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Capítulo 60: Vida y Muerte

09:23 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.

Carlos:

La Cámara del Juicio estaba sumida en un silencio absoluto. 

Incluso el rumor de las cataratas parecía haberse acobardado ante la presencia de Tisífone. Por el rabillo del ojo, todavía sumergido en aquel éxtasis de desesperación, no pude evitar asombrarme ante la reacción del resto de Erinias.

Megera había purgado todas las emociones de su semblante. De no ser por la tensión que la gobernaba, casi podría haber afirmado que era una estatua. Por su parte, Alecto estaba temblando. Agachó la cabeza en señal de sumisión, tratando de ocultar el rubor que se había apoderado de su rostro. 

La mejor palabra para describir a la Tercera Erinia sería imponente. 

De porte regio y palidez fantasmal, vestía una recargada túnica púrpura con incrustaciones de nácar y obsidiana. Un cinturón de ónice le adornaba la cadera, a juego con la corona de hierro y perlas negras que portaba. Sin embargo, lo verdaderamente aterrador en ella era su pelo...

Compuesto por furiosas serpientes. 

Sus alargadas y escamosas siluetas no paraban de retorcerse y soltar mordiscos al aire, incluso desgarrándose las gargantas entre ellas. Daba la sensación de que me estaban vigilando con sus ojos carmesíes. 

Volviendo a la recién llegada, la expresión que la gobernaba era de desprecio.

— Hermana — farfulló Alecto, tratando de recobrar la compostura, distanciándose todavía más de mí, ahondando en mi desesperación —. Esto no es lo que parece.

Ella chascó la lengua con desaprobación.

— ¿Acaso no estás probando tus peculiares métodos de tortura con este enfermo? — la interrogó, pese a que su tono no dejaba lugar a dudas. Era obvio que sabía la verdad.

Solo buscaba que la reconociera.

— Sí — afirmó, su voz convertida en un susurro cargado de temor.

Justo entonces, Megera intercedió en favor de su hermana.

— No la juzgues, Tisífone. Ella es la más joven de nosotras... Y no está haciendo nada malo. Pese a que sus acciones son moralmente cuestionables, solo lo condena usando su peor pecado en contra suya. No es nada diferente a lo que tú o yo...

— ¡Silencio, Megera! O mi ira recaerá también sobre ti — la amenazó la Tercera.

Mi antigua captora se calló, sus mejillas algo coloreadas por la vergüenza. En cambio, Alecto se puso recta y desplegó sus alas en señal de orgullo.

— ¿Qué esperabas, hermana? ¿Qué permaneciera toda la vida atormentando a nuestros prisioneros con cuchillos? Mal que te pese, mis reos sufren más que los tuyos — siseó, su voz cargada de arrogancia.

Y ese fue el peor error que pudo cometer.

Sin necesidad de mediar palabra, un látigo se materializó en manos de Tisífone. Su punta de hierro voló hasta hundirse en el costado de su hermana y atravesarlo limpiamente, cercenándole las extremidades aladas segundos después.

En cuanto estas cayeron, el hechizo que la Moral me había impuesto se quebró con ellas. Por fin mi cuerpo volvió a obedecerme, a medida que los últimos retazos de aquel inmenso placer eran purgados de mi mente.

Suspiré de alivio, y todos mis músculos se relajaron de golpe. Aquella pequeña broma me había dejado exhausto.

— Debes aprender a respetarme, Alecto. Soy tu hermana mayor y como tal, debes obedecerme.

— E-estás equivocada... Tú no eres superior a mí. Creí que éramos, ante todo, hermanas y compañeras. ¡No tienes derecho a tratarme así! — exclamó, retorciéndose de dolor. 

Tisífone se levantó al instante del trono, derribándolo en el proceso. Las serpientes que tenía por cuero cabelludo sisearon, pugnando por abalanzarse sobre la indefensa Alecto. 

— Volveremos a ser hermanas cuando regreses a tus cabales — murmuró, con una frialdad desconcertante —. Deberías saber mejor que nadie que estás cayendo en la misma inmoralidad que juzgas... Pero todo es culpa de él: la compañía de ese Caído te ha dejado corrupta. Ha convertido a mi hermanita en lo que quiera que seas ahora. ¡Te prohíbo que vuelvas a verlo!

La Moral extendió su mano, y la cerró en torno al látigo, desenterrándolo de su costado. 

