Capítulo 56: Lazos de sangre
09:22 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.
Eris:
Alguien me estaba acariciando el pelo.
Normalmente, no me extrañaría. Suele ser algo bastante común por parte de mis amantes. De hecho, me atrevería a decir que todos lo hacen. Los muy idiotas se creen que ejecutando este gesto tierno con manos torpes lograrán que me despierte de buen humor, y con suerte, tolerar que se abalancen sobre mí de nuevo.
La cuestión es que había algo diferente en este contacto.
La piel suave que estaba paseándose sobre mi pelo emitía una frialdad abrumadora, similar a la de un cadáver. Y sin embargo, parecía irradiar un amor auténtico. Un cariño genuino que, por algún extraño motivo, se coló hasta el fondo de mi corazón, reconfortándome.
Me sentí... Amada. Plena como nunca antes.
Una voz al fondo de mi mente protestaba ante esta situación, ordenándome que me apartara. Pero no era lo que deseaba. Era curioso, empero tenía la sensación de que no era la primera vez que esto sucedía.
El persistente déjà vu fue incrementándose, a medida que un recuerdo parecía luchar por salir a flote entre las tinieblas de mi pasado... No obstante, me fue imposible visualizarlo con claridad.
Dejando las memorias de lado, aquellas caricias eran lo único que podía sentir. El resto del mundo se hallaba sumido en una perfecta oscuridad. Daba la impresión de estar flotando a la deriva, navegando en un mar de sombras cuyas turbulentas aguas amenazaban con ahogarme en cualquier momento.
Me esforcé por hacer memoria, por recordar cómo demonios había llegado allí.
El rostro demoníaco de la Mujer del Llanto me vino a la mente casi al instante. Sus labios negros y putrefactos. Las lágrimas de sangre que corrían por sus mejillas, a juego con aquel cabello pelirrojo erizado. Por un segundo confié en que todo hubiera sido una mera pesadilla, una broma pesada por parte de Semyazza...
Pero nada más lejos de la realidad.
Aún podía recordar con claridad cómo la Manzana Dorada, aquella que había sido mi fiel acompañante por milenios, me había atravesado el pecho, arrancándome el único fragmento de mi alma que me quedaba.
Por si no lo habéis entendido (lo cual sería bastante comprensible, dado que sois mortales que no interactuáis con vuestras esencias), procederé a explicarlo con más claridad.
Después de sufrir una humillante muerte a manos de uno de los paladines de Tártaro, en pleno Olimpo, tuve que tomar algunas decisiones un tanto desesperadas. Me ahorraré los detalles de mi asesinato, dado que me resulta un poco difícil hablar de ello. Es que no os creeríais lo triste que fue...
¡Me aplastó una columna!
Sé que suena tonto, pero morí por eso. Llega un soldado salido de la nada, se le va un poco de las manos eso de su mitad demonio, tira un pilar... En fin, siempre supe que eso de usar mármol bañado en icor divino era una mala idea. Muy bonito como anécdota, y para mostrar el poderío divino y todo eso. Sin embargo, que te pueda llegar a matar no mola nada.
Y si no que se lo digan a Zeus, que acabó peor que yo.
La cuestión es que, justo antes de dejar de respirar, me arranqué el alma (y sí, es tan doloroso como suena), y la transferí a la Manzana Dorada, para poder recurrir a mis poderes sin necesidad de tener un cuerpo que la albergara.
Sin embargo, vivir sin esencia es prácticamente imposible. Me habría convertido en un vegetal inanimado. Lo que se habría perdido la humanidad sin mi chispeante compañía... Así que opté por dejar una parte muy pequeñita dentro de mí, lo justo como para poder realizar mis funciones vitales.
Y ahora la Mujer del Llanto me había arrebatado este fragmento. Y con él, mi vida.
En el momento en que eso sucedió, debí haber muerto, ido derechita a alguna sección del Más Allá lo bastante terrorífica como para hacerme pagar por todos mis pecados. Siendo sinceros, ya me extrañaba no encontrarme en el tribunal de Minos...
