Capítulo 63: Venganza y Vasallaje
10:11 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.
Irene:
Eris pesaba como un muerto.
Su cuerpo pálido se retorcía entre mis brazos, jadeando de dolor. Lo cierto es que no podía comprender cómo seguía viva, sin herida alguna (obviando sus dos piernas rotas). La Mujer del Llanto nos había atacado a ambas por igual, y por mi parte, puedo decir que muy entera no me encontraba.
Todos mis huesos parecían haberse puesto de acuerdo para hacerse puré en aquel instante, dejándome inmovilizada, sosteniendo lo que pronto sería el cadáver de una diosa. El recuerdo de las llamas demoníacas lamiéndome la piel todavía seguía fresco en mi memoria.
En especial, en la parte del rostro que me había calcinado.
A ver, nunca había sido ninguna belleza... Pero es que ahora la mitad de mi cara se había convertido en una pasta negruzca que se derramaba a borbotones. Las quemaduras que la atravesaban serían mínimo de tercer grado, y lo que es peor: me continuaban afectando.
Lo poco que quedaba de mi dermis burbujeaba, como si las ya extintas flamas siguieran penetrando mis tejidos. A este paso, pronto mi cráneo quedaría visible. Mirando el lado positivo, por lo menos había dejado de dolerme. Desde el momento en que las terminaciones nerviosas fueron arrasadas, ya no padecí tormento alguno.
Solo una desconcertante calma, cansancio y el clásico pitido en los oídos... Mientras la cara se me caía a trozos.
La voz de Laura me sobresaltó.
— ¿Estás bien? — inquirió, con una resolución que no recordaba haber visto antes en ella.
Aún blandía esa hermosa lanza de hielo, cuyo poder parecía haber sido el responsable de encerrar a nuestra enemiga en una cárcel de agua. En efecto, cuando alcé la mirada, pude comprobar que la Mujer seguía en el interior de la esfera, flotando a la deriva. Inconsciente e indefensa.
La sed de sangre se apoderó de mí de golpe.
Las ganas de matarla, de desgarrar su carne, arrancarle los huesos y hundir los dientes en su médula. Ella se había atrevido a engañarme, a hacerse pasar por mi prima, a jugar con mis sentimientos... El odio que experimentaba era tan grande que creí que me desgarraría el corazón.
Era similar a una marea de oscuridad, sombras que circulaban por mis venas y se estaban apoderando de mi ser.
Sin pensarlo dos veces, tiré a Eris sobre los adoquines. La deidad emitió una sarta de gemidos lastimeros al golpearse la cabeza, los cuales me dediqué a ignorar de la que me abalanzaba sobre nuestra enemiga. Si acababa con ella, pondría fin a todo. Y de paso, viviría una experiencia muy placentera...
Pero Laura me cerró el paso enarbolando su prístina arma.
— De ninguna manera — negó, apoyando una mano sobre mi pecho.
Me retorcí con desesperación. Necesitaba hacerlo... Quitarle la vida a alguien. De lo contrario, me volvería loca.
— ¡Déjame pasar! — exclamé, apartando la lanza de un empujón.
Mi mejor amiga reaccionó propinándome una sonora bofetada.
— ¿Qué mosca te ha picado, Ire? — me reprendió, el enfado empañando la alegría de sus ojos —. Esto no está bien. ¡Tú no eres así!
Retrocedí, llevándome las manos a la cabeza, tratando de controlar ese impulso macabro. Imaginaba lo que podría hacer con su cuerpo, cómo torturarla... Las imágenes me asaltaban una tras otra, y me hacían retorcerme de siniestro gozo.
— Ella es nuestra enemiga — alcancé a murmurar, en busca de una excusa para dejarme llevar —. Si no la matamos ahora, estaremos desperdiciando nuestra mejor oportunidad.
Lejos de amedrantarse por mi actitud, Laura me sujetó el rostro con ambas manos, y me obligó a dirigir la mirada hacia la que pronto sería mi primera víctima.