— ¡Jamás! Sabes muy bien que lo amo... Remiel es lo mejor que me ha sucedido en siglos. ¡Él me ha abierto los ojos! Ya no volveré a someterme a tu tiranía. ¡Te desafío!

Las tornas cambiaron en un instante.

Con un gemido lastimero, Alecto extrajo la punta metálica de aquella correa de su abdomen. Esbozando una sonrisa siniestra, tomó un pequeño frasco de los pliegues de su vestido, y lo vertió sobre la hemorragia. 

Al entrar en contacto con su piel, esta fue envuelta por un brillo dorado que no solo cerró la herida, sino que atravesó su cuerpo hasta regenerar sus alas perdidas. 

— Azazel...  — susurré, sin entender por qué aquel nombre había llegado a mi mente. 

Pero por algún motivo, sabía que esto era obra suya.  

Tisífone lo observó todo, impertérrita. Desde luego, si estaba asustada, sabía disimular a la perfección. Incluso se cruzó de brazos, confiada. Creo que ese fue su mayor error: subestimar a su oponente. 

Sin perder un segundo, la Implacable se alzó, aún sosteniendo la punta del arma, batiendo sus recién sanadas extremidades aladas. Trazando espirales en el aire, no tardó en llegar hasta el fuego fatuo que componía el firmamento de la cámara y se adentró en él sin contemplaciones. 

La mujer de cabello serpentino gruñó de rabia. Asió la empuñadura del látigo con fuerza, luchando por no perder su estimada arma. 

Algo con lo que Alecto contaba. 

Ella descendió de golpe, posicionándose a espaldas de su hermana. Propinó un fuerte tirón a la fusta que ambas sostenían, haciendo que su enemiga saliera despedida de la plataforma de madera, quedando suspendida sobre el vacío. 

Megera permaneció inmóvil, sin intervenir lo más mínimo. 

Aquella ya no era solo una pequeña pelea familiar... Sino una disputa en toda regla. Un combate que decidiría quién era la líder de las Erinias. 

— ¡Siempre fui más fuerte que tú! — exclamó Alecto. 

Concentró el blanco resplandor que sobrevolaba su piel en su mano derecha, hasta que se materializó la figura de una pluma prístina. 

Los ojos de la Primera se desorbitaron. 

— ¿Qué hace la Pluma de Maat aquí?

La respuesta de su hermana me cortó el aliento. 

— La he traído para acabar contigo de una vez por todas. Remiel tenía razón... No eres más que un estorbo. 

Al entrar en contacto con la suave superficie de la Pluma, el látigo de Tisífone se hizo pedazos, la luz resquebrajando el cuero hasta la empuñadura. 

Su dueña cayó sin control, pasando a escasos centímetros de mí, casi rozándome. Y cuando se encontraba a centímetros de aterrizar sobre la pradera, Alecto se abalanzó sobre ella, sosteniéndola del cuello.

— Es hora de que comience tu propio juicio, hermana — se regodeó, clavándole el extremo de aquella peculiar arma en el cuello. 

La Tercera apretó los dientes, ahogando la exclamación de dolor que pugnaba por escapar de sus labios. Pequeñas venas luminosas surcaron su piel, al tiempo que sus ojos se tornaban dorados. 

— Esto revelará el peso de tu corrupto corazón... Si este es mayor al de la Pluma, tu alma quedará destruida. Para siempre.

Para su sorpresa, Tisífone inhaló profundamente... Limitándose a fruncir el ceño.

— ¿En serio creías que así lograrías vencerme? Es patético que creas que este juego de niños puede acabar conmigo — replicó, congelando la sonrisa de Alecto. 

De un momento a otro, la silueta de una antorcha se materializó en su mano, y la blandió contra ella. Las llamas impregnaron su vestido, haciendo retroceder a la Erinia. La Pluma cayó al suelo, olvidada, al tiempo que la Implacable se esforzaba por impedir que las flamas la consumieran. 

Pero ya era tarde. 

El fuego lamió su carne, abrasándola hasta los huesos. En pocos segundos, se hubo propagado por todo su cuerpo. La Moral gritaba sin cesar, viéndose ahogada en aquel frenesí llameante, su bello rostro tornándose ceniza.

Por su parte, Tisífone voló de regresó a su maltrecho trono, y cruzó las piernas, observando el espectáculo. En sus ojos brillaba un sombrío placer. 

