Capítulo 53: El Tiempo y el Recuerdo I
09:01 A.M, jueves día 17 de septiembre, año 2023.
Cronos:
Le sostuve la mirada al ángel, desafiante, a pesar de que todos mis músculos se encontraran tensos por el temor irracional que me provocaba su sola presencia.
El fuerte viento de la tormenta agitaba las copas de los árboles, provocando que exhalaran gemidos lastimeros. Los troncos se resquebrajaban ante la tempestad, las hojas flotaban como pétalos perdidos, bailando al son de una sinfonía olvidada largo tiempo atrás. El olor a tierra mojada llenaba el aire.
El pueblo había quedado en absoluto silencio. Las voces de la gente, los susurros de los pasos, el alboroto de la vida cotidiana... Todo había desaparecido. De pronto, tuve la sensación de encontrarme en un cementerio. Los edificios de anciana piedra se alzaban a modo de lápidas, acogiendo bajo su pacífico y estoico manto la matanza que estaba a punto de desencadenarse.
El fulgor de los rayos daba un toque tétrico a la escena.
No podía creerlo. Al fin estaba ante mis ojos, en carne y hueso. Había esperado tanto por este momento... Semyazza, el Ángel del Recuerdo. Con sus alas negras extendidas, y su cabello castaño empapado por la lluvia, no pude evitar deslizarme hacia los recuerdos de una realidad que ahora se me antojaba inconcebible. De hecho, poseía la misma apariencia que en aquel entonces. Cuando lo vi por primera y última vez.
El día que lo perdí todo.
Sucedió hace eones, en la Titanomaquia. La rebelión encabezada por mi hijo Zeus, la cual parecía perdida desde el inicio, alcanzó un punto de inflexión cuando Hades cometió su mayor pecado: quebró el sello de la Corte Celestial, situado en el Séptimo Círculo del Infierno. Ahí era donde residía el antiguo Cielo de la Luna.
Aquel solía ser el primero de los Nueve Cielos. Un lugar de descanso eterno para almas virtuosas y benévolas, que solo pecaron de inconstancia. O bien no fueron capaces de cumplir sus propósitos en vida, o fallecieron antes de lograrlo. Pese a todo, era un santuario hermoso. Su luz era variable, al igual que el vaivén de la luna. A veces resplandeciente y otras, anegado de una suave y melancólica oscuridad.
Pero todo cambió cuando los Caídos extendieron sus garras hacia él. El mismo Lucifer se alzó de los Infiernos, provocando el colapso de la Creación. Y su fiel y flamante tropa de ángeles lo siguió hasta las puertas del Edén, listo para acabar de una vez por todas con el Demiurgo.
Nada bueno salió de aquella batalla.
Las huestes celestiales apenas pudieron contener el inexorable avance del Lucero del Alba hacia el Cielo de Mercurio. Por más que sus puertas de oro fueron selladas, tan solo era una cuestión de tiempo que acabaran cediendo. Si eso sucedía, ya nada podría detener a Satán. Habría acabado personándose en el Empíreo, reclamando el lugar que creía merecer.
Usando la fuerza del Demiurgo para modelar el universo a su imagen y semejanza.
Abrumada por la guerra, la Corte Celestial tuvo que decidirse. Y optó por acabar con todo de la forma más drástica posible. El Cielo de la Luna fue destruido y arrojado al Meikai, los ángeles caídos sellados con él. Lucifer regresó a Judeca a regañadientes, consciente de su derrota, pero con un nuevo plan, que requeriría de mucho tiempo para llegar a buen puerto.
Mis hijos también estaban desesperados. Por eso Hades lo hizo. Al romper el anatema que los aprisionaba, el primero de los Cielos tomó una nueva forma, instalándose en el Vacío. La presencia de los ángeles caídos lo dejó corrupto, convertido en lo que hoy se conoce como Laberinto de Satán.
La luz fue sustituida por sombras. Las bellas construcciones, por corredores sin fin donde vagan las almas de aquellos que deberían estar en el Paraíso. Y que reposan en el peor de los tormentos.