— ¡Mírala! Ella es Lorea. Tu prima, la única familia que te queda.
Le propiné un codazo en las costillas, escapando de su yugo. Antes de que pudiera reaccionar, acorté la distancia que me separaba de la esfera, tomé un pedazo de piedra del suelo, y empecé a aporrear sus paredes de agua.
— Asúmelo, ¡Lorea está muerta! Ella es la Mujer del Llanto. Debemos eliminarla — estallé, intensificando mis golpes.
Pero la chica de pelo azul no estaba dispuesta a rendirse.
— ¿Y si ella sigue viva allí dentro, luchando? — insistió —. Debemos darle el beneficio de la duda.
La interrumpí con una carcajada amarga.
— No seas ingenua... Eso solo fue un intento suyo de manipularnos. ¡Y bien que le funcionó contigo! Podríamos haber muerto por tu culpa — le espeté, logrando sumirla en un silencio motivado por su vergüenza. Había dado con una fibra sensible —. La esperanza no es más que una ilusión. Un acto de ignorancia.
Tras unos largos segundos, su réplica logró que me detuviera.
— ¿Y qué me dices de lo de antes? Cuando se ha hecho pasar por ella, has afirmado que no te importaba quién fuera... Que solo querías verla morir.
Fue como si hubiera despertado de un sueño.
El trozo de adoquín se deslizó por mi mano húmeda hasta repiquetear contra el suelo. Por primera vez, el frío me asaltó, cada gota de lluvia más helada que la anterior. Alcé la cabeza hasta encontrarme con los rayos de la tormenta, breves destellos luminosos que surcaban aquel manto gris y sombrío.
— Sabía que no era ella — mentí, mi voz temblando.
Porque sí la había creído.
Al escucharla hablar de aquel día, en el acantilado, no me quedó ninguna duda de que estaba hablando con mi ser más querido. Supe que, vete tú a saber cómo, había logrado evadir el control de un espectro vengativo. Su coraje logró incluso conmoverme, despertando una pizca del amor que una vez sentí por ella.
Sin embargo, no me había detenido.
Ese mísero afecto nada había podido hacer frente a la rabia que me embargaba. Un sentimiento de enfado que me nubló la mente. Y es que por su culpa había acabado aquí, en este pueblo. Llena de problemas, y todo porque mi prima "la inteligente" decidió acostarse con el pelirrojo más promiscuo habido y por haber, sin tomar ningún tipo de precaución.
Luego, ¡sorpresa! Había tenido que lidiar con su estúpido embarazo, soportando las llamaditas diarias que me hacía, primero triste por tener que dar a su hijo en adopción, luego desesperada por escapar del padre que había resultado ser un verdadero psicópata.
Un maníaco que también me había manipulado a mí. Que me había robado los que quizá fueran los momentos más especiales de mi juventud, mi fe en el amor... Dejándome completamente hecha polvo.
De nuevo por su culpa.
Así que, sí, creí que era ella. Y no me importó en lo absoluto. Porque al final, todo este odio me hizo comprender una amarga verdad: Lorea era como el resto. Me había utilizado cuando le había convenido, para luego desecharme. Traicionarme igual que Laura lo hizo.
Por tanto, mira, ya no podía decir que solo tuviera un miembro en mi familia que me quisiera. Con esto, me quedaba mi prófugo padre, la borracha de mi madre que iba de novio en novio (o clientes, como ella los llamaba) y los tíos más fríos y distantes que una pudiera desear.
Una estampa de película.
— ¿De verdad es esto lo que quieres? ¿Lo que la verdadera Irene quiere? — me interrogó Laura. Sumida en mis pensamientos como estaba, ni siquiera me percaté de lo cerca que estaba de mí hasta que posó su mano en mi muñeca —. Si es así no te detendré.
No cabía duda de que deseaba matarla. Con todo mi ser.
