Capítulo 62: Muerte y Represalias
09:39 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.
Carlos:
Era un niño.
De apenas ocho años, pelo negro y ojos de un azul eléctrico, el infante permanecía inmóvil sobre el prado, observando a ambas Erinias con una expresión pacífica. Había emergido del mismo suelo, provocando que la isla sobre la que reposábamos se escindiera en dos mitades perfectas.
— Megera, Tisífone, es un placer veros de nuevo — saludó el recién llegado, hincando una rodilla en el suelo —. Os pido que me disculpéis por mis modales...
La Segunda negó con la cabeza, una chispa de afecto refulgiendo en su severa mirada.
— No te preocupes, querido hermano...
— Hermanastro — le corrigió Tisífone, con expresión tensa. Los nudillos se le habían quedado blancos de apretar con fuerza la empuñadura de su antorcha.
Contemplé el panorama que me rodeaba, sin saber muy bien cómo reaccionar.
Ese niño, hermano de las Erinias, acababa de irrumpir en la Cámara de Juicios, y a todos los efectos me había salvado de ser condenado. Sin embargo, ¿cómo podía saber que no era otro de los macabros juegos de mis captoras? A lo mejor habían optado por traer un invitado para darle emoción al asunto.
Ajeno a mis pensamientos, el menor continuó hablando.
— ¿Dónde está Alecto? Hace mucho que no la veo — comentó, paseando la mirada por la sala. Sus ojos se detuvieron un instante en los restos del trono de la aludida.
De nuevo, la Tercera tomó la palabra.
— Alecto ha tenido que ausentarse — explicó, un deje de nerviosismo reflejándose en su forma acelerada de hablar.
El chico alzó una ceja.
— ¿Y has tenido tú que ver algo con su ausencia, hermana?
La Segunda se apresuró en salir en defensa de su líder.
— ¿Qué te hace creer eso? — inquirió, aparentando una indignación a todas luces forzada.
Él respondió con una risa suave.
— Son muchos años juntos, conviviendo en el mismo Purgatorio... Los rumores llegan. Además, conozco bien el temperamento de la Tercera Erinia — comentó, con un deje casual que me dejó algo desconcertado.
Cierto es que se le notaba algo molesto... Pero su voz no traslucía un enfado profundo. Tampoco esa rabia o agresividad inherente a sus hermanas, que lograba que los pelos se te pusieran de punta solo con verlas.
Para ser sinceros, su presencia me resultaba incluso relajante. Daba la sensación de estar suspendido en un oasis de calma. Algo que recordaba haber sentido antes. Para ser concretos, cuando morí.
Y es por eso que no me sorprendí lo más mínimo cuando Tisífone lo llamó por su nombre.
— ¿Qué te trae por aquí, Muerte? ¿Has venido a presenciar cómo condenamos a este enfermo? — lo interrogó, con una pequeña sonrisa de suficiencia.
La respuesta de la deidad me dejó sin aliento.
— He venido para traerlo de vuelta a la vida — suspiró, atusándose el rizado cabello —. Ahora que he sanado las heridas corpóreas que recibió, su mente ya debe de estar preparada para regresar. Y debe hacerlo.
La reacción de las Erinias no se hizo esperar.
El rostro de Megera quedó demudado. Se llevó las manos al estómago, casi como si estuviera sufriendo arcadas. Aquella fachada de frialdad se había desvanecido por completo, mostrando la verdadera emoción que se ocultaba en lo profundo de sus iris: miedo.
Por su parte, la Tercera se levantó indignada, blandiendo antorcha y látigo contra su hermano.
— ¿¡Qué crees que estás diciendo!? — exclamó, observándolo con odio —. ¿En serio crees que lo vamos a dejar marchar así como así? ¿Es que no sabes lo que este hombre hizo?
El dios asintió con expresión sombría, contemplándome con una mezcla de lástima, compasión y una ligera decepción.
— Lo sé... Los muertos hablan, hermana. Lorea me lo contó todo.
Y ahí fue cuando decidí intervenir.
Me puse en pie de un salto, esforzándome por no perder el equilibrio, y acorté de tres grandes zancadas la distancia que me separaba de aquel niño.