No obstante, pese al gran sacrificio que realizaron, debo admitir que les funcionó a las mil maravillas. Con los Caídos libres de nuevo, sabedores de su eterna deuda hacia los Olímpicos, la balanza de la guerra se inclinó a su favor.
Recuerdo que estaba recostado sobre mi trono, el Consejo de Guerra desplegado frente a mí. El oricalco poseía un brillo apagado, casi como si supiera lo que estaba a punto de suceder. Nos congregamos a causa de un revés inesperado, una ofensiva incierta por parte del enemigo: la base del Monte Otris había sucumbido.
Su ataque había tenido lugar hacía pocas horas.
Con Zeus y Azazel encabezando la carga, la Muralla de Plata fue atravesada casi sin dificultad. Nuestro ejército poco había podido hacer frente a la lluvia de rocas desatada por los Hecatónquiros, la ofensiva divina terrestre, y las tropas aladas de los Grigori. Atacados desde todos los flancos, no hubo escapatoria. Fue una masacre.
Lo que por aquel entonces ninguno sabíamos, era que el enemigo ya estaba tocando a nuestra puerta. Nos esperaba quizá la noche más larga de nuestras inmortales vidas.
Valiéndose de las artimañas que los caracterizaban, una pequeña avanzadilla de ángeles caídos logró internarse en mi palacio. Los guardias fueron incinerados y la misma suerte corrieron los humanos que nos apoyaban.
Las ninfas, Nereidas y Oceánides poco pudieron hacer por defenderse. Las más afortunadas fueron asesinadas. El resto... Reclamadas como trofeos. Secuestradas, forzadas, obligadas a concebir a la progenie de los Caídos. Privadas de su divinidad, aisladas en el Pandemonio, convertidas en meretrices.
También asesinaron a Hiperión sin piedad alguna, y no pararon hasta llegar al salón del trono, abriendo las puertas con estrépito.
Ahí fue cuando lo vi.
Semyazza iba al frente, empuñando su arco de lapislázuli. Una flecha escarlata se encontraba encajada en él, apuntando directamente a mi corazón. Su armadura centelleaba de forma ominosa, haciendo bailar los haces de luz de la cámara. Más que una simple protección, daba la impresión de tratarse de una exquisita obra de arte.
Sus partes se extendían de forma indistinta, cobijando cada rincón del cuerpo del ángel, haciéndolo invulnerable frente a cualquier golpe. Se curvaba sobre él como una segunda piel, adaptándose a los contornos de su cuerpo. Y estaba formada por una aleación de hermosos cristales. Amatista, labradorita, cuarzo... Todos se entrelazaban, conformando ese océano de color y brillo que componía aquel manto.
Ya conocéis el resto de la historia. Mi derrota fue inevitable.
Tras mi posterior caída, volví a ver a Semyazza. En las profundidades del Tártaro, solía venir a visitarme de vez en cuando. A regodearse de mi miseria, reavivando mis más oscuros y humillantes recuerdos.
Hasta que desapareció sin dejar rastro.
Y ahora aquí estábamos, cara a cara de nuevo. Sus ojos violetas centelleaban con sed de sangre. Pese a estar privado de su antigua gloria, solo sus alas le conferían aquel aire imponente y majestuoso que lo caracterizaba. Había algo en su porte, en aquel aire confiado y chulesco que delataba su enorme poder. Aferré la hoja de mi guadaña, procurando que no me temblaran las manos.
Hoy era la hora de mi revancha.
— Es hermoso, ¿verdad? — preguntó el Caído, contemplando la lluvia con expresión pensativa.
El cielo retumbó por unos segundos, casi como si la tormenta pugnara por darle la razón.
— ¿De qué hablas? — respondí, permitiendo que la gélida calma que me invadió tras cruzar la Tercera Puerta impregnara mis palabras.
Pero el ángel optó por ignorar mi interrogante. En cambio, respondió:
— Nueve días y nueve noches. Ese es el tiempo que costó la última vez, ¿no es así?
Parpadeé un par de veces, sin entender bien a qué se refería con aquella cifra. Sin embargo, en pocos segundos la respuesta me vino a la mente. Una sensación de incomodidad y sospecha me embargó.