— No te preocupes, hermana — anunció, con fingida dulzura —. Sé como aliviar tu sufrimiento... Y es que, como castigo por tu desacato, te condeno a yacer junto a aquellos que se dejaron llevar por sus deseos carnales y pecaron de infidelidad. A fin de cuentas, un chapuzón no te vendrá mal.

Pude ver, a través del fuego, cómo los ojos de la Primera se abrieron como platos.

— Por favor, hermana, ¡ten clemencia de mí! 

Pero Tisífone no dudó.

Con un silbido, las llamas se tornaron verdosas. Con el cuerpo de la Erinia como combustible, crecieron de forma desenfrenada, alzándose varios metros en el aire. La ennegrecida dermis de Alecto se le cayó a tiras, revelando sus músculos y huesos. 

Su belleza se esfumó como una ilusión, su perfecto cuerpo y simétrico rostro consumido por aquel infierno. También el pelo se le cayó, y sus ojos fueron fundidos, convertidos en un amasijo blanco que se coló por los recovecos del cráneo.

Hasta su voz quedó mutilada, convertida en un alarido grotesco.

— ¡Compadécete de mí! — suplicó por última vez. Antes de que la Tercera la hiciera levitar en el aire... Y la arrojara al vacío. 

Aterrizó sobre las negras aguas, sumergiéndose en ellas de un chapoteo. Pese a que las llamas se apagaron casi al instante, lo peor todavía no había llegado. 

Las siluetas de los muertos vivientes no tardaron en aparecer, las alianzas cosidas a sus blancas manos destellando con un brillo dorado. Se amontonaron a su alrededor, aprisionándola con sus cuerpos esqueléticos, y la arrastraron hasta el fondo de aquella ciénaga, ahogando sus gritos de agonía.

Con un último movimiento, aquel despiadado ser hizo añicos el majestuoso trono de su hermana caída, reduciéndolo a un puñado de astillas.

— Ahora que ha finalizado este breve receso, doy la sesión por iniciada — anunció, observándome con desprecio —. Es hora de juzgar tu alma, Carlos Espinosa. Megera, procede. 

La anciana se levantó de su estrado exhalando un suspiro de alivio. 

Pese a que había empalidecido al presenciar la caída de su hermana menor, logró mantener su fachada de seriedad, casi como si no tuviera sentimientos. La verdad es que, en el fondo, se alegraba de que la rebelión de Alecto no hubiera triunfado. ¿Cómo era posible que las palabras de Remiel la hubieran llevado tan lejos?

Yo conocía la respuesta a esa pregunta. 

El Caído, con su sonrisa sincera, y aquel aire inocente y protector, no tardaba en ganarse los corazones de mujeres y hombres por igual. Él era diferente al resto. Para qué negarlo... Era adorable, tan tierno como un cachorro. El último en caer, el que más virtud conservaba. Aquel que nunca había renunciado a la bondad de su corazón. 

De hecho, fue justo por eso que la Corte Celestial lo desterró. 

El Trueno del Demiurgo... Un nombre que le hacía justicia. Si lo conocía aunque solo fuera un poco (cosa paradójica, porque no recordaba haberlo visto nunca), con apenas un par de conversaciones se habría ganado el corazón de Alecto. 

Sé que debería haberme preocupado por toda esta información que acudía a mi mente sin control, procedente de la nada. Sabía cosas que nadie más podría saber, de los que quizá fueran los seres más peligrosos de este universo. 

Y sin embargo, puedo deciros que en aquel momento era la última de mis preocupaciones. 

Cuando Megera chascó los dedos, una carpeta negra se materializó en su mano derecha. De ella empezó a extraer varios documentos, que tendió con rigor a la Tercera. Conforme esta los iba leyendo, sus cejas se arqueaban, la ira irrumpiendo en sus facciones. 

Un escalofrío de terror me recorrió al ser consciente de que aquella era la transcripción de mi interrogatorio. Creí que mi captora lo había destruido... Pero solo lo estaba reservando para el momento preciso. 

Si Tisífone había sido capaz de hacerle algo así a su propia hermana, ¿qué clase de tortura me aplicaría a mí? No quería siquiera imaginarlo. 

Transcurrieron unos tensos minutos, cargados de un silencio tenebroso. Las Erinias se comunicaban por medio de susurros inaudibles. La frialdad de la Segunda contrastaba vivamente frente a la intensa gesticulación de la Tercera, cargada de rabia. Ambas eran polos opuestos. Diferentes caras de una misma visión de la justicia.