La última vez que me dejé caer por allá, hace un par de milenios, fue para asistir a una fiesta organizada por mis hermanastras, las Erinias. Y ya por aquel entonces el Juez del Infierno me dejó bien clarito lo que me haría si tenía la oportunidad de juzgarme.
Entonces, ¿dónde estaba? Y lo que es más importante, ¿quién demonios me estaba acariciando el pelo?
Os juro que como fuera Tártaro, le habría dado una buena bofetada. El Maestro de Tortura podía ser muy impredecible cuando lo deseaba.
No obstante, mi sorpresa fue incluso mayor cuando abrí los ojos. Podría haberme esperado casi cualquier cosa. Mentalmente, había barajado casi todas las posibilidades habidas y por haber. Incluso las más disparatadas.
Nada podría haberme preparado para lo que vi.
Mi madre estaba delante de mí. A diferencia de sus habituales y recargadas túnicas, había optado por un vestido negro sin mangas, con unas sandalias de tiras. Sus rasgos faciales eran los de una mortal, suaves y hermosos. Creo que era la primera vez que la veía así, además de en mi nacimiento, claro está. Normalmente, en las escasas visitas que me hacía, siempre mostraba un rostro amenazador y endiablado.
Para colmo llevaba cero joyas a la vista (cosa rarísima viniendo de ella) y esgrimía una sonrisa triste, cargada de nostalgia. Sus ojos negros chispeaban del cariño.
En su mano izquierda reposaba un peine de plata, que deslizaba con parsimonia por mi rubia cabellera.
— Mi niña... Me alegra ver que has despertado — susurró Nix, su sonrisa ampliándose por momentos.
En cuanto recobré el control de mi cuerpo, me alejé de ella, retrocediendo a empellones, buscando una vía de escape.
Nos encontrábamos en una alcoba sacada de la época victoriana. ¿Cómo describirlo...? Era un lugar muy extraño, un contraste entre lujo y decadencia. La estancia debió haber sido opulenta en algún momento: la cama con dosel, los muebles de palisandro, las colchas de terciopelo con encajes de seda...
Mas el paso del tiempo parecía haber dejado huella en la habitación. El papel de damasco que cubría las paredes estaba mohoso, cayéndose a tiras, a juego con la madera carcomida. Los diversos cuadros y grabados familiares que adornaban las paredes se hallaban rajados, y la única ventana del lugar estaba tapiada con gruesos tablones.
Una estampa adorable, digna de un reencuentro familiar.
— ¿Qué haces tú aquí? — la interrogué, contemplándola con asco — ¿No se te ha ocurrido un lugar mejor para citarnos que este?
Mi madre depositó el peine sobre una mesilla de noche, y respiró profundamente antes de arrancarse a hablar, frotándose las manos con nerviosismo.
— Estaba preocupada por ti — declaró, con un ligero temblor de su labio inferior.
Sin poder evitarlo, se me escapó una risa irónica.
— ¿Tú, preocupada? Permíteme que lo dude — solté, un sarcasmo nacido de la amargura bañando mis palabras.
Aquello era inadmisible. ¿Justo ahora decidía ejercer de madre? Después de, ¿cuánto? Unos veinte mil años sin dirigirme la palabra. Sin olvidarnos del hecho de que planeó la ruina de la humanidad sin contar conmigo, para luego dejar que me asesinara un cualquiera.
— Puedo entender que estés enfadada...
La corté sin miramientos, negándome a dejar que interpretara su papel de madre modelo. A fin de cuentas, no era más que una forma de manipularme.
— No puedo estar enfadada con alguien que no me importa. Métete en la cabeza que no eres nadie para mí — le espeté, experimentando una grata sorpresa al ver cómo una mueca de dolor surcaba el rostro de Nix.
Era hora de que pagase.