— Veo que lo has recordado — adivinó él, con expresión socarrona. Estaba disfrutando de mi desconcierto, de contar con información que me era desconocida. Le debía suponer un buen alimento para su ya de por sí enorme ego.
Fruncí el ceño al percibir su satisfacción.
— ¿Qué tiene que ver...?
Mis palabras fueron interrumpidas por el discurso de Semyazza.
— Hace miles de años, la humanidad inició su primera cruzada contra los dioses — comenzó, con tono solemne —. Creyendo que eran seres perfectos, e iguales a ellos, optaron por rebelarse y alcanzar el Olimpo, para ser libres de la carga de la muerte. A modo de castigo, el panteón Olímpico decidió escindir el alma humana en dos mitades iguales, condenando a los mortales a vagar por la eternidad, incompletos, buscando a su otra mitad.
Félix ahogó una exclamación.
— Las almas gemelas — susurró, su rostro tomado por una emoción que no logré identificar. ¿Melancolía, pena, ira? No habría sabido decirlo con claridad.
El ángel sonrió con desprecio.
— Este hecho puso fin a la Edad de Plata. Los humanos, confusos como nunca antes, dieron el primer paso hacia su aniquilación. Canalizaron su rabia, enzarzándose en guerras sin fin, en incontables masacres. Las familias se mataban entre sí, los padres ahogaban a sus hijos, los súbditos envenenaban a sus monarcas — relató el Caído, relamiéndose los labios —. La Edad de Bronce fue una época maravillosa. Y para mi consternación, acabó por culpa de tu hijo menor, Cronos.
Fue entonces cuando intervine el monólogo de aquel alado, deduciendo adónde quería llegar.
— Zeus provocó un diluvio — comenté, rememorando la escena. Durante nueve días, con sus noches, el agua anegó la Tierra, y lo cubrió todo. Toda la humanidad, sin excepciones, fue exterminada, el pecado purgado del plano mortal. Se podría decir que el mal fue arrancado de raíz.
El ángel asintió con la cabeza, mientras Durand nos contemplaba a ambos, boquiabierto.
— Lo mismo está sucediendo ahora — reveló Semyazza, sin molestarse en ocultar su satisfacción.
Sus palabras me sacaron de mis memorias, revelando la cruda realidad. Por primera vez, alcé la vista al cielo, contemplando el grueso manto de nubes que lo recubría. La lluvia caía sin parangón, anegando el suelo de la plaza. Se derramaba en cascada desde el mirador, repiqueteando contra los árboles.
Esta tormenta... No era posible. Y sin embargo, era cierto que había salido de la nada. Por lo que había podido averiguar, llevaba un día lloviendo sin descanso alguno, y el aguacero solo parecía intensificarse. Aquello no podía ser normal. Si lo que decía el ángel era cierto...
— Ya solo faltan ocho días. Una vez pase ese tiempo, la Purificación estará completa — proclamó, batiendo sus alas, haciendo que las gotas de agua danzaran a su alrededor.
Di un paso al frente, procurando disipar las dudas que nublaban mi mente.
— Es mentira — espeté, perdiendo la compostura —. Tú no posees poder suficiente como para organizar un evento de semejante calibre.
Mi enemigo se limitó a negar con la cabeza.
— Quizá yo no posea tal capacidad. Pero has dado por hecho que estoy solo.
Abrí y cerré la boca un par de veces, a medida que un escalofrío me recorría la parte baja de la espalda.
— Así es — dijo Semyazza, confirmando mis sospechas —. Los Cinco hemos vuelto, Cronos. Mefistófeles, Gadreel, Azazel, Remiel y yo. Con nuestro poder, y el de nuestro Amo, que mueve los hilos desde Judeca, hemos desencadenado este diluvio. Pondremos fin a la humanidad de una vez por todas.
Quise responder, pero las palabras no se dignaron a acudir a mis labios. Por un instante, volví a ser aquel niño asustado que huía de las garras de Urano.
La Tierra, la humanidad... Todos estábamos condenados. El mismísimo Lucifer, aún soportando el peso de toda la Creación, encadenado en el Infierno, había dispuesto la ruina del plano mortal. Su mano había vuelto a extenderse hacia este mundo, su maligna sombra cerniéndose sobre nosotros en forma de cinco de sus ángeles malditos.