— ¿Lorea está muerta? — pregunté, casi sin poder creer lo que oía.
Sin lugar a dudas, su asesino se merecía un premio: esa chica era más resistente que un Nokia. A ver... ¡La tiré desde lo alto de un acantilado! Y solo salió con un collarín del hospital. Ni siquiera estuvo en peligro de muerte, según los médicos.
Toda una humillación de mis capacidades como asesino.
— No exactamente — respondió la deidad, acariciándose uno de sus rollizos mofletes —. Su cuerpo ha sido poseído por un espíritu que cuenta con la bendición de Lucifer. Una parte de su alma se ha combinado con él, proporcionándole los recuerdos y memorias que necesitaba para hacerse pasar por ella... Sin embargo, su Thymos fue a parar a mi Purgatorio.
Me rasqué la cabeza, sin entender del todo bien de qué estaba hablando. Espectros, posesiones... No obstante, debo admitir que la parte referida a Luzbel me llamó más la atención. Por un segundo, un recuerdo afloró a mi mente.
Un laberinto de hielo.
Cadáveres en distintos estados de descomposición semienterrados en los muros, sus cabezas sobresaliendo del cristal. Pura maldad flotaba en el aire, generando una atmósfera opresiva que dificultaba la respiración.
En el centro de la estructura había un joven, el más bello que nunca había visto. De pelo rubio, y ojos verdosos que iban a juego con la corona de espinas que lucía. Sendas cadenas congeladas se cerraban en torno a sus muñecas, cuello, espalda y piernas. Enterrado hasta la cintura en una especie de estanque, bañado en runas y ornamentos dorados que alguna vez debieron ser ostentosos.
En las paredes que lo rodeaban había palabras escritas. Un pequeño texto que se repetía una y otra vez, pero cuya grafía no llegaba a discernir.
Seis ángeles caídos estaban inclinados frente a él, sus alas plegadas en señal de obediencia. A los cinco primeros los distinguí sin problema alguno: Mefistófeles, Gadreel, Remiel, Azazel y Semyazza. Sin embargo, había otro más. Uno mucho más cercano al Amo, inclinado junto a su figura, posando la mano en su pecho desnudo.
Los ojos de Lucifer se abrieron de golpe, pasando de verdes a rojos. Ahogué un grito de terror al darme cuenta de que aquel era el rostro de Félix.
— Bienvenido, Krysael.
Las voces de las Erinias me devolvieron a la realidad.
La tensión que se había apoderado de mi cuerpo se desvaneció paulatinamente, a medida que el ritmo cardíaco se me normalizaba. Me esforcé por aparentar serenidad, adoptando una sonrisa arrogante.
Por dentro estaba muerto de miedo.
Aquel recuerdo había despertado una oleada de sensaciones en mí. No podía quitarme de la cabeza la voz grave del Diablo, la silueta del sexto Caído que lo acompañaba. Tenía la sensación de conocerlo de algo...
— Además de enfermo, también es un imbécil. ¡Es que ni siquiera conoce las partes de un alma! — se quejaba Tisífone, chasqueando la lengua con fastidio —. Con menudo inútil hemos topado, Tánatos.
La Muerte puso los ojos en blanco, jugueteando con las briznas de hierba.
— Respecto a su libertad... Puedo entender que deseéis juzgarlo y condenarlo por sus pecados. Sin embargo, su presencia es imperativa en el mundo terrenal — explicó, rebosante de calma. Aunque sus siguientes palabras, tan alegremente pronunciadas, me dejaron helado —. Yo mismo me ofrezco a ejecutar su castigo en la Tierra. El que vosotras consideréis.
Megera se inclinó hacia delante, movida por la curiosidad.
— ¿Torturarlo una vez haya vuelto a la vida? Podría ser muy interesante... Sufriría más que aquí. Las proyecciones de la mente humana siempre sienten menos dolor que sus cuerpos físicos.
Sin embargo, la Tercera la interrumpió con sus remilgos.
— ¡Pero no durará nada! Las vidas mortales se extinguen con mucha facilidad. A nada que lo partas por la mitad, lo ahogues durante más de diez minutos, o le saques las vísceras...
Tánatos tragó saliva, frotándose las manos con ansiedad mal disimulada. Su semblante había quedado lívido al escuchar aquellos detallados castigos.
