Capítulo 64: Moral y Muerte
10:03 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.
Tánatos:
Continué postrado frente a mis hermanas.
La marchita hierba me acariciaba las rodillas con suavidad. Gracias a mi presencia, la entera Cámara de Juicios había quedado sumida en la tranquilidad de la muerte: la agonía de aquellos seres esqueléticos había cesado, el fuego fatuo del techo titilaba, amenazando con extinguirse en cualquier momento. Incluso el rumor de las diecisiete cascadas se suavizó, tornándose en un leve murmullo.
A fin de cuentas, el Final siempre nos trae paz.
Las únicas que parecían ser inmunes a mi influencia, eran precisamente aquellas a las que deseaba tranquilizar. Sentadas en sus majestuosos tronos, mis hermanas mantenían una discusión acalorada. Las llamas verdosas de Tisífone las envolvían, formando la silueta de una jaula, de tal forma que ni una sola de sus palabras llegó a mis oídos.
Sin embargo, su lenguaje corporal lo decía todo.
Ambas parecían ser polos opuestos. Megera, encorvada y cabizbaja, exhalaba un terror primario, un miedo profundo que con toda seguridad le inspiraba la Tercera.
Siendo sinceros, no podía menos que compadecer la existencia de la Segunda Erinia... Obligada a soportar y seguir las despiadadas órdenes de la misma encarnación de la Venganza. Sin ninguna otra alternativa, dada la jerarquía de poder que las gobernaba.
Esta mostraba una actitud muy diferente.
Su indignación era palpable, una ira fría que estaba a punto de rebasar la frontera de sus ojos. Gesticulaba con avidez, señalándome primero a mí, y luego al joven que había quedado inconsciente sobre la hierba. Ese tal Carlos... Por el que todo el mundo mostraba tanto interés.
Ni siquiera sabía qué era lo que lo hacía tan interesante.
Había ido a buscarlo solo a causa de la promesa de un viejo amigo, unas esperanzas vanas susurradas al vacío por alguien en quien dejé de confiar hacía mucho. Sin embargo, si lo que Prometeo me reveló era cierto, entonces Espinosa era la clave. La persona que haría posible mi más anhelado deseo: volver a encontrarme con mi hermanita pequeña.
Con Eris.
Además, si lo que había sentido en el mundo mortal era verdadero... Debía estar en serios problemas. Viejas almas, espíritus atormentados a los que había ido a buscar miles de veces, se revolvían en sus tumbas. Se negaron a seguirme, a que les obsequiara la paz de la Muerte.
Y ahora una nueva fuerza los empujaba de vuelta al plano terrenal.
Para colmo, ello coincidía con otro suceso de lo más desagradable: la presencia de los Caídos en la Tierra. El alzamiento del Laberinto de Satán, el antiguo Primer Cielo, sobre la faz del plano mortal.
Si bien era cierto que aquella no era la primera vez que los ángeles expulsados por la Corte Celestial tenían contacto con el mundo humano, podría decirse que tenía un mal presentimiento. Un presagio ominoso que revoloteaba en el fondo de mi mente.
Hacía media hora, al encontrarme con Remiel cara a cara, mis temores no desaparecieron precisamente.
Como siempre, me encontraba en mi Purgatorio, esperando la llegada de un nuevo mortal. Las Tres Puertas de la Salvación gemían tras de mí, sus bisagras exhalando aullidos lastimeros. En especial las de Apranihita, a la que para colmo había que sumarle los quejidos de los muertos que en ella habitaban.
Solo otro día más de mi inmortal existencia. La vida que había elegido.
Hasta que una visita inesperada lo cambió todo. Las tres compuertas se abrieron de golpe, de par en par, a medida que las llamas del Meikai crecían sin control, destruyendo el suelo cristalino sobre el que me encontraba. Antes de que pudiera reaccionar, una única zarza brotó de las entrañas del Infierno, irguiéndose amenazante ante mí.
Las flamas se arremolinaron en el centro de la estancia, encendiendo la planta, que ardió sin consumirse. Exhalaba una luz divina, una presencia amable. Y de ella, surgió la voz de Prometeo.
Apenas habló durante unos segundos.
De hecho, ni tan siquiera tuve la oportunidad de responderle, dado que aquel fenómeno se deshizo cuán espejismo tan rápido como había llegado. La zarza ardiente se esfumó en una nube de polvo rojizo, como si nada hubiera sucedido.
Sin embargo, sus palabras lo cambiaron todo.
