no eran más que una solución transitoria, una pequeña condena para hacer que los pecadores se vieran embargados por la culpa. Luego, llegaba el Verdadero Purgatorio.
Una gigantesca montaña compuesta por siete cornisas, en cuya cima se encontraba el Jardín del Edén, y la Puerta de los Cielos. Para que vosotros, pequeños mortales, podáis imaginárosla mejor, podría decirse que era similar a una intrincada y titánica pirámide azteca ultraterrenal.
Solo cuando las almas hubieran completado su ciclo en el Infierno, podrían acceder a este templo de expiación. Allí, paso a paso, acabarían por purificarse de todos y cada uno de los siete pecados capitales.
Y finalmente, ingresar al mismísimo Paraíso.
Todo cambió en las eras posteriores a la Titanomaquia. Tras la caída del Cielo de la Luna, su conversión en el Pandemonio, la liberación de los Caídos... Las almas dejaron de poder comunicarse con los Cielos. Permanecieron en el Jardín del Edén, expectantes, aguardando la hora de su partida.
La voz de Lucifer llegó hasta estos seres.
La desesperación los fue corroyendo poco a poco, privándoles de la santidad que tanto les había costado lograr. Aquel verde paraíso fue mancillado de nuevo por el peso del pecado, a medida que la ambición de los Purgados regresaba con toda su fuerza.
En última instancia, ellos mismos condenaron al resto de la humanidad. Derrotaron a los pocos ángeles fieles a la Corte que quedaban, expulsándolos del Verdadero Purgatorio. Luego... Iniciaron un ritual.
Pero no uno cualquiera.
El Diablo les prometió la entrada al Paraíso. Los enredó con sus mentiras, afirmando que, si bien no podía escapar de su prisión, todo cuanto necesitaba era canalizar su poder en aquel lugar. Por ello, lo invocaron, resquebrajando la barrera entre Infierno y Purgatorio, rasgando el velo del Más Allá. Le dieron a Satán justo lo que deseaba.
El Verdadero Purgatorio se corrompió, convertido en un lugar de tortura. Los santos pecadores acabaron cayendo en desgracia, aprisionados sin posibilidad alguna de redención. Los jardines mitológicos se tornaron en un Edén Oscuro, un enclave siniestro gobernado por Lucifer.
Desde entonces, todas las almas mortales perdieron su única posibilidad de redención.
Sin importar si cumplían o no su pena, solo les queda permanecer en el Infierno por toda la eternidad, sufriendo de la forma más atroz posible. Lo cierto es que carece de importancia la bondad que demuestren durante sus vidas... Incluso los más virtuosos caen al Meikai. Sin ningún escape, o descanso.
Solo la tortura eterna.
— Siempre odiaste tu rol, viejo amigo — musitó Casandra, en respuesta a mi profundo silencio.
Casi era como si hubiera podido averiguar lo que estaba pensando. Supongo que nos conocíamos demasiado bien... Cuando me disponía a responder, una sarta de gemidos lastimeros captó mi atención.
Desplomado sobre la marchita hierba, Carlos se retorcía de agonía. Aún inconsciente, un ligero llanto se agitaba en su voz, pequeñas lágrimas brillando sobre sus mejillas.
— Por favor, detente. Mamá, para — suplicaba, su frente perlada de gotas de sudor —. No me hagas daño.
Sin embargo, no fui el único atraído por la retahíla de lloros del pelirrojo. Mi amiga se le quedó mirando por unos largos segundos, a medida que sus iris adquirían un color verde intenso.
— Le aguarda un destino muy cruel a este muchacho — susurró, su tez tornándose pálida —. Su pasado marcado por la tragedia no ha sido más que el comienzo...
Acto seguido, el rostro de Casandra se demudó. Sus ojos pasaron a estar gobernados por aquel fulgor esmeralda, a medida que pequeños hilillos de niebla brotaban de las yemas de sus dedos.
Había entrado en trance.
— Cuando un nuevo amor florezca, y su corazón al fin quede completo, la maldición encontrará sus raíces. Conforme la alegría crezca, la sombra de la locura lo hará con ella... Hasta que los fantasmas que dejó atrás regresen para llevarlo consigo — pronunció, cada palabra una promesa de un futuro certero.