Y no solo por mi reciente muerte, sino por todo el daño que me había hecho. Por esa actitud despiadada que había mostrado hacia mí, ese desprecio latente que la llevó a marginarme, a dejarme a la sombra de mis hermanos. Junto con Tánatos, éramos las ovejas negras de la familia por su culpa.
Luego él también me abandonó. De nuevo, a causa de mi amada madre.
— ¿Qué quieres? — inquirí con brusquedad.
No tenía tiempo para contemplaciones. Debía averiguar cómo salir de allí para regresar a la Tierra y darle una buena paliza a un espectro llorón.
— No te entiendo — respondió Nix, ladeando la cabeza con desconcierto.
Por los dioses... Podrían haberle dado un Óscar a la mejor interpretación. ¿Acaso se creía que era idiota? Si estaba allí, si se había tomado todas esas molestias para parecer que era una buena madre, era que me necesitaba para algo. Que deseaba pedirme un favor.
Así que se dejase de rodeos ya.
— Disculpe, mi señora — repliqué, ejecutando una reverencia ligera a modo de burla —. Mejor se lo preguntaré de otra manera. ¿Qué desea usted de mí como para dignarse a visitarme?
La diosa de la Noche puso los ojos en blanco, a medida que negaba con la cabeza. Por algún extraño motivo, aquella mirada cargada de tristeza seguía sin desvanecerse. Y no os podéis imaginar cómo me enfurecía. ¿Qué derecho tenía ella de sufrir?
Yo era la que había tenido que soportar las humillaciones a las que me sometió. Las penalidades que me impuso. Los falsos crímenes que me imputó, a fin de que todos me despreciasen. Hasta que al fin me convertí en quien ella deseaba.
— ¡Lo único que quiero es tu perdón! — sollozó, sendas lágrimas corriendo por sus mejillas, al tiempo que caía sentada sobre la cama, que emitió un crujido lastimero —. Nunca fui la madre que debí ser... Cometí tantos errores contigo. No puedes imaginar lo mucho que me arrepiento ahora — susurró, conectando su mirada con la mía.
Y por primera vez, la pude ver: honestidad. Impregnaba todas y cada una de sus palabras, cada fría lágrima que derramaba.
Por un instante, sentí la tentación de llorar también. De sacar el dolor que llevaba dentro, de rebajarme a mostrar mis emociones para poder formar un vínculo madre-hija. Sin embargo, opté por la salida más fácil.
Me esforcé en sacar a la luz todo el odio y rabia acumuladas. Ese veneno que corría por mis venas, impregnando mi inmortal vida de amargura, cinismo y diversión. Porque cuando nada te importa, la vida se convierte en un juego. Y pasara lo que pasase, no estaba dispuesta a perder esta visión.
— ¿Pretendes que te perdone? — cuestioné, mi voz anegada de falsa dulzura —. Eso nunca sucederá, ¿me oyes? ¡Nunca!
— Pero...
— ¡Pero nada! — estallé, las primeras lágrimas arrasando mis ojos —. Yo nunca quise ser así. Un monstruo insensible que no se preocupa por nadie, que no sabe lo que es amar o ser amada. Soñaba con ayudar a las personas a ser mejores, a hacer progresar a la humanidad con su ambición desmedida. ¡Y tú aplastaste ese sueño! ¡Me calumniaste para convertirme en la hija que deseabas que fuera! ¿Y bien? Este es el resultado. ¿Acaso no estás feliz, madre?
Nix se abrazó a sí misma, tratando en vano de contener los temblores que la azotaban. La sombra de la culpa se cernía sobre ella. Lástima que fuera demasiado tarde para enmendar sus errores.
— Nunca pude entender ese anhelo tuyo por hacer progresar a los mortales — musitó, su tono cargado de añoranza y desprecio —. Se suponía que eras la representación de la Discordia. Conflictos, violencia, muerte... Ese era tu rol. Pero optaste por un camino diferente...
— No te preocupes. Tú te encargaste muy bien de redirigir el rumbo de mi existencia. Pregúntales a los nazis si no me crees — siseé, sin necesidad de disimular la aversión que aquella mujer me provocaba.
—... y yo debí haberlo respetado. Haberte dejado ser quien realmente eras. ¿Sabes? He tenido mucho tiempo para pensar últimamente... Quisiera conocer a mis nietos — propuso, de forma repentina.
Fue la peor idea que pudo haber tenido. A mí podía hacerme lo que deseara. Romperme el corazón, torturarme, acabar con mi vida... Pero con mis hijos era diferente.
Sé que no proyecto la típica imagen de madre modelo y sin embargo, mis hijos siempre han sido lo primero para mí. Algos, Disnomia, Lete, Fonos, Androctasia, Ponos, Ate, Horcos, Neikea... Ellos siempre estarán por encima de todo. Los protegí tanto como pude, teniendo en cuenta las circunstancias.
Si tan solo me hubieran hecho caso, si hubieran permanecido en las ruinas del Monte Otris, tal y como les ordené, aún seguirían conmigo. Pero no... Tuvieron que participar en mi maldita Segunda Rebelión, para intentar otorgarme la victoria. Como si esta fuera más importante que ellos.
Solo de imaginármelos en el Tártaro, prisioneros en cualquier zona de Limina Umbrae, se me partía el alma.
Y en parte fue esto último lo que me llevó a perder la compostura por completo.
— ¡No los verás mientras siga con vida! — grité, abalanzándome sobre mi madre.
Sin perder un segundo, llevé mis manos a su cuello, y las cerré con tanta fuerza como me fue posible. Me coloqué sobre ella, conteniendo sus vanos intentos de escape. Pataleó y se retorció, como el gusano que era, mas no pudo escapar de mi ira.
Lo estaba disfrutando, de veras que sí.
Poder cobrarme venganza, tras tantos años de rabia acumulada era de lo más satisfactorio... Hasta que dejó de pelear. Sus manos cayeron a ambos lados del costado, relajadas, y me observó con la expresión serena de aquel que ha aceptado su destino.
— Si eso te hará feliz, entonces mátame — me ordenó, con una determinación que me dejó estupefacta —. Este es el castigo que merezco por mis pecados... No opondré resistencia. Haz lo que debas.
Su voz era tan honesta y calmada... No pude evitar que la ira se escurriera hasta el fondo de mi mente, quedando sepultada bajo la enorme culpa que me estaba embargando. Sencillamente, no podía. No así.
Con el pulso tambaleante, retiré las manos, y tomé asiento a los pies de la cama, evitando mirar a mi madre a la cara. Ella, por su parte, se incorporó con dificultad, llevándose las manos a las marcas rojizas que le había dejado en el cuello.
— No he venido tan solo a disculparme — dijo pasados unos segundos, captando mi atención de nuevo —. Estoy aquí para ayudarte a volver.
Fruncí el ceño, algo confusa.
— ¿Adónde? — inquirí, provocando que Nix pusiera los ojos en blanco de nuevo.
— ¿No es obvio? A la Tierra. Aún tienes mucho que hacer allí. Debes detener a la Mujer del Llanto antes de que sea tarde.
Exhalé una risa forzada, y me dejé caer sobre el lecho, ahogando un suspiro de frustración.
— No puedo hacer nada contra ella — admití, contemplando con desánimo aquella verdad —. Ahora se ha hecho con todo mi poder... No tendré oportunidad.
Para mi sorpresa, mi madre se tumbó a mi lado. Tomando con dulzura mi barbilla, me obligó a dirigir la mirada a sus negros ojos.
— Puede que te haya robado el poder, pero jamás podrá destruir quien eres. Le será imposible acabar contigo... Siempre que tú sigas luchando. Ante todo, eres la diosa de la Discordia. Nadie puede cambiar eso — proclamó.
Y aunque me sabe bastante mal admitirlo, su discurso motivacional me caló con rapidez. La esperanza floreció en mi interior, anegando mi corazón de una calidez nacida de la pura ignorancia.
Pese a todo, las ganas de vivir regresaron a mí (aunque me cuidé muy mucho de disimularlo... No habría podido tolerar el incremento de su ego si hubiera sabido el efecto que sus palabras tuvieron).
— Supongo — repuse, encogiéndome de hombros, pero siendo incapaz de disimular la radiante sonrisa que tiró de las comisuras de mis labios.
No obstante, toda esperanza se desvaneció de un plumazo al recordar un pequeñísimo detalle.
— Sin embargo, me será imposible regresar... Ya no tengo alma — recordé. La ilusión que me había llenado se vio reemplazada por tristeza en cuestión de segundos. El juego había terminado en el momento en que caí en la trampa de Semyazza.
Había perdido.
— ¿Lo has olvidado? Sí que hay una manera — insistió Nix, sacándome de mi desánimo —. Tú fuiste creada a partir de mi oscuridad... Y sabes bien que estas tinieblas pueden reemplazar un alma.
Negué con la cabeza, procurando no ilusionarme de nuevo. Aquello era una tontería. Tenía que aceptar esta nueva situación, hallar la forma de adaptarme, de continuar el juego con las reglas de otros.
Así que me esforcé por componer una réplica decente.
— Tu oscuridad puede reemplazar un alma mortal... Pero no soportar el peso de una existencia divina como la mía. Las sombras se acabarían disolviendo al verse incapaces de reemplazar mi esencia — argumenté.
— Cierto, pero las tinieblas a partir de las que te creé no eran ordinarias... Era oscuridad primigenia procedente del corazón de mi padre, Caos.
El pulso se me aceleró sin que pudiera evitarlo.
— ¿Y eso qué significa? — pregunté, pretendiendo aparentar molestia. Sin embargo, podría haber asegurado que me brillaban los ojos.
Y mi madre se dio cuenta.
— No será una solución permanente — aclaró, causándome un pequeño escalofrío —. Pero te dará un par de semanas. Te permitirá retrasar tu muerte ese tiempo, hasta que te consumas. Si no logras recuperar tu alma para entonces...
La corté de inmediato, poniéndome en pie de un salto.
— No necesito más de un día para lidiar con ese fantasma insolente. No me costará nada hacerle morder el polvo... Y más si vienes conmigo — le propuse, tendiéndole la mano con mi mejor sonrisa.
Ella negó, enjugándose las lágrimas. Enlazó sus dedos con los míos, y me forzó a sentarme de nuevo.
— Mucho me temo que no podré acompañarte. Esto que ves a tu alrededor — explicó, su voz cargada de desdén a medida que abarcaba la sombría habitación —, es mi celda. Estoy prisionera en el Tártaro, en Axis.
Podría juraros que, en aquel momento, la mandíbula se me desencajó de la sorpresa. Había visto muchos casos de alianzas que acabaron mal... Pero esto ya iba a otro nivel.
En respuesta a mi retahíla de preguntas silenciosas, mi madre continuó con su trágica historia.
— Traicioné a Tártaro... Me enfrenté a él. Y este es el precio que debo pagar. De no haber sido por su ayuda, ni siquiera habría podido verte.
Por la forma en que su tono de voz se agrió al pronunciar la última parte de la frase, supe que mi madre me acababa de demostrar su amor, haciendo lo que más odiaba: pedir un favor.
Sin embargo, no pude evitar fruncir el ceño por las sospechas... Nos encontrábamos en el Averno. La Fosa Insondable. ¿Quién demonios la había ayudado?
La respuesta llegó segundos después, en forma de una ronca y resacosa voz masculina que reconocí de inmediato.
— No te preocupes... Cuidaré a tu madre durante su estancia aquí — musitó Hades, materializándose de las mismas sombras, sosteniendo su preciado Yelmo bajo el brazo.
¿Qué hacía él aquí?
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