Fueron suficiente como para hacer que abandonara mi reino, el santuario fúnebre que había mantenido vivo a lo largo de milenios. Cerré sus puertas en apenas un par de segundos, sellándolas con una llave de obsidiana. Por alguna extraña razón, al introducirla en la cerradura, tuve un déjà vu.
La sensación de que no volvería a abrirlas jamás.
Luego, cometí un pecado aún mayor: invadí el Laberinto del Palacio de Knossos. El Purgatorio particular de mis hermanas.
Este lugar fue el precio a pagar por crear mis propios dominios ultraterrenales: si mi misión era otorgar luz y paz a las almas que caían al Infierno, la de las Erinias era castigar con mayor severidad los pecados, retener a las almas el mayor tiempo posible hasta condenarlas por la eternidad.
Paz y dolor. Luz u oscuridad. El equilibrio debía mantenerse.
No obstante, al penetrar por aquellos pasillos oscuros, plagados de podredumbre, moho y agua turbia, no pude evitar sentir una ligera punzada de culpabilidad. Y es que, por mi intento de salvar las almas de las personas, condenaba a muchas otras a un destino atroz. Ese era el precio a pagar... El coste que acepté asumir.
A veces me preguntaba qué habría dicho Sísifo si hubiera sabido lo que hice.
¿Estaría orgulloso de mí? ¿Volvería a dedicarme otra de sus sonrisas? Supongo que nunca lo llegaría a saber... A pesar de ser la misma Muerte, su alma estaba fuera de mi alcance. Recluida en el Tártaro, sufriendo un castigo atroz.
Una pena que no merecía.
Negué con la cabeza, tratando de sacarme a aquel hombre de la mente. Intentando olvidar el tiempo que pasamos juntos. Las noches en vela a mi lado, las veces que presenciamos el amanecer desde el acantilado...
¡Maldita sea! Estaba volviéndolo a hacer. No era el momento para ser presa de los remordimientos, ni tampoco de la melancolía.
Tenía una misión que cumplir.
Conforme me adentraba más y más en los pasillos del Laberinto, su quietud me dejó sorprendido. A decir de Prometeo, un gran caos se había desatado en este lugar... Sin embargo, todo parecía en perfecta y oscura armonía. Incluso llegué a dudar de las palabras del Protector de la Humanidad, del Ladrón del Fuego Divino.
Todo cambió al ver a Alecto.
Creo que sería prudente revelaros que me la encontré por casualidad. Caminando por un sendero de piedra recubierto por una tenue neblina, un arroyo serpenteaba a mi lado. Sabía que aquel era el camino a la Cámara de Juicios, el lugar al que el titán me indicó que debía ir.
No obstante, conforme me acercaba a él, un murmullo iba cobrando fuerza en el fondo de mi mente.
En un primer lugar no le di mayor importancia. Ni tan siquiera podía entender lo que decía. Poco a poco, una sarta de súplicas y peticiones de clemencia fueron cobrando forma en medio de aquel remolino de sonido. Palabras que me dejaron desolado.
La Primera Erinia se había metido en problemas.
Sus rezos hacia mi persona apenas eran susurros mal pronunciados bajo los borbotones de agua turbia y los cadáveres vivientes que la atormentaban. Pero fueron suficientes como para llamar mi atención.
Sin perder un segundo, liberé las almas de aquellos difuntos que se torturaban entre sí, permitiéndoles así partir en paz al Meikai. Y en el fondo del estanque, encadenada por una ristra de algas, encontré a mi hermana.
Su rostro hecho pedazos, su piel carbonizada... Un espectáculo grotesco.
Sané sus heridas con cariño, logrando devolverle su esplendor perdido, restándole importancia a sus agradecimientos. Deposité su debilitado cuerpo en uno de los silenciosos túneles de Knossos.
Una vez comenzó a respirar con normalidad, me animé a hacerle las primeras preguntas.
— ¿Q-qué te ha ocurrido, hermana? — inquirí, con voz trémula, entrelazando sus dedos con los míos.
Ella emitió un pequeño resoplido de molestia, un intento por camuflar el dolor que la estaba arrasando en esos momentos.
— Ya sabes... Cosas de Tisífone — contestó, encogiéndose de hombros, tratando de levantarse.
La detuve posando la mano con suavidad en su pecho.
— Déjalo salir — susurré, liberando mi poder.
Permití que mi energía fluyera hasta las puntas de los dedos, logrando propagarla al interior de Alecto, inyectando la calma en sus venas.
Ella opuso resistencia durante dos escasos segundos, antes de que la marea de emociones que la inundaba terminara por romper la presa que había construido en torno a su sentir.