De seguir así, apenas si nos quedaba una semana de vida. El viernes siguiente, veinticinco de septiembre, ya sería muy tarde. El Maligno habría triunfado. Y yo...
No podía hacer nada por impedirlo.
— D-david, ¿qué crees que haces? Deja de decir incoherencias — tartamudeó Félix, aproximándose a la silueta de su antiguo compañero —. Tú no eres un ángel... Solo el mejor amigo de Carlos. Lo sé, lo recuerdo.
Semyazza respondió con una carcajada.
— ¡Eso fue muy divertido! A fin de cuentas, ¿qué es la humanidad? — reflexionó, haciendo crujir sus nudillos —. Tras observaros durante siglos, concluí que solo sois eso: recuerdos. Momentos aislados, suspendidos en el vacío de vuestras mentes. Memorias a las que os aferráis con fuerza hasta morir, engrandecidas con el paso del tiempo, a causa del nihilismo que empaña vuestra imperfecta existencia.
Traté de intervenir entonces.
Alzar la voz, frenar los intentos de aquel ser por ridiculizar a una raza tan noble y luchadora como la humanidad. Y es que, a pesar de estar privados de poderes divinos, pese a saber que en su horizonte la muerte marca un punto de no retorno, las personas encuentran la fuerza para levantarse cada día. Para luchar por sus vidas.
Es cierto que, en comparación con la eterna existencia de un dios cualquiera, los mortales son insignificantes. Pero en ese escaso tiempo que les ha sido concedido, son capaces de enfrentarse a cualquier adversidad, hacer lo correcto. Encuentran un solaz en la ilusión temporal del amor, e incluso la felicidad a través de sus descendientes.
Sin embargo, no pude pronunciar ni una sola palabra.
Los ojos violeta de Semyazza estaban fijos en los míos, clavados cuán puñales. De pronto, mis músculos se tornaron rígidos hasta el punto de quedar inertes. Mi cuerpo dejó de responder a los mandatos de la mente. La vista se me tornó borrosa, e incluso experimenté un pequeño mareo que amenazó con derribarme.
La guadaña escapó de mis manos, y repiqueteó contra los adoquines.
— No te muevas, Amo del Tiempo. Tu mente ahora está bajo mi influjo.
— ¡Cronos! — exclamó Félix, contemplándome con preocupación pese al daño que le había infligido —. ¿Qué le has hecho?
El ángel se encogió de hombros.
— Solo interrumpí sus conexiones neuronales. En la práctica, he suprimido dos de sus cinco sentidos. Ahora solo puede oír, ver y respirar. Y da las gracias por que así sea — agregó, regocijándose al ver la expresión de horror del rubio.
Ahora que me había convertido en una estatua, nada impidió al Caído continuar con su pequeño relato.
— Fue tan sencillo. Salir de aquel sótano, ver la luz por primera vez después de treinta años. Robar un poco de ropa... E implantar recuerdos falsos en todas y cada una de las mentes de aquellos con los que me topaba. Hasta el punto en que pensasteis que llevaba toda la vida con vosotros. Cuando pensaba que los humanos no podíais ser más patéticos, la debilidad de vuestras mentes me sorprendió de nuevo.
Lejos de amedrentarse, o encogerse de miedo, Félix dio un paso al frente, con expresión desafiante. Por un segundo, logró acelerar los latidos de mi corazón. Herido, emocionalmente devastado... Pero listo para continuar peleando.
De no haber sido porque Semyazza había destrozado mis nervios, incluso me habría sonrojado.
No obstante, esta sensación solo se prolongó por un segundo. Luego retornó la calma, la indiferencia hacia aquel mortal. Pese a todo, ese breve momento de debilidad fue suficiente como para que perdiera el hilo de la conversación.
— ... ¿y Eris? — reclamó Durand, negándose a darse por vencido. Un ligero desconcierto anidó en mi pecho, junto con un calor rabioso que no habría sabido identificar... ¿Eran celos?
Sé que sonaba ridículo, pero no podía evitar preguntarme qué habría sucedido en mi ausencia. ¿Cuándo Félix había desarrollado aquel extraño afecto por la diosa de la Discordia? Sabía que le gustaban los hombres, pero, ¿y si ella lo había embaucado?