Sin tiempo siquiera para dejarme reflexionar, o que explicara nada más, Casandra se apresuró en llevar su enmascarado rostro hasta la hierba, quedando postrada en señal de obediencia. En un principio, no entendí por qué lo hacía.
Luego, al girarme, me encontré a Tisífone suspendida a dos escasos metros de mí.
— ¿Charlando con el servicio, hermanastro? — inquirió la Venganza, su ceja alzada en un gesto de burla.
Megera se encogió en su asiento, casi como si deseara desaparecer.
¿En qué momento se había desvanecido la jaula de llamas? Las Erinias ya debían de haber dictado una sentencia... Y ni tan siquiera me había dado cuenta. Desde luego, este no estaba siendo mi mejor día.
No obstante, aunque sabía que debía mostrarme educado y respetuoso, hacer cualquier cosa con tal de ganarme su favor, no pude evitar que una punzada de ira palpitara en mis sienes.
— Ella es mucho más que una criada — respondí, con una frialdad que no recordaba haber empleando en siglos.
La Tercera soltó una pequeña risa.
— Tal vez no lo fuera en vida... Pero aquí solo es mi títere — se burló, al tiempo que una llama verde brotaba del extremo de su antorcha —. Te lo demostraré, aquí y ahora. Casandra, ven — ordenó.
Sin perder un segundo, la profetisa se puso en pie, plantándose frente a su señora, y ejecutó una profunda reverencia.
— ¿Qué desea de mí, señora Tisífone?
El tono de voz de la Erinia me provocó un escalofrío.
— Solo que mueras.
Para mi absoluto espanto, la Venganza trazó un arco con su ígnea arma, atravesando limpiamente la figura de Casandra. Las flamas hicieron añicos su máscara, y ennegrecieron los pliegues de su ropa hasta atravesarla, dejando profundas quemaduras en su pálida piel, ahora expuesta.
La figura de mi amiga se desplomó sobre la pradera, sus ojos abiertos de par en par. Un hilo de sangre resbaló por la comisura de sus labios.
Cuando Tisífone se dispuso a dar el siguiente golpe, intervine. Solo con alzar la mano, la antorcha misma se desvaneció en una nube de cenizas. Sin embargo, ya era demasiado tarde.
La hija de Príamo temblaba sobre la hierba, sufriendo pequeños espasmos nerviosos. Las marcas rojizas trepaban por su abdomen, dejando un rastro de ampollas y necrosis. Lo peor de todo fueron sus alaridos de dolor. Chillidos agudos que desgarraban el aire de la Cámara.
— ¡Hermana, es suficiente! — clamó Megera, descendiendo hasta tomar a la profetisa en brazos.
Me apresuré en llegar a su lado, en colocar la mano sobre sus heridas para sanarla, tal y como hice con Alecto.
El poder divino acudió a mi llamada, propagándose por el cuerpo de Casandra... Sin surtir efecto alguno. Atónito, probé de nuevo, sin obtener resultados.
— Ella me juró lealtad a mí — se regodeó Tisífone, dando pequeños aplausos —. No importa cuánto te esfuerces, Tánatos. Su vida me pertenece. Y tú no puedes hacer nada por evitarlo.
Por segunda vez en milenios, empecé a llorar. Lágrimas furtivas que primero me esforcé en contener, y a las que acabé dando rienda suelta. Caí de rodillas junto a mi mejor amiga, aferrando su mano con fuerza.
— ¡Qué patética Muerte que eres! — continuó la Tercera, ensañándose sin piedad con mi persona —. Siendo tan débil, ¿cómo esperas defender a aquellos que amas?
Tenía razón: estaba perdiendo el tiempo con la tristeza. Se había acabado eso de afrontar las cosas con serenidad. Lo que debía hacer era destruir de una buena vez a esa arpía. Darle el sueño eterno que merecía, para impedir que hiciera daño a nadie más.
Sin embargo, en cuanto me puse en pie, la mano de una moribunda Casandra se aferró a mi muñeca.