— ¿Por qué me hace esto? ¿Qué he hecho yo para que me odie tanto? — gimió la Primera, abalanzándose sobre mí, las lágrimas fluyendo con libertad por su rostro —. Solo deseaba castigarlo...
— Cálmate... No es culpa tuya — musité, aceptando su abrazo, acariciando su sedoso cabello.
Alecto estuvo sollozando un rato más, dando rienda suelta al dolor que tanto se había esforzado por contener. Su maltrecho cuerpo temblaba contra el mío, amenazando con tirarme al suelo en cualquier momento. De hecho, ni siquiera le llegaba a la altura del pecho.
Pequeñas desventajas de mi forma infantil.
Sin embargo, podía comprender muy bien el dolor que la embargaba: el total rechazo de su hermana, aquella que solía amarla y reconfortarla. Incluso tuve que enjugarme una lágrima furtiva.
Solo de pensar que yo había provocado un dolor semejante y a mi hermana más querida... Hacía que se me partiera el alma.
Primero fue nuestra madre quien nos abandonó. Luego, el resto de la familia también nos fue dejando de lado. Al final, yo emprendí mi propio camino, dando por hecho que no quedaba nada a lo que aferrarse.
Y me olvidé de Eris.
Ella nunca supo aceptar mi marcha. Trató de venir a verme en muchas ocasiones, mas llegar a mi presencia no era sencillo, ni siquiera para los dioses. Por ello, optó por quitarse la vida. Una vez, empleando veneno, acompañada por Fobétor.
Solo logró que la rechazara una vez más. Que la devolviera a una vida que no amaba. En aquel entonces le fallé a ella... Era mi deber redimirme.
Y estar ahí para Alecto era una excelente forma de comenzar.
Regresando a la aludida, poco a poco sus lágrimas fueron escaseando, y al cabo de unos minutos, incluso dejó de hipar.
— Gracias, Tánatos. Creo que necesitaba desahogarme...
Le sonreí con aire tranquilizador. Era lo que mejor se me daba.
— Te entiendo. Tú solo procura relajarte. Venga... Vayamos juntos a la Cámara del Juicio — le propuse, tratando de guiarla en dirección al lugar.
Sin embargo, la Primera se negó rotundamente, un atisbo de pánico reflejado en el rictus nervioso de sus labios.
— No puedo volver allí — confesó, con temor mal disimulado —. Si Tisífone averigua que me has ayudado, nos matará a los dos.
— Sabes bien que soy más fuerte que ella... — comencé, mas mi hermana me interrumpió de súbito.
— Pero tu compasión te hace débil. Tisífone lo sabe y lo aprovechará para acabar contigo.
Fruncí el ceño con evidente disgusto.
Barajé varias posibles respuestas, todo para intentar convencerla de que me acompañara. Ojalá hubiera podido contradecir a Alecto... Sin embargo, su verdad era irrefutable.
Al fin y al cabo, si Tisífone descubría que la había salvado de su condena, quizá no se lo tomara muy bien. Empero, ¿cómo tolerar semejante injusticia? El trato que había recibido la Primera Erinia era denigrante.
La Tercera no tenía ningún derecho a ejecutar semejante castigo.
La Vengadora de Homicidios estaba fuera de control. Su falta de compasión, aquella crudeza con que condenaba a sus víctimas... Era más propia de un verdugo que una jueza.
— No puedo dejarte aquí sola, Alecto — traté de explicarle —, podrías correr peligro...
— No estaré sola — afirmó, de pronto algo nerviosa —. Si se lo pido, seguro que él viene a buscarme.
— ¿Él? — inquirí, levantando una ceja en gesto interrogante.
El rubor de las mejillas de mi hermana confirmó las sospechas que albergaba. E hizo que mi corazón explotara de felicidad.
— ¿Acaso hay alguien en tu vida? — la interrogué, emocionado.
Ella asintió, esbozando una débil sonrisa, frotándose las manos. Una sonrisilla tonta elevó las comisuras de sus labios, sus ojos dorados chispeando de esperanza.
— Así es... Ese es el motivo de mi enfrentamiento con Tisífone. Ella no lo aprueba.
Sentí cómo mi alegría se tambaleaba.
— Alecto... ¿no irás a decirme que te has enamorado de un mortal?
Yo sabía lo que era eso. Y creedme, no se lo deseo a nadie. Siendo un dios como soy, puedo aseguraros que no existe experiencia más dolorosa que el venir a buscar y acompañar a tu amado a su destino final.
— No, no. No es nada de eso. Él es un ser divino, como tú y yo.
