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Capítulo 6: Celos y verdades

20:57 P.M, día 7 de septiembre, año 2023

Félix:

El abrazo con Carlos duró menos de lo que me hubiera gustado. Aunque, si soy completamente sincero, habría deseado permanecer entre sus brazos por el resto de la eternidad. En aquella cercanía y calor, encontré el consuelo que anhelaba con desesperación. 

Era como un bálsamo para mi maltrecha alma. Después de todo cuanto había vivido, de los horrores que había presenciado... El tacto de su piel rodeándome, de sus dedos hundiéndose en mi espalda. Podía sentir el aliento húmedo de mi alma gemela sobre el cuello, su cuerpo recargado sobre el mío. 

— Félix... — me susurró al oído, tomándome de la barbilla y logrando que nuestras miradas se conectaran. Sus ojos castaños estaban cargados de su habitual alegría y... ¿Era afecto lo que creía entrever en su expresión?

Sea como fuere, un brillo salvaje se escondía en lo profundo de sus iris.

Esperé sus siguientes palabras con avidez, suspendido en la magia del momento. Parecía mentira que hubiera tenido que vivir un apocalipsis para al fin arriesgarme a dar aquel paso. Y ahora, ¡por fin estaba sucediendo! Mi sueño de estar con Carlos se estaba volviendo tangible. ¿Sentiría lo mismo que yo? ¿O me rechazaría? 

Sin embargo, antes de que el pelirrojo pronunciara una sola palabra más, como no podía ser de otra manera, alguien lo arruinó todo. Para ser más concretos, el titán del tiempo. 

— Perdón por interrumpir tu... Reencuentro con este desconocido. No obstante, ¿tendrías algo de ropa que pudiera servirme? Mucho me temo que después de lo que hemos hecho, la mía ha quedado destrozada — me preguntó Cronos, plantándose detrás mía. 

Completamente desnudo. 

Al instante, mi alma gemela se apartó de mí, como si de pronto le resultase repulsivo. No supe cómo reaccionar ante aquella situación. Estábamos tan a gusto hacía unos segundos... Ahora quién sabe lo que estaría pensando. Y no le culpo. No estaba precisamente en una buena situación. 

— ¿Qué está pasando aquí? — me preguntó él, su expresión llena de asombro. 

Pero había algo más. Un ardor en lo profundo de sus ojos. Una llamarada de ira que lo consumía todo a su paso. Extrañado por aquel repentino fulgor, me dispuse a descubrir de qué se trataba. 

Sin perder un segundo, me concentré para distinguir el alma de Carlos. Al instante, esta se materializó frente a mí, inundándolo todo con su carismático resplandor. Tuve que entornar los ojos ante semejante despliegue de vitalidad y emoción. Sin embargo, por el rabillo del ojo pude distinguir cómo mi alma gemela me empezó a mirar de una forma extraña, así que tuve que cortarme un poquito. 

Para poneros en contexto, cada vez que veo la esencia de una persona esta se materializa de formas diferentes. En ocasiones es una especie de accesorio, una banda, corona e incluso armadura que envuelve a su dueño y revela datos sobre su verdadero yo. 

En otras, se sitúa frente al cuerpo, como una extensión de este y brilla con todo su esplendor. Es capaz de mostrar pasado, presente, y futuro al mismo tiempo. Esto último sucede sobre todo con aquellas personas con las que posees una conexión especial. 

No obstante, pasara lo que pasase, solo era visible para mí. Y creedme cuando os digo que esto me había conducido a más de una situación incómoda. 

Tras unos instantes de disimulado escrutinio, pude distinguirlo. 

Un resplandor rojizo, semioculto bajo una capa de brillo dorado, que parecía provenir del núcleo oscuro y turbulento del mismo núcleo de Carlos. Una emoción primaria e instintiva, asociada con el romance, a juzgar por su tonalidad carmesí.

Celos.

No pude evitar sentirme furioso. Quizá era algo exagerado, pero me era imposible no pensar en cada desplante, cada mala cara, y vacío que mi alma gemela me había ido haciendo a lo largo de este último año. A pesar de que teóricamente aún no hubiera tenido lugar. ¿Quién se creía que era él para estar celoso? Hasta donde yo sabía me ignoraba, por lo que yo tenía derecho de salir con quien quisiera. 

Y si quería meter dioses / viajeros temporales desnudos en mi casa, él no era quién para pedirme explicaciones. 

Así que, en actitud desafiante, me crucé de brazos. 

— No creo que este asunto sea de tu incumbencia — le contesté tajante, alejándome de él. 

Cronos, al fin percatándose de la incómoda situación que había creado, optó por batirse en retirada tras murmurar una disculpa que pasó inadvertida tanto para Carlos como para mí. Ambos estábamos inmersos en un intenso duelo de miradas. Nuestros ojos estaban conectados de tal manera, que no sabía si quería matarme o besarme. 