— N-no lo hagas — balbuceó, a medida que la erupción trepaba por su cuello —. Es justo lo que ella desea... Si la matas, la Cámara del Juicio se sellará. Carlos quedará atrapado aquí para toda la eternidad.
— ¡No voy a quedarme sin hacer nada! — protesté, llevado por la desesperación —. Te ha intentado matar... ¡Debe ser castigada!
La risa de Tisífone cortó el aire.
— ¡Bien hecho! ¡Hablas igual que yo! Parece que al fin he conseguido enderezar a mi hermanastro rebelde...
Los latidos desenfrenados de mi corazón se calmaron cuando la profetisa posó su mano sobre mi mejilla. El tacto de su piel era helador, como la de un muerto.
— Sí que hay algo que puedes hacer por mí, lo que mejor se te da... Acaba con mi sufrimiento — me pidió, su cuerpo retorciéndose en un nuevo espasmo.
Me quedé boquiabierto.
— Obséquiame la paz de la Muerte de la que siempre me hablaste.
Negué con la cabeza, retrocediendo a trompicones.
— No, no puedo hacer eso. Si lo hago, tú irás a parar al...
— ¡No me importa! — insistió, tendiéndome la mano con sus últimas fuerzas —. Bastante he huido ya de la muerte... No ha pasado un solo día en que no lamentara mi decisión de postrarme frente a tu hermana. Yo mejor que nadie debería haber sabido que no se puede escapar del destino.
Una última lágrima escapó de mis ojos, antes de que acabara tomando una decisión.
— Que así sea — musité, sintiendo cómo un vacío cargado de desgarro y alivio al mismo tiempo se instalaba en mi pecho. Justo en el lugar donde debería haber estado mi corazón.
— G-gracias...
Esas fueron sus últimas palabras. Antes de que posara la mano sobre su frente, imprimiendo el poder que ahora maldecía tener, cortando el hilo de su vida.
Hasta que Megera me detuvo.
— Nadie morirá hoy — afirmó, con una resolución que me dejó desconcertado.
El brillo del miedo en sus ojos se vio sustituido por una determinación que no recordaba haber visto antes en ella. Sin dudar un segundo, cercenó su vena cubital, y dio a Casandra a beber de su icor.
— ¿Qué crees que estás haciendo, hermana? — siseó Tisífone, materializando una nueva antorcha en su mano —. Yo he sido quien la ha ejecutado... Si ahora tú la salvas, ¿debo entender que estás desafiando mi voluntad?
La respuesta de la Segunda Erinia no se hizo esperar.
— En efecto, querida hermana. No permitiré que derrames una gota más de sangre en este lugar sagrado — respondió, alzando la barbilla en actitud rebelde.
Los labios de la Venganza se torcieron en una media sonrisa.
— ¿Cómo osas? — la interrogó, sus palabras recubiertas por una combinación de rabia e histeria —. ¿Crees poder vencerme, al igual que Alecto? Todo lo que hagas será en vano... Mi voluntad es inquebrantable.
— ¡Es momento de que te detengas! — exclamó la Segunda, al borde del llanto —. Este no es nuestro deber... Nosotras somos las encargadas de juzgar a los mortales, de hacer justicia con ellos, conducirlos a su redención. ¡Tú te has convertido en aquello que juzgas!
— ¡Yo soy la justicia! — clamó, al tiempo que sus alas brotaban de las profundidades de su espalda. Dos extremidades esqueléticas, sin membrana, pluma u ornamento alguno... Solo huesos ennegrecidos por el paso del tiempo.
Pertenecientes a sus víctimas.
— Como tu hermana mayor — continuó Megera, ajena al desprecio de su hermana —, te ordeno que te detengas. Te haré recordar cuál es tu lugar... Y empezaré obligándote a liberar a Carlos Espinosa.
— ¡Sigue soñando, hermana! No toleraré traidoras en mis filas. Pondré fin a tu vida, y me encargaré de torturarte por el resto de la eternidad, al igual que con Alecto — gruñó, adoptando una postura de combate.
En esta ocasión, fue Megera la que soltó una pequeña risa.
— Eso está por ver.
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