Tras una discusión final, ambas regresaron a sus respectivos tronos. Megera se encogió en su asiento, cabizbaja, y me dirigió una mirada lastimera. 

Cargada de compasión.

Tragué saliva al comprender lo que eso significaba. Si aquella mujer que tanto había demostrado odiarme, ahora me observaba así, Tisífone no debía tener nada bueno planeado... En ese momento, el mismo Infierno se me antojó un destino más atractivo que el que ella debía reservarme.

— Comenzaremos con la lectura de cargos — anunció ella, poniéndose en pie —. Carlos Espinosa Castañeda, Yo, Tisífone, la Tercera Erinia, la Vengadora de Homicidios, te encuentro culpable de los siguientes crímenes. En primer lugar, se te imputa el homicidio pasional de Elena Vega, el posterior delito de ocultación de su cadáver y destrucción de pruebas. 

La imagen del rostro muerto de Elena, tendido sobre el catre del orfanato, me vino a la mente. Sus bucles castaños esparcidos sobre las blancas sábanas empapadas en sangre. El pisapapeles deslizándose de mi mano hasta caer sobre las tablas de madera del suelo. 

Nunca quise que acabara así.

— A este cargo debemos añadir los siete suicidios que incitaste, ocho si contamos el de tu propia madre. También el acoso que perpetraste contra Félix Durand, a cambio de una generosa cantidad de dinero, así como el intento de asesinato de Lorea Odériz y de tu propio hijo. Eso, sin mencionar las múltiples infracciones morales...

La interrumpí en ese instante, mi corazón palpitando con fuerza al escuchar una de sus acusaciones. No podía ser...

— ¿Has dicho intento de asesinato? — inquirí, sin poder creer siquiera lo que estaba preguntando —. Tiene que ser un error. 

Tisífone me fulminó con la mirada, furiosa por la interrupción.

— No hay ningún error. Nuestros registros son exactos. ¿Acaso estás negando tu implicación en este crimen?

Negué con la cabeza. Tenía que tratarse de un malentendido. 

— Tiene que haber un error — insistí —. Yo maté a mi hijo. Lo arrojé al río metido en un saco lleno de piedras — reconocí, un sabor amargo inundando mi boca. Y también las lágrimas, aunque esas me esforcé por reprimirlas. 

Os estaréis preguntando por qué lo hice. 

¿Qué había de malo en dejar a ese bebé vivir? Al fin y al cabo, ya había nacido. Podría haber negado que era mío, o simplemente haberme desentendido de él. Después de todo lo que le hice, Lorea no me quería en su vida. Ella habría sido la primera en apartar a Javier de mí. 

Podría deciros que era para evitar que mi reputación sufriera daños, pero os estaría mintiendo. La verdadera razón era que estaba aterrado. 

Si abandonaba a Javier, si lo dejaba de lado así, ¿qué me diferenciaría de mi padre? De haberlo hecho, me habría convertido en una réplica suya. En alguien débil, incapaz de hacerse cargo de sus errores. 

Porque ese niño era un fallo. 

Una consecuencia no deseada que amenazaba con torcer mi vida. Además, para colmo, llevaba mi sangre. Y la de mi asqueroso progenitor. ¿Cómo arriesgarme a que hubiera otro hombre como él suelto en este mundo? Por lo que había optado por ser fuerte, y cortar el problema de raíz. 

Aunque, por mucho que intentara convencerme a mí mismo, jamás podría escapar de la culpa. Tras perpetrar aquel crimen, no pude dormir en semanas. Vomitaba cada mañana. 

Incluso me planteé con fuerza la idea de suicidarme. 

Con el tiempo, lo superé. Pero en el fondo, aquel dolor seguía latente, esperando el momento justo para desatarse y gobernar mi corazón de nuevo. 

Y el momento había llegado. 

— No hay ningún error. Tu hijo no murió aquel día — reveló Tisífone. 

No pude resistirlo. Mi mente se quebró al oír esas palabras, como si el mundo de pronto se me antojara un lugar irreconocible. Daba la impresión de que todo cuanto conocía y consideraba cierto se estuviera cayendo a pedazos.

Sin embargo, no lo iba a aceptar. Aquella Erinia estaba jugando conmigo, buscando precisamente la reacción que acababa de tener. 

No iba a darle ese gusto. 

— Sí lo hizo. Después de que el saco se hundiera, esperé diez minutos en la orilla del río, sin perderlo de vista. No dejé ningún cabo suelto — afirmé con resolución, sin importarme los terribles sucesos que estaba narrando. 

Solo eran hechos. Nada más. 

Lejos de la rabia u odio que esperaba que la Erinia manifestara, ella se limitó a sonreír de forma enigmática. 

— Podría decirse que Él le dio una segunda oportunidad... 

Me dispuse a replicar, pero ella chascó los dedos. Un resplandor violáceo escapó de estos, apenas una pequeña chispa que flotó en mi dirección. Al contacto con mis labios, la luz se tornó en una mordaza de energía, que se cerró en torno a mi boca, condenándome al silencio. 

A sufrir en busca de las respuestas a preguntas que ya nunca llegaría a formular. 

— ¡Silencio! No toleraré más interrupciones en este tribunal. Ahora que ya sabes de lo que se te acusa, ha llegado la hora de dictar sentencia — resolvió Tisífone, apretando los labios de irritación —. Por más que me gustaría torturarte personalmente, creo que tu lugar no se encuentra aquí. Es por eso que te voy a enviar a un lugar diferente... A la Séptima Cornisa del Verdadero Purgatorio.

Sumergido en el recuerdo de mi hijo ahogándose, ni siquiera me inmuté ante el castigo que la Erinia me impuso. A decir verdad, tampoco sabía a lo que se refería. 

Megera, en cambio, saltó como un resorte, indignada.

— Hermana, ¡eso es demasiado! No puedes enviarlo a ese lugar — protestó —. Desde que Lucifer se alzó por última vez, el Verdadero Purgatorio ha estado fuera de control. El aura del Diablo lo envuelve... Sus castigos son desproporcionados, y ni siquiera obedecen a su propósito original. ¡Jamás podrá redimirse allí!

La risa de Tisífone me heló el alma. 

— No busco que expíe sus pecados... ¡Debe sufrir por la eternidad! Caminar por llamas ardientes como castigo por sus atroces crímenes, hasta que el universo se extinga. Es lo que se merece  — concluyó —. Además, si emplea esa astucia suya, quizá incluso llegue al corrupto Jardín del Edén...

Antes de que la Segunda pudiera replicar de nuevo, una nueva figura apareció. Era una mujer menuda, recubierta por un hábito blanco de la cabeza a los pies. Una máscara de porcelana del mismo color ocultaba su rostro, ni siquiera dejando entrever sus ojos. 

Emergió de una de las cascadas, y caminó apresuradamente en dirección a Tisífone, surcando el aire sin importarle infringir las leyes de la gravedad. 

Se arrodilló frente a ella, posicionando la cabeza a sus pies en señal de respeto. 

— ¿Qué ocurre, Casandra? — la interrogó la Tercera, impaciente. Se notaba a la legua que estaba deseando condenarme de una maldita vez. 

La voz de la aludida tembló al responder. 

— Ha ocurrido algo terrible, mi señora...

— ¿Es otra visión de las tuyas? — intervino Megera, agradecida por aquella interrupción. 

Casandra negó con la cabeza. 

— Alguien ha entrado al Laberinto... Ha traspasado nuestras defensas, y en estos momentos se dirige hacia aquí. 

Tisífone se inclinó sobre su asiento, entrecerrando los ojos. La curiosidad brillaba con fuerza en ellos. 

— ¿Quién?

— Su hermanastro — reveló la mujer, antes de que la tierra empezara a temblar. 

El suelo a nuestros pies se resquebrajó. Pequeñas líneas negras despuntaron sobre el gris de la pradera, a medida que una sensación de paz se esparcía por la cámara. Las cascadas se detuvieron, y los muertos dejaron de retorcerse. 

El tejo al que se aferraban mis cadenas se tambaleó peligrosamente, antes de desvanecerse en una nube de polvo. El impacto contra la hierba acabó con las pocas fuerzas que había conseguido reunir. 

Entonces, una voz grave irrumpió aquella calma. 

— Disculpadme por la intromisión, mas no puedo dejar que sigáis adelante. 

Y al alzar la cabeza, la sorpresa me alcanzó de lleno... Jamás habría esperado ver algo así. O mejor dicho, a alguien. 

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