Finalmente, fue él quien rompió el contacto visual, fijando la vista en los tablones del suelo del porche. 

— No me esperaba esto de ti Félix — murmuró, mientras se daba la vuelta para irse. 

Pero no le dejaría quedarse con la última palabra. Aquí la víctima era yo, no él, que andaba besando a Laura por las esquinas. 

— Y yo no esperaba que desaparecieras todo el verano, sin dar una sola señal de vida — le contesté, mi voz cargada de todo el dolor con el que había estado cargando hasta entonces — Ni que te alejaras de mí después de aquel beso. Ni que me trataras como basura, riéndote de mí con tus amigos como lo hiciste Carlos. Así que mira, ambos estamos decepcionados — rematé. 

Estas últimas palabras parecieron hacerlo reaccionar, pues se volvió con rapidez, su rostro repleto de un enfado arrollador.

— Entonces creo que lo mejor será que no volvamos vernos. No vuelvas a dirigirme la palabra en lo que te queda de vida Durand — dijo, su voz fría como un témpano de hielo. 

Aquel ya no parecía el Carlos que yo conocía. Del que me había enamorado. 

— ¡Lo mismo digo! — le contesté, antes de cerrar de un portazo, y dejar que mi espalda se deslizara por la puerta hasta acabar sentado en el suelo. 

La ira atravesaba mi cuerpo como un relámpago, haciéndome temblar. 

Sentía unas ganas inmensas de pegarle a algo, de destruir lo que fuese. Quería golpear la pared hasta que me sangraran los nudillos, hasta que se me cayeran las manos. No podía olvidar la crueldad de las palabras de aquel al que amaba. ¿Cómo se atrevía a victimizarse así? Era él el que me había apartado de su lado. El que me había humillado. 

Solo de pensarlo me enfurecía aún más. 

Sin embargo, tenía que controlarme. Yo no era así. Era alguien irónico y cínico, pero nunca recurriría a la violencia. El de los arranques de ira era aquel engendro de Primitivo. No yo. Y me negaba a parecerme a nada en él. 

Tras un par de respiraciones profundas, me levanté, y me dirigí al salón-comedor, dispuesto a hacerle frente a un dios. 

O mejor, a dos. 

***

21:06 P.M, día 7 de septiembre, año 2023

Félix:

— ¡Ya llegó el amante del momento! — comentó Eris, nada más verme cruzar la puerta del salón, donde ambos dioses se encontraban sentados en el sofá. 

Al menos Cronos se había dignado a ponerse algo de ropa. O mejor dicho, a saquear mi armario en busca de algo que ponerse. Aunque, pensándolo bien, en parte era una pena. Ni siquiera había tenido tiempo de observarlo como es debido. La situación propiamente dicha solo me había dejado echar un vistazo de reojo.

¿Pero qué estaba diciendo? Procuré apartar esos pensamientos indecorosos de mi mente, concentrándome en el enfado desbordante que sentía hacia el titán, y dándole rienda suelta. 

— ¿Realmente era necesario que aparecieses en ese momento? — le pregunté, la ira abriéndose camino involuntariamente a través de mis palabras. 

El dios se levantó lentamente, irguiéndose en toda su estatura, y manteniendo la espalda muy recta, como si tratara de transmitir su superioridad.

— Deberías cuidar tus modales. Creo que no eres consciente de frente a quien te encuentras, joven Félix — replicó él — Yo soy el padre de Zeus, el Amo del Tiempo y el Espacio... 

Lo interrumpí de sopetón, sin dejarle terminar su aburrido discurso. 

— Sí, sí, sí. Eres el padre de medio Olimpo, y el amo del universo. Lo pillo — le corté, mi voz cargada de ironía. 

Eris intervino con una risotada. 

— ¿Sabías que también tiene un hijo mitad caballo? — añadió, con una sonrisa a medio camino entre la diversión y la malevolencia.

Una mueca de rabia desgarró la serenidad en el rostro de Cronos. La diosa, al ver su reacción, optó por guardar silencio y retirarse a una esquina de la sala, apoyándose contra la pared. Sin embargo, cegado por la rabia, me negaba a huir. Sin importar quién fuese aquel estúpido, estaba dispuesto a plantarle cara. 

— Aunque por ahora esté privado de mi divinidad y poder, ello no es motivo suficiente para que me hables así. Sin embargo, como soy una deidad misericordiosa, te daré diez segundos para disculparte — proclamó, cruzándose de brazos y mirándome con altanería. 

Mi respuesta no se hizo esperar. En un instante crucé la sala... Y le pegué una fuerte bofetada, que incluso lo tiró al suelo. El titán me dirigió la mirada, anonadado, mientras la sangre comenzaba a resbalar de su labio inferior, y un negro moratón cobraba forma en su mejilla. 

Y por un instante, Cronos dejó de ser Cronos, y yo dejé de ser Félix Durand. 

De pronto, mi mano era nudosa y estaba surcada por vello blanco. En el dedo meñique portaba un sello de hierro forjado, que representaba un antiguo emblema: El escudo de Vizcaya, grabado a todo detalle. El patrón únicamente era interrumpido por las manchas de sangre que brillaban sobre el metal. 

A mi alrededor, la casa se había difuminado hasta convertirse en un sótano oscuro y mugriento, con apenas un par de ventanucos repletos de rejas por los que entraba luz. Un lugar que, para mi desgracia, conocía demasiado bien. 

Y a mis pies... Estaba yo mismo, el rostro repleto de marcas de golpes. Mis ojos completamente morados. Fue entonces cuando me di cuenta de que sujetaba un cinturón en la mano derecha. 

— ¿Qué está ocurriendo? — pregunté en voz alta, tratando de esclarecer la situación. ¿Era aquello una pesadilla? ¿Una ilusión? ¿Una maniobra del destino? 

Sin embargo, esa no era mi voz. Era la de mi abuelo. En efecto, cuando logré alcanzar un espejo, el detestable rostro de Primitivo me devolvió la mirada. 

Me había convertido en aquel al que más odiaba. 

Palpé mi nuevo rostro, surcando cada una de mis nuevas facciones. El miedo, la tristeza, y la impotencia se fueron apoderando de mí, a medida que me iba percatando de lo real que era esta situación. Comencé a hiperventilar, y en un segundo, destrocé el espejo de un golpe. Pequeños fragmentos de cristal volaron por la habitación, hasta rozar a un joven y asustado Félix, de no más de catorce años. 

Su voz, cargada de infantil inocencia, interrumpió mi agonía.

— Por favor abuelo, no sigas, ¡no sigas! — dijo, mientras sollozaba, con la cabeza pegada al suelo, en actitud de sumisión. — Haré lo que tú quieras. No saldré con ningún chico, no besaré a ninguno de nuevo. Me casaré con quien tú me digas. Pero no me pegues más — suplicó. 

Recordaba muy bien aquel momento. Demasiado bien, de hecho. Y por eso, las palabras inclementes que brotaron de mi boca no me sorprendieron en absoluto. 

— ¿Qué no siga? ¿Qué deje de pegarte? ¡No eres más que un ser patético e inútil! ¡Un pecador desvergonzado y blasfemo! ¡Una deshonra para el apellido Durand! — bramé, sin poder detener lo que decía. 

Y lo que hacía. 

Mi cuerpo se empezó a mover solo, como si no fuera más que una marioneta controlada por alguien más. Agarré del cuello al joven Félix, y lo estampé contra la pared, asfixiándolo.

— ¡Solo la muerte expiará tus pecados!

Quería detenerme, quería parar. Pero no podía. Era como si una fuerza invisible me obligara a seguir, a presenciar cómo me convertía en el verdugo de mis peores traumas. No pude recuperar el control de mi cuerpo, hasta que aquella versión de mi quedó inconsciente, y cayó al suelo con un golpe sordo. 

Entonces lo comprendí todo. Al golpear a Cronos y dejarme llevar por mi ira, me había convertido en Primitivo. ¿Qué nos diferenciaba, a fin de cuentas? 

Ambos teníamos la misma sangre. La misma ira que la hacía hervir. Y los dos habíamos cedido frente a ella, haciendo sufrir a otras personas. Me había convertido en el ser al que más odiaba. En un monstruo. 

Caí de rodillas, llorando descontroladamente. Pegué las manos a mi boca para tratar de ahogar los sollozos, pero fue inútil. El débil sonido de mi llanto se expandió por la habitación, mientras mis lágrimas teñían de humedad la alfombra que se encontraba debajo de mí. 

Y tan pronto como había llegado, la ilusión se disipó en una nube de resplandor dorado. 

No me hizo falta levantar la mirada para saber que Eris era la causante de todo lo que había visto. La Manzana Dorada aún continuaba emitiendo ondas de luz resplandeciente que surcaban la habitación entera, bañándola en su resplandor. 

A mi lado, Cronos se encontraba pálido, y temblaba sin control alguno. 

Las heridas del golpe ya se le habían curado, quizá debido a su naturaleza divina. Al mirarlo directamente a los ojos, y distinguir el brillo del terror en ellos, supe que Eris también le había hecho ver algo perturbador. 

— Muy bien. Es hora de que mantengamos una seria conversación nosotros tres — comenzó ella, agitando la manzana en el aire — Ya va siendo hora de que salvemos a la humanidad, ¿no os parece?

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