Sin embargo, ¿hasta qué punto era mi verdadera voluntad? Las palabras de Eris sobre la oscuridad que había filtrado en mi interior resonaron en mi mente... ¿Ahora esas sombras serían parte de mí? ¿O acaso existiría alguna forma de deshacerme de ellas?
De ser así, no dudaría. Lo daría todo con tal de poder ser la de antes.
— Ven... Siéntate y cuida tus heridas — continuó mi amiga, alejándome con pasos tambaleantes de la esfera de agua.
Caí al suelo, justo al lado de la diosa. Las gotas de lluvia resbalaban por su rostro inexpresivo. Su piel fría estaba tachonada de pequeñas grietas, fisuras que supuraban un líquido negro y espeso, que se evaporaba al contacto con el suelo. Pálida como una muerta, me apresuré en buscarle el pulso.
Solo para descubrir que no tenía.
— L-laura — tartamudeé, contemplando fijamente los ojos cerrados de Eris —. Creo que ha muerto...
Al escuchar mis palabras, la deidad se incorporó como un resorte.
— ¡Más os gustaría a vosotras! — se quejó, dirigiendo la mano hacia sus heridas.
Retrocedí, un ligero terror abriéndose camino en mi pecho.
— ¡Estás viva! — exclamé, sin saber si alegrarme o entristecerme. Es cierto que habíamos peleado juntas... Pero todo este lío se había producido por su culpa. Solo el pensarlo me enfurecía. Ella era la que había introducido la oscuridad que palpitaba por mis venas.
Y me aseguraría de que pagara por ello.
— ¿No habías dicho que no tenía pulso? — inquirió Laura, con el ceño fruncido.
Eris le quitó importancia con un gesto de la mano.
— ¡Mirad la situación en que nos encontramos! — vociferó, abarcando la truculenta escena con los brazos —. ¿En serio estas cosas os siguen sorprendiendo?
En respuesta a la penetrante mirada de mi amiga, la diosa resopló.
— Está bien... Sí, el corazón ha dejado de latirme. Porque en teoría ya no tengo. Mi forma física ya no es la de una mortal — explicó —. Lo que veis ahora es mi manifestación más pura. La oscuridad a partir de la que mi madre me dio forma, y que he hecho que adopte esta silueta.
Parpadeé un par de veces, sin poder procesar del todo bien aquella información. Su cuerpo era idéntico al que había mostrado hasta la fecha. Igual al de cualquiera de nosotras. No podía ser posible... ¿O sí?
— Permitidme que os lo demuestre — proclamó, de forma algo teatral, posicionando ambas manos sobre los pálidos huesos que le sobresalían a la altura de las rodillas.
Al contacto con ellos, las heridas se desvanecieron. Sus piernas volvieron a la normalidad como si nada hubiera sucedido... Salvo por las profundas grietas que surgieron en sus muslos, y que la diosa trató de esconder.
Puede que ya no fuera humana, sin embargo, seguía siendo igual de vulnerable. Quizá incluso más que antes.
Justo cuando Eris se disponía a seguir fardando de aquel nuevo poder, su mirada se detuvo en la esfera de agua situada en medio de la plaza. Para ser concretos, en la figura inmóvil de Lorea. Sin poder evitarlo, la deidad se relamió los labios, buscando con la mirada su Manzana Dorada.
— Veo que habéis hecho un buen trabajo en mi ausencia — comentó, esbozando una sonrisa pícara —. ¿Rematamos la faena de una vez por todas?
Al momento en que dio un paso adelante, Laura se interpuso, su helada lanza en ristre.
— Ni lo sueñes... No voy a permitir que le pongas un dedo encima a Lorea.
— ¡Déjate de sentimentalismos absurdos! — estalló Eris, apartando el arma —. ¡Está poseída! Y no tenemos tiempo para exorcismos. La matamos y punto — resolvió.
Mi amiga me suplicó ayuda con la mirada, y, pese a compartir el punto de vista de aquella furcia que decía ser una diosa, me decidí a intervenir. Aunque solo fuera por llevarle la contraria.