— ¿Un ser divino? — repetí, un tanto confuso. ¿Se trataría de una deidad? ¿Un semidiós, tal vez? Eso explicaría el enfado de Tisífone...—. ¿Y cómo planeas hacerlo venir?
Sin mediar palabra, ella se llevó la mano al cuello, mostrándome un pequeño colgante. El brillo de la esfera plateada centelleó en medio de aquella oscuridad, el delicado sonido de una campanilla rasgando el aire.
Me quedé sin aliento.
— ¿Un Llamador de Ángeles? — pregunté, atónito.
No veía uno desde la Titanomaquia...
De hecho, tenía entendido que todos habían sido destruidos en aquel entonces. Objetos como aquel, capaces de abrir fisuras en el tejido de la realidad, portales a los mismísimos Cielos, eran demasiado peligrosos. Si uno caía en las manos equivocadas...
La Creación podría acabar Renaciendo.
— Está dañado — se apresuró en aclarar Alecto, algo retraída por mi reacción —. Ya no sirve para invocar a la Corte Celestial... Pero sí a uno de sus antiguos miembros.
Mi mirada, fija en aquel invocador divino, pasó a los ojos de mi hermana de súbito.
— ¿Antiguos miembros?
Ella se removió incómoda.
— Lo descubrirás ahora.
Y sin más dilación, lo agitó en el aire.
La delicada esfera de plata estaba compuesta por una serie de ornamentos, pequeñas tallas de ángeles que se entrelazaban de forma grácil. El metal irradiaba un brillo divino, un aura luminosa similar a la de los querubines. Y la campanilla que contenía emitía un sonido glorioso, un canto que se equiparaba a ver los Cielos abrirse ante ti.
Ante mi atónita mirada, el espacio ante nosotros comenzó a distorsionarse.
La piedra se plegó en ángulos antinaturales, resquebrajándose hasta el punto de crear un portal de luz. Una abertura triangular de la que brotaron plumas blancas que anegaron el corredor de un resplandor prístino.
De aquella abertura, surgió la figura de Remiel.
— ¿Me has llamado? — preguntó el Caído, una cálida sonrisa revoloteando en sus labios.
Alecto enrojeció más, si cabe.
— Y-yo... Quería verte.
— Pues aquí estoy, mi amor — respondió él, esbozando una galante reverencia. Sin embargo, su felicidad quedó congelada al verme.
Un brillo frío destelló en sus ojos, al tiempo que adoptaba una postura defensiva.
— ¿Qué hace él aquí?
No pude evitar reprimir una carcajada.
— Después de tanto tiempo, ¿eso es todo lo que tienes que decir, Remiel?
Él se cruzó de brazos, como un niño molesto.
— No tengo nada que hablar contigo, Muerte. De hecho, debería exterminarte, aquí y ahora — me amenazó, materializando un hacha en el aire. Su empuñadura dorada se asemejaba a un rayo congelado en el tiempo, y el filo era la viva encarnación de una furiosa nube de tormenta.
Las vetas del mango del arma parecían vibrar con una energía contenida, como si estuviera al borde de desatar la tormenta que residía en su interior. Su hoja se retorcía y ondulaba como formaciones nubosas en medio de un ciclón, pequeños rayos bailando en su superficie.
De ella brotaba una ligera neblina, cargada de electricidad estática y un tenue aroma a ozono que no auguraba nada bueno.
Era Astraphel, la poderosa arma forjada a partir de fuego fatuo, capaz de destruir un alma por completo. Bañada en la sangre de Crio, Epimeteo y Océano.
Debería haber sentido miedo, en especial cuando el Caído me apuntó con su arma ominosa. Con la hoja del Trueno del Demiurgo, la que partió el Monte Otris en dos. Sin embargo, por más incongruente que parezca, me eché a reír.
Y mis razones tenía.
— Dudo mucho que seas capaz de herir a nadie así vestido — repuse, siendo irónico casi sin querer. Es lo que tiene convivir durante miles de años con la diosa de la Discordia... Todo se pega menos la hermosura.
Además, lo siento, pero es que me lo había puesto demasiado fácil...
¿Cómo se le ocurría presentarse así? ¿Acaso sus hermanos no le exigían un mínimo de vestuario? Aunque solo fuera por protección... Pero no. Llevaba una camiseta negra sin mangas, combinada con una chaqueta del mismo color, y unos vaqueros rasgados. Por los dioses, ¡incluso iba descalzo!
Su despeinado cabello rubio entrecano contrastaba con sus profundos ojos azules, y su tez aceitunada.
— ¡Remiel, para! — intervino Alecto, impidiéndole avanzar un solo paso más —. Él me ha salvado.