— Yo había pensado en algo un poco menos violento... — expuso, con un tanto de timidez —. ¿Qué me decís de algo más psicológico?
Tisífone negó rotundamente.
— Romperle la mente no serviría de nada. La psique de este chico lleva devastada desde que ayudó a su madre a suicidarse. Incluso antes, cuando esta le obligaba a tragarse agujas de niño — añadió, entusiasmada por la idea de repetir la tortura.
Mis ojos se desorbitaron, la sorpresa abriéndose camino en mi interior. Antes de decir nada siquiera, la boca se me quedó seca. Un vacío desgarrador hizo acto de presencia en mi pecho, imágenes difusas llenándome la mente.
Las palabras escaparon sin que nada pudiera hacer por contenerlas.
— ¿Qué mi madre qué? — inquirí, sin aliento ante semejante revelación. Mi progenitora nunca habría sido capaz de hacer eso... ¿O sí?
No, eso sería ir demasiado lejos. Tenía que ser mentira. Pese a todo cuanto habíamos vivido juntos, ella me quería. Entonces, ¿de dónde había salido esa desesperación al escuchar sus palabras? Esa certeza visceral de que la Erinia me estaba diciendo la verdad.
A modo de respuesta, Megera se encogió de hombros. Y liberó todos los fantasmas reprimidos de mi infancia.
— Síndrome de Munchausen por poderes. Sucedió cuando tenías cinco años. Como tu padre ya empezaba a distanciarse de ella, yéndose con una diferente cada noche, creyó que al hacerte enfermar podría retenerlo en casa — se limitó a decir, su voz rebosante la misma calidez que un témpano de hielo —. Pero resultó que no sirvió para nada. A ese hombre no le importabas ni lo más mínimo — concluyó, con un deje de crueldad.
Caí de rodillas.
Hundí los dedos en la hierba, tratando de sacarme aquel remolino de emociones del pecho. La angustia competía con el miedo, atenazándome el corazón. Era como si una gran sombra se hubiera cernido sobre la realidad que observaba, tiñéndolo todo de un profundo y monótono gris.
Entonces algo se me clavó en la mano. Lo último que vi fue una punta blanca, un tallo níveo que se había hundido en mi dedo pulgar. Luego las memorias fueron acudiendo a mi mente, una tras otra.
Sin clemencia. Solo la pura verdad.
Cada medicación, sobredosis de pastillas, objetos punzantes desgarrándome la garganta al tiempo que mi progenitora me obligaba a tragarlos. Me abracé a mí mismo, intentando enterrarlas de nuevo en el subconsciente, llorando de pura impotencia.
Mis hermanos lo veían todo.
Colaboraban en las torturas de Pilar, creyendo sus vanas promesas de que papá regresaría para quedarse. Que no lo haría a la mañana siguiente, borracho, apestando a un perfume diferente. Eso con suerte, pues a veces estaba semanas o incluso meses ausente. Y cuando volvía, las paredes resonaban con sus golpes.
Lo peor llegó el día de la inyección.
Mi madre llevaba drogándome desde hacía tiempo, administrándome pequeñas dosis de venenos. Los mezclaba en mi comida sin que me diera cuenta, en el agua, la leche... Sin embargo, aquella tortura no era suficiente. No llamaba la atención de mi padre.
Así que Pilar tomó medidas drásticas.
Robó una jeringa repleta de epinefrina del hospital en que trabajaba como enfermera. Llegó a casa dando grandes zancadas, y convocó a Matías y Raúl, que acudieron a su encuentro de inmediato. Estuvieron un rato susurrando en la sala de estar, sin que llegara a escuchar nada.
Yo estaba tendido en cama, atiborrado de anestésicos, con la fiebre disparada gracias a la tiza que mamá me había obligado a tragar. Ni siquiera podía pensar con claridad. Pero creedme cuando os digo que recuerdo aquel momento sin problema alguno.
Los tres irrumpieron en mi habitación un segundo después.
Supe que algo malo iba a suceder en cuanto vi las expresiones en el rostro de mis hermanos. Una mezcla de repugnancia y resignación, la de aquellos que se enfrentan a una situación desagradable, pero la aceptan por un bien mayor.
Sin mediar palabra, ambos se abalanzaron sobre mí.
Raúl aferró mis bracitos, aplastándome las muñecas contra el colchón. Matías se encargó de inmovilizarme la cadera, conteniendo el débil pataleo que pugné por emitir.
— ¿Q-qué hacéis? — les pregunté, con lágrimas en los ojos —. Dejadme en paz... ¡Papá nunca volverá!
Mi madre me abofeteó.
— ¡Tu padre no nos quiere por ti! No te esfuerzas lo suficiente como para hacer que permanezca a nuestro lado... ¡Todo es culpa tuya!
Antes de que pudiera responder, me retiró la almohada. Y me empezó a asfixiar con ella.
Me debatí contra aquel infierno, intentando escapar del tacto sofocante de la tela sobre mi rostro. Al final sucumbí, mis movimientos volviéndose más lentos, los esfuerzos que hacía por respirar viéndose abocados al absurdo.
Cuando Pilar me retiró el almohadón del rostro, me encontraba a las puertas de la inconsciencia, en la frontera entre la vida y la muerte.
Ella estaba decidida a inclinar la balanza a favor de la Parca.
— Ábrele la camiseta — le ordenó a Raúl.
Mi hermano mayor la obedeció sin rechistar.
— No os preocupéis chicos... Papá volverá ahora. Si no lo hace, Carlitos morirá — comentó, posando de forma tranquilizadora las manos en los hombros de ambos. Ellos reaccionaron esbozando una sonrisa radiante y soñadora, anhelando el momento en que su padre al fin los amara.
A nadie parecía importarle que mi vida pudiera acabar en ese mismo instante.
— Te va a doler un poco... Pero tienes que aguantar, Carlos — me susurró mamá, acariciándome el pelo, de la que colocaba la inyección de epinefrina justo sobre mi pecho —. Recuerda, mi pequeño, esto lo hago por tu bien. Por el bien de toda la familia.
Asentí con la cabeza, tragándome las lágrimas. Esto era lo que debía suceder.
Pilar hundió la jeringa hasta clavarla en mi diminuto corazón. Me administró su contenido en cuestión de segundos y procedió a extraerla limpiamente.
Los síntomas no se hicieron esperar.
Mi pulso se incrementó de forma vertiginosa, provocándome taquicardia. Empecé a sudar por cada poro de mi piel, la ansiedad impregnándolo todo. De pronto la habitación se me antojó roja, el dolor haciendo acto de presencia. Cuando llegó la arritmia, supe que mi final estaba más cerca de lo que creía.
Y mientras yo sufría, mi madre estaba maquillándose.
Raúl y Matías se habían sentado ante la puerta de casa, esperando la inminente llegada de mi padre. Minutos antes, Pilar les había puesto una manta por encima. Cuando al fin terminó de aplicarse el pintalabios, pensé que moriría.
Ella le quitó importancia con un gesto de la mano.
— No te quejes tanto, Carlos... Tu padre pronto llegará.
Y dicho esto, lo llamó.
Como era de esperar, no le contestó a la primera o segunda vez. Tuvo que seguir insistiendo, hasta la sexta o séptima para que respondiera. No era capaz de recordarlo con claridad... Todo estaba distorsionado por la sombra de la agonía.
— ¡Marco! — exclamó, en cuanto mi padre descolgó el auricular, fingiendo un llanto desbocado —. Es terrible... Carlos está a punto de morir.
Desde donde me encontraba, pude oír cómo mi adorado padre arrastraba las palabras, o las pronunciaba con burla. Estaba borracho.
La sonrisa esperanzada de mi madre fue apagándose minuto a minuto.
— Cariño, te estoy diciendo que nuestro hijo se está muriendo — insistió, la verdadera desesperación haciendo acto de presencia —. Necesito que vengas a casa, a estar conmigo... Con él.
Acto seguido, Pilar me dirigió una mirada cómplice. Había llegado la hora de jugar su última carta.
— No cuelgues — suplicó, temerosa de perderlo —. Escucha lo que tu hijo moribundo tiene que decirte. Podría ser la última vez que lo oigas...
Una afirmación amortiguada, y ella puso la llamada en altavoz. Con un gesto de la mano, me incitó a hablar.
— Papi, ayuda. Ella me está haciendo daño. Sálvame... — musité, con mis últimas fuerzas.
La réplica de mi ebrio padre llegó segundos después.
— Y-yo lo v-veo bien Pilar... D-debes estar exagerando otra vez. Son cosas de críos — suspiró, con tono despreocupado.
Antes de que mi madre pudiera responder, una nueva voz femenina se coló en la conversación.
— ¿Vienes? — susurró la mujer. A juzgar por la nitidez con la que se la escuchó, al oído de mi inestimable padre.
Sin verlo, pude adivinar que acababa de esbozar una sonrisa torcida.
— No me esperéis despiertos... Tengo asuntos importantes que atender — se excusó, respondiendo a su acompañante de forma inaudible —. Me pasaré mañana, si el chaval todavía no se ha muerto.
Y colgó.
Mi madre, su rostro contorsionado en una mueca de salvaje ira, me arrojó el teléfono a la cabeza. El aparato se hizo pedazos, abriéndome una brecha sangrante.
— ¡No sabes hacer nada bien! Solo tenías una tarea, ¡una! Traer a tu maldito padre de vuelta a casa — se desquitó, las lágrimas deslizándose por sus mejillas —. Y hasta en eso has fallado... ¡Eres un inútil! ¡Muérete de una vez!
Viendo que incluso matarme era insignificante, optó por batirse en retirada. Por el camino, ahogó las esperanzas de Matías y Raúl, echándome a mí la culpa de la ausencia de papá.
Luego ellos también se encargaron de castigarme por mi error.
Por su parte, mamá se encerró en el cuarto de baño, con su maletín de cuero del trabajo. La epinefrina no era lo único que robaba del hospital.
A juzgar por los gemidos placenteros emitidos por mi progenitora segundos después, el sonido de su cuerpo inerte desplomándose sobre la ducha, supe que ya se había inyectado la primera dosis del día de morfina. Su antebrazo agujereado y desgarrado hablaba por sí solo.
Todo por mi culpa.
Yo era y siempre sería el responsable de todo el mal. El rostro cadavérico de Elena, y los de aquellos cuyas vidas había arruinado seguirían atormentándome por siempre. Semyazza no se equivocaba: era el Destructor de la Humanidad, lo quisiera o no.
La muerte y tortura era cuanto merecía.
Cuando al fin aquellos recuerdos se desvanecieron, pude comprobar que me había desplomado sobre la pradera. Las voces de las Erinias y Tánatos flotaban en el aire, sin que lograra discernir lo que decían.
A ninguno de ellos les importaba que estuviera en plena crisis existencial. Claro, ellos eran dioses y yo solo un ridículo mortal... ¿Qué importancia podría yo tener?
Lo verdaderamente triste era que no le importaba a nadie. Mis familia nunca me quiso o se preocupó por mí. Félix solo amaba aquella fachada carismática y tierna que había construido para fascinarle.
Laura estaba traumatizada por todo el daño que le había hecho... No poseía la suficiente voluntad o coraje para rechazarme porque, en el fondo, seguía sintiéndose inferior a mí. Seguía creyendo que no me merecía.
Todas esas verdades fueron acudiendo a mi mente, una tras otra.
Os estaréis preguntando por qué. La respuesta, en realidad, era más simple de lo que parecía simple vista. Empleando mis últimas fuerzas, logré aferrar y sostener el objeto que me había clavado minutos antes. Lo reconocí al instante.
Era la Pluma de Maat.
Esa arma blanca y fastuosa con la que Alecto había intentado derrotar a Tisífone. De la que todos parecían haberse olvidado, junto conmigo. Al final, resultó que tenía más cosas en común con un trozo de pelaje animal que con cualquier persona.
Aquel objeto era la encarnación de la Verdad Absoluta. Del peso de las existencias de las personas. Y ahora estaba en mi poder. Proyectaba un tenue resplandor que me reconfortaba y entristecía al mismo tiempo. Casi por impulso, la deslicé en mi bolsillo, pasando inadvertido ante todos.
Acto seguido, caí en las brumas de la inconsciencia.
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