— Laura tiene razón. No podemos arriesgarnos a quitarle la vida. Si tenemos una oportunidad de recuperar a Lorea, debemos aprovecharla.
La Discordia me miró de hito en hito, casi sin poder creer lo que veía. En aquel instante me imaginé las mil cosas que podría haber dicho, todos los comentarios sarcásticos que podría haber soltado. Como se suele decir, la realidad superó a la ficción.
Y me hizo arder de rabia.
— ¿Qué haces defendiendo a esa lunática? — inquirió, con una mueca pensativa —. Introduje una gota de oscuridad en ti... A estas alturas ya deberías haberte vuelto loca y matado a la mitad de este pueblo.
Di un paso al frente, el odio y sed de sangre martilleándome las sienes.
— ¿Qué has dicho? — siseé, temblando de ira.
Pero la diosa no me dio la menor importancia. De hecho, continuó con sus cavilaciones ajena a mi enfado.
— ¿Quizá me equivoqué con la dosis? Hacía demasiado tiempo que no corrompía a alguien... A este paso, no va a ser nada divertido — gimoteó, jugueteando con un mechón de su cabello rubio.
Aquella fue la gota que colmó el vaso.
¿Diversión? Yo me estaba retorciendo de agonía, luchando por no ceder frente a la sed de sangre que amenazaba con consumirme... ¿Y a ella le parecía divertido? ¿Por eso lo había hecho? ¿Para entretenerse? ¿Quién se creía que era como para jugar con mi vida así? ¿Como para torturarme de semejante manera?
Le demostraría cuál era el verdadero poder de la oscuridad. De paso, a lo mejor lograba obtener las respuestas que necesitaba para sacármela de encima. Dos pájaros de un tiro.
Por eso mismo me abalancé sobre ella, y comencé a asfixiarla.
— ¿¡Qué me hiciste!? — la interrogué, haciéndola caer de espaldas al suelo. Mis manos desnudas se cerraron con fuerza en torno al esbelto cuello de Eris, robándole el aliento.
Pese a todo, ella se las ingenió para comenzar a reír.
— ¡Esto es lo que quería ver! — gritó, un brillo triunfal despuntando en sus ojos carmesíes —. Muéstrame hasta donde estás dispuesta a llegar, delegada.
Gruñí de rabia, sabiendo que estaba dándole justo lo que quería. Mas ya era incapaz de detenerme. No pararía hasta verla muerta.
Y desde luego, ella no me ayudaba a calmarme.
— ¿Esa es toda la fuerza que tienes? — se burló, de la que ponía los ojos en blanco —. ¿Ya has olvidado cómo te humillé delante de todos? Te robé a tu novio... Que por cierto, menudo desperdicio. Como amante todo un cero a la izquierda — parloteó, sin importarle el daño que le estaba haciendo —. Aunque teniendo en cuenta su actitud ansiosa, deduzco que no llegaste a acostarte con él. Tendrías que haber visto su cara... ¿Víctor, se llamaba? Yo le di justo lo que quería — concluyó, con una sonrisa maliciosa.
Si esperaba cabrearme, cumplió su objetivo con creces.
Siendo sinceros, aquel imbécil que tuve por novio no fue más que un intento de evasión. Necesitaba olvidar todo lo que sucedió hacía un par de años. El corazón que Carlos se encargó de romper en pedacitos.
Cuando llegué a aquel pueblo de mala muerte, Víctor se presentó. Era alto, guapo, popular... Tuvimos una primera cita en la que me susurró un par de palabras bonitas sacadas de una página web para ligar, y luego me pidió salir. Pasamos por todas las etapas convencionales de un romance de instituto. Pero nunca llegó a importarme de verdad.
Sin embargo, su traición sí me dolió.
Ya hacia el final de nuestra "relación" me pareció notar un cambio en él. Una preocupación sincera brillando en sus ojos. Un instinto protector adorable. Una química que no recordaba haber sentido antes a su lado. Pensé que, por obra de un milagro, la mentira se había acabado tornando en verdad.
Por supuesto, todo resultó ser falso. Eris se encargó de dejármelo bien claro. Y en parte, hasta se lo agradecía.
— ¿Y qué me dices de las amigas que te vendieron? Laura me contó todos tus sucios secretos solo por la vana promesa de que atraería a Carlos a su lado. ¿Se puede ser más patética?
Apreté todavía más.
— Chicas... — nos llamó la aludida, su voz crispada por la tensión, y algo más.
Miedo.
— Maté a Torres con mis propias manos, atravesándolo con la Manzana Dorada que has visto blandir a la Mujer del Llanto — se carcajeó la Discordia, aunque algo más sofocada. Parece ser que mis esfuerzos estaban dando resultado —. Se retorcerá por toda la eternidad en su interior, atrapado en un ciclo de sufrimiento sin fin.
Aquello era demasiado. Ese hombre nunca hizo daño a nadie. Si esperaba que me quedase quieta oyendo esas monstruosidades, la llevaba clara.
— ¡Malnacida! — la insulté, imprimiendo toda la fuerza posible a mis tambaleantes manos.
Y entonces sucedió.
Una tenue aura negra surgió de las entrañas de mi ser, hasta envolver por completo mi figura, suspendida a pocos milímetros de mi dermis. Una oleada de energía nerviosa y enfermiza me sacudió de los pies a la cabeza. Las palabras de Eris cesaron de inmediato. Justo cuando su garganta empezó a agrietarse, pedazos de su piel desprendiéndose cuán porcelana.
Los gritos de Laura al fin llamaron nuestra atención.
— ¡Basta! — exclamó, logrando atraer nuestras miradas.
Lo que vimos fue desolador. Tanto, que incluso liberé a la Discordia, olvidando el rencor que sentía hacia ella.
La lanza de hielo que hasta ahora había estado esgrimiendo parecía emanar una energía extraña. Su silueta ondulaba en el aire, desvaneciéndose para luego volverse a formar en cuestión de segundos.
— Algo extraño le está ocurriendo a Hyalaris... — musitó mi amiga.
Al oír aquel nombre, los ojos de Eris se abrieron como platos.
Pero ya era tarde. Un resplandor etéreo envolvió al arma, resquebrajando la escarcha que la componía. Laura se vio obligada a soltarla, sus manos quemadas por la fuerza de aquella luz. Ante nuestras atónitas miradas, su tamaño fue menguando progresivamente.
Hasta convertirse en una pequeña daga helada.
Su empuñadura estaba tachonada con una perla, y el irregular filo parecía ser la pesadilla de cualquier persona con miedo a las agujas. Sin embargo, Hyalaris había dejado de emitir aquella poderosa aura. Esa abrumadora fuerza que había llenado la plaza.
Y que estaba conteniendo a nuestra enemiga.
— ¡Corred! — exclamé, contemplando cómo la Manzana Dorada volaba al interior de la esfera de agua, que, segundos después, estalló en mil pedazos.
Sin perder un segundo, mi amiga recogió su lanza / daga, y ambas (seguidas de la molesta Eris), echamos a correr en dirección a la salida del lugar. En mi defensa, debo decir que acortamos la distancia bastante rápido, teniendo en cuenta la paliza que habíamos recibido.
En cuanto planté un pie en la calle, la voz de la Mujer del Llanto cortó el aire.
— ¡Cuántas oportunidades habéis perdido! — resopló, su voz cargada de una mezcla de altanería y desprecio —. Debisteis haber hecho caso a mi ama Eris... Y todo por un mero Soma, un cuerpo como cualquier otro. ¿No os avergonzáis de vosotras mismas?
Laura detuvo la carrera, y se giró para encararla. Eris y yo la imitamos. Nos encontrábamos a una distancia prudencial, de unos diez metros... Estábamos a salvo.
O eso creía yo.
— ¡Nunca! La compasión no es algo de lo que avergonzarse — proclamó mi amiga, dando un paso al frente —. Todo el mundo puede cambiar con el paso del tiempo, si se le da una oportunidad.
Eris se rio por lo bajo, ganándose una de mis miradas fulminantes.
— Sobre todo Carlos — masculló, logrando que las mejillas de Laura se colorearan.
La réplica del espectro fue, cuanto menos, contundente.
— La compasión solo es un obstáculo, un bache que hay que superar para obtener la victoria — afirmó, caminando en dirección contraria a la nuestra hasta alcanzar el pozo que presidía la plaza. El lugar donde la habían asesinado junto con su hijo siglos atrás —. O en mi caso, la venganza.
De un tirón, desgarró la tapa de madera que recubría aquella fosa. Posicionó la Manzana Dorada justo sobre ella, dejando que las ondas de luz se propagaran en su interior. ¿Qué pretendía?
Lo averiguamos segundos después, cuando dejó caer la fruta.
— ¿Te vas a despojar de mi... tu arma? — la interrogó Eris, perpleja.
La Mujer del Llanto respondió con una carcajada estridente.
— Te dije que lo espectacular llegaría después, ¿verdad, ama? — comentó el espíritu, guiñándole un ojo a la Discordia —. ¡Pues el momento ha llegado!
Retrocedí un paso, sin saber si debía echar a correr, o quedarme a presenciar lo que estaba a punto de suceder. Una especie de tensión se había apoderado del aire, un silencio cargado de presagios que logró incluso que la tormenta pasara a un segundo plano.
— ¿No vas a perseguirnos? — inquirí, desconfiada.
La Mujer no estaba precisamente desarmada. Ese maldito pentagrama de su frente había invocado aquellas llamas... Las que casi acaban conmigo. Sin lugar a dudas, si así lo deseaba, podría acabar con nosotras.
Con el inmenso poder de Hyalaris fuera de combate, las tres seríamos una presa fácil. El combustible idóneo para encender una bonita hoguera demoníaca.
— No será necesario — contestó el espectro, con una despreocupación que me dejó pasmada —. No perderé mi tiempo con insectos como vosotras... Dejaré que los Atormentados se encarguen de ejecutaros.
Antes de poder preguntar, se desató un infierno.
El suelo de la plaza se resquebrajó, estallando en mil pedazos de roca que cortaron el aire. Rayos de luz dorada emergieron de las grietas, alzándose hasta alcanzar el firmamento. La luz desdibujó los contornos de los edificios, engulléndolo todo a su paso. Incluso la Mujer del Llanto se desvaneció, esbozando una sonrisa triunfal.
— ¡Salgamos de aquí! — exclamó Eris, tirando de nuestros brazos.
De no haber sido por ella, quizá no habríamos reaccionado a tiempo.
El resplandor avanzó inexorable, trazando un semicírculo perfecto. En medio de nuestra frenética huida, gracias a una mirada de reojo, pude atisbar los contornos de una nueva edificación. Una especie de palacio que surgía de las entrañas de la tierra, fusionándose con la luz de la Manzana Dorada.
Lo peor llegó al ver los destellos azules.
Pequeños hilillos de lo que parecía ser fuego surcaban el aire, emergiendo de cada cráter y grieta. Estaban por todas partes, sobrevolando los cielos, esparciéndose por todo el pueblo. Serían cientos, puede que miles.
Al verlos, Eris ahogó una exclamación.
— ¿Qué son? — preguntó Laura, con voz trémula.
La Discordia empalideció al respondernos. Su temor era palpable.
— Almas... Los espíritus de personas que no han sido capaces de encontrar el camino al Más Allá. Aquellos que anhelan un profundo deseo que los ata al plano terrenal.
Ellos eran los Atormentados. El ejército de la Mujer del Llanto.
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