Pugné por quitarme esas ideas de la cabeza. A fin de cuentas, ¿qué me importaba?
El ángel se llevó la mano al cuello en un gesto inconsciente, para ser exactos, a una pequeña marca roja. En forma de mordisco. Habría reconocido esa mandíbula en cualquier parte. No podía creerlo...
¿En serio, Eris?
— Con ella me divertí bastante. Admito que hasta me dejé llevar un poco — respondió, con una media sonrisa pícara, que encajaba a la perfección en su rostro juvenil —. De no ser porque era necesario matarla, la habría conservado como mi concubina.
Los puños de Félix se cerraron con rabia. Por un instante, sus ojos refulgieron con un resplandor carmesí.
— No hables de ella así... Eris es mucho más que tu juguete, ángel de pacotilla — musitó con una rabia descontrolada, que casi pugnaba por escapar de su cuerpo — ¿Por qué siempre creéis que podéis jugar con nosotros, obligarnos a hacer lo que no deseamos, a sacrificarlo todo? Solo para traicionarnos después...
Ante mi atónita mirada, el cuerpo del rubio empezó a humear. Las gotas de lluvia se evaporaban al entrar en contacto con su piel, e incluso el agua que cubría los adoquines retrocedió hasta conformar un círculo perfecto a su alrededor. Las luces cercanas parpadearon, y un poste estalló en llamas.
— Eso es. Da rienda suelta a tu odio. Mátame y conviértete en quien debes ser — lo incitó Semyazza.
Al escuchar sus últimas palabras, los ojos de Durand recobraron su color verdoso habitual.
—¿Quieres que te mate? — cuestionó, retrocediendo por la sorpresa.
Pero ya era tarde. El ángel se abalanzó sobre él, y capturó su mano con rapidez, posándola sobre su corrupto corazón. De un momento a otro, también obligó a Durand a asir un puñal.
— A mí, al infiel de tu novio, a tu frío amante... Me da lo mismo. La cuestión es que alguien muera ante tus ojos, asesinado por tu propia mano. Y entonces Él será libre.
Félix se encogió de miedo, intentando recular sin éxito. El líder de los Grigori le retorció el brazo, haciéndole gemir de dolor. Y sin embargo, el rubio se negó a usar el arma entregada, dejándola caer.
— Te libras por ser tu cuerpo sagrado... De lo contrario ya habría probado el sabor de tus labios. El tacto de tu piel desnuda. Y de tu sangre en mi paladar — le susurró, sus ojos violetas fijos en los del rubio.
Yo lo observaba todo, paralizado.
Incluso mi mente estaba abotargada, perpleja ante la inmediatez del apocalipsis. Ya no teníamos ni un triste año. Nuestro viaje temporal había sido en vano. No habría que esperar a que Tártaro y Nix desencadenasen su eterna oscuridad.
El Diablo se les había adelantado.
Solo pude contemplar, aterrorizado, cómo con un suspiro de resignación, Semyazza hundía su mirada en el cráneo del muchacho. Supe lo que estaba a punto de suceder, y la frustración de no poder hacer nada se hundió en mi corazón como una aguja envenenada.
El brillo de los ojos del alado penetró más allá de los iris esmeralda de Durand, traspasando sus nervios ópticos, hasta alcanzar sus neuronas y el sistema nervioso central. Luego procedió a hacerle lo mismo que a mí: lo colapsó con falsos recuerdos, un flujo constante y excesivo de información que fue demasiado para aquella pequeña mente mortal.
Félix cayó desmayado dos segundos después. Indefenso, inmóvil. Los brazos del Caído estrechaban su delgada cintura, y la apretaban contra él con avidez.
— Volvamos a casa, Amo.
Sin siquiera dirigirme una mirada, cargó el cuerpo inconsciente de Durand sobre su hombro, y se dirigió con paso lento hacia el borde del mirador. Batió sus alas con estrépito, listo para alzar el vuelo y perderse entre las nubes de tormenta. Pero no estaba dispuesto a permitirlo.
Todo terminaría, aquí y ahora. Ya fuera con su muerte... O la mía.
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