Al escuchar sus palabras, el Caído se detuvo, a la espera de una explicación. Su mirada voló de su amada a mí. Pude sentir cómo, en el fondo de sus ojos, batallaban amor y odio.
— Estábamos juzgando un nuevo pecador... Carlos, creo que se llamaba.
El Caído esbozó una sonrisa traviesa, olvidándose de mi presencia.
— ¿Era guapo?
La Erinia se sonrojó más, si cabe.
— Un poco, sí...
— ¿Debería estar celoso? — bromeó él, cruzándose de brazos.
Alecto soltó una pequeña risita de pura diversión. Un sonido alegre y genuino que llenó aquel oscuro corredor, reverberando en cada esquina. Se la veía tan feliz con aquel ángel... Sin importar si era un Caído o no.
Sin embargo, toda dicha se desvaneció al iniciar la parte oscura de su relato.
— Tisífone se enfureció — continuó la Moral, su voz temblando de forma casi imperceptible —. Me enfrenté a ella, como me recomendaste...
Los ojos del ángel se desorbitaron.
— ¡No me refería a que pelearas con ella! Te dije que mantuvieras una conversación, que intentaras arreglar vuestra relación, estrechar lazos fraternales de nuevo — protestó.
La Primera esbozó una sonrisa débil.
— Opté por algo más literal.
Acto seguido, se desplomó.
O al menos, lo habría hecho, de no ser porque Remiel la capturó al aire, sosteniéndola entre sus robustos brazos. Alecto dejó que la apretara contra su pecho, hundiendo los dedos en su cuello, disfrutando al ver cómo el ángel se sonrojaba ante su cercanía.
Nunca dejaría de impresionarme la inocencia de aquel Caído.
— No quiero imaginarme lo que te haya podido hacer — le susurró a mi hermana, depositándole un beso fugaz en la frente —. Pero ahora ya estás conmigo... No permitiré que nadie te haga daño de nuevo. Jamás.
Sin perder un segundo, la alzó en volandas, cargándola en brazos, y se dispuso a cruzar con ella el luminoso portal.
— Te llevaré a un lugar seguro... Donde podremos estar juntos.
— ¿Juntos? — inquirió Alecto, inclinándose peligrosamente hacia la boca del ángel.
En el último segundo, Remiel se apartó, rojo como un tomate, logrando que mi hermana esbozara una pequeña mueca de decepción.
— Y-ya lo hemos hablado... Quiero que mi primer beso en esta era sea especial — balbuceó el Caído, algo incómodo por la situación.
Para mi sorpresa, la Moral le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
— Te esperaré lo que haga falta.
Ambos caminaron unos pocos pasos más, y cruzaron el umbral de luz. Sus siluetas se desdibujaron hasta desvanecerse, si bien segundos después la voz de Remiel atravesó la fisura.
— Tánatos... Sabes lo mucho que te odio — comenzó, su voz impregnada de una rabia fría que contrastaba con su ardiente romance por mi hermana —. Sin embargo, has salvado a la mujer que amo. Por ahora, te dejaré ir.
Un escalofrío de terror me recorrió de los pies a la cabeza.
— No obstante, la próxima vez que nos veamos, no tendré clemencia. Te rebanaré el cuello con Astraphel.
— ¿Por qué? — inquirí, casi sin aliento.
Pude adivinar que el ángel estaba sonriendo.
— Ya lo sabes, conoces mi sueño. Algún día, la muerte dejará de ser un obstáculo para la humanidad. Por de pronto, te aconsejo que no te acerques demasiado al plano terrenal. Pronto habrá grandes cambios allí...
Y con estas desconcertantes palabras, el triángulo de luz se desvaneció, sumiéndome de nuevo en las sombras.
Ahora todo dependía de que pudiera librar a un pelirrojo de una condena atroz. De lo contrario... La Tierra misma estaría condenada. La mano de Lucifer ya había comenzado a extenderse en el mundo humano, proyectando una alargada sombra de destrucción y caos.
La cuestión era, ¿cuánto tiempo sería capaz de aguantar la humanidad antes de sucumbir a la ira del Lucero del Alba?
Esperaba no tener que descubrirlo.
***
Nota del autor: Os adjunto las siguientes cuatro posibles ilustraciones del personaje de Remiel. ¿Qué os parecen? ¿Os lo imaginabais así? ¿Cuál es vuestra favorita? ¡Os animo a que me dejéis vuestra opinión en comentarios?
PD: También os dejo una posible ilustración de Astraphel en la galería